La voz de las espadas (53 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La voz de las espadas
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Jalenhorm desechó el comentario dando un enérgico manotazo al aire.

—¡Esa gente no son más que unos malditos salvajes! ¡Les haremos caer de culo, igual que ha hecho hoy Jezal con el idiota ese! Eh, Jezal. ¡Antes del invierno estaremos de vuelta, todo el mundo lo dice!

—¿Tienes idea de cómo son las cosas ahí arriba? —inquirió West inclinándose sobre la mesa—. Una sucesión interminable de montañas, bosques y ríos. Apenas hay campo abierto, apenas hay caminos para que marche un ejército. Para poder dar una paliza al enemigo, primero hay que cogerlo. ¿Estar de vuelta antes del invierno? Del próximo invierno quizás, eso si es que volvemos.

Brint le miraba horrorizado con los ojos muy abiertos:

—¡No puede decirlo en serio!

—No... no, claro que no —West suspiró y se sacudió el cuerpo—. Todo saldrá bien, seguro. Habrá gloria y ascensos para todos. Y estaremos de vuelta antes del invierno. Pero haríais mejor en llevaros un buen abrigo por si acaso.

Un tenso silencio se abatió sobre el grupo. El semblante de West estaba contraído en un ceño muy característico, un ceño que indicaba que por esa noche ya no cabía esperar más diversión de él. Brint y Jalenhorm exhibían unas expresiones entre hurañas y perplejas. El único que parecía mantener el buen humor era Kaspa: estaba apoltronado en su silla con los ojos entrecerrados, ajeno a todo cuanto le rodeaba.

Una celebración por todo lo alto.

El propio Jezal se sentía cansado, inquieto, preocupado. Preocupado por el Certamen, preocupado por la guerra... preocupado por lo de Ardee. Ahí mismo, doblada en el bolsillo, tenía la carta. Miró de soslayo a West e inmediatamente desvió la vista. Mierda, se sentía culpable. Era la primera vez en su vida que se sentía culpable, y la sensación no era nada agradable. Si no se reunía con ella se sentiría culpable de haberla dado plantón. Y si acudía a la cita se sentiría culpable por haber quebrantado la promesa que había hecho a West. Era un dilema. Jezal se chupó la uña del dedo pulgar. ¿Qué demonios le pasaba a él con aquella dichosa familia?

—Bueno —dijo bruscamente West—, ya es hora de que me vaya. Mañana tengo que madrugar.

—Hummm —masculló Brint.

—Vale —dijo Jalenhorm.

West miró a Jezal a los ojos.

—¿Puedo hablar contigo un momento? —Su expresión era seria, grave, casi enojada. A Jezal le dio un vuelco el corazón. ¿Y si se había enterado de lo de la carta? ¿Y si se lo había dicho Ardee? El comandante se dio la vuelta y se dirigió a un rincón donde no había nadie. Jezal miró desesperado a su alrededor buscando alguna forma de huir.

—¡Jezal! —le llamó West.

—Sí, sí —se levantó de mala gana y siguió a su amigo adoptando la que esperaba fuera una sonrisa inocente. Tal vez se tratara de otra cosa. Algo que no tuviera nada que ver con Ardee. Por favor, que fuera otra cosa.

—No quiero que nadie se entere de esto... —West echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que nadie los miraba. Jezal tragó saliva. De un momento a otro recibiría un puñetazo en la cara. Uno al menos. Nunca le habían dado un puñetazo en la cara, uno de verdad. Una vez una chica le había dado un buen bofetón, pero no era lo mismo. Se preparó lo mejor que pudo, apretando los dientes y esbozando un gesto de dolor—. Burr ya ha puesto la fecha. Nos quedan cuatro semanas.

Jezal le miró fijamente.

—¿Cómo?

—Para embarcar.

—¿Embarcar?

—¡Rumbo a Angland, Jezal!

—¡Ah, sí, claro... Angland! ¿Cuatro semanas has dicho?

—Pensé que ya que estás tan volcado en el Certamen debías saberlo para que pudieras irte preparando. Pero no se lo digas a nadie.

—Claro, claro —Jezal se secó el sudor de la frente.

—¿Te encuentras bien? Se te ve muy pálido.

—Estoy bien, estoy bien —Jezal respiró hondo—. Son las emociones, ya sabes, el combate y todo eso.

—No te preocupes, has estado muy bien —West le dio una palmada en un hombro—. Pero aún queda mucho camino por delante. Te quedan tres asaltos para poder proclamarte campeón, y cada vez resultarán más duros. ¡No te relajes, Jezal... y tampoco te emborraches demasiado! —añadió volviendo un instante la cabeza antes de llegar a la puerta. Jezal exhaló un profundo suspiro de alivio y regresó a la mesa donde estaban sentados sus compañeros. Su nariz seguía intacta.

Al comprobar que West no volvía con ellos, Brint ya había empezado a refunfuñar.

—¿A qué demonios venía eso? —preguntó con el gesto torcido señalando a la puerta con el pulgar—. ¡Vale, ya sé que es un héroe y todo eso, pero... no lo entiendo!

Jezal le miró fijamente.

—¿Adónde quieres ir a parar?

—No sé, pero... ¡esa forma de hablar! ¡Es... es... puro derrotismo! —envalentonado por la bebida, Brint no se mordió la lengua—: ¡En fin... lo que quiero decir es que esa forma de hablar es propia... de un cobarde, sí señor!

—¡Escúchame bien, Brint —le espetó Jezal—, estás hablando de un hombre que ha luchado en tres encarnizadas batallas, de un hombre que fue el primero en entrar en la brecha de Ulrioch! ¡Puede que no sea un noble, pero es un tipo valiente como pocos! ¡Y, además, conoce el ejército, conoce al Mariscal Burr y conoce Angland! ¿Tú, Brint, qué sabes? —Jezal frunció los labios—. ¿Aparte de perder a las cartas y vaciar botellas de vino?

—En mis ordenanzas no dice que haya que saber nada más —soltó Jalenhorm con una risa nerviosa, en un intento de aliviar la tensión—. ¿Dónde está ese vino? —gritó sin dirigirse a nadie en particular.

Jezal se dejó caer en su banqueta. Si el ánimo de la concurrencia ya estaba algo alicaído antes de que se fuera West, ahora se encontraba bajo mínimos. Brint refunfuñaba. Jalenhorm se balanceaba en su banqueta. Kaspa se había quedado profundamente dormido y estaba desplomado sobre la pringosa superficie de la mesa, emitiendo pequeños eructos al respirar.

Jezal apuró su copa y echó un vistazo a las poco prometedoras caras que tenía a su alrededor. Maldita sea, estaba más aburrido que una ostra. Aunque hasta ahora no se había dado cuenta, resultaba evidente que las conversaciones de borrachos sólo interesaban a los borrachos. Bastaban unas pocas copas de vino para que un compañero hilarante se convirtiera en un pesado insufrible. Se preguntó si también él resultaría tan tedioso como Kaspa, Jalenhorm y Brint cuando estaba borracho.

Esbozó una leve sonrisa mientras miraba a aquel idiota enfurruñado. Si fuera Rey, caviló, castigaría con la pena de muerte a los malos conversadores, o, por lo menos, con largas penas de cárcel. Jezal se levantó de su asiento.

Jalenhorm alzó la vista y lo miró:

—¿Qué haces?

—Será mejor que me vaya a descansar un poco —repuso Jezal—, mañana tengo que entrenar —aquella excusa era la única alternativa posible a salir corriendo.

—¡No, hombre, no! ¿Es que no vas a celebrarlo!

—Sólo ha sido la primera ronda. Todavía tengo que vencer a tres rivales, y bastante mejores que el zoquete de hoy —Jezal cogió su guerrera del respaldo de una silla y se la echó por los hombros.

—Tú verás —dijo Jalenhorm y luego eructó ruidosamente mientras metía la boca en la copa.

Kaspa, con el pelo de uno de los lados aplastado contra el cráneo debido al pringue del vino, se levantó un instante de la mesa.

—¿Te vash ya?

—Ajá —dijo Jezal, y, dándose la vuelta, se alejó apresuradamente.

Fuera soplaba un viento helador que hizo que se sintiera más sobrio aún que antes. Dolorosamente sobrio. Tenía que encontrar como fuera una compañía inteligente, pero a esas horas de la noche ¿dónde iba a encontrarla? Sólo se le ocurría un sitio.

Se sacó la carta del bolsillo y, aprovechando la tenue luz que salía de la taberna, la leyó una vez más. Si se daba prisa, puede que aún la pillara. Se encaminó lentamente hacia las Cuatro Esquinas. Charlarían un rato, nada más. Necesitaba hablar con alguien...

No. Jezal se forzó a pararse. ¿De veras se creía que sólo la quería como amiga? La amistad entre un hombre y una mujer era a lo que se llegaba cuando uno de los dos se había tirado un montón de tiempo detrás del otro y no había llegado a ninguna parte. Ese tipo de arreglos no iban con él.

¿Y entonces qué? ¿El matrimonio? ¿Con una mujer sin alcurnia y sin dinero? ¡Era impensable! Se vio a sí mismo llevando a Ardee a su casa para presentársela a su familia. ¡Te presento a mi esposa, padre! ¿Esposa? ¿Cuál es su ascendencia? Sólo de pensarlo le daban escalofríos.

¿No habría forma de encontrar una solución intermedia que resultara satisfactoria para ambos? Jezal se puso lentamente en marcha. ¿Algo a medio camino entre la amistad y el matrimonio tal vez? Jezal comenzó a avanzar a grandes zancadas en dirección a las Cuatro Esquinas. Podrían reunirse de forma discreta, y charlar, y echarse unas risas, tal vez en algún lugar donde hubiera una cama...

No. No. Jezal volvió a pararse y, frustrado, se dio una palmada en la sien. Él no podría aceptarlo, ni aun en el caso de que Ardee se prestara a ello. Ya no se trataba sólo de West. ¿Qué pasaría si se enteraba más gente? Su reputación estaría a salvo, pero la de ella quedaría arruinada. Completamente arruinada. Sólo de pensarlo se le ponía la carne de gallina. Ardee no se merecía eso. No bastaba con decir que a fin de cuentas era problema suyo. No, en absoluto. ¿Y todo para que él se divirtiera un poco? Qué egoísmo. Le sorprendía no haber pensado en ello antes.

Sus pensamientos habían vuelto a conducirle a un punto muerto, como ya le había sucedido varias veces en ese mismo día: aquel encuentro no podía traer nada bueno. Además, pronto marcharían a la guerra y eso pondría punto y final a aquel ridículo afán. A la cama, pues, y mañana, a pasarse todo el día entrenando. Entrenaría y entrenaría hasta que el Mariscal Varuz le arrancara el recuerdo de Ardee. Respiró hondo, cuadró los hombros, se dio la vuelta y se encaminó hacia Agriont.

La estatua de Harod el Grande se erguía en medio de la oscuridad sobre un pedestal de mármol casi tan alto como Jezal; su tamaño y su solemnidad parecían un poco fuera de lugar en aquella recoleta plazuela que había pegada a las Cuatro Esquinas. Había llegado hasta allí pegando un bote cada vez que veía una sombra, evitando a la gente, haciendo todo lo posible para pasar desapercibido. Pero a esas horas no había prácticamente nadie en la calle. Era bastante tarde y lo más seguro era que Ardee se hubiera hartado de esperar hacía mucho, eso si es que no había decidido finalmente no acudir a la cita.

Rodeó sigilosamente la estatua, escrutando las sombras y sintiéndose un perfecto idiota. Había pasado un millón de veces por aquella plaza y jamás se había fijado en ella. Pero era un lugar público, ¿no? Tenía el mismo derecho que cualquiera a estar ahí, y, sin embargo, se sentía como si fuera un ladrón.

La plaza estaba desierta. Mejor así. Mucho mejor. Como suele decirse, había muy poco que ganar y mucho que perder. Pero ¿por qué se sentía tan abatido? Alzó la vista y miró el rostro de Harod, inmortalizado con ese ceño pétreo que los escultores suelen reservar para los grandes personajes históricos. Tenía una mandíbula fuerte y elegante, casi idéntica a la de Jezal.

—¡Despierta! —le susurró una voz al oído. Jezal chilló como una niñita, se apartó trastabillando, tropezó y sólo consiguió mantener la verticalidad aferrándose al enorme pie del Rey Harod. Detrás de él se erguía una silueta oscura, una silueta encapuchada.

La silueta soltó una carcajada.

—No seas acojonado —musitó Ardee. La muchacha se echó hacia atrás la capucha. La luz de una ventana iluminó sesgadamente la parte inferior de su rostro mostrando una media sonrisa—. Soy yo.

—No te he visto venir —farfulló estúpidamente mientras se apresuraba a soltar el pie de la estatua y trataba de aparentar despreocupación. Tenía que reconocer que no era un buen comienzo. Aquel tipo de embrollos no eran lo suyo. A Ardee, en cambio, se la veía tan en su salsa, que Jezal se preguntó si no sería posible que aquélla no fuera la primera vez.

—Últimamente no te dejas ver mucho —dijo la muchacha.

—Bueno, mmm —masculló Jezal con el corazón todavía sobresaltado—. Es que he estado bastante liado, ya sabes, con el Certamen y todo eso...

—Ah, el importantísimo Certamen. Por cierto, te he visto combatir hoy.

—¿Ah, sí?

—Muy impresionante.

—Mmm, gracias, yo...

—Mi hermano ha hablado contigo, ¿verdad?

—¿De qué, de esgrima?

—No, tarugo. De mí.

Jezal hizo una pausa tratando de dar con la mejor manera de responder a eso.

—Bueno, él...

—¿Le tienes miedo?

—¡No! —Silencio—. En realidad, sí.

—Pero de todos modos has venido. Supongo que debería sentirme halagada —Ardee se puso a dar una vuelta alrededor de él, mirándole de arriba abajo, desde la frente hasta la punta de los pies y vuelta a empezar—. Pero te has tomado tu tiempo. Es tarde. Dentro de nada tendré que volver a casa.

Había algo en su forma de mirarle que no contribuía precisamente a calmar su corazón desbocado. Más bien al contrario. Tenía que decirle que no podía volver a verla. Era un error. Para ambos. No les traería nada bueno... nada bueno.

Jezal respiraba aceleradamente, tenso, excitado, sin poder apartar la vista del rostro en penumbra de Ardee. Tenía que decírselo ya. ¿No era a eso a lo que había venido? Abrió la boca para decir algo, pero, de pronto, todos sus argumentos le parecieron muy lejanos, válidos sólo para otro tiempo y otras gentes, insignificantes, carentes de peso.

—Ardee... —empezó a decir.

—¿Hummm? —Ardee ladeó la cabeza y se le acercó. Jezal trató de apartarse un poco, pero tenía la estatua justo detrás. Ardee se le arrimó un poco más. Tenía los labios entreabiertos y los ojos fijos en la boca de Jezal. Bueno, después de todo, tampoco tenía nada de malo, ¿no?

Más cerca aún, ahora con la cabeza alzada hacia él. Podía olerla: su mente estaba empapada de su olor. Podía sentir la calidez de su aliento en su mejilla. ¿Qué tenía de malo?

Notó en la piel el tacto de las yemas de sus dedos que le recorrían la cara siguiendo la línea de sus mandíbulas, que se enroscaban en su cabello y tiraban de su cabeza hacia ella. Sus labios, suaves, cálidos, le rozaron la mejilla, luego la barbilla, la boca. Le chupaba suavemente. Se apretó contra él y le rodeó la espalda con la otra mano. Su lengua se movía por sus encías, por sus dientes, por su lengua, mientras producía una especie de ruiditos con la garganta. Es posible que él también los hiciera, no estaba muy seguro. Un cosquilleo, frío y cálido a la vez, le recorría el cuerpo, toda su mente estaba volcada en su boca. Era como si nunca hubiera besado antes a una mujer. ¿Cómo iba a estar mal una cosa así? Sus dientes le mordisqueaban los labios, le hacían un poco de daño, un poco sólo.

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