El bombardeo de Pearl Harbour y la entrada de Estados Unidos en la guerra, a finales de 1941, pusieron término a aquellos proyectos grandiosos, de los que nunca estaba satisfecha Twinkie, por parecerle cada vez que no se resaltaba bastante el papel galvanizador que había desempañado en la vida de su nación. Aunque estaba en desacuerdo total con la administración de Roosevelt, decidió consagrarse al esfuerzo bélico, haciendo enviar a todos los soldados americanos que luchaban en la Batalla del Pacífico paquetes de muestras de los productos de gran consumo fabricados por las sociedades que controlaba directa o indirectamente ella. Los paquetes iban en una bolsa de nailon que representaba una bandera americana; contenían un cepillo de dientes, un tubo de pasta dentífrica, tres tabletas efervescentes recomendadas en caso de neuralgia, gastralgia y acidez de estómago, una pastilla de jabón, tres dosis de champú individuales, una bebida gaseosa, un bolígrafo, cuatro porciones de goma de mascar, un paquete de hojas de afeitar, un portadocumentos de plástico destinado a llevar una foto —como modelo, hizo poner la suya, cuando la botadura del lanzatorpedos
Remember the Alamo
—, una medallita cuyo perfil tenía la forma del Estado de la Unión en el que había nacido el soldado (si había nacido en el extranjero, la medalla tenía la forma de los Estados Unidos enteros) y un par de calcetines. El consejo de administración de las «Madrinas de Guerra Americanas», encargado por el Ministerio de Defensa de controlar el contenido de aquellos paquetes-regalo, había mandado suprimir las muestras de productos «profilácticos», desaconsejando vivamente su envío a título personal. Grace Twinker murió en mil novecientos cincuenta y uno de resultas de una enfermedad del páncreas poco conocida. Dejaba a cuantos la habían servido unas rentas más que holgadas. Henry Fresnel —ahora escribía su nombre a la inglesa— las empleó poniendo un restaurante que, en recuerdo de sus años de cómico ambulante, bautizó con el nombre de
Le Capitaine Fracasse
, publicando un libro titulado orgullosamente
Mastering the French Art of Cookery y
fundando una escuela de cocina que prosperó rápidamente. Todo ello no le impidió satisfacer su pasión profunda. Gracias a la gente de teatro que había probado su cocina en casa de Twinkie y que no tardó en frecuentar su restaurante, se hizo productor, consejero técnico y principal intérprete de una serie televisiva titulada
I am the Cookie
(Ay eme ze cu qui, decía él con su inimitable acento marsellés, que había resistido victoriosamente tantos años de exilio). El éxito de aquellas emisiones, al final de las cuales presentaba cada vez una receta original, fue muy grande y varias veces le confiaron en otras producciones papeles análogos de amables franceses, que le permitieron realizar su vocación.
Se retiró de los negocios en 1970, a los sesenta años, y decidió volver a ver París, que había dejado hacía más de cuarenta.
Debió de sorprenderse al saber que su mujer vivía aún en el cuartito de la calle Simon-Crubellier. La fue a ver; le contó lo que le había pasado, las noches en los pajares, los malos caminos, las fiambreras de patatas con tocino empapadas en lluvia, los tuaregs de ojos estrechos que descubrían todos sus trucos de prestidigitación, el calor y el hambre en México, las fiestas de cuento de hadas de la vieja americana para las que él hacía unos pasteles gigantescos de donde, en el momento oportuno, salían regimientos de girls con plumas de avestruz.
Ella lo escuchó en silencio. Al terminar, después de que él le ofreciera tímidamente parte de aquel dinero que había acumulado al final de su peregrinación, le dijo tan sólo que no le interesaba aquello, ni su historia ni su dinero, y le abrió la puerta sin querer apuntar ni su dirección de Miami.
Todo induce a pensar que sólo había seguido viviendo en aquella habitación para aguardar, por breve y decepcionante que resultase, el retorno de su marido. Pues, a los pocos meses, después de liquidados todos sus asuntos, se fue a vivir con su hijo, oficial de la escala activa de guarnición en Numea. Un año más tarde, la señorita Crespi recibió una carta suya; le contaba su vida allá, en las antípodas, una vida triste, en la que hacía de criada y aya de su nuera, durmiendo en una habitación sin agua y teniendo que lavarse en la cocina.
La habitación está ocupada ahora por un hombre de unos treinta años: está en la cama, desnudo del todo, boca abajo, entre cinco muñecas hinchables, completamente tumbado encima de una y estrechando con sus brazos a otras dos, dando muestras de experimentar junto a aquellos simulacros escurridizos un orgasmo incomparable.
El resto de la habitación es más árido: unas paredes desnudas, un linóleo verde claro en el suelo cubierto de ropa dispersa. Una silla, una mesa con tapete de hule, restos de comida —una caña de cerveza, unas quisquillas grises en un platillo— y un diario de la tarde abierto en un gigantesco crucigrama.
Sexto izquierda, delante de la puerta del doctor Dinteville. Un cliente está esperando que le abran; es un hombre de unos cincuenta años, de aspecto militar, tipo a mí la legión, cabello a cepillo, traje gris, corbata de seda estampada con un minúsculo diamante prendido en ella, grueso cronómetro de oro. Lleva debajo del brazo un diario de la mañana en el que se puede ver una publicidad de medias, el anuncio del próximo estreno de la película de Gate Flanders
Amor, maracas y salami
, con Faye Dolores y Sunny Philips, y un titular:
¡Regreso de la princesa de Faucigny-Lucinge
! encabezando una fotografía en la que se ve a la princesa, con aire furioso, sentada en una butaca modernista, mientras cinco aduaneros sacan con infinitas precauciones del amplio fondo de una gran caja cubierta de sellos internacionales un samovar de plata maciza y un gran espejo.
Junto al felpudo está colocado un paragüero: un largo cilindro de escayola pintada que imita una columna antigua. A la derecha, una pila de periódicos atados, destinada a los estudiantes que periódicamente vienen a pedir papeles usados. Aun después de las sangrías efectuadas por la portera, repartidora de secantes ilustrados, el doctor Dinteville sigue siendo uno de sus principales suministradores. La primera de la pila no es una publicación médica, sino una revista de lingüística de la que se puede leer el sumario:
Elzbieta Orlowska —la bella polaca, como la llama todo el mundo en el barrio— es una mujer de unos treinta años, alta, majestuosa y grave, con una espesa cabellera rubia casi siempre en forma de moño, ojos de un azul oscuro, tez blanquísima, cuello carnoso unido a unos hombros redondos y casi rollizos. De pie, en mitad de su cuarto, con un brazo en alto, está limpiando una lámpara pequeña de brazos de cobre calado que parece una copia reducida de una araña holandesa.
La habitación es muy pequeña y está muy ordenada. A la izquierda, pegada al tabique, la cama, un diván estrecho provisto de algunos cojines, debajo del cual se han adaptado unos cajones; luego una mesa de pino, con una máquina de escribir portátil y diversos papeles, y otra mesa, más pequeña, plegable, de metal, que sostiene un fogón de gas de camping y varios cacharros de cocina.
Junto a la pared de la derecha hay una cuna y un taburete. Otro taburete, al lado del diván, que llena el espacio entre este último y la puerta, sirve de mesilla de noche: lo ocupan una lamparita de pie retorcido, un cenicero octogonal de cerámica blanca, una cajita de cigarros de madera tallada que afecta la forma de un tonel, un voluminoso ensayo titulado
The Arabian Knights. New Visions of Islamic Feudalism in the Begennings of the Hegira
, firmado por un tal Charles Nunneley, y una novela policiaca de Lawrence Wargrave,
El juez es el asesino
: X ha matado a A de tal forma que la justicia, que lo sabe, no puede inculparlo. El juez de instrucción mata a B de modo que X resulta sospechoso, detenido, juzgado, reconocido culpable y ejecutado sin poder hacer nada en ningún momento para probar su inocencia. El suelo está cubierto con un linóleo rojo oscuro. Las paredes, provistas de estanterías en las que están guardados la ropa, los libros, la vajilla, etc., están pintadas de color beige claro. Dos carteles de colores muy vivos, en la pared de la derecha, entre la cama infantil y la puerta, las iluminan un poco: el primero es el retrato de un payaso, con una nariz como una pelota de ping-pong, un mechón de pelo rojo calabaza, un traje a cuadros, una gigantesca corbata de pajarita con lunares y una botas negras y aplastadas. El segundo representa a seis hombres de pie, unos al lado de otros: uno lleva toda su barba, una barba negra, otro lleva un grueso anillo en el dedo, otro una correa roja, otro unos pantalones rotos en las rodillas, otro sólo abre un ojo y el último enseña los dientes.
Cuando le preguntan qué significa este cartel, Elzbieta Orlowska contesta que es la ilustración de una canción infantil muy popular en Polonia, donde se canta para dormir a los niños pequeños:
—He visto a seis hombres —dice la mamá.
—Y ¿cómo son? pregunta el niño.
—El primero lleva una barba negra —dice la mamá.
—¿Por qué? pregunta el niño.
—¡Toma, porque no se sabe afeitar! —dice la mamá.
—¿Y el segundo? pregunta el niño.
—El segundo lleva un anillo —dice la mamá.
—¿Por qué? pregunta el niño.
—¡Toma, porque está casado! —dice la mamá.
—¿Y el tercero? pregunta el niño.
—El tercero lleva una correa en los pantalones —dice la mamá.
—¿Por qué? pregunta el niño.
—¡Toma, porque, si no, se le caerían! —dice la mamá.
—¿Y el cuarto? pregunta el niño.
—El cuarto se ha roto los pantalones —dice la mamá.
—¿Por qué? pregunta el niño.
—¡Toma, porque ha corrido demasiado! —dice la mamá.
—¿Y el quinto? pregunta el niño.
—El quinto sólo abre un ojo —dice la mamá.
—¿Por qué? pregunta el niño.
—Porque se está durmiendo como tú, hijo mío —dice la mamá muy bajito.
—¿Y el último? pregunta el niño en un murmullo.
—El último enseña los dientes —dice la mamá en un susurro.
Sobre todo, no hay que decir entonces que el niño pregunta algo, porque si por desgracia pregunta:
—¿Por qué?
—¡Toma porque te va a comer si no te duermes! —dirá la madre con voz de trueno.
Elzbieta Orlowska tenía once años cuando vino por vez primera a Francia. Fue a una colonia de vacaciones en Parçay-les-Pins, Maine et Loire. La colonia dependía del Ministerio de Asuntos Exteriores y acogía a niños cuyos padres pertenecían al personal del ministerio o de las embajadas. La pequeña Elzbieta había ido porque su padre estaba de conserje en la Embajada de Francia en Varsovia. Por norma general, la tendencia de la colonia era más bien internacional, pero ocurrió que aquel año contaba con una gran mayoría de niños franceses y los pocos extranjeros se sintieron bastante desplazados. Entre ellos se hallaba un pequeño tunecino llamado Boubaker. A su padre, musulmán tradicionalista que vivía casi sin contacto con la cultura francesa, nunca se le habría ocurrido mandarlo a Francia, pero su tío, archivero del Quai d’Orsay, se había empeñado en que viniera, convencido de que era el mejor modo de familiarizar a su sobrinito con una lengua y una civilización que no podían permitirse ignorar las nuevas generaciones de tunecinos, ahora independientes.
Elzbieta y Boubaker se hicieron muy pronto inseparables. Permanecían apartados de los otros y no participaban en sus juegos; iban cogidos del dedo meñique, se miraban sonriendo, se contaban, cada cual en su propia lengua, largas historias que escuchaba el otro, maravillado, sin entenderlas. Los demás niños no los querían, les gastaban bromas crueles, escondían en sus camas cadáveres de ratoncillos campestres; pero los adultos que iban a pasar un día con sus retoños se extasiaban ante aquella pequeña pareja, ella muy llenita, con sus trenzas rubias y su tez como de porcelana de Sajonia, y él, cenceño y rizado, flexible como una liana, con un cutis mate, un pelo negro de azabache, unos ojos inmensos llenos de angelical ternura. El último día se pincharon el dedo pulgar y mezclaron su sangre, haciendo juramento de quererse eternamente.
No se volvieron a ver durante los diez años siguientes, pero se escribieron dos veces por semana unas cartas cada vez más enamoradas. Elzbieta logró convencer muy pronto a sus padres para que le hicieran estudiar francés y árabe porque se iría a Tunicia a vivir con su marido Boubaker. Mucho más difícil le resultó a él; durante meses estuvo peleando para convencer a su padre, que lo tenía aterrorizado desde siempre, de que por nada del mundo querría faltarle al respeto: seguiría fiel a la tradición islámica y a la enseñanza del Corán y, aunque se casara con una occidental, no iba a vestir a la europea ni se iría a vivir a la ciudad francesa.