La vida instrucciones de uso (38 page)

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Authors: Georges Perec

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BOOK: La vida instrucciones de uso
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En los últimos seis meses no volvió a salir prácticamente de su cuarto. De vez en cuando asomaba por la panadería de la calle Léon-Jost (que en aquellos tiempos casi todo el mundo llamaba aún calle Roussel); dejaba en la placa de vidrio del mostrador una moneda de veinte céntimos y si la panadera levantaba hacia él una mirada interrogativa —cosa que al principio ocurrió algunas veces—, se contentaba con mover la cabeza, señalando las barras de pan colocadas en sus canastas de mimbre mientras con la mano izquierda hacía una especie de movimiento de tijera que significaba que quería sólo media.

No dirigía la palabra a nadie y cuando le hablaban respondía con una especie de gruñido sordo que quitaba las ganas de entablar cualquier conversación. De vez en cuando abría un poco la puerta de su cuarto para ver si había alguien en la pica del agua del rellano antes de salir a llenar el barreño de plástico rosa.

Un día Troyan, su vecino de la derecha, que volvía a casa a las dos de la madrugada, vio que había luz en el cuarto del joven estudiante; llamó, sin obtener respuesta, llamó otra vez, aguardó un instante, empujó la puerta, que no estaba realmente cerrada, y descubrió a Grégoire Simpson acurrucado en su cama, completamente vestido, con los ojos abiertos, fumando un cigarrillo cogido entre los dedos medio y anular y usando como cenicero una vieja zapatilla. No alzó los ojos cuando entró Troyan, no respondió cuando le preguntó si se encontraba mal, si quería un vaso de agua, si necesitaba algo; y hasta que el librero le tocó ligeramente el hombro, como para asegurarse de que no estaba muerto, no se volvió de golpe contra la pared murmurando: «¡Déjeme en paz!».

Desapareció de veras a los pocos días, y nadie supo nunca qué fue de él. La opinión que prevaleció en la escalera fue que se había suicidado, llegando incluso a asegurar algunos que se había tirado al tren desde lo alto del puente Cardinet. Pero nadie pudo aportar pruebas de ello.

Al cabo de un mes, el administrador, que era propietario del cuarto, mandó precintarlo; al otro mes llamó a un notario para que levantara acta conforme estaba vacío y arrojó los cuatro trastos miserables que contenía: un banquillo estrecho, apenas lo bastante largo para servir de cama, un barreño de plástico rosa, un espejo desportillado, unas cuantas camisas y unos pares de calcetines sucios, pilas de diarios viejos, una baraja de cincuenta y dos cartas, manchadas, sobadas, rotas, un despertador parado en las cinco y cuarto, una varilla de metal acabada por un extremo en un tornillo fileteado y por el otro en una chapaleta de muelle, la reproducción de un retrato del Quattrocento, un hombre de rostro a un tiempo enérgico y obeso, con una minúscula cicatriz sobre el labio superior, un tocadiscos portátil forrado de pegamoide granate, una estufa de aspas, tipo ventilador, modelo
Congo
, y unas cuantas decenas de libros entre los que estaban las
Dieciocho lecciones sobre la Sociedad industrial
, de Raymond Aron, abandonado en la página 112, y el tomo VII de la monumental
Historia de la Iglesia
, de Fliche y Martin, sacado dieciséis meses atrás de la Biblioteca del Instituto Pedagógico.

Pese a la consonancia de su apellido, Grégoire Simpson no era inglés, ni mucho menos. Procedía de Thonon-les-Bains. Un día, mucho antes de caer en aquella hibernación fatal, le había contado a Morellet cómo, de niño, tocaba el tambor con los Matagassiers el martes de Carnaval. Su madre, que era modista, le hacía el traje tradicional: el pantalón a cuadros rojos y blancos, la ancha blusa azul, el gorro blanco con borla, y su padre le compraba, en una hermosa caja redonda decorada con arabescos, la careta de cartón que se parecía a una cabeza de gato. Más chulo que un siete y más serio que Dios recorría con el cortejo las calles de la ciudad vieja, de la plaza du Château a la puerta de los Allinges y de la puerta de Rives a la calle de Saint-Sébastien, antes de subir, en la parte alta de la ciudad, a los Belvédères, a atracarse de jamón cocido con enebro y mojado con grandes tragos de Ripaille, aquel vino blanco, claro como agua de glaciar y seco como el pedernal.

Capítulo LIII
Winckler, 3

La tercera habitación del piso de Gaspard Winckler.

Aquí, frente a la cama, junto a la ventana, era donde estaba aquel lienzo cuadrado que le gustaba tanto al creador de puzzles y que representaba a tres hombres vestidos de negro en una antesala; no era un cuadro, sino una fotografía retocada, arrancada de
La Petite Illustration
o de
La Semaine théâtrale
. Representaba la escena 1 del acto III de
Las ambiciones perdidas
, melodrama sombrío de un imitador mediocre de Henry Bernstein llamado Paulin Alfort, y mostraba a los dos padrinos del héroe —interpretado por Max Corneille— yendo a buscar a éste a su domicilio media hora antes del duelo en el que hallaría la muerte.

Era Marguerite la que había descubierto la fotografía en el fondo de uno de aquellos puestos de libros de ocasión que existían aún en la época bajo los soportales del Théâtre de l’Odéon: la había pegado a una tela; la había arreglado, pintado, enmarcado; y se la había regalado a Gaspard con motivo de su instalación en la calle Simon-Crubellier.

De todas las habitaciones de la casa, ésta era la que recordaba más entrañablemente Valène, una habitación tranquila, algo pesada, con sus altos zócalos de madera oscura, su cama cubierta con una colcha malva, su estantería de madera torneada atiborrada de libros dispares y, delante de la ventana, la mesa grande en la que trabajaba Marguerite.

La recordaba examinando con lupa los delicados arabescos de una de esas cajas venecianas de cartón dorado con sus festones en relieve o preparando sus colores en una minúscula paleta de marfil.

Era bonita, con discreción: tez pálida salpicada de pecas, mejillas ligeramente hundidas, ojos azulgrises.

Era miniaturista. Rara vez pintaba asuntos originales: prefería copiar o inspirarse en documentos existentes; por ejemplo, había dibujado el puzzle de prueba que Gaspard Winckler había recortado para Bartlebooth sacándolo de unos grabados en acero publicados en
Le Journal des Voyages
. Sabía copiar maravillosamente, con sus casi imperceptibles detalles, las diminutas escenas pintadas en el interior de los relojes de bolsillo, en las cajitas de rapé o en las guardas de los misales liliputienses, o restaurar tabaqueras, abanicos, bomboneras o medallones. Sus clientes eran coleccionistas particulares, vendedores de curiosidades, porcelanistas deseosos de reeditar vajillas prestigiosas estilo Retour d’Egypte o Malmaison, joyeros que le pedían que representase en el fondo de un dije, destinado a recibir un único mechón de cabellos, el retrato del ser querido (realizado a partir de una fotografía casi siempre mala) o libreros de arte para los que retocaba alguna viñeta romántica o alguna miniatura de libro de horas.

Su minuciosidad, su respeto, su destreza eran extraordinarios. En un marco de cuatro centímetros de largo y tres de ancho encerraba todo un paisaje, con un cielo azul pálido sembrado de nubecillas blancas, un horizonte de colinas blandamente onduladas con laderas cubiertas de viñedos, un castillo, dos caminos por cuya intersección galopaba un jinete vestido de rojo y montado en un caballo bayo, un cementerio con dos sepultureros armados de layas, un ciprés, unos olivos, un río bordeado de chopos con tres pescadores sentados en sus orillas y, dentro de una barca, dos personajes minúsculos vestidos de blanco.

O bien, en el esmalte de un sello, reconstruía un paisaje enigmático en el que, bajo un cielo matutino, entre la hierba pálida que bordeaba un lago helado, un asno husmeaba las raíces de un árbol, de cuyo tronco colgaba un farol gris y entre cuyas ramas se ocultaba un nido vacío.

Paradójicamente aquella mujer tan precisa y tan mesurada sentía una irresistible atracción por el desorden. Su mesa era un eterno batiburrillo, atestada siempre con un material inútil, un amontonamiento de objetos heteróclitos, un maremágnum cuyo avance había que repeler siempre antes de empezar a trabajar: cartas, vasos, botellas, etiquetas, protaplumas, platos, cajas de cerillas, tazas, tubos, tijeras, libretitas, medicinas, billetes de banco, calderilla, compases, fotografías, recortes de prensa, sellos; y cuartillas sueltas, páginas arrancadas de blocs, de almanaques, un pesacartas, un cuentahílos de latón, el tintero de grueso vidrio tallado, las cajas de plumillas, la caja verde y negra de 100 plumillas de La République n.º 705 de Gilbert y Blanzy-Poure, y la caja beige y gris de 144 plumillas redondilla n.º 394 de Baignol y Farjon, el cortapapeles de mango de asta, la gomas, las cajas de chinchetas y grapas, las limas de uñas de cartón esmerilado y la siempreviva en su marquito de Kirby Béard, y el paquete de cigarrillos
Athletic
y su corredor de camiseta blanca a rayas azules, que llevaba el número 39 escrito en rojo en el dorsal, cruzando mucho antes que los demás la línea de meta, y las llaves atadas con una cadenita, el doble decímetro de madera amarilla, la caja con la inscripción CURIOUSLY STRONG ALTOIDS PEPPERMINT OIL, el bote de loza azul con todos sus lapiceros, el pisapapeles de ónice, los pequeños recipientes hemisféricos algo parecidos a los que se usan para los baños de ojos (o para asar los caracoles), en los que mezclaba los colores, y la copa de plata inglesa, cuyos dos compartimentos estaban siempre llenos, uno de pistachos salados y el otro de caramelos a la violeta.

Sólo un gato podía moverse en medio de aquella acumulación sin provocar derrumbamientos, y, de hecho, Gaspard y Marguerite tenían un gato, un gatazo rubio que al principio habían llamado Leroux, luego Gaston, luego Chéri-Bibi y por último, tras una última aféresis, Ribibi, a quien nada gustaba tanto como pasear por entre todas aquellas cosas sin desordenarlas lo más mínimo, acabando por acomodarse confortablemente encima de ellas, cuando no se instalaba sobre el cuello de su ama dejando colgar las patas indolentemente a lado y lado.

Marguerite le contó un día a Valène cómo había conocido a Gaspard Winckler. Fue en mil novecientos treinta, una mañana de noviembre, en Marsella, en un café de la calle Bleue, no lejos del arsenal y del cuartel de Saint-Charles. Fuera caía una lluvia fina y fría. Ella llevaba un traje chaqueta gris y un chubasquero negro ceñido en el talle con un cinturón ancho. Tenía diecinueve años, acababa de regresar a Francia y, de pie junto al mostrador, se tomaba un café solo y leía los anuncios de
Les Dernières Nouvelles de Marseille
. El dueño del café, un tal La Brigue, personaje nada courteliniano, vigilaba con desconfianza a un soldado, pues parecía haber decidido que no tendría con qué pagar el café con leche y el pan con mantequilla que se estaba tomando.

Era Gaspard Winckler, y no iba muy descaminado el dueño del café: la muerte del señor Gouttman había dejado a su aprendiz en una situación difícil; Gaspard, con diecinueve años escasos, conociendo a fondo gran cantidad de técnicas sin tener de verdad ningún oficio, carecía prácticamente de toda experiencia profesional y no tenía vivienda, amigos ni familiares; cuando, expulsado de Charny por el propietario de la casa que Gouttman tenía alquilada, volvió a La Ferté-Milon, fue para enterarse de que su padre había muerto en Verdún, su madre, casada en segundas nupcias con un empleado de seguros, vivía ahora en El Cairo, y su hermana Anne, un año más joven que él, acababa de contraer matrimonio con un tal Cyrille Voltimand, que trabajaba de enladrillador en París, en el distrito diecinueve. Y así, un día de marzo de 1929, Gaspard Winckler llegó a pie a la capital, que veía por primera vez en su vida. Recorrió concienzudamente las calles del distrito diecinueve y fue preguntando con muy buenos modos a cuantos embaldosadores encontró en su recorrido por un tal Voltimand Cyrille, que era como si dijéramos su cuñado. Pero no dio con él y, no sabiendo qué hacer, acabó por alistarse en el ejército.

Pasó los dieciocho meses siguientes en un fortín entre Bou Jeloud y Bab-Fetouh, no lejos del Marruecos español, donde prácticamente no tuvo otra cosa que hacer que esculpir bolos extraordinariamente adornados para las tres cuartas partes de la guarnición, actividad que era como otra cualquiera y que al menos le permitió no perder su habilidad manual.

Había vuelto de África la víspera. Había jugado durante la travesía y le habían limpiado los bolsillos. Marguerite estaba también sin trabajo, pero le pudo pagar el café y el pan con mantequilla.

Se casaron a los pocos días y vinieron a vivir a París. Los primeros tiempos fueron difíciles, pero tuvieron la suerte de colocarse pronto: él en el taller de un fabricante de juguetes abrumado de trabajo en vísperas de Navidad, ella, algo más tarde, con un coleccionista de instrumentos de música antiguos que le encargó la decoración, basándose en documentos de la época, de una preciosa espineta que se consideraba que había pertenecido a Champion de Chambonnières y a la que hubo que cambiar la tapa: en medio de abundante follaje, guirnaldas y figuras geométricas enlazadas que imitaban una labor de taracea, Marguerite pintó en dos círculos de tres centímetros de diámetro dos retratos: un joven de rostro algo amanerado, visto de tres cuartos, con peluca empolvada, chaqueta negra, chaleco amarillo, corbata de encaje blanca, de pie, con el codo apoyado en una chimenea de mármol, delante de una gran cortina salmón medio tirada, que descubría parcialmente una ventana a través de la cual se vislumbraba una verja; y una joven, bella, algo gordezuela, con grandes ojos pardos y mejillas bermejas, una peluca empolvada con una cinta color de rosa, una rosa y una pañoleta de muselina blanca muy escotada.

Valène conoció a los Winckler, a poco de trasladarse a la calle Simon-Crubellier, en el piso de Bartlebooth, que los había invitado a cenar a los tres. En seguida se sintió atraído por aquella mujer afable y risueña que fijaba sobre las cosas una mirada tan límpida. Le gustaba el ademán con que se echaba los cabellos hacia atrás; le gustaba la manera llena de seguridad y gracia a la vez con que se apoyaba en el codo izquierdo, antes de esbozar con la punta de su pincel fino como un cabello una microscópica sombra verde en un ojo.

No le habló nunca de su familia, de su infancia, de sus viajes. Sólo una vez le contó que había visto en sueños la casa de campo en la que había pasado todos sus veranos de adolescente: un gran caserón blanco invadido de clemátides, con un desván que le daba miedo y un carrito pequeño tirado por un borrico que atendía por el dulce nombre de Boniface.

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