Varias veces, mientras Winckler se encerraba en su taller, fueron a pasear juntos. Iban al parque Monceau o seguían el ferrocarril de circunvalación por el bulevar Péreire o iban a ver exposiciones al bulevar Haussmann, a la avenida de Messine, a la calle del Faubourg Saint-Honoré. A veces se los llevaba Bartlebooth a los tres a visitar los castillos del Loira o los invitaba unos días a Deauville. Incluso una vez, en el verano de mil novecientos treinta y siete, cuando navegaba en su yate
Alcyon
a lo largo de la costa adriática, los invitó a pasar dos meses con él entre Trieste y Corfú, haciéndoles descubrir los palacios rosa de Piran, los grandes hoteles de fines de siglo de Portoroz, las ruinas dioclecianas de Spalato, la miríada de islas dálmatas, Ragusa, convertida de unos años a esta parte en Dubrovnik, y los relieves atormentados de las Bocas de Cattaro y de la Montaña Negra.
Fue durante aquel inolvidable viaje cuando, una noche, frente a las murallas almenadas de Rovigno, Valène confesó a la joven que la amaba, no obteniendo por respuesta más que una inefable sonrisa.
Varias veces soñó en huir con ella o lejos de ella, pero siguieron tal como estaban, próximos y lejanos, con la ternura y el desconsuelo de una amistad infranqueable.
Marguerite murió en noviembre de mil novecientos cuarenta y tres al dar a luz a un hijo que nació muerto.
Durante todo el invierno Gaspard Winckler estuvo sentado junto a la mesa en la que trabajaba ella, cogiendo uno tras otro en sus manos todos aquellos objetos que había tocado, mirado, querido ella: la piedra vitrificada con sus ranuras blancas, beiges y anaranjadas, el pequeño unicornio de jade, salvado de un precioso juego de ajedrez, y el broche florentino que él le había regalado porque tenía tres margaritas en un microscópico mosaico.
Y un día arrojó cuanto había en la mesa y quemó la mesa y llevó a Ribibí al veterinario de la calle Alfred-de-Vigny a que lo pinchara; tiró los libros de la estantería de madera torneada, la colcha malva, el sillón inglés en el que se sentaba Marguerite con su respaldo bajo y su almohadilla de cuero negro, todo lo que llevaba su huella, sin conservar en esta habitación más que la cama y, frente a la cama, aquel cuadro melancólico de los tres hombres vestidos de negro.
Y luego volvió a su taller, en el que once acuarelas, intactas aún en su envoltorio, que traía sellos de Argentina y Chile, esperaban transformarse en puzzles.
La habitación es ahora una estancia gris llena de polvo y tristeza, una estancia vacía y sucia con un papel descolorido; por la puerta abierta al cuarto de baño ruinoso se descubre un lavabo manchado de sarro y orín en cuyo borde desportillado una botella de Pschitt naranja se está enmoheciendo desde hace dos años.
Adèle y Jean Plassaert están sentados uno al lado de otro ante su mesa de despacho, un mueble gris metalizado equipado con archivadores colgados. La superficie de trabajo está atestada de registros contables abiertos con largas columnas cubiertas de una letra meticulosa. La luz viene de un viejo quinqué provisto de un pie de latón y dos globos de vidrio verde. Al lado, una botella de whisky
McAnguish’s Caledonian Panacea
, cuya etiqueta representa a una cantinera jovial que da de beber a un granadero bigotudo tocado con gorro de piel.
Jean Plassaert es un hombre bajo y más bien gordo; lleva una camisa de fantasía muy abigarrada, tipo «Carnaval de Río», y una corbata que consiste en un cordón negro con puntas de metal brillante, anudado por medio de una anilla de cuero trenzado. Tiene delante un caja de madera blanca cubierta de etiquetas, sellos, matasellos y lacre de la que ha sacado cinco broches de plata y estrás, estilo
art decó
, que representan cinco deportistas estilizadas: una nadadora de crawl entre olas de festón, una esquiadora lanzada en descenso directo, una gimnasta con tutú que juega con antorchas encendidas, una jugadora de golf con el palo en alto y una nadadora que ejecuta un impecable salto del ángel. Ha extendido cuatro, uno al lado de otro, sobre su carpeta secante y está enseñando el quinto —la saltadora— a su mujer.
Adèle es una mujer de unos cuarenta años, bajita y seca, de labios delgados. Viste traje chaqueta de terciopelo rojo con cuello de piel. Para mirar el broche que le enseña su marido ha levantado la vista del libro que estaba consultando; es una voluminosa guía de Egipto, abierta por una página doble que reproduce un fragmento de uno de los primeros diccionarios de egiptología conocidos, el
Libvre magnificque dez Merveyes que peuvent estre vuyes es La Egipte
(Lyon, 1560):
Jeroglíficos: esculturas sagradas. Así se llamaban las letras de los antiguos sabios egipcios, y estaban hechas de imágenes de árboles, hierbas, animales, peces, aves, instrumentos, con cuya naturaleza y función se representaba aquello que querían designar.
Obeliscos: grandes y largas agujas de piedra, anchas en la base y acabadas poco a poco en punta por arriba. Los hay en Roma, uno entero cerca del templo de San Pedro y varios más en otros lugares. Encima de ellos, cerca de las costas, se encendían fogatas para alumbrar a los marinos en tiempo de tormenta, y se llamaban obeliscolicnias.
Pirámides. Grandes construcciones de piedra o ladrillo cuadradas, anchas por abajo y agudas por arriba, como la forma de una llama de fuego. Pueden verse algunas junto al Nilo, cerca de El Cairo.
Cataratas del Nilo. Lugar de Etiopía donde el Nilo cae de altas montañas, con tan horroroso estruendo que los que habitan cerca de allí están casi todos sordos; como escribe Claudio Galeno. Se oyen ruidos a más de tres jornadas de distancia, que es tanto como de París a Tours. Vid. Ptol
., Cicerón in Som. Scipionis, Plinio,
lib. 6, cap. 9 y Estrabón
.
Comerciantes de artículos orientales y otras mercancías exóticas, los Plassaert son gente organizada, eficiente y, como dicen ellos, aplicándoselo a sí mismos, «profesionales».
Su primer contacto con Extremo Oriente coincidió con su propio encuentro hará unos veinte años. Aquel año, el comité de empresa del banco en el que estaban ambos de prácticas, él en Aubervilliers, ella en Montrouge, organizó un viaje a Mongolia exterior. El país en sí les interesó poco: Oulan-Bator no pasaba de ser un gran villorrio con unos cuantos edificios típicos del arte estaliniano y el desierto de Gobi no tenía mucho que mostrar aparte de sus caballos y algunos mongoles sonrientes con abultados pómulos y gorros de pieles, pero les entusiasmaron las escalas que hicieron a la ida en Persia y a la vuelta en Afganistán. Su común afición a los viajes y a los chanchullos, cierta imaginación marginal, el sentido agudo de la bohemia vividora, todo ello reunido los incitó a abandonar las ventanillas de los bancos, donde, la verdad sea dicha, no les aguardaba nada muy excitante, y a hacerse chamarileros. Con una camioneta remendada y unos pocos miles de francos viejos empezaron a vaciar sótanos y desvanes, a acudir a las subastas rurales y a ofrecer, los domingos por la mañana, en los encantes de Vanves, poco concurridos por aquel entonces, cornetas algo abolladas, enciclopedias casi nunca completas, tenedores de plata más bien desgastados y platos decorados (
Una broma pesada
: un hombre duerme la siesta en un jardín; otro, que se le ha acercado subrepticiamente, le echa un líquido en el oído; o bien, en medio de una arboleda, en la que están escondidas dos figuras de arrapiezos guasones, un guarda campestre parece furioso:
¿Dónde se han metido los dos pillastres
?; o, por último, un jovencísimo tragasables vestido de marino con la leyenda:
El tragasables no aguarda el paso de los años
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).
Los competidores eran feroces y ellos, si bien tenían olfato, carecían de experiencia; más de una vez les endosaron lotes de los que no se podía sacar nada, y las únicas gangas que les salieron fueron partidas de prendas viejas, cazadoras de aviadores, camisas americanas de cuello abrochado, mocasines suizos, camisetas, gorros a la Davy Crockett, tejanos, gracias a las cuales lograron, si no desarrollarse, ir tirando al menos todos aquellos años.
A comienzos de los sesenta, poco antes de mudarse a la calle Simon-Crubellier, conocieron, en una pizzería de la calle Les Ciseaux, a un personaje singular: un abogado neurasténico de origen holandés, establecido en Indonesia, que durante años había sido representante, en Yakarta, de varias sociedades comerciales y había acabado creando su propia compañía de exportación e importación. Conociendo de forma notable todas las producciones artesanales del sudeste asiático, dominando como nadie la técnica de rehuir los controles aduaneros, de eludir las compañías de seguros y los agentes de tránsito, y de estafar al fisco, llenaba año tras año hasta los topes tres barcos tronados de conchas malayas, pañuelos filipinos, kimonos de Formosa, camisas indias, chaquetas nepalíes, pieles afganas, lacas cingalesas, barómetros de Macao, juguetes de Hong-Kong y mil mercancías más de todo tipo y toda procedencia, que distribuía por Alemania con beneficios del doscientos o el trescientos por cien.
Le gustaron los Plassaert y decidió comanditarlos. Les vendía por siete francos una camisa que le costaba tres y que volvían a vender ellos por diecisiete, veintiuno, veinticinco o treinta, según los casos. Empezaron en el reducidísimo local de un antiguo zapatero, cerca de Saint-André-des-Arts. En la actualidad poseen tres tiendas en París, otras dos en Lille y en Cannes y proyectan abrir unas diez más, permanentes o temporales, en estaciones balnearias, playas del Atlántico y estaciones de esquí. Entretanto han podido triplicar —y cuadriplicarán pronto— la superficie de su piso de París y reconstruir de arriba abajo una casa de campo cerca de Bernay.
Su propio sentido de los negocios completa admirablemente el de su socio de Indonesia: no sólo van allá a buscar productos locales con los que pueden comerciar fácilmente en Francia, sino que, copiando modelos modernistas o
art déco
, hacen fabricar bibelots y joyas de factura europea: han encontrado en las Célebes, en Macassar, a un artesano a quien no dudan en calificar de genial, que con unos diez obreros les suministra, por encargo y a pocos céntimos cada pieza, clips, sortijas, broches, botones de fantasía, encendedores, artículos para fumadores, estilográficas, pestañas postizas, yoyós, monturas de gafas, peines, boquillas, tinteros, cortapapeles y un sinfín de objetos de madera, vidrio y marfil hechos con baquelita, celuloide, galalita y demás materias .plásticas, que se juraría que tienen por lo menos medio siglo y que se sirven «envejecidos a la antigua» y a veces hasta con la marca de falsas restauraciones.
Aunque siguen aplicando el estilo campechano, invitando a tomar café a sus clientes y tuteando a sus vendedores, su rápida expansión empieza a plantearles difíciles problemas de gestión de existencias, contabilidad, rentabilidad y empleo, y los obliga a intentar variar sus productos, subcontratar parte de sus actividades a grandes almacenes o centros de venta por correspondencia y buscar en otras latitudes nuevos materiales, nuevos objetos y nuevas ideas; han iniciado contactos con América del Sur y África negra y ya han firmado un contrato con un comerciante egipcio para el suministro de telas, alhajas imitadas de los coptos y pequeños muebles pintados de los que han adquirido la exclusiva para Europa occidental.
El rasgo distintivo de los Plassaert es la avaricia, una avaricia metódica y organizada, de la que llegan incluso a jactarse: por ejemplo, alardean de que ni en su casa ni en sus tiendas hay nunca flores —substancias eminentemente perecederas—, sino ciertos adornos a base de siemprevivas, cañas, cardos azules y lunarias adornadas con alguna pluma de pavo real. Es una avaricia de todo momento que nunca baja la guardia y que no sólo los lleva a rechazar todo lo superfluo —los únicos gastos permitidos deben ser aquellos que generan prestigio, relacionados con los imperativos de la profesión y asimilables e inversiones—, sino que además los induce a caer en mezquindades inicuas, como echar whisky belga en botellas de grandes marcas cuando tienen invitados, arramblar sistemáticamente con los terrones de azúcar de los cafés para llenar su azucarero o llevarse la
Semaine des Spectacles
, que dejan luego junto a la caja a disposición de sus clientes, y ahorrar algunos céntimos en los gastos de alimentación regateando cada artículo y comprando de preferencia mercancías desechadas.
Con una precisión que no deja nada al azar, igual que las señoras del siglo XIX que repasaban meticulosamente las cuentas de la cocinera y no vacilaban en reclamarle cinco céntimos en el precio del rodaballo, Adèle Plassaert lleva, día tras día, la cuenta de sus gastos en una libreta de colegial:
pan | 0,90 |
barritas parisinas | 0,40 |
2 alcachofas | 1,12 |
jamón | 3,15 |
petits-suisses | 1,20 |
vino | 2,15 |
peluquero | 16,00 |
propina | 1,50 |
medias | 3,10 |
reparación molinillo café | 15,00 |
polvos ropa | 2,70 |
hojas afeitar | 4,00 |
bombilla | 2,60 |
ciruelas | 1,80 |
café | 3,00 |
achicoria | 1,80 |
total | 59,42 |
Detrás del matrimonio, en la pared de blanco roto, cuyas molduras están esmaltadas de amarillo claro, cuelgan dieciséis dibujitos rectangulares, cuyo estilo recuerda las caricaturas de finales de siglo. Representan los clásicos oficios callejeros de París, cada uno con su pregón característico como leyenda:
LA VENDEDORA DE MARISCOS
«¡Al caracol de mar! ¡A céntimo el caracol de mar!».
EL TRAPERO
«¡Trapos y hierros compro!».
LA VENDEDORA DE CARACOLES
«¡Frescos, gordos los caracoles!
¡Se venden a seis céntimos la docena!».
LA PESCADERA
«¡A la gamba!
¡A la rica gamba!
¡Tengo raya viva,
viva!».
EL VENDEDOR DE TONELES
«¡Toneles, toneles!».
EL ROPAVEJERO
«¡Prendas!
¡El ropavejero!
¡Prendas!».
EL AFILADOR CON SU CAMPANILLA
«¡Cuchillos, tijeras, navajas!».
LA VERDULERA AMBULANTE
«¡A lo tierno, a lo verde!
¡Alcachofas tiernas y gordas!
¡Al-ca-cho-fas!».
EL ESTAÑADOR
«¡Tam, tam, tam!
¡El estañador que estaña
hasta el piso de la calle!
Cambio los fondos de todo.
Tapo cualquier agujero.
¡Tam, tam, tam!».
LA VENDEDORA DE BARQUILLOS
«¡Ahí llega el barquillo, señora, el rico barquillo!».
LA VENDEDORA DE NARANJAS
«¡La valenciana, la bella valenciana, la buena naranja!».
EL ESQUILADOR
«¡Se esquilan perros!
¡Se capan gatos!
¡Se cortan orejas y rabos!».
EL HORTELANO
«¡Lechuga romana!
¡No se vende,
que se acompaña!».
EL VENDEDOR DE QUESO
«¡Cremoso, cremoso el buen queso!».
EL AFILADOR DE SIERRAS
«¡Sierras para afilar! ¡Pasa el afilador!».
EL VIDRIERO
«¡El vidriero!
¡Vidrios y cristales rotos!
¡El vidriero!».