La vida instrucciones de uso (43 page)

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Authors: Georges Perec

Tags: #Otros

BOOK: La vida instrucciones de uso
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Olivier se fue a vivir a París. François, el otro primo de su padre que, con su mujer Marthe, poseía aún casi la mitad de los pisos de la finca y era administrador de la comunidad de copropietarios, le procuró una vivienda de tres habitaciones, debajo de la que ocupaba él (a la que irían a vivir más tarde los Grifalconi). Olivier pasó allí el resto de la guerra, bajando a los sótanos a oír
Franceses hablando a los franceses
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y fabricando y repartiendo con la ayuda de Marthe y François el boletín de enlace de varios grupos de la resistencia, una especie de carta diaria que difundía informaciones de Londres y mensajes cifrados
.

Louis, el padre de Olivier, murió en 1943 de brucelosis. Al año siguiente fue asesinado Marc en circunstancias que nunca llegaron a aclararse. Hélène Brodin, la más joven de los hijos de Juste, murió en 1947. Cuando, en 1948, perecieron Marthe y François en el incendio del cine Rueil Palace, Olivier se convirtió en el último superviviente de los Gratiolet.

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Olivier se tomó muy en serio sus funciones de propietario y administrador, pero, a los pocos años, la guerra volvió a ensañarse con él: movilizado en Argelia en 1956, voló por los aires con una mina y tuvieron que amputarle una pierna por encima de la rodilla. En el hospital militar de Chambéry, donde lo curaron, se enamoró de su enfermera, Arlette Criolat, y, aunque le llevaba diez años, se casó con ella. Fueron a vivir a casa de su padre, un tratante en caballos, de cuya contabilidad quiso encargarse Olivier, encontrando en ello algo de su antigua vocación.

Su curación fue larga y costosa. Probaron con él un prototipo de prótesis total, una verdadera reproducción anatomofisiológica de la pierna, que tenía en cuenta los descubrimientos más recientes en el campo de la neurofisiología muscular y estaba equipado de sistemas subordinados que permitían flexiones y extensiones que se equilibraban recíprocamente. Al cabo de varios meses de aprendizaje, consiguió dominar su aparato hasta el extremo de poder andar sin bastón e incluso, con lágrimas en los ojos, montar una vez a caballo.

Aunque tuvo que abandonar uno tras otro los pisos que había heredado, sin conservar al final más que un par de habitaciones de servicio, aquellos años fueron, sin duda, los mejores de su vida, una vida pacífica en la que se alternaban las breves idas y venidas a la capital con largas temporadas en la granja de su suegro, entre praderas empapadas de agua, en una casa baja y clara llena de flores y olor a cera. Allí, en 1962, vino al mundo Isabelle, y en su primer recuerdo se representa paseando con su padre en un carricoche tirado por un caballito blanco con manchas grises.

En la Nochebuena de mil novecientos sesenta y cinco, el padre de Arlette, víctima de un ataque de demencia repentina, estranguló a su hija y se ahorcó luego. Al día siguiente Olivier se trasladó con Isabelle a París. No intentó buscar trabajo; se las arregló para poder vivir sólo con su pensión de mutilado de guerra y se dedicó enteramente a Isabelle, preparándole sus comidas, zurciéndole sus vestidos y enseñándole a leer y a contar él mismo.

Ahora le toca a Isabelle cuidar a su padre, enfermo cada vez con más frecuencia. Hace la compra, bate los huevos de las tortillas, limpia las cazuelas, lleva la casa. Es una niña flacucha, de cara triste y ojos llenos de melancolía, que se pasa horas delante del espejo contándose en voz baja historias terribles.

Olivier ya no sale casi a la calle. La pierna le hace daño y carece de medios para hacer revisar sus complejos mecanismos. Casi siempre está sentado en su sillón orejero, vestido con un pantalón de pijama y un batín viejo a cuadros, bebiendo todo el día copitas de licor, a pesar de que el doctor Dinteville se lo tiene formalmente prohibido. Para completar un poco sus míseros ingresos, dibuja —muy mal— algunos jeroglíficos y los envía a una especie de semanario dedicado a eso que se llama, muy pomposamente, deporte cerebral; se los pagan con generosidad —cuando se los quedan—: a quince francos cada uno. El último representa un río; en la proa de una barca, una mujer sentada, vestida suntuosamente y rodeada de sacos de oro y cofres entreabiertos rebosantes de joyas; su cabeza está sustituida por la letra «S»; en la popa, de pie, un personaje masculino con corona condal hace de barquero; lleva bordadas en su capa las letras «ENTEMENT». Solución: «Contento trae dinero
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».

En este hombre de cincuenta y cinco años, viudo e inválido, cuyo prosaico destino le ha sido trazado por las guerras, alientan dos proyectos grandiosos e ilusorios.

El primero es de índole literaria: Gratiolet querría crear un héroe de novela, un verdadero héroe; no uno de esos polacos obesos que sólo piensan en salchichas y holocaustos, sino un verdadero paladín, un hombre de pro, un defensor de viudas y huérfanos, un enderezador de entuertos, un hidalgo, un gran caballero, un agudo estratega, elegante, bravo, rico y discreto; decenas de veces ha imaginado su rostro: mentón enérgico, frente despejada, dientes que dibujan una cálida sonrisa, una chispa imperceptible en el rabillo del ojo; decenas de veces lo ha vestido con trajes de un corte impecable, guantes amarillos, gemelos de rubíes, perlas valiosísimas engastadas en alfileres de corbata, monóculo, junco de pomo de oro, pero no ha conseguido nunca encontrarle un apellido y un nombre que le satisfagan.

El segundo proyecto entra en el campo de la metafísica: para demostrar que, según la expresión del profesor H. M. Tooten, «la evolución es una impostura», Gratiolet está llevando a cabo un inventario exhaustivo de todas las imperfecciones e insuficiencias que sufre el organismo humano: la posición vertical, por ejemplo, sólo asegura al hombre un equilibrio inestable: nos aguantamos de pie gracias únicamente a la tensión de los músculos, lo cual es una fuente permanente de fatiga y molestias para la columna vertebral, que, aunque es efectivamente dieciséis veces más fuerte que si fuera recta, no le permite al hombre llevar cargas considerables a la espalda; los pies deberían ser más anchos, más abiertos, más específicamente aptos para la locomoción, y no son sino manos atrofiadas que han perdido el poder prensil; las piernas no tienen fuerza bastante para llevar el cuerpo cuyo peso las dobla, además de que cansan el corazón, que está obligado a hacer subir la sangre casi un metro, de ahí los pies hinchados, las varices, etc.; las articulaciones de la cadera son frágiles y están constantemente sujetas a artrosis o a fracturas graves (cuello del fémur); los brazos están atrofiados y se han quedado demasiado delgados; las manos son frágiles, sobre todo el dedo meñique que no sirve para nada, el vientre no tiene ninguna protección, como tampoco la tienen las partes genitales: el cuello es rígido y limita la rotación de la cabeza, los dientes no permiten morder lateralmente, el olfato es casi nulo, la visión nocturna más que mediocre, la audición muy insuficiente; la piel sin pelo no ofrece ninguna defensa contra el frío, en resumidas cuentas, de todos los animales de la creación, el hombre, a quien se suele considerar el más evolucionado de todos, es en realidad el más desvalido.

Capítulo LIX
Hutting, 2

Hutting está trabajando no en su gran estudio, sino en el cuartito que ha hecho instalar en el altillo para las largas sesiones de pose que inflige a sus clientes desde que se hizo retratista.

Es una estancia clara y suntuosa, impecablemente ordenada, sin ofrecer, en modo alguno, el desorden habitual de un estudio de pintor: nada de cuadros vueltos de cara a las paredes, nada de bastidores amontonados en pilas inestables, nada de pavas abolladas sobre anacrónicos hornillos, sino una puerta almohadillada de cuero negro, altas plantas de interior, que emergen de trípodes de bronce y trepan al asalto de la claraboya, y paredes esmaltadas de blanco, desnudas, a excepción de un largo panel de acero bruñido en el que están fijados tres carteles mediante chinchetas imantadas que presentan la forma de media bolita: una reproducción en colores del
Tríptico del Juicio Final
de Roger Van der Weyden, conservado en el hospital de Beaune, el anuncio de la película de Yves Allegret
Los orgullosos
, con Michèle Morgan, Gérard Philippe y Víctor Manuel Mendoza, y una ampliación fotográfica de un menú de finales de siglo enmarcado con arabescos beardsleyanos.

El cliente es un japonés de cara arrugadísima que lleva antiparras con montura de oro y viste traje negro muy estricto, camisa blanca, corbata gris perla. Está sentado en una silla, con las manos en las rodillas, las piernas muy juntas, el busto recto, los ojos dirigidos no hacia el pintor, sino hacia una mesa de juego, cuya marquetería reproduce un tablero de chaquete, en la que hay un teléfono blanco, una cafetera de plata inglesa y una canastilla de mimbre llena de frutos exóticos.

Frente a su caballete, con la paleta en la mano, está sentado Hutting sobre un león de piedra, impresionante estatua de cuyo origen asirio nadie duda, si bien planteó, con todo, difíciles problemas a los expertos, pues la encontró el pintor mismo en un campo, enterrada a menos de un metro de profundidad, en los años en que se había convertido en paladín del «Mineral Art» y buscaba piedras por las cercanías de Thuburbo Majus.

Hutting lleva el torso desnudo y viste un pantalón de indiana, calcetines blancos de lana gruesa, un pañuelo de batista fina al cuello y una decena de pulseras multicolores en la muñeca izquierda. Todo su material —tubos, pocillos, pinceles, espátulas, tizas, trapos, vaporizadores, raspadores, plumillas, esponjas, etc.— está cuidadosamente ordenado en una larga caja de tipógrafo colocada a su derecha.

La tela puesta en el caballete está montada en un bastidor trapezoidal, de unos dos metros de altura y sesenta centímetros de anchura por arriba y metro veinte por abajo, como si la obra tuviera que colgarse muy alta y, por un efecto de anamorfosis, hubieran querido exagerarse sus perspectivas.

El cuadro, casi acabado, representa tres personajes. Dos están de pie a cada lado de un mueble atestado de libros, instrumentos pequeños y juguetes diversos: caleidoscopios astronómicos que muestran las doce constelaciones del Zodíaco de Aries a Piscis, planetarios en miniatura tipo Orrery, caramelos de goma en forma de cifras, galletas geométricas para hacer juego con las zoológicas, globos pintados de esferas terrestres, muñecas con trajes históricos.

El personaje de la izquierda es un hombre corpulento cuyas facciones quedan totalmente ocultas por la indumentaria que lleva, un voluminoso equipo de pesca submarina: traje de goma brillante, negra a franjas blancas, gorro negro, máscara, botella de oxígeno, arpón, puñal con mango de corcho, reloj sumergible, palmas.

El personaje de la derecha, que es con toda certeza el viejo japonés que está posando, va vestido con un largo ropaje negro de reflejos rojizos.

El tercer personaje está en primer término, arrodillado frente a los otros dos, de espaldas al espectador. Lleva en la cabeza un birrete en forma de rombo como los profesores y los alumnos de las universidades anglosajonas en la entrega de diplomas.

El suelo, pintado con una precisión extrema, es un enlosado geométrico cuyos motivos reproducen el mosaico de mármol traído de Roma, hacia 1268, por artesanos italianos para el coro de la abadía de Westminster, de la que entonces era abad Robert Ware.

Desde los años heroicos de su «época brumosa» y del
mineral art
—estética del amontonamiento de la piedra—, cuya manifestación más memorable fue la «reivindicación», la «firma» y, un poco más tarde, la venta —a un urbanista de Urbana, Illinois— de una de las barricadas de la calle Gay-Lussac—, albergaba Hutting la intención de hacerse retratista y muchos de sus clientes le suplicaban que les hiciera el retrato. Su problema, como en otras empresas pictóricas, estribaba en elaborar un protocolo, en hallar, como decía él mismo, una receta que le permitiera hacer buenos «guisos».

Durante unos meses aplicó un método que, según decía él, le había revelado, por tres rondas de ginebra, un mendigo mulato al que conoció en un bar misérrimo de Long Island, pero, por más que había insistido, no había querido descubrirle su origen. Consistía en escoger los colores de un retrato partiendo de una secuencia invariable de once matices y tres cifras claves proporcionadas la primera por la fecha y hora del «nacimiento» del cuadro, entendiendo por «nacimiento» del cuadro la primera sesión de pose, la segunda por la fase de la luna en el momento de la «concepción» del cuadro, refiriéndose esta última a la circunstancia que lo había puesto en marcha, por ejemplo el telefonazo que había decidido su encargo, y la tercera por el precio exigido.

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