La señora Altamont —Blanche Gardel antes de casarse— era, a los diecinueve años, bailarina en una compañía que se llamaba los Ballets Frères, fundados y animados no por dos hermanos, sino por dos primos: Jean Jacques Frère, que ejercía las funciones de director comercial, discutía los contratos, organizaba las giras, y Maximilien Riccetti, cuyo verdadero nombre era Max Riquet, director artístico, coreógrafo y primer bailarín. La compañía, fiel a la tradición clásica más pura —tutú, puntillas, entrechats, jetté-battus,
Giselle, Lago de los cisnes
, pas de deux y suite en blanc— actuaba en los festivales de los alrededores de París —Noches musicales de Chatou, Sábados artísticos de la Hacquinière, Sonido y Luz de Arpajon, Festival de Livry-Gargan, etc.— y en los institutos de enseñanza media, donde, titulares de una subvención irrisoria del Ministerio de Educación Nacional, los Ballets Frère daban clases de iniciación a la danza para alumnos de los últimos cursos de bachillerato, haciendo en el gimnasio o en los comedores unas demostraciones que Jean Jacques Frère iba acompañando con comentarios campechanos sazonados con chistes viejos y sobreentendidos lúbricos.
Jean Jacques era un hombrecillo tripudo y guasón y se hubiera contentado gustoso con aquella vida más bien mediocre que le brindaba mil ocasiones de pellizcarles las nalgas a sus bailarinas y lanzar miradas de reojo a las alumnas. Pero para Riccetti estaba desprovista de interés, y él ardía en deseos de mostrar al mundo su talento excepcional. Entonces, le decía a Blanche, de quien estaba casi tan apasionadamente enamorado como de sí mismo, que una merecida gloria los envolvería a ambos y se convertirían en la pareja de bailarines más hermosa que se había visto.
La tan anhelada ocasión se presentó un día de noviembre de 1949: el conde della Marsa, un mecenas veneciano loco por los ballets, decidió financiar el estreno, en el siguiente Festival Internacional de San Juan de Luz, de
Los arrobos de Psiqué
, fantasía bufa al estilo de Lulli, de René Becquerloux (corría el rumor de que detrás de este nombre se escondía el propio conde) y confió su realización a los Ballets Frère, que había tenido ocasión de aplaudir un año antes en las Grandes Horas de Moret-sur-Loing.
A las pocas semanas, Blanche descubrió que estaba embarazada y que el nacimiento del niño coincidiría, con pocos días de diferencia, con la inauguración del festival. La única solución era abortar; pero, cuando se lo anunció a Riccetti, se enfureció éste de un modo indescriptible y le prohibió que sacrificara el ser insustituible que él le iba a dar por un solo día de gloria.
Blanche tuvo dudas. Se sentía violentamente unida al bailarín y su amor se sustentaba con sus sueños de grandeza comunes; pero entre un hijo al que nunca había visto y que siempre estaría a tiempo de hacer y el papel que esperaba desde siempre, su elección era clara; quiso conocer la opinión de Jean Jacques Frère, a quien tenía un verdadero afecto, a pesar de su vulgaridad, y sabía que la quería también mucho: sin decirle si hacía bien o mal, el director de la compañía soltó algunas frases obscenas sobre las que mandaban angelitos al cielo con las agujas de hacer media y los rabos del perejil desde mesas de cocina cubiertas con tapetes de hule a cuadros y le recomendó que fuera al menos a Suiza, a Gran Bretaña o a Dinamarca, donde ciertas clínicas privadas practicaban la interrupción voluntaria de embarazos en condiciones menos traumáticas. Y así fue como Blanche decidió ir en busca de ayuda y consejo cerca de uno de sus amigos de infancia que vivía en Inglaterra. Era Cyrille Altamont, que, recién salido de la ENA., estaba entonces de prácticas en la Embajada de Francia en Londres.
Cyrille le llevaba diez años a Blanche. Los padres de ambos tenían sus quintas en Neauphle-le-Château y, de niños, antes de la guerra, Blanche y Cyrille habían pasado allí alegres vacaciones de verano entre retahílas de primos y primas, pequeños parisienses bien peinados y buenos alumnos, que allí aprendían a subirse a los árboles, a sorber huevos y a ir a la granja a recoger la leche y el requesón recién escurrido.
Blanche era una de las más pequeñas y Cyrille uno de los mayores; a finales de septiembre cuando, poco antes de separarse para un nuevo curso, los niños ofrecían a las personas mayores la fiesta que habían estado preparando con el mayor secreto durante quince días, Blanche hacía un número de
petit rat
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y Cyrille la acompañaba al violín.
La guerra interrumpió aquellos fastos infantiles. Cuando Blanche y Cyrille volvieron a verse, ella estaba hecha una real moza de dieciséis años a la que nadie se habría atrevido ya a tirar de las trenzas, y él un teniente efímero pero aureolado de gloria: había ido a pelear a las Ardenas y acababa de aprobar al mismo tiempo los exámenes de ingreso en la Escuela Politécnica y en la Escuela Nacional de Administración. Durante los tres años siguientes, la llevó al baile varias veces y le hizo una corte asidua pero inútil, pues Blanche no dejó de profesar una pasión muda por las tres estrellas de los Ballets de París —Jean Babilée, Jean Guélis y Roland Petit— sino para caer en los brazos de Maximilien Riccetti.
Cyrille Altamont reconoció sin dificultad que Blanche tenía razón en querer abortar y le ofreció su ayuda. Dos días después, por la mañana, tras una visita de puro formalismo a un médico de Harley Street, ante el que Cyrille se hizo pasar por marido de Blanche, el joven alto funcionario llevó a la bailarina a una clínica de las afueras del norte de Londres, un cottage que se parecía a todos los cottages que lo rodeaban. Volvió a buscarla al día siguiente por la mañana, como habían decidido, y la acompañó a la estación Victoria, donde tomó el Flecha de Plata.
Lo llamó por teléfono aquella noche rogándole que fuera a auxiliarla. Al llegar a su casa, había encontrado, sentados a la mesa del comedor, a Jean Jacques Frère y dos inspectores de policía: le explicaron que Maximilien se había ahorcado la víspera. En la breve nota que había dejado para explicar su acción, escribía sólo que nunca podría soportar la idea de que Blanche había rechazado a su hijo.
Blanche Gardel se casó con Cyrille Altamont un año y medio después, en abril de 1951. En mayo se mudaron a la calle Simon-Crubellier. Pero Cyrille no vivió prácticamente nunca en el piso, pues a las pocas semanas lo nombraron en Ginebra y allí se radicó. Desde entonces sólo viene a París para muy poco tiempo y casi siempre se aloja en un hotel.
Véronique nació en 1959, y al principio fue para explicarse su propio nacimiento para lo que inició una investigación sobre sus padres. A la edad en que los niños creen fácilmente que los sacaron de la inclusa, que son hijos de reyes robados en la cuna o que los abandonaron junto a un portal y fueron recogidos por titiriteros o gitanos, Véronique se inventó historias rocambolescas para explicar por qué llevaba su madre constantemente enrollada a la muñeca y a la mano izquierda una delgada venda de gasa negra y quién era aquel hombre siempre ausente que se llamaba su padre y al que tenía tanto odio que, durante años, tachó sistemáticamente de su carnet escolar y de todos sus cuadernos el apellido Altamont para sustituirlo por el de su madre.
Entonces, con un empeño cercano a la fascinación y una minuciosidad maniática y dolorosa, quiso reconstruir la historia de su familia. Su madre, un día, respondiendo por fin a su pregunta, le dijo que conservaba aquella tira de tela en señal de luto en recuerdo de un hombre que había contado mucho para ella. Véronique creyó que era hija de aquel hombre y que Altamont castigaba a su madre por haber amado a otro antes que a él. Más tarde descubrió, sirviendo de señal en la página 73 de
La edad de la razón
, una foto de su madre practicando en la barra con otra bailarina bajo la dirección de Maximilien y sacó la conclusión de que aquél era su verdadero padre. Aquel día cogió un clasificador nuevo y decidió consignar secretamente en él todo lo que se refiriera a su historia y a la de sus padres, y empezó a registrar sistemáticamente todos los armarios y cajones de su madre. Todo estaba siempre demasiado ordenado y parecía que no había quedado ningún rastro de su vida de bailarina. Sin embargo, un día, bajo fajos de facturas y recibos bien apilados, Véronique acabó descubriendo unas cuantas cartas antiguas de compañeras de clase, primos, primas y amigas perdidas de vista desde hacía años, que evocaban recuerdos de vacaciones, excursiones en bicicleta, meriendas, baños de mar, bailes de disfraces, funciones en el Théâtre du Petit-Monde. Otra vez fue un programa de los Ballets Frère para la Fiesta de Padres de Alumnos del
Lycée Hoche
de Versalles, en el que se anunciaba un fragmento de
Coppélia
bailado por Maximilien Riccetti y Blanche Gardel. Otra vez, estando de vacaciones en casa de su abuela materna, no en la de Neauphle, vendida desde hacía muchos años, sino en Grimaud, en la Costa Azul, se encontró en el desván una caja con una etiqueta que decía
La bailarinita
: contenía una película de sesenta metros, rodada con una Pathé Baby, y, tras conseguir que se la proyectaran, Véronique vio a su madre, bailarina muy pequeña con tutú, acompañada al violín por un tontaina grandullón lleno de granos en quien acabó por reconocer a Cyrille. Y luego, hará unos meses, un día de noviembre de 1974, encontró en el cesto de los papeles de su madre una carta de Cyrille y, al leerla, comprendió que Maximilien había muerto diez años antes de que naciera ella y que la verdad era todo lo contrario de lo que creía:
Estaba en Londres hace unos días y no resistí la tentación de pedir que me llevaran a aquella lejana barriada a la que, hacía veinticinco años casi día por día, te había acompañado. La clínica sigue allí, Crescent Gardens, 130, pero es ahora un edificio de tres plantas más bien moderno. El resto del paisaje no ha cambiado prácticamente con relación al recuerdo que guardé de él. Se me representó el día que pasé en aquel suburbio mientras te estaban operando. No te he contado nunca lo que hice aquel día: quería ir a verte a última hora de la tarde, cuando te despertases, no valía la pena volver a Londres, era mejor que me quedara por allí, aunque tuviera que perder algunas horas en un pub o en el cine. Apenas eran las diez de la mañana cuando te dejé. Estuve deambulando más de media hora por unas calles bordeadas de
semi-detached
cottages tan idénticos uno a otro que podía creerse que era el mismo reflejado en un gigantesco juego de espejos: las mismas puertas pintadas de verde oscuro, con sus aldabas de cobre bien abrillantado y sus limpiabarros, los mismos visillos de encaje mecánico en las
bow-windows
, las mismas macetas de aspidistra en la ventana del primer piso. Al final conseguí dar con lo que era sin duda el centro comercial unas cuantas tiendas visiblemente desiertas, un Woolworth’s, un cine que se llamaba naturalmente
The Odeon
y un pub orgullosamente bautizado
Unicorn and Castle
y desgraciadamente cerrado. Fui a sentarme al único sitio que me pareció que daba señales de vida, una especie de granja instalada en una larga caravana de madera, atendida por tres solteronas. Me sirvieron un té repugnante y unas tostadas sin mantequilla —había rechazado la margarina— con una mermelada de naranja que olía a hojalata.
Luego compré algunos periódicos y fui a leerlos a un pequeño jardín público, al lado de una estatua que representaba a un señor de aire irónico, sentado, con las piernas cruzadas y sosteniendo en la mano izquierda una hoja de papel —digo de piedra— muy doblada en sus dos extremos, y en la mano derecha una pluma de oca; me recordó a Voltaire, por lo que deduje que era Pope; pero se trataba de un tal William Warburton, 1698-1779, literato y prelado, autor, precisaba la inscripción grabada en el pedestal, de una
Demostración de la Misión Divina de Moisés
.
Sobre las doce se abrió por fin el pub y fui a beber algunas cervezas mientras comía sándwiches de crema de anchoa y chester. Allí me quedé hasta las dos, sentado a la barra, hundida en el vaso la nariz, al lado de dos cuñados, funcionarios municipales ambos: uno era contable auxiliar de la compañía del gas, el otro jefe de oficina del servicio de jubilaciones y pensiones. Se zampaban una especie de guisote bastante repugnante mientras se contaban con un acento cockney espantoso una historia de familia interminable en la que intervenían una hermana instalada en Canadá, una sobrina enfermera en Egipto, otra casada en Nottingham, un enigmático O’Brien cuyo nombre era Bobby y una Mrs. Bridgett dueña de una pensión de familia en Margate, en la desembocadura del Támesis.
A las dos salí del pub para meterme en el cine; recuerdo que anunciaban dos largometrajes y varios documentales, actualidades y dibujos animados. He olvidado el título de los largometrajes; eran a cual más insípido: el primero era una enésima historia de oficiales de la RAF que se evadían de un oflag cavando un túnel; el segundo pretendía ser una comedia; pasaba en el siglo XIX y se veía al principio a un hombre gordo y rico que padecía gota y negaba a un joven muy amanerado la mano de su hija, pues el susodicho joven-muy-amanerado era pobre y no tenía porvenir. Todavía no sé cómo lo hacía el joven para enriquecerse y demostrar a su futuro suegro que era más listo de lo que parecía pues me quedé dormido al cuarto de hora. Me despertaron dos acomodadoras de un modo más bien brutal. Se habían encendido las luces y era el único espectador. Completamente atontado, no entendí ni una palabra de lo que me gritaban y sólo cuando estuve en la calle me di cuenta de que me había olvidado los periódicos, el gabán, el paraguas y los guantes. Menos mal que me alcanzó una de las acomodadoras y me los dio.
Estaba muy oscuro. Eran las cinco y media. Caía una llovizna fina. Volví a la clínica pero no me dejaron verte. Simplemente me dijeron que todo había ido bien, que estabas dormida y que debía ir a buscarte el día siguiente a las once. Cogí el autobús que regresaba a Londres, pasando por aquellas barriadas inmensas y sin alma, aquellos miles y miles de
home sweet home
en los que miles de hombres y mujeres apenas salidos de sus talleres y despachos levantaban al mismo tiempo el
tea-cosy
de su tetera, se echaban su taza de té, la regaban con una sombra de leche, cogían con la punta de los dedos la tostada recién brotada del tostador automático y la untaban con Bovril. Tenía una impresión de irrealidad total, como si me hubiera hallado en otro planeta, en otro mundo algodonoso, brumoso, húmedo, cruzado de luces de un amarillo casi naranja. Y de pronto me puse a pensar en ti, en lo que te pasaba, en aquella ironía cruel que, para ayudarte a suprimir aquel hijo que no era mío, nos obligaba a jugar por unas horas a ser marido y mujer diciendo no que tú te llamabas señora Altamont, sino que yo era el señor Gardel.
Eran las siete y media cuando el autobús llegó a Charing Cross, su final de trayecto. Me bebí un whisky en un pub que se llamaba
The Greens
y luego volví a ir al cine. Esta vez vi una película de la que me habías hablado tú,
Las zapatillas rojas
, de Michael Powell, con Moïra Shearer y una coreografía de Léonide Massine: ya no me acuerdo de qué trataba la película, sólo recuerdo uno de los ballets en el que un diario tirado al suelo y arrastrado por el viento se convierte en un bailarín inquietante. Salí del cine a eso de las diez. Yo, que no bebo prácticamente nunca, y a quien marea en seguida una copa, tenía unas ganas irresistibles de emborracharme.
Entré en un pub que se llamaba
The Donkey in Trousers
. La muestra representaba un asno con las cuatro patas enfundadas en una especie de polainas de tela blanca con lunares rojos. Creía que eso sólo existía en la isla de Ré pero sin duda en algún punto de Inglaterra debía de haber una costumbre análoga. La cola del asno era una cuerda trenzada y la leyenda explicaba cómo aquella cola podía servir de barómetro: