Sin embargo, la verdad, la evidente y cruel verdad, acabó por abrirse paso. Se halla admirablemente resumida al final de la carta que, desde Rangoon, envió Appenzzell a su madre:
«Por irritantes que sean los sinsabores a que está expuesto todo el que se dedica en cuerpo y alma a la profesión de etnógrafo para adquirir con ella una visión concreta de la naturaleza profunda del Hombre —o sea, dicho con otros términos, el mínimo social que define la condición humana a través de lo que pueden ofrecer de heteróclito las distintas culturas—, y aunque no puede aspirar sino a alumbrar verdades relativas (siendo ilusoria la esperanza de alcanzar una verdad última), no fue en absoluto de esta índole la peor dificultad que hube de afrontar; había querido llegar hasta los últimos confines del universo salvaje; ¿no colmaba acaso mi deseo el verme entre aquellas amables criaturas, a las que nadie había visto antes y a las que quizá nadie viera después? Al término de una búsqueda exultante, allí estaban mis salvajes; sólo anhelaba ser uno de ellos, compartir sus días, sus penas, sus ritos. Pero, ¡ay! no me querían ellos a mí, no estaban en modo alguno dispuestos a enseñarme sus costumbres y creencias. No les importaban los presentes que depositaba a sus pies, no les importaba la ayuda que creía poder darles. Por mi culpa abandonaban sus poblados; sólo para desengañarme, para convencerme de que era inútil que me empeñara, escogían tierras cada vez más hostiles, se imponían condiciones de vida cada vez más terribles, queriéndome demostrar que preferían enfrentarse con los tigres y los volcanes, los pantanos, las brumas irrespirables, los elefantes, las arañas mortíferas antes que con los hombres. Creo conocer bastante el dolor físico. Pero lo peor de todo es sentir que se muere el alma…»
Marcel Appenzzell no escribió más cartas. Las pesquisas que emprendió su madre para encontrarlo resultaron vanas. Pronto vino a interrumpirlas la guerra. La señora Appenzzell se empeñó en quedarse en París, incluso después de que apareciera su nombre en una lista de judíos que no llevaban estrella, publicada en el semanario
Au Pilori
. Una noche, una mano caritativa deslizó un billetito por debajo de su puerta avisándola de que irían a detenerla al día siguiente al amanecer. Consiguió llegar a Le Mans aquella misma noche, desde donde pasó a la zona libre y entró en la Resistencia. Cayó en junio de mil novecientos cuarenta y cuatro cerca de Vassieux-en-Vercors.
Los Altamont —la señora Altamont es prima lejana de la señora Appenzzell— compraron el piso al principio de los años cincuenta. Eran entonces un matrimonio joven. Actualmente ella tiene cuarenta y cinco años y él cincuenta y cinco. Tienen una hija de diecisiete años, Verónique, que pinta acuarelas y toca el piano. El señor Altamont es un experto internacional, que no está prácticamente nunca en París, y hasta parece que esta gran recepción se da con motivo de su regreso anual.
Antecámara en el piso de Bartlebooth.
Es una estancia casi vacía, amueblada sólo con unas cuantas sillas de paja, dos taburetes de tres pies provistos de un cojín rojo con flequillos y un largo diván de respaldo recto, tapizado de molesquín verdoso, como los que solían verse antaño en las salas de espera de las estaciones.
Las paredes están pintadas de blanco, el suelo está cubierto con espeso revestimiento plástico. En un gran tablero de corcho fijado a la pared del fondo están clavadas varias postales: el campo de batalla de las Pirámides, la lonja de pescado de Damiette, el antiguo muelle de los balleneros de Nantucket, el Paseo de los Ingleses de Niza, el Edificio de la
Hudson’s Bay Company
en Winnipeg, una puesta de sol en Cape Cod, el Pabellón de Bronce del Palacio de Verano de Pekín, una reproducción de un dibujo que representa a Pisanello ofreciendo, en un estuche, cuatro medallas de oro a Lionello d’Este, así como una esquela mortuoria ribeteada de negro:
Los tres criados permanecen en este cuarto, en espera del problemático campanillazo de su señor. Smautf está de pie cerca de la ventana, con un brazo al aire, mientras Hélène, la criada, le da unas puntadas en la manga derecha de la americana, que estaba un poco descosida en el sobaco. Kléber, el chófer, está sentado en una de las sillas. Viste no su librea, sino un pantalón de terciopelo de cinturón ancho y un jersey blanco de cuello de cisne. Acaba de extender sobre el diván de molesquín una baraja de cincuenta y dos cartas, puestas boca arriba, en cuatro hileras, y se dispone a hacer un solitario que consiste en retirar los cuatro ases y volver a ordenar el juego, según las cuatro series del mismo color, utilizando los intervalos producidos por la eliminación de los ases. Al lado de los naipes hay un libro abierto: es una novela americana de George Bretzlee, titulada
The Wanderers
, cuya acción se desarrolla en los ambientes de jazz neoyorquinos a comienzos de los años cincuenta.
Smautf, lo hemos visto ya, lleva cincuenta años al servicio de Bartlebooth. Kléber, el chófer, fue contratado en 1955, cuando regresaron Bartlebooth y Smautf de su vuelta al mundo, al mismo tiempo que se contrataba a una cocinera, la señora Adèle, a una ayudante de cocina, Simone, a un sommelier maître d’hôtel, Léonard, a una costurera, Germaine, a un criado, Louis, y a un lacayo, Thomas. Bartlebooth salía entonces con frecuencia y le gustaba invitar, dando unas cenas famosas y alojando incluso a familiares lejanos o a personas a las que había conocido durante sus viajes.
A partir de mil novecientos sesenta empezaron a espaciarse aquellos fastos y se dejó de sustituir a los empleados que se despidieron. Sólo cuando se jubiló la señora Adèle, hace tres años, contrató Smautf a Hélène. Hélène, que tiene treinta años escasos, atiende a todo, ropa, comidas, limpieza; Kléber la ayuda en las faenas pesadas, ya que tiene pocas oportunidades de sacar el coche.
Hace ya mucho tiempo que Bartlebooth no invita a nadie y apenas si ha salido del piso estos dos últimos años. Se encierra en su despacho la mayor parte del tiempo, después de dar la orden tajante de que no le molesten mientras no llame él. A veces se pasa más de cuarenta y ocho horas sin dar señales de vida, durmiendo vestido en el sillón de descanso del tío Sherwood, alimentándose con tostadas o bizcochos al jengibre. Es muy excepcional que coma en su grande y severo comedor de estilo Imperio. Cuando consiente en ello, Smautf se pone su viejo frac y le sirve, haciendo esfuerzos para que no le tiemblen las manos, el huevo pasado por agua, el trocito de haddock escalfado y la taza de hierba luisa, que, con gran desesperación de Hélène, eran, desde hacía meses, los únicos manjares que aceptaba.
Valène tardó años en averiguar qué intentaba a punto fijo Bartlebooth. La primera vez que fue a verlo, en enero de mil novecientos veinticinco, le dijo que quería aprender a fondo el arte de la acuarela y que deseaba tomar una clase diaria durante diez años. La frecuencia y la duración de aquellas clases particulares hicieron saltar de alegría a Valène, que se sentía felicísimo cuando conseguía dieciocho lecciones en un trimestre. Pero Bartlebooth parecía decidido a dedicar a aquel aprendizaje todo el tiempo que fuera necesario y, visiblemente, no parecía tener problemas de dinero. En cualquier caso, al cabo de cincuenta años, aún se decía Valène a veces que, al fin y al cabo, no habían sido tan superfluos aquellos diez años, habida cuenta de la falta total de disposiciones naturales que había manifestado Bartlebooth desde el primer momento.
Bartlebooth no sólo no sabía nada del arte frágil de la acuarela, sino que ni siquiera había tenido nunca un pincel en la mano y apenas si había tenido un lápiz. El primer año, Valène empezó, pues, por enseñarle a dibujar, mandándole hacer, al carboncillo, a la lámina de plomo o a la sanguina, copias de modelos con bastidor cuadriculado, croquis de colocación, estudios plumeados con realces de tiza, dibujos sombreados y ejercicios de perspectiva. Después hicieron aguadas con tinta china o sepia, imponiéndole fastidiosos ejercicios prácticos de caligrafía y enseñándole a diluir más o menos sus pinceladas para conseguir valores de tonos diferentes y degradados.
Al cabo de dos años, Bartlebooth llegó a dominar aquellas técnicas preliminares. El resto, afirmó Valène, era simplemente cuestión de material y experiencia. Empezaron a trabajar al aire libre, en el parque Monceau o en el bosque de Boulogne primero, y pronto por los alrededores de París. Todos los días, a las dos, el chófer de Bartlebooth —todavía no era Kléber, sino Fawcet, que había estado ya al servicio de Priscilla, la madre de Bartlebooth— iba a recoger a Valène; el pintor encontraba en la gran limusina Chenard, negra y blanca, a su alumno equipado con seriedad con pantalón de golf, polainas, gorra escocesa y pullover jacquard. Iban al bosque de Fontainebleau, a Senlis, a Enghien, a Versalles, a Sant-Germain o al valle de Chevreuse. Instalaban uno al lado de otro su silla plegable de tres patas, llamada «silla Pinchart», su sombrilla de mango acodado y regatón y su frágil caballete articulado. Con precisión monomaniaca y casi torpe a fuerza de ser minuciosa, clavaba Bartlebooth en su tablilla de madera de fresno de fibra contrastada una hoja de papel Whatman de grano fino, previamente humedecida por detrás, después de comprobar, mirando la marca de fábrica al trasluz, que iba a trabajar en la cara correcta, abría su paleta de cinc, cuya superficie interior esmaltada había limpiado cuidadosamente al concluir la sesión de la víspera, y colocaba en ella, en orden ritual, trece pocillos de color —negro marfil, sepia coloreado, tierra de Siena quemada, ocre amarillo, amarillo indio, amarillo de cromo claro, bermellón, laca de rubia, verde veronés, verde oliva, ultramar, cobalto, azul de Prusia—, así como unas gotas de blanco de cinc de Madame Maubois, preparaba el agua, las esponjas, comprobaba una vez más que eran correctos los mangos de sus pinceles y perfecta su punta, ni demasiado hinchada ni con cerdas levantadas, y, lanzándose, esbozaba con leves trazos a lápiz las grandes masas, el horizonte, los primeros términos, las líneas de la perspectiva, antes de intentar captar, en todo el esplendor de su instantaneidad, de su imprevisibilidad, las efímeras metamorfosis de una nube, la brisa rizando la superficie de un estanque, un crepúsculo en Ile-de-France, una bandada de estorninos, un pastor recogiendo su rebaño, la luna saliendo sobre el pueblo dormido, una carretera bordeada de álamos, un perro haciendo la muestra delante de un matorral, etcétera.
Casi siempre movía Valène la cabeza y con tres o cuatro frases breves —demasiado cargado el cielo, falta equilibrio, ha fallado el efecto, no hay contraste, no hay atmósfera, no hay gradación, todo queda chato, etc.—, acompañadas de círculos y tachaduras que trazaba distraídamente en la acuarela, destruía sin piedad el trabajo de Bartlebooth, el cual, sin decir palabra, arrancaba la hoja del tablero de fresno, colocaba otra y empezaba de nuevo.
Aparte de esta pedagogía lacónica, Bartlebooth y Valène apenas se hablaban. Aunque tenían exactamente la misma edad, Bartlebooth no parecía experimentar ninguna curiosidad por Valène, y Valène, si bien estaba intrigado por lo excéntrico del personaje, dudaba casi siempre en interrogarlo directamente. No obstante, más de una vez, durante el regreso, le preguntó por qué se empeñaba tanto en querer aprender a pintar acuarelas. «¿Por qué no?», solía responder Bartlebooth. «Porque —replicó Valène un día—, en su lugar, la mayor parte de mis alumnos haría ya tiempo que se habrían desengañado». «¿Tan malo soy?», preguntó Bartlebooth. «En diez años puede conseguirse todo, y lo conseguirá usted. Pero ¿por qué quiere dominar a fondo un arte que, espontáneamente, le es completamente indiferente?». «No me interesan las acuarelas, sino lo que quiero hacer con ellas». «Y ¿qué quiere hacer con ellas?». «Puzzles, naturalmente», contestó Bartlebooth sin la menor vacilación.
Aquel día, Valène empezó a formarse una idea más precisa de lo que Bartlebooth llevaba metido en la cabeza. Pero hasta después de conocer a Smautf, y a Gaspard Winckler luego, no pudo medir en toda su amplitud la ambición del inglés:
Imaginemos un hombre cuya riqueza sólo se pueda comparar con su indiferencia por todo lo que la riqueza suele permitir de ordinario y cuyo deseo, mucho más orgulloso, estriba en querer abarcar, describir, agotar, no la totalidad del mundo —proyecto que se destruye con sólo enunciarse—, sino un fragmento constituido del mismo: frente a la inextricable incoherencia del mundo, se tratará entonces de llevar a cabo un programa en su totalidad, sin duda limitado, pero entero, intacto, irreductible.