La vida instrucciones de uso (26 page)

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Authors: Georges Perec

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BOOK: La vida instrucciones de uso
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Capítulo XXXV
La portería

La señora Claveau estuvo de portera en la casa hasta mil novecientos cincuenta y seis. Era una mujer de estatura mediana, cabello gris y boca delgada, tocada siempre con un pañuelo de color tabaco, vestida siempre (salvo las noches de recepción en que se encargaba del vestuario) con un delantal negro de florecitas azules. Miraba por la limpieza de la escalera con el mismo interés que si hubiera sido suya. Estaba casada con un repartidor de los establecimientos Nicolas
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que recorría París en triciclo, la gorra ladeada chulaponamente, la colilla pegada a la comisura de los labios, y al que, terminada la jornada, se podía ver, después de cambiar la cazadora de cuero beige completamente agrietado por un batín guateado que había recibido de Danglars, echarle una mano a su mujer dando brillo a los dorados del ascensor o una capa de blanco de España al gran espejo del portal, mientras silbaba el éxito del día:
La romance de Paris, Ramona, Premier rendez-vous
. Tenían un hijo que se llamaba Michel, y era para él para quien la señora Claveau le pedía a Winckler los sellos de los paquetes que le enviaba Smautf dos veces al mes. Michel se mató en un accidente de moto, a los diecinueve años, en 1955, y su muerte prematura no debió de ser ajena a la marcha de sus padres al año siguiente. Se retiraron en el Jura. Morellet fue diciendo mucho tiempo que habían abierto un café que fracasó en seguida porque el tío Claveau se había bebido prácticamente todo el negocio en vez de venderlo, pero fue un rumor que nadie confirmó ni infirmó nunca.

Los sustituyó la señora Nochère. Tenía entonces veinticinco años. Acababa de morírsele el marido, un sargento de carrera, que le llevaba quince años. Murió en Argel, no en un atentado, sino a consecuencia de una gastroenteritis debida a una absorción excesiva de trocitos de goma, no de goma de mascar, que no hubiera podido tener un efecto tan nefasto, sino de goma de borrar. En efecto, Henri Nochère era ayudante del subjefe de la oficina 95, o sea la sección «Estadísticas» de la División «Estudios y Proyectos» del Servicio de Efectivos del Estado Mayor General de la X Región Militar. Su tarea, más bien tranquila hasta 1954-1955, se fue haciendo cada vez más preocupante con las primeras movilizaciones de soldados del contingente y Henri Nochère, para calmar su nerviosismo y su agotamiento, empezó a chupar los lapiceros y a mordisquear las gomas, mientras repetía por enésima vez sus interminables sumas. Estas prácticas alimenticias, inofensivas siempre que se mantienen dentro de unos límites razonables, pueden resultar nocivas en caso de abuso, pues los diminutos fragmentos de goma involuntariamente absorbidos provocan ulceraciones y lesiones en la mucosa intestinal, tanto más peligrosas cuanto que tardan en descubrirse, por lo que es imposible hacer un diagnóstico correcto a tiempo. Hospitalizado por «trastornos gástricos», murió Nochère antes incluso de que los médicos hubieran entendido realmente qué padecía. De hecho, su caso hubiera constituido un enigma médico si, aquel mismo trimestre y seguramente por el mismo motivo, no hubiesen muerto en condiciones casi idénticas el brigada Olivetti, de la Caja de Reclutamiento de Orán, y el cabo primera Margueritte, del Centro de Tránsito de Constantina. De ellos procede el nombre de «Síndrome de los Tres Sargentos», que no es del todo correcto desde el punto de vista de la jerarquía militar, pero sí es lo bastante elocuente y se puede seguir usando para este tipo de dolencias.

La señora Nochère tiene ahora cuarenta y cuatro años. Es una mujer muy bajita, un poco rechoncha, voluble y servicial. No se parece lo más mínimo a la imagen que se suele tener de las porteras; ni grita, ni refunfuña, ni despotrica a voces contra los animales domésticos, ni echa a los corredores (cosa que más bien serían proclives a reprocharle varios copropietarios e inquilinos), ni es servil, ni codiciosa; no tiene la televisión puesta todo el día y no se enfurece con los que bajan la basura por la mañana o los domingos o con los que tienen macetas en los balcones. No hay ninguna mezquindad en ella, y lo único que acaso se le podría criticar es el ser un poco habladora, y hasta un poco entrometida, queriendo saber siempre los líos de unos y otros y dispuesta siempre a compadecerse, a ayudar, a encontrar una solución. Todos, en la casa, han tenido ocasión de apreciar su bondad y han podido, en un momento u otro, marcharse tranquilos sabiendo que no se quedarían sin comer los peces, sin paseo los perros, sin regar las plantas y sin lectura los contadores del gas y la electricidad.

Sólo una persona en toda la casa detesta realmente a la señora Nochère: es la señora Altamont, por una cosa que les pasó en verano. La señora Altamont se iba de vacaciones. Con la pasión por el orden y la limpieza que la caracteriza en todo, vació su nevera y le dio lo que sobraba a la portera: media pastilla de mantequilla, medio kilo de judías tiernas frescas, dos limones, medio bote de confitura de grosella, un fondo de crema de leche, unas cuantas cerezas, unos trocitos de queso, unas ramitas de perejil y tres yogures de sabor búlgaro. Por causas poco precisas, aunque seguramente relacionadas con las largas ausencias de su marido, la señora Altamont no se pudo marchar a la hora prevista inicialmente y tuvo que quedarse en casa veinticuatro horas más; así que fue a ver otra vez a la señora Nóchére y le explicó, con tono más bien embarazoso, que no le quedaba nada para cenar aquella noche y desearía recuperar las judías tiernas que le había dado aquella misma mañana. «Es que —dijo la señora Nochère— ya las he limpiado y se están cociendo». «Y ¿qué quiere que haga?» replicó la señora Altamont: La señora Nochère le subió ella misma las judías verdes cocidas y las demás provisiones que le había dejado. A la mañana siguiente, al irse la señora Altamont; esta vez de verdad, volvió a bajarle sus sobras a la portera. Pero ésta, con buenos modos, no se las aceptó.

La historia, contada por una vez sin exageración alguna, se propagó velozmente por la escalera y corrió pronto por todo el barrio. Desde entonces, la señora Altamont no se pierde una sola reunión de copropietarios y, con los pretextos más diversos, pide siempre que se sustituya a la señora Nochère. Tiene el apoyo del administrador y de Plassaert, el comerciante de chucherías indias, que no le perdonan a la portera el haber defendido a Morellet, pero la mayoría se niega sistemáticamente a incluir este tema en el orden del día.

La señora Nochère está en su portería; está bajándose de una escalerita después de cambiar los plomos que controlan las bombillas del portal. La portería es un aposento de unos doce metros cuadrados, pintada de verde claro y pavimentada con baldosines rojos. Está dividida en dos partes por un enrejado de madera. Al otro lado de este tabique, la parte considerada dormitorio comprende una cama con una colcha de guipur, un fregadero con un calentador de agua, un mueble tocador con tablero de mármol, un fogón de gas con dos hornillos encima de una cómoda muy pequeña de tipo rústico y varios estantes llenos de cajas y maletas. En la portería propiamente dicha hay una mesa con tres plantas de interior —la buganvilla flacucha y descolorida es de la portera, las otras, dos ficus mucho más lozanos, pertenecen a los propietarios del primero derecha, los Louvet, que se han ido de viaje, dejándoselos a su cuidado— y el correo de la tarde, en el que destaca sobre todo el
Jours de France
de la señora Moreau, cuya portada representa a Gina Lollobrigida, Gérard Philippe y René Clair, de bracete por la Croisette, con la leyenda: «Hace veinte años triunfaban en Cannes
Mujeres soñadas
». El perro de la señora Nochère, un perro ratero pequeñito, gordo y muy listo que atiende por el nombre de Boudinet, está echado debajo de otra mesa, un pequeño mueble en forma de riñón sobre el que la señora Nochère ha puesto su cubierto: un plato llano, un plato sopero, un cuchillo, una cuchara, un tenedor y una copa al lado de una docena de huevos con su embalaje de cartón ondulado y de tres bolsitas de hierba luisa-menta decoradas con unas jóvenes nizardas que llevan sombreros de paja. Arrimado al tabique está un piano vertical, el piano en que Martine, la hija de la portera, que hoy acaba la carrera de medicina, aporreó a conciencia durante diez años
La marcha turca, Para Elisa, Children’s Corner
y
Le Petit Ane
de Paul Dukas, y que, cerrado por fin definitivamente, aguanta una maceta con un geranio, un sombrero azul de campana, un televisor y un moisés en el que duerme a pierna suelta el bebé de Geneviève Foulerot, la inquilina del quinto derecha, que se lo deja a la portera todas las mañanas a las siete y no se lo lleva hasta cerca de las ocho de la tarde, después de subir a su casa a tomar un baño y cambiarse.

En la pared del fondo, dominando la mesa de las plantas de interior, hay un tablero con escarpias numeradas que sostienen casi todas un juego de llaves, un aviso impreso con las instrucciones sobre el uso de los dispositivos de seguridad de la calefacción central, una fotografía en colores, sacada sin duda de un catálogo, que representa una sortija con un enorme solitario, y un tapiz bordado, de forma cuadrada, cuyo tema llama la atención por su contraste con las habituales escenas de caza y fiestas de máscaras en el Gran Canal; representa una exhibición de personajes circenses delante de una carpa; a la derecha, dos acróbatas, uno de los cuales, enorme, una especie de Porthos, de seis pies de alto, cabeza voluminosa, hombros en consonancia, pecho como fuelle de fragua, piernas como resalvos de doce años, brazos como bielas de máquina y manos como cizallas, levanta en vilo al segundo, un mozo de veinte años, bajo, endeble, flaco, sin pesar en libras la cuarta parte de lo que pesa el otro en kilos; en el centro, un grupo de enanos que hacen diversas cabriolas en torno de su reina, una enana de faz canina, vestida con traje de miriñaque; por último, a la izquierda, un domador, un hombrecillo pelado al rape, con un parche negro en un ojo y una chaqueta negra, pero con un magnífico sombrero mexicano de largas borlas que le cuelgan alegremente por la espalda.

Capítulo XXXVI
Escaleras, 5

Rellano del segundo piso. Está abierta la puerta de los Altamont, enmarcada por dos naranjos enanos que surgen de dos maceteros hexagonales de mármol. Sale un viejo amigo de la familia, que ha llegado sin duda alguna demasiado pronto para la recepción.

Es un industrial alemán, llamado Herman Fugger, que se hizo rico en la inmediata posguerra vendiendo artículos de camping y se reconvirtió después al ramo de la moqueta sin recortes y los papeles pintados. Lleva un traje cruzado cuya severidad queda sobradamente compensada por un echarpe violeta de lunares color de rosa. Le asoma por debajo del brazo un diario de Dublín —
The Free Man
— del que se lee el titular

así como un pequeño recuadro de una agencia de viajes:

La verdad es que Herman Fugger ha llegado tan pronto adrede: es muy aficionado a la cocina, se pasa el tiempo deplorando que sus negocios le impidan estar más a menudo delante de los fogones y sueña con el día, cada vez más improbable, en que pueda dedicarse a aquel arte; por eso se proponía realizar esta noche una receta original de pierna de jabalí a la cerveza cuyo brazuelo dice él que es lo más delicado del mundo, pero los Altamont se han negado, furiosos.

Capítulo XXXVII
Louvet, 1

Piso de los Louvet en el primero derecha. Una sala de estar de altos ejecutivos. Paredes tapizadas de cuero color habano; chimenea empotrada de hogar hexagonal con un fuego pronto a arder; equipo de alta fidelidad integrado: radio, magnetófono, televisor, proyector de diapositivas; tresillo de cuero almohadillado. Tonos leonados, canela, pan tostado; mesa baja cubierta de baldosines pardos con un centro que contiene unos dados de póquer, varios huevos de zurcir, un frasquito de angostura, un tapón de champán que es en realidad un encendedor; una cajita de cerillas de solapa publicitaria procedente de un club de San Francisco, el
Diamond’s
; escritorio estilo barco, con una lámpara moderna de importación italiana, fina armazón de metal que permanece estable casi en cualquier posición; alcoba de cortinas rojas con una cama enteramente cubierta de pequeñísimos cojines multicolores; en la pared del fondo, una acuarela de gran tamaño representa a unos músicos que tocan instrumentos antiguos.

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