Un comisario venido de Rethel fue el encargado de elucidar el doble asesinato de Chaumont-Porcien. Su investigación duró poco menos de una semana y no hizo sino oscurecer más el misterio que rodeaba aquel tenebroso suceso. Quedó bien sentado que el asesino no había entrado en la vivienda de los Breidel mediante efracción, sino que había pasado probablemente por la puerta de la cocina, que casi nunca se cerraba con llave, y había salido del mismo modo, pero cerrando la puerta él mismo. El arma del crimen era una navaja o más exactamente un bisturí de hoja móvil que el asesino había llevado seguramente consigo, pues no se halló rastro de ella en toda la casa, así como tampoco se hallaron huellas digitales ni otros indicios. El crimen se había cometido durante la noche del domingo al lunes, sin que pudiera precisarse la hora. Nadie había oído nada. No hubo ni un grito, ni un ruido. Lo más verosímil era que François y Elizabeth hubieran sido asesinados estando dormidos y con tanta rapidez que no les había dado tiempo a defenderse: el asesino les cortó la garganta con tal destreza que una de las primeras conclusiones de la policía había sido que se trataba de un profesional del crimen, un matarife o un cirujano.
Todos estos detalles demostraban con evidencia que el crimen había sido cuidadosamente premeditado. Pero nadie, ni en Chaumont ni en parte alguna, llegaba a entender que se hubiera querido asesinar a una persona como François Breidel o a su esposa. Hacía poco más de un año que habían ido a vivir al pueblo; no se sabía de dónde venían exactamente, del Midi tal vez aunque nadie estaba seguro, y, al parecer, habían llevado una vida más bien errante antes de establecerse allí. Los interrogatorios de los padres de François, en Arlon, y de Véra de Beaumont no aportaron ningún dato nuevo: los Breidel, como la señora de Beaumont, llevaban ya muchos años sin tener noticias de su hijo. Junto con las fotos de las dos víctimas se publicaron solicitudes de información en Francia y en el extranjero, pero tampoco dieron ningún resultado.
Durante algunas semanas la opinión pública se apasionó por aquel enigma, que tuvo ocupadas a varias docenas de Maigret de afición y periodistas sin trabajo. Hicieron de aquel doble crimen una consecuencia lejana del asunto del bazooka, siendo Breidel, según algunos, un secuaz de Kovacs
26
; implicaron al F.L.N.
27
; a la Main Rouge, a los Rexistes
28
, y hasta llegaron a evocar una oscura historia de pretendientes al trono de Francia: un tal Sosthène de Beaumont, hipotético antepasado de Elisabeth, que era nada menos que hijo, natural pero legitimado, del duque de Berry. Luego, al quedar empantanada la investigación, se cansaron policías, gacetilleros y detectives de tertulia. El sumario, contrariamente a toda verosimilitud, atribuyó el crimen «a uno de esos vagabundos o a uno de esos desequilibrados a los que se siguen encontrando aún con demasiada frecuencia en las zonas suburbiales o en las proximidades de los pueblos».
Indignada con este veredicto que no le aclaraba nada de lo que se creía con derecho a saber acerca del destino de su hija, la señora de Beaumont pidió a su abogado, Léon Salini, cuya afición por los casos criminales conocía, que reemprendiera él la investigación.
Durante varios meses estuvo prácticamente sin noticias del abogado. De vez en cuando recibía alguna lacónica postal en la que le informaba que proseguía sin desanimarse sus pesquisas en Hamburgo, Bruselas, Marsella, Venecia, etc. Por último, fue a verla el siete de mayo de 1960.
—Todo el mundo —le dijo—, empezando por la policía, ha entendido que los Breidel fueron asesinados por algo que hicieron o que les ocurrió en otro tiempo. Pero hasta ahora nadie ha podido descubrir nada que permita orientar la investigación en un sentido más bien que en otro. Aparentemente la vida del matrimonio Breidel es nítida, a pesar de aquella manía de andar de un sitio a otro que pareció dominarlos el primer año de casados. Se conocieron en junio de 1957 en Bagnols-sur-Cèze y se casaron al cabo de seis semanas; él trabajaba en Marcoule; ella acababa de colocarse de camarera en el restaurante en el que François cenaba todas las noches. Tampoco en la vida del hombre parecía caber ningún misterio. En Arlon, la población de donde había desaparecido unos cuatro años antes, se le tenía por buen obrero, un futuro capataz, un futuro empresario sin duda; en realidad sólo había encontrado trabajo en Alemania, en el Sarre exactamente, en Neuweiler, un pueblecito al lado de Sarrebruck; después había ido a Château d’Oex, en Suiza, y de allí a Marcoule, donde construía un chalet para uno de los ingenieros. En ninguno de estos sitios tuvo ningún tropiezo lo bastante grave como para que quisieran asesinarlo cinco años más tarde. Al parecer, el único lío en que estuvo metido fue una reyerta con unos soldados al salir de un baile.
»El caso de Elizabeth es del todo distinto. Entre el momento en que salió de esta casa, en 1946, y su llegada a Bagnoles-sur-Cèze, en 1957, no se sabe nada, absolutamente nada, sobre su hija, salvo que se presentó a la dueña del restaurante diciendo que se llamaba Elizabeth Ledinant. Por lo demás, todo eso se puso de manifiesto con la investigación oficial, y la policía intentó desesperadamente saber qué diablos podía haber hecho Elizabeth en el transcurso de aquellos once años. Consultaron cientos y cientos de ficheros. Pero no hallaron nada.
»Partiendo de esta base inexistente, inicié yo mi investigación. Mi hipótesis de trabajo o, mejor dicho, mi escenario inicial fue el siguiente: varios años antes de casarse, Elizabeth cometió una falta grave y se vio obligada a huir y a ocultarse. El que acabara casándose significa que por entonces creía haber escapado de aquel o de aquella de quien tenía todos los motivos del mundo para temer una venganza. Sin embargo, al cabo de dos años, pereció, víctima de aquella venganza.
»En conjunto mi razonamiento era coherente; pero había que colmar sus lagunas. Supuse entonces que, para que el problema no resultara insoluble, era preciso que aquel hecho grave hubiera dejado al menos una huella localizable, y resolví recorrer sistemáticamente la prensa diaria entre 1946 y 1957. Era un trabajo fastidioso pero no imposible: contraté a cinco estudiantes que, en la Biblioteca Nacional, hicieron el inventario de cuantos artículos y sueltos periodísticos trataban —explícita o implícitamente— de una mujer de entre quince y treinta años. En cuanto había una noticia que respondía a este criterio inicial, hacía que se procediera a una investigación más profunda. Así estudié varios centenares de casos que correspondían a la primera fase de mi escenario; por ejemplo, cierto Emile D., que circulaba a bordo de un Mercedes azul celeste junto a una mujer rubia, había atropellado, entre Parentis y Mimizan, a un excursionista australiano que hacía autostop en la carretera; o bien en el transcurso de una pelea en un bar de Montpellier, una prostituta que se hacía llamar Véra había herido en la cara con una botella rota a un tal Lucien Campen, llamado Don Lulu; me gustaba mucho esta historia, sobre todo por el nombre de Véra que proyectaba sobre la personalidad de su hija una luz particularmente inquietante. Por desgracia para mí, Don Lulu estaba en la cárcel y Véra, perfectamente viva, tenía una mercería en Palinsac. En cuanto a la primera historia, acababa también muy pronto: Emile D. había sido detenido, juzgado y condenado a una multa muy fuerte y a tres meses de prisión menor; la identidad de su compañera de viaje no había sido revelada a la prensa por miedo al escándalo, pues era la esposa legítima de un ministro en funciones.
»Ninguno de los casos que hube de examinar resistió aquellas comprobaciones suplementarias. Estaba a punto de abandonar el asunto, cuando un estudiante de los que había reclutado me hizo observar que el hecho cuyo rastro andábamos buscando podía muy bien haber ocurrido en el extranjero. La perspectiva de tener que examinar la crónica de sucesos de la prensa mundial no nos alegró en demasía, pero, pese a todo, nos pusimos a ello. Si su hija hubiera huido a América, creo que me habría desanimado antes, pero aquella vez la suerte estuvo de nuestra parte: en el
Express and Echo
de Exeter del lunes catorce de junio de 1953 leímos el siguiente lamentable suceso: Ewa Ericsson, esposa de un diplomático sueco con destino en Londres, veraneaba con su hijo de cinco años en una casa que había alquilado por un mes en Sticklehaven, en el Devon. Su marido, Sven Ericsson, retenido en Londres para las fiestas de la coronación, debía reunirse con ella el domingo trece, después de asistir a la gran recepción que ofrecía la pareja real el doce por la noche en Buckingham Palace a más de dos mil invitados. Antes de dejar Londres, Ewa, delicada de salud, había contratado a una chica
au pair
de origen francés cuyo único trabajo iba a consistir en cuidar al niño; la casa y la cocina correrían a cargo de una asistenta de Sticklehaven. Cuando llegó Sven Ericsson, el domingo por la noche, descubrió un espectáculo horrendo: su hijo, hinchado como un odre, flotaba en la bañera y Ewa, con las dos muñecas cortadas, yacía sobre las baldosas del cuarto de baño: su muerte se remontaba por lo menos a cuarenta y ocho horas antes, o sea a la noche del viernes. Los hechos se explicaban del modo siguiente: la chica
au pair
, encargada de bañar al niño, mientras descansa Ewa en su cuarto, lo deja ahogar intencionadamente o no. Al darse cuenta de las consecuencias inexorables de este acto, decide huir inmediatamente. Algo más tarde, Ewa descubre el cadáver de su hijo y, loca de dolor, sintiéndose incapaz de sobrevivir a él, se da muerte a su vez. La ausencia de la asistenta, que no debía volver a la casa hasta el lunes por la mañana, impide el descubrimiento de los hechos antes de la llegada de Sven Ericsson y, por consiguiente, le da a la muchacha una ventaja de cuarenta y ocho horas.
»Sven Ericsson sólo había visto a la francesa unos minutos. Ewa había puesto anuncios en diferentes lugares: YWCA
29
, Centro Cultural Danés, Liceo Francés, Goethe Institut, Casa de Suiza, Fundación Dante Alighieri, American Express, etc., y había contratado a la primera chica que se había presentado, una joven francesa de unos veinte años, estudiante, enfermera diplomada, alta, rubia, de ojos pálidos. Se llamaba Véronique Lambert; le habían robado el pasaporte un mes antes, pero había enseñado a la señora Ericsson un resguardo de pasaporte extraviado expedido por el consulado de Francia. El testimonio de la asistenta aportó pocas precisiones suplementarias; manifiestamente le desagradaban el modo de vestir y los modales de la francesa y le hablaba lo menos posible, pero pudo indicar, con todo, que tenía un lunar debajo del párpado derecho, que había un barco chino dibujado en su frasco de perfume y que tartamudeaba un poco. Estos datos fueron difundidos en Gran Bretaña y Francia sin resultados.
»No me resultó difícil —siguió diciendo Salini— probar con certeza que aquella Véronique Lambert era Elizabeth de Beaumont y que su asesino era Sven Ericsson, pues, hace dos semanas, cuando me trasladé a Sticklehaven, para intentar encontrar a aquella asistenta y enseñarle una fotografía de su hija, lo primero que supe fue que Sven Ericsson, que, después de ocurrir el drama, seguía alquilando anualmente la casa sin vivir nunca en ella, había regresado y se había quitado la vida, el diecisiete de septiembre último, sólo tres días después del doble asesinato de Chaumont-Porcien. Pero, si bien este suicidio en el mismo escenario del primer drama designaba sin lugar a duda al asesino de Elizabeth, seguía dejando lo esencial en la oscuridad: ¿cómo había conseguido el diplomático sueco dar con el paradero de la mujer que, seis años antes, había causado la muerte de su mujer y su hijo? Tenía la esperanza vaga de que hubiera dejado una carta explicando su gesto, pero la policía fue formal: no había carta ni junto al cadáver ni en ninguna otra parte.
Sin embargo, mi intuición era cierta: cuando, por fin, pude interrogar a Mrs. Weeds, la asistenta, le pregunté si había oído hablar alguna vez de una tal Elizabeth de Beaumont, que había sido asesinada en Chaumont-Porcien. Se levantó y fue a buscar una carta, que me entregó.
—El señor Ericsson —me explicó en inglés— me dijo que si un día venía alguien a hablarme de esa francesa y de su muerte en las Ardenas, tenía que entregarle esta carta.
—¿Y si no hubiese venido?
—Habría esperado y al cabo de seis años la habría mandado a las señas que se indican.
—Esta es la carta —prosiguió Salini—. Estaba destinada a usted. Su nombre y su dirección figuran en el sobre.
Inmóvil, petrificada, muda, Véra de Beaumont cogió las cuartillas que le tendía Salini, las desdobló y empezó a leer:
Exeter, dieciséis de septiembre de 1959
Distinguida señora:
Un día u otro, ya porque la descubra tras haberla buscado o mandado buscar, ya porque la reciba por correo pasados seis años —el tiempo que necesité para cumplir mi venganza—, tendrá esta carta entre sus manos y sabrá al fin por qué y cómo maté a su hija.
Hace algo más de seis años, su hija, que entonces se hacía llamar Véronique Lambert, fue contratada
au pair
por mi mujer, enferma, que deseaba contar con alguien para cuidar a nuestro hijo Erik, de cinco años escasos de edad. El viernes 11 de junio, por motivos que todavía ignoro, voluntaria o involuntariamente, dejó ahogar a nuestro hijo. Incapaz de asumir la responsabilidad de aquella acción criminal, emprendió la fuga, seguramente en el acto. Poco más tarde, mi mujer, al descubrir a nuestro hijo ahogado, sufrió un arrebato de locura y se cortó las muñecas con unas tijeras. Yo estaba entonces en Londres y no los vi hasta el domingo por la noche. Juré que dedicaría el resto de mi vida, mi fortuna y mi inteligencia a vengarme.
Sólo había visto a su hija durante unos segundos, cuando llegó a Paddington para coger el tren con mi mujer y nuestro hijo, y cuando supe que el nombre con el que se la conocía era falso, desesperé de dar con ella algún día.
En el transcurso de los agotadores insomnios que empezaron a torturarme entonces y que no me han dejado nunca más en paz, recordé un par de detalles que mi esposa había mencionado cuando me contó la entrevista que había tenido con su hija antes de contratarla: al enterarse de que era francesa, le había hablado de Arles y de Aviñón, donde habíamos pasado varias temporadas, y su hija le había dicho que se había criado en aquella región; y cuando mi mujer la felicitó por la calidad de su inglés, precisó que llevaba en Inglaterra dos años y que estudiaba arqueología.
Mrs. Weeds, la asistenta que trabajaba en la casa que había alquilado mi mujer, y que será la depositaria de esta carta última hasta que llegue a sus manos, fue una ayuda más preciosa aún: por ella supe que su hija tenía un lunar debajo del párpado derecho, que usaba un perfume llamado «Sampang» y que tartamudeaba. También registré con ella toda la casa de arriba abajo en busca de algún indicio que hubiera podido dejar la falsa Véronique Lambert. Vi con gran despecho que no había robado joyas ni objetos y que tan sólo se había llevado el portamonedas de la cocina, que mi mujer tenía preparado para que la asistenta, Mrs. Weeds, fuera a la compra y que contenía tres libras, once chelines y siete peniques. En cambio no se había podido llevar todas sus pertenencias y había tenido que dejar particularmente la ropa que estaba aquella semana en la lavandería: varias prendas interiores baratas, dos pañuelos de bolsillo, un pañuelo para poner al cuello estampado con colores bastante chillones y sobre todo una blusa blanca con las iniciales E.B. La blusa podía ser robada o prestada, pero recordé, por si acaso, aquellas iniciales como indicio posible; encontré igualmente, dispersas por la casa, varias cosas que probablemente eran suyas y en particular, en el salón, al que no se había atrevido a entrar antes de huir por miedo a despertar a mi mujer, que dormía en el cuarto contiguo, el primer tomo de la serie novelesca de Henri Troyat titulada
La siembra y la siega
, publicado hacía muy pocos meses en Francia. Una etiqueta indicaba que aquel ejemplar salía de la Librería Rolandi, Berners Street 20, librería especializada en el préstamo de libros extranjeros.
Llevé el libro a la Librería Rolandi; me enteré de que Véronique Lambert tenía una suscripción de lectura; estaba matriculada en el Instituto de Arqueología, dependiente del British Museum, ocupaba un cuarto en un
Bed and Breakfast
, Keppel Street 79, detrás mismo del museo.
Irrumpí infructuosamente en su cuarto: lo había dejado cuando la contrató mi mujer. No pude averiguar nada ni por la dueña del hospedaje ni por las demás pupilas. Tuve más suerte en el Instituto de Arqueología: no sólo encontré una foto suya en su expediente de matrícula, sino que pude conocer además a varios compañeros suyos y, entre ellos, a un chico con quien salió por lo visto dos o tres veces; me facilitó un dato capital: unos meses antes la había invitado a ver
Dido y Eneas
en el Covent Garden. «Detesto la ópera». Le había dicho, y había añadido: «No es extraño. ¡Mi madre era cantante!».
Encargué a varias agencias de detectives privados que averiguasen el paradero, en Francia o donde fuera, de una mujer joven, de veinte a treinta años, alta, rubia, de ojos pálidos, con una manchita debajo del párpado derecho y un leve tartamudeo; en la ficha de información mencionaba igualmente que se perfumaba quizá con un perfume llamado «Sampang», que quizá se hacía llamar Véronique Lambert, que sus verdaderas iniciales podían eventualmente ser E. B., que se había criado en el sur de Francia, había pasado una temporada en Inglaterra y hablaba muy bien el inglés, que había estudiado, que se interesaba por la arqueología y, por último, que su madre había sido cantante.
Este último detalle resultó decisivo: el examen biográfico —en los
Who’s who
y demás anuarios especializados— de todas las cantantes cuyo apellido empezaba por la letra B fue infructuoso, pero cuando hicimos el recuento de todas las que habían tenido una hija entre 1912 y 1935, salió su nombre entre otros setenta y cinco: Véra Orlova, nacida en Rostov en 1900; se casa en 1926 con el arqueólogo francés Fernand de Beaumont; una hija, Elizabeth Natacha Victorine, Marie, nacida en 1929. Una rápida investigación me reveló que Elizabeth había sido criada por su abuela en Lédignan, en el departamento del Gard, y que había huido de su casa a la edad de dieciséis años. Comprendí entonces que, si disimulaba su verdadera identidad, era para escapar a sus pesquisas, lo cual, por desgracia, significaba también que la pista que había acabado encontrando terminaba allí, ya que ni usted ni su suegra, a pesar de las innumerables llamadas que habían lanzado a través de la radio y la prensa, habían tenido noticias de ella desde hacía siete años.
Estábamos ya en mil novecientos cincuenta y cuatro: había necesitado casi un año para saber a quién iba a matar: necesité más de tres para encontrar sus huellas.
Durante esos tres años, quiero que lo sepa, mantuve a equipos de detectives privados que se relevaban para vigilarlas las veinticuatro horas del día y seguirlas así que salían, a usted en París y a la condesa de Beaumont en Lédignan, por si su hija, hipótesis cada vez menos probable, intentaba verla o iba a refugiarse a casa de su abuela. Fue completamente inútil aquella vigilancia, pero no quería desdeñar nada. Todo aquello que ofrecía una posibilidad, aunque fuese ínfima, de descubrir una pista se intentó sistemáticamente: así financié un gigantesco estudio de mercado sobre los perfumes exóticos en general y el perfume «Sampang» en particular; así mandé que me procuraran el nombre de las personas que habían pedido prestado a una biblioteca pública uno o varios tomos de
La siembra y la siega
; así dirigí a todos los cirujanos estéticos de Francia una carta personal preguntándoles si habían tenido ocasión, a partir de 1953, de efectuar una ablación de un nevus situado debajo del párpado derecho a una joven de unos veinticinco años; así recorrí todos los logopedas y profesores de dicción en busca de mujeres rubias y altas que hubieran querido corregir un ligero tartamudeo; y, por último, así organicé varias expediciones arqueológicas, a cual más ficticia, con el único objeto de poder contratar a una «mujer joven buen conocimiento inglés para acompañar misión científica norteamericana que efectúa excavaciones Pirineos».
Confiaba mucho en esta última trampa. Me falló por completo. Hubo cada vez afluencia de candidatos, pero Elisabeth no apareció por allí. A finales del año mil novecientos cincuenta y seis seguía empantanado y había gastado más de las tres cuartas partes de mi fortuna; había vendido todos mis títulos, todas mis tierras, todas mis propiedades. Me quedaban mi colección de cuadros y las joyas de mi mujer. Empecé a dispersarlos uno tras otro para seguir pagando los ejércitos de informadores que había lanzado en pos de su hija.
La muerte de su suegra, la condesa de Beaumont, a principios de 1957, reavivó mis esperanzas, pues sabía cuánto la quería su hija; pero, igual que usted, tampoco fue ella a Lédignan para el entierro y en balde mandé vigilar el cementerio unas cuantas semanas, imaginándome que se empeñaría en llevar algún ramo de flores a su tumba.
Tan repetidos fracasos me exasperaban cada vez más, pero me negaba a renunciar. No podía admitir que Elizabeth hubiera muerto, como si, a partir de entonces, fuera yo el único en poder decidir de su vida o su muerte, y quería seguir creyendo que estaba en Francia; había acabado por saber cómo consiguió salir de Inglaterra sin dejar el menor rastro de su embarco: al día siguiente del crimen, el 12 de junio de 1953, había cogido un barco en Torquay para las islas Anglonormandas: raspando la primera letra de su apellido en el resguardo del pasaporte extraviado, había logrado apuntarse con el nombre de Véronique Ambert, y su ficha, clasificada en la letra A, le había pasado por alto a la policía portuaria. Este descubrimiento tardío era de poca utilidad, pero me apoyaba en él para convencerme de que Elizabeth seguía escondiéndose en Francia.
Creo que aquel año empecé a perder el juicio. Me dio por hacer razonamientos del tipo siguiente: busco a Elisabeth de Beaumont, o sea a una mujer alta, rubia, de ojos pálidos, que habla muy bien el inglés, se ha criado en el departamento del Gard, etc. Ahora bien, Elizabeth de Beaumont sabe que la busco, luego se esconde; y esconderse en su caso significa borrar tanto como puede los rasgos particulares con los que sabe que la designo; por consiguiente, no debo buscar a una Elizabeth ni a una mujer alta, rubia, etc., sino a una anti-Elisabeth; y empecé a sospechar de las mujeres bajas y negruzcas que chapurreaban el español.
Otra vez, me levanté empapado en sudor. Había encontrado en sueños la solución evidente a mi pesadilla. Instalado junto a una pizarra inmensa cubierta de ecuaciones, un matemático acababa de demostrar ante un asistencia tumultuosa que se podía generalizar el famoso teorema llamado «de Montecarlo»; lo cual quería decir que no sólo un jugador de ruleta que apostara al azar tenía por lo menos tantas probabilidades de ganar como otro jugador que aplicara una fórmula infalible, sino que yo tenía tantas probabilidades de encontrar a Elizabeth yendo a tomar el té a Rumpelmayer al día siguiente a las catorce horas dieciocho minutos como haciéndola buscar por cuatrocientos trece detectives.
Fui lo bastante débil como para ceder. A las 16 h 18 m entré en aquel salón de té. En aquel momento salía una mujer alta, pelirroja. La hice seguir, naturalmente para nada. Más tarde le conté mi sueño a uno de los detectives que trabajaban para mí: con toda seriedad me dijo que únicamente había cometido un error de interpretación: hubiera debido escamarme el número de detectives: 413 era evidentemente el inverso de 314, o sea el número π: de ocurrir algo, habría sido a las 18 h 16 m.
Entonces empecé a apelar a las fuerzas agotadoras de lo irracional. Si hubiera vivido aún su misteriosa amiga americana, puede estar segura de que habría recurrido a sus inquietantes servicios; en lugar de ello, me dediqué a las mesas parlantes, a llevar anillos incrustados con ciertas piedras, hice coser imanes entre los pliegues de mi ropa, uñas de ahorcados o diminutos frascos que contenían hierbas, semillas, piedrecitas pintadas; consulté con brujos, zahoríes, echadoras de cartas, videntes, adivinos de todo tipo; echaron los dados, quemaron un retrato de su hija en un plato de porcelana blanca y observaron su ceniza, se frotaron el brazo izquierdo con hojas de verbena fresca, se pusieron debajo de la lengua bezoares de hiena, esparcieron harina por el suelo, hicieron un sinfín de anagramas de los nombres y seudónimos de su hija, sustituyeron por cifras las letras de su apellido esforzándose por llegar hasta 253, examinaron la llama de una vela a través de jarros llenos de agua, echaron sal al fuego y escucharon su crepitación, quemaron granos de jazmín o ramas de laurel y observaron su humo, vertieron en una taza llena de agua una clara de huevo fresco puesto por una gallina negra o plomo o cera derretida y miraron las figuras que se formaron; asaron omóplatos de oveja sobre ascuas, colgaron tamices de un hilo y los hicieron voltear, examinaron lechas de carpa, cabezas de asno muerto, círculos de grano picoteado por un gallo. El once de julio de mil novecientos cincuenta y siete ocurrió lo inesperado: uno de los hombres a quienes había apostado en Lédignan, y que seguían vigilando pese a la muerte de la condesa de Beaumont, me telefoneó para informarme que Elizabeth acababa de escribir a la alcaldía solicitando su partida de nacimiento. Pedía que se la mandasen a un hotel de Orange.
Lo lógico —si cabe invocar aún la lógica— hubiera sido que aprovechara la ocasión para dar fin a aquella historia sin salida. Me bastaba con sacar de su funda de piel verde el arma que, poco más de tres años antes, había decidido que sería el instrumento de mi venganza: un bisturí de campaña con mango de cuerno, análogo exteriormente a una navaja barbera pero infinitamente más cortante, que había aprendido a manejar con una incomparable destreza, y presentarme bruscamente en Orange. En vez de ello, me limité a dar a mis hombres la orden de localizar a su hija y mantenerla bajo la más estricta vigilancia. Con todo, se les escapó en Orange —no existía el hotel; había ido a correos diciendo que se había equivocado, y el encargado de las devoluciones había recuperado la carta de la alcaldía de Lédignan y se la había entregado—, pero volvieron a descubrir su rastro a las pocas semanas en Valence. Allí se casó, teniendo como padrinos a dos compañeros de obra de François Breidel.
Salió aquella misma noche de Valence con su marido. Sin duda habían adivinado que los seguían y estuvieron más de un año intentando escapar; hicieron cuanto pudieron, multiplicando las falsas pistas, las añagazas, las fintas, los falsos indicios, enterrándose en tugurios infectos, aceptando trabajos miserables para sobrevivir: hicieron de vigilantes nocturnos, lavaplatos, vendimiadores, poceros. Pero semana tras semana se iba estrechando el cerco de los cuatro detectives cuyos servicios podía pagar aún. En más de veinte ocasiones tuve la posibilidad de matar impunemente a su hija. Pero cada vez, con un pretexto u otro, dejaba pasarla oportunidad; era como si aquella larga cacería me hubiera hecho olvidar bajo qué juramento la había emprendido: cuanto más fácil me resultaba satisfacer mi venganza, más repugnancia me causaba hacerlo.