La vida instrucciones de uso (11 page)

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Authors: Georges Perec

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BOOK: La vida instrucciones de uso
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—Por cierto, tengo entendido que está desocupado el piso del tercero. Creo que lo voy a comprar. Perderé menos tiempo para venir a verlo a usted.

Y lo había comprado el mismo día, evidentemente sin discutir el precio.

En aquella época, Valène ya llevaba diez años viviendo aquí. Había alquilado la habitación un día de octubre de mil novecientos diecinueve, viniendo de Etampes, su ciudad natal, de la que prácticamente no había salido, para ir a matricularse a la Escuela de Bellas Artes. Apenas tenía diecinueve años. Aquélla debía ser sólo una vivienda provisional que le proporcionaba un amigo de su familia para hacerle un favor. Más adelante se casaría, se haría famoso o se volvería a Etampes. No se casó. No se volvió a Etampes. No le llegó la fama; a lo sumo, una discreta notoriedad: unos cuantos clientes fieles y unas cuantas ilustraciones para libros de cuentos le permitieron vivir con cierta holgura, pintar sin prisas y viajar un poco. Más tarde, cuando tuvo oportunidad de encontrar una vivienda más espaciosa, o hasta un verdadero estudio, se dio cuenta de que estaba demasiado encariñado con su cuarto, su casa y su calle para poder dejarlos.

Claro que había personas de las que no sabía casi nada, que ni estaba seguro de haber identificado realmente, personas con las que se cruzaba de vez en cuando por las escaleras, sin saber muy bien si vivían aquí o si simplemente tenían amigos en la casa; había personas de las que no conseguía acordarse en absoluto, otras de las que guardaba una imagen única e insignificante: los impertinentes de la señora Appenzzell, los muñecos de corcho recortado que el señor Troquet metía dentro de una botella y que iba a vender los domingos por los Campos Elíseos; la cafetera de metal esmaltado azul, caliente siempre, en una esquina de la cocina económica de la señora Fresnel.

Intentaba resucitar aquellos detalles imperceptibles que, a lo largo de cincuenta y cinco años, habían ido tejiendo la vida de aquella casa y que los mismos años habían ido borrando uno tras otro: los linóleos impecablemente encerados por los que había que andar con unos patines de fieltro; los manteles de hule a rayas rojas y verdes sobre los que desvainaban guisantes madre e hija; los salvamanteles de acordeón; las lámparas de comedor de porcelana blanca que se subían empujando con un dedo al acabar la cena; las veladas junto al receptor de T.S.F., el hombre con batín acolchado, la mujer con delantal de flores y el gato soñoliento, hecho un ovillo junto a la chimenea; los niños que bajaban con zuecos por la leche llevando unas lecheras llenas de abolladuras; las grandes estufas de leña cuya ceniza se vaciaba sobre viejos periódicos extendidos en el suelo.

¿Qué fue de los viejos paquetes de cacao Van Houten, de los paquetes de Banania con su risueño negrito de uniforme colonial y de las cajas de magdalenas de Commercy de chapa de madera? ¿Qué se hizo de las fresqueras al pie de las ventanas, de los paquetes de Saponite, el buen jabón en polvo con su famosa Madame Sans-Gêne, de los paquetes de cataplasmas termógenas y su diablo que escupía fuego dibujado por Cappiello y de las bolsitas de litines del buen doctor Gustin?

Habían pasado los años; los mozos de las mudanzas habían bajado los pianos y los aparadores, las alfombras arrolladas, las canastas de vajilla, las lámparas, las peceras, las jaulas de los pájaros, los grandes relojes centenarios, las cocinas económicas renegridas de hollín, las mesas con sus alargaderas, la media docena de sillas, las neveras, los grandes cuadros familiares.

Las escaleras, para él, eran, en cada planta, un recuerdo, una emoción, algo trasnochado e impalpable, algo que latía en algún sitio con la llama vacilante de su memoria: un ademán, un perfume, un ruido, un espejismo, una mujer joven que cantaba arias de ópera acompañándose al piano, un traqueteo torpe de máquina de escribir, un pertinaz olor a desinfectante de cresol, un clamor, un grito, una algarabía, un susurro de sedas y pieles, un maullido quejumbroso detrás de una puerta, unos golpes en algún tabique, unos tangos machacones en gramolas silbantes o, en el sexto derecha, el ronquido empecinado de la sierra de calar de Gaspard Winckler, al que, tres pisos más abajo, en el tercero izquierda, sólo respondía ya un insoportable silencio.

Capítulo XVIII
Rorschash, 2

El comedor de los Rorschash, a la derecha del gran vestíbulo. Está vacío. Es una sala rectangular, de unos cinco metros de largo y tres de ancho. En el suelo, una espesa moqueta de un gris ceniciento.

En la pared de la izquierda, pintada de color verde mate, está colgado un estuche de vidrio rodeado de acero que contiene 54 monedas antiguas, todas con la efigie de Servius Sulpicius Galba, aquel pretor que, en un solo día, mandó asesinar a treinta mil lusitanos y que salvó su propia cabeza mostrando sus hijos al tribunal.

En la pared del fondo, esmaltada de blanco como el vestíbulo, encima de un trinchero bajo, una gran acuarela, titulada
Rake’s Progress
y firmada por U. N. Owen, representa una estación pequeña de ferrocarril en pleno campo. A la izquierda, el empleado de la estación permanece de pie, apoyado en un gran pupitre que hace las veces de taquilla. Es un hombre de unos cincuenta años, con grandes entradas, cara redonda y bigotes espesos. Va con chaleco. Finge consultar un horario de trenes, cuando en realidad acaba de copiar en un papelito rectangular una receta de
mint-cake
sacada de un almanaque medio disimulado debajo de los horarios. Enfrente, al otro lado del pupitre, un cliente, con quevedos en la nariz y cara de exasperación prodigiosa, espera su billete limándose las uñas. A la derecha, un tercer personaje, en mangas de camisa y con anchos tirantes rameados, sale de la estación empujando una voluminosa barrica. Alrededor de aquélla se extienden campos de alfalfa en los que pacen algunas vacas.

En la pared de la derecha, de un verde algo más oscuro que el de la pared de la izquierda, están colgados nueve platos decorados con dibujos que representan:

- un cura que impone la ceniza a un feligrés

- un hombre que introduce una moneda en una hucha en forma de tonel

- una mujer sentada junto a la ventanilla de un vagón con el brazo en cabestrillo

- dos hombres que golpean el suelo nevado con sus zuecos para calentarse los pies

- un abogado que defiende a su cliente; actitud vehemente

- un hombre con batín a punto de tomarse una taza de chocolate

- un violinista que toca su instrumento con sordina

- un hombre con camisa de dormir y una palmatoria en la mano que mira una araña en la pared, símbolo de la esperanza

- un hombre que le tiende su tarjeta a otro. Actitudes agresivas que sugieren un duelo.

En medio de la estancia se halla una mesa redonda, de madera de tuya y estilo modernista, rodeada de ocho sillas con tapicería de terciopelo estampado. En el centro de la mesa hay una estatuilla de plata de unos veinticinco centímetros de altura. Representa un buey que lleva a un hombre desnudo con casco y un copón en la mano izquierda.

La acuarela, la estatuilla, las monedas antiguas y los platos vienen a ser, según el propio Rémi Rorschash, algo así como los testigos de lo que él llama «su incansable actividad de productor». Descubrió la estatuilla, representación caricaturesca clásica de ese arcano menor llamado caballo de copas, durante la preparación de aquella película televisiva titulada
La decimosexta carta de este cubo
, de la que ya hemos tenido ocasión de hablar y cuyo argumento evoca precisamente un caso tenebroso de adivinación; los platos, según él, fueron decorados especialmente para servir de fondo a los títulos de crédito de una serie en la que un mismo actor desempeñó sucesivamente los papeles de cura, banquero, mujer, campesino, abogado, periodista, gastrónomo, artista virtuoso, droguista crédulo y gran duque perdonavidas; las monedas antiguas —consideradas auténticas— se las regaló un coleccionista entusiasmado con una serie de emisiones dedicadas a los Doce Césares. Aunque aquel Servius Sulpicius no tenía nada que ver con el Servius Sulpicius Galba que, un siglo y medio después, reinó siete meses, entre Nerón y Otón, antes de que lo asesinaran sus propias tropas en el Campo de Marte por haberles negado el
donativum
.

Por lo que respecta a la acuarela, dice que es nada menos que una de las maquetas de los decorados de una adaptación moderna y francobritánica de la ópera de Stravinski.

Es difícil averiguar lo que hay de cierto en tales explicaciones. Dos de aquellas cuatro series no se rodaron nunca: la de nueve episodios porque, después de leer el guión, se negaron a participar los actores contactados —Belmondo, Bouise, Bourvil, Cuvelier, Haller, Hirsh y Maréchal—, y el
Rake’s Progress
adaptado al gusto actual, porque su coste fue juzgado excesivo por los responsables de la BBC. La serie sobre los Doce Césares se realizó para la televisión escolar, con la que no parece que Rorschash tuviera ninguna relación; lo mismo pasa con
La decimosexta carta de este cubo
producida, al parecer, por una de esas sociedades auxiliares a las que suele recurrir tan a menudo la televisión francesa.

En realidad la labor de Rorschash en la televisión se desarrolló exclusivamente en las oficinas. Con el título vago de «Encargado de Misión en la Dirección General» o de «Delegado para la reestructuración de la investigación y los medios de ensayo», sus únicas actividades consistieron en asistir diariamente a conferencias preparatorias, comisiones mixtas, seminarios de estudio, consejos de gestión, coloquios interdisciplinares, asambleas generales, sesiones plenarias, comités de lectura y demás sesiones de trabajo que, a aquel nivel de la jerarquía, constituyen lo esencial de la vida del ente, junto con las conferencias telefónicas, las conversaciones de pasillo, las comisiones de negocios, las proyecciones de
rushes
y los desplazamientos al extranjero. Nada impide imaginar, en efecto, que en una de aquellas reuniones hubiera lanzado la idea de una ópera francoinglesa o de una serie histórica inspirada en Suetonio, pero es más probable que se pasara el tiempo preparando o comentando sondeos de audiencia, intentando recortar presupuestos, redactando informes sobre porcentajes de utilización de las salas de montaje, dictando memorias o corriendo de una sala de conferencias a otra, procurando siempre ser indispensable en dos sitios a la vez, para que, nada más sentarse, lo llamaran al teléfono y tuviera que marcharse en el acto.

Estas actividades multiformes colmaban la vanidad de Rorschash, su ansia de poder, su afición a las intrigas y a los dimes y diretes, pero no saciaban su nostalgia de «creador»; en quince años llegó a firmar, con todo un par de producciones, dos series pedagógicas destinadas a la exportación; la primera
Duduna y Mambo
, está dedicada a la enseñanza del francés en el África negra; la segunda,
Melolo y Pomecotón
, se basa en un guión rigurosamente idéntico, pero su propósito es «iniciar a los alumnos de institutos de la Alliance Française en las bellezas y la armonía de la civilización griega».

A comienzos de los años setenta llegó a oídos de Rorschash el proyecto de Bartlebooth. Por entonces, aunque ya hacía más de quince años que había regresado el inglés, nadie estaba enterado realmente de todo el asunto. Los que podían saber algo decían poco o no decían nada; los demás sabían, por ejemplo, que había encargado unas cajas a la señora Hourcade o que había mandado instalar una máquina extrañísima en la habitación de Morellet o, incluso, que había estado viajando por todo el mundo con su criado y que, durante aquellos veinte años, le habían llegado a Winckler de todas partes unos dos paquetes al mes. Pero nadie sabía cómo se combinaban todos estos elementos entre sí y, por otra parte, nadie se preocupaba mucho en averiguarlo. Bartlebooth, si bien no ignoraba que en la escalera los pequeños misterios que envolvían su existencia eran objeto de hipótesis contradictorias y a menudo incoherentes, y a veces incluso de algún que otro ademán ofensivo, estaba muy lejos de pensar que alguien pudiera estorbarlo un día en su empresa.

Pero Rorschash se entusiasmó y la evocación fragmentaria de aquellos veinte años de circunnavegación, de aquellos cuadros recortados, reconstruidos, vueltos a despegar, etc., y de todas las historias de Winckler y de Morellet, le inspiraron la idea de una emisión gigantesca, en la que se reconstruiría todo el asunto nada menos.

Ni que decir tiene que Bartlebooth se negó. Escuchó a Rorschash un cuarto de hora y luego lo despidió. Rorschash siguió aferrado a su idea: interrogó a Smautf y a los otros criados, sonsacó a Morellet, que lo inundó de explicaciones a cual más abracadabrante, importunó a Winckler, que calló con obstinación, se desplazó hasta Montargis para hablar, inútilmente para él, con la señora Hourcade y por último hubo de conformarse con la señora Nochère, que no sabía gran cosa pero se lo inventaba todo.

No existiendo ley que prohíba contar la historia de un hombre que pinta marinas y hace puzzles, Rorschash decidió hacer caso omiso de la negativa de Bartlebooth y presentó en la Dirección de Programación un proyecto que recordaba a un tiempo
Obras maestras en peligro
y
Grandes batallas del pasado
.

Rorschash tenía mucha influencia en la televisión para que se rechazara su proyecto. Pero no tenía tanta como para que se realizara rápidamente. Al cabo de tres años, cuando estuvo tan enfermo que en pocas semanas hubo de abandonar prácticamente toda actividad profesional, ninguno de los tres canales había aceptado en firme su proyecto y no se había acabado de redactar el guión.

Sin querernos adelantar a los acontecimientos que siguieron, no será inútil indicar aquí que la iniciativa de Rorschash tuvo consecuencias graves para Bartlebooth. Gracias a aquellas contrariedades televisivas, Beyssandre se enteró el año pasado de la historia de Bartlebooth. Y éste, curiosamente, fue entonces a visitar a Rorschash para que le recomendara un cineasta que filmase la última fase de su empresa. Lo cual, por otra parte, sólo sirvió para hundirlo más en una maraña de contradicciones, cuyo peso inexorable sabía que habría de sufrir desde hacía varios años.

Capítulo XIX
Altamont, 1

En el segundo piso, en casa de los Altamont, están preparando la tradicional recepción de cada año. Habrá un
buffet
en cada una de las habitaciones que dan a la fachada. En la que estamos ahora, que de ordinario es un saloncito —el primer cuarto después del gran vestíbulo, al que siguen un fumador biblioteca, un gran salón, un gabinete y un comedor—, se han arrollado las alfombras, dejando al descubierto un precioso parquet tabicado. Han quitado casi todos los muebles; sólo quedan ocho sillas de madera lacada y respaldo decorado con escenas que evocan la guerra de los Bóxers.

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