En conclusión, el conservador sugería a Zaccaria que se asegurase seriamente de la procedencia del mapa de 1503. Si era de factura portuguesa, española, genovesa o veneciana, el
podía efectivamente designar a Colón, aunque éste había impuesto el nombre de INDIA. En cualquier caso, no podía referirse a Jean Cousin, cuyo renombre sólo se había consolidado en el mismo Dieppe, y al que, más allá de Le Tréport, Saint-Valéry-en-Caux, Fécamp, Etretat y Honfleur, se oponían ya otros marinos igualmente intrépidos y que habían abierto todos ellos nuevas rutas. En cambio, si el mapa procedía de la escuela de Dieppe —lo cual se probaría fácilmente con la presencia de un monograma adornado con una d minúscula en el centro de una de las rosas de los vientos—, se trataba, sin ninguna duda, de TERRA CONSOBRINIA.
Si, agregaba por último Gilet-Burnachs en una postdata, el monograma estaba hecho con dos R enlazadas, querría decir que el planisferio era obra de Renaud Régnier, uno de los primeros cartógrafos de la escuela, que tenía fama de haber acompañado efectivamente a Jean Cousin en uno de sus viajes. Este mismo Renaud Régnier había levantado, unos años más tarde, hacia 1520, un mapa de la costa norteamericana, y, por una extraordinaria coincidencia, había bautizado TERRA MARIA la tierra que, un siglo más tarde, a causa de Enriqueta María de Francia, hija de Enrique IV y esposa de Carlos I de Inglaterra, se iba a llamar MARYLAND.
Zaccaria era un geógrafo honesto. Habría podido no tener en cuenta la carta de Gilet-Burnachs, o aprovechar el mal estado general del planisferio para destruir toda posibilidad de identificar sus orígenes y asegurarle luego al conservador de Dieppe que se trataba de un mapa español y que sus críticas eran insostenibles. Pero comprobó concienzudamente que se trataba en efecto de un mapa de Renaud Régnier, informó de ello a su corresponsal y le propuso una puntualización redactada en común y firmada con los nombres de ambos, que pondría fin a aquel espinoso problema de toponimia. El artículo se publicó en 1888 en la revista
Onomastica
pero tuvo mucha menos resonancia que la comunicación al tercer congreso.
No por ello era menos cierto que el planisferio de 1503 era el único mapa en el que el continente conocido hoy día con el nombre de América se llamaba la Consobrinia. Esta singularidad llegó a oídos de James Sherwood, que, un año más tarde, logró comprarlo, no se sabe por qué cantidad, al rector de la Universidad de la Habana. Y así se halla actualmente en una de las paredes de la habitación de Bartlebooth.
Bartlebooth se aficionó a aquel mapa que, desde muy pequeño, había visto siempre en el gran zaguán de la casona en que se crió, no por su unicidad, sino porque posee otra característica: el norte no está arriba del mapa sino abajo. Este cambio de orientación, más frecuente en la época de lo que se suele creer, fascinó siempre en grado sumo a Bartlebooth; aquella representación invertida, no siempre en ciento ochenta grados, a veces en noventa o en cuarenta y cinco, destruía cada vez por entero la percepción habitual del espacio y hacía, por ejemplo, que la silueta de Europa, familiar para quien había ido aunque sólo fuera a la escuela primaria, empezara a parecerse, cuando se la hacía girar noventa grados hacia la derecha, pasando el oeste a arriba, a una especie de Dinamarca. Y en aquella inclinación minúscula se disimulaba la imagen misma de su actividad de solucionador de puzzles.
Bartlebooth no fue nunca un coleccionista en el sentido tradicional del término, y no obstante, al principio de los años treinta, buscó o mandó buscar mapas como aquél. Tiene otros dos en su cuarto. Uno, que encontró en el Hôtel Drouot, es una bella copia del
Imperium japonicum… descriptum ab Hadriano Relando
, que formaba parte del Atlas de Reinier Otten de Ámsterdam; los especialistas dan mucha importancia a este mapa, no porque el norte está a la derecha, sino porque los nombres de las setenta provincias imperiales vienen dados, por primera vez, en ideogramas japoneses y transcritos en caracteres latinos.
El otro es más curioso aún: es un mapa del Pacífico como los usaban las tribus costeras del golfo de Papuasia: una red extraordinariamente fina de tallos de bambú indica las corrientes marítimas y los vientos dominantes; acá y allá están dispuestas, aparentemente al azar, unas pechinas (cauríes) que representan las islas y los escollos. Si se atiende a las normas adoptadas actualmente por todos los cartógrafos, este «mapa» parece una aberración: no ofrece a primera vista ni orientación, ni escala, ni distancia, ni representación de los contornos; de hecho, parece que su uso resulta de una eficacia incomparable, del mismo modo, explicó un día Bartlebooth, que el plano del metro de Londres no es en absoluto superponible a un plano de la ciudad de Londres, aun siendo de un empleo lo bastante simple y claro como para poder usarse sin problema cuando se quiere ir en metro de un lugar a otro.
Este mapa del Pacífico fue traído por el capitán Barton, que, a finales del siglo pasado, estudió los periplos de una de aquellas tribus de Nueva Guinea, los motu de Port-Moresby, periplos que no dejan de recordar los
kula
de los trobriandeses. Burton, de regreso a Londres, regaló su hallazgo al Bank of Australia, que había subvencionado parcialmente su expedición. El banco lo tuvo expuesto algún tiempo en uno de los salones de recepción de su oficina central, y después lo regaló, a su vez, a la Fundación Nacional para el Desarrollo del Hemisferio Sur, agencia semiprivada destinada a reclutar emigrantes para Nueva Zelanda y Australia. La Fundación quebró a finales de los años veinte y el mapa del Pacífico, puesto a la venta por el liquidador judicial, acabó por ser indicado a Bartlebooth que lo compró.
El resto de la habitación está casi vacío de muebles: una estancia clara, pintada de blanco, con gruesas cortinas de percal y una cama en el centro; es una cama inglesa, de montantes de cobre, cubierta con una pieza de indiana con flores, flanqueada por dos mesitas de noche Imperio. En la de la derecha hay una lámpara cuyo zócalo presenta la forma de una alcachofa y un plato octogonal de estaño en el que están puestos dos terrones de azúcar, un vaso, una cuchara y una botella de agua de cristal con el tapón en forma de piña; en la de la derecha, un reloj rectangular cuya caja de caoba jaspeada tiene incrustaciones de ébano y metal dorado, un vasito de plata con monograma y una fotografía en un marco oval que representa a tres de los abuelos de Bartlebooth, William Sherwood, el hermano de James, su esposa Emily y James Aloysius Bartlebooth, los tres con traje de ceremonia, de pie detrás de Priscilla y Jonathan, recién casados, sentados uno junto a otro en medio de una profusión de canastillas de flores y lazos. En la tablilla inferior está puesta una agenda de formato grande, encuadernada en piel negra. En la portada las palabras DESK DIARY 1952 y ALLIANCE BUILDING SOCIETY, con grandes mayúsculas doradas, rematan un blasón de gules con cheurones, abejas y besantes de oro, acompañado de una filacteria que lleva la divisa DOMUS ARX CERTISSIMA, cuya traducción inglesa viene justo debajo:
The surest stronghold is the home
.
Sería fastidioso elaborar la lista de fallos y contradicciones que fueron poniéndose de manifiesto en el proyecto de Bartlebooth. Si, para acabar, como veremos ya muy pronto, el programa que se había fijado sucumbió bajo el ataque resuelto de Beyssandre y bajo el de Gaspard Winckler, mucho más secreto y sutil, más bien hay que imputar su fracaso a la propia incapacidad en que se vio entonces Bartlebooth de responder a dichos ataques.
No se trata ahora de aquellos fallos menores que nunca pusieron en peligro el sistema que Bartlebooth había querido construir, aun cuando acentuaran a veces su aspecto exasperante y demasiado rígidamente tiránico. Por ejemplo, cuando decidió que pintaría quinientas acuarelas en veinte años, eligió esta cantidad porque formaba un número redondo; más hubiera valido escoger cuatrocientas ochenta, lo que habría dado dos acuarelas mensuales, o, a lo sumo, quinientas veinte, o sea una cada dos semanas. Pero para llegar exactamente a las quinientas acuarelas se vio obligado a veces a pintar dos al mes, excepto un mes en el que pintaba tres, o una cada dos semanas y cuarto aproximadamente. Eso, sumado a las contingencias de los viajes, comprometió minúsculamente el desarrollo temporal del programa: de hecho, Gaspard Winckler recibió una acuarela cada quince días aproximadamente, pues en el detalle pudieron darse variaciones de unos días y a veces hasta de unas semanas; una vez más, eso no afectaba a la organización general de la tarea que Bartlebooth se había impuesto, así como tampoco la comprometieron los pequeños retrasos que sufrió a veces en la reconstrucción de los puzzles y que hicieron que muchas veces las acuarelas, cuando fueron «borradas» en los lugares mismos en que habían sido pintadas, no lo fueran exactamente veinte años después, sino más o menos veinte años después, veinte años y algunos días después.
Si se puede hablar de un fracaso global, no fue por culpa de esos pequeños desajustes, sino porque, realmente, concretamente, Bartlebooth no consiguió llevar a cabo su intento respetando las reglas que se había impuesto: quería que el proyecto entero se encerrara sobre sí mismo, sin dejar rastro, como un mar de aceite sobre un hombre que se ahoga, quería que nada, absolutamente nada subsistiera de él, que no saliera de él más que el vacío, la blancura inmaculada de la nada, la perfección gratuita de la inutilidad, pero, si bien pintó quinientas marinas en veinte años y si bien todas aquellas marinas fueron recortadas por Winckler en puzzles de setecientas cincuenta piezas cada uno, no todos los puzzles fueron reconstruidos y no todos los puzzles reconstruidos fueron destruidos en el lugar mismo en que, veinte años atrás, habían sido pintadas las acuarelas.
Es difícil decir si el proyecto era realizable, si se podía llevar a cabo su realización sin hacer que se viniera abajo tarde o temprano con el peso de sus contradicciones internas o por efecto del simple desgaste de sus elementos constitutivos. Y aunque Bartlebooth no hubiese perdido la vista, quizá no hubiera podido concluir nunca aquella aventura implacable a la que había decidido dedicar su vida.
Fue en los últimos meses de mil novecientos setenta y dos cuando se dio cuenta de que se estaba quedando ciego. Había empezado unas semanas antes con jaquecas, tortícolis y trastornos visuales que hacían que, después de trabajar toda una jornada con sus puzzles, tuviera la sensación de que se le enturbiaba la vista, de que el contorno de las cosas se nimbaba con una niebla imprecisa. Al principio le bastaba con echarse unos minutos a oscuras para que se le pasase, pero pronto se agravaron los trastornos, se hicieron más frecuentes y más intensos y hasta en la penumbra le parecía que los objetos se desdoblaban, como si hubiera estado perpetuamente borracho.
Los médicos a quienes consultó le diagnosticaron una doble catarata de la que lo operaron con éxito. Le pusieron unos gruesos cristales de contacto y le prohibieron, naturalmente, que se cansara la vista. Para ellos eso quería decir: leer sólo los grandes titulares de los periódicos, no conducir de noche, no ver demasiado tiempo la televisión. Ni les pasó por las mientes que Bartlebooth pudiera pensar un solo instante en empezar un puzzle. Pero al cabo de un mes, se sentó de nuevo a la mesa y se dispuso a recuperar el tiempo perdido.
Los trastornos se reprodujeron muy pronto. Esta vez, Bartlebooth creía ver una mosca que revoloteaba sin cesar en algún sitio junto a su ojo izquierdo y se sorprendía a cada momento queriendo levantar la mano para espantársela. Luego empezó a disminuir su campo visual para no ser al fin más que una estrecha ranura que dejaba pasar una luz glauca, como una puerta entreabierta en la oscuridad.
Los médicos a los que llamó movieron negativamente la cabeza. Unos hablaron de amaurosis, otros de retina pigmentaria. Tanto en uno como en otro caso ya no podían hacer nada y la evolución hacia la ceguera era inexorable.
Hacía dieciocho años que Bartlebooth cogía en sus manos las pequeñas piezas de los puzzles y el tacto tenía para él un papel casi tan grande como la vista. Se dio cuenta con una especie de embriaguez de que podría continuar su trabajo: sería como si desde entonces estuviera obligado a reconstruir acuarelas incoloras. De hecho, en aquella época aún llegaba a diferenciar las formas. Cuando, a principios de 1975, empezó a no percibir ya sino unos resplandores impalpables que temblaban en unas lejanías movedizas, decidió recurrir a la ayuda de otro que reuniera junto con él las piezas del puzzle iniciado según sus colores dominantes, sus matices y sus formas. Winckler había muerto y de todos modos seguramente se habría negado, Smautf y Valène eran demasiado viejos y las pruebas que hizo con Kléber y con Hélène no lo satisficieron. Por último se dirigió a Véronique Altamont porque se había enterado por Smautf, que lo sabía por la señora Nochère, de que estudiaba acuarela y era aficionada a hacer puzzles. Desde entonces, casi todos los días, pasa la joven una hora o dos con el viejo inglés y le hace tocar uno por uno los trozos de madera describiéndole con su vocecita sus imperceptibles variaciones de colores.