Media hora más tarde, entró en la habitación de su hotel.
Una vez se sintió a salvo, abrió la caja de metal, que no tenía cerradura alguna, y descubrió en su interior medio centenar de folios amarillentos sobre los cuales alguien había escrito con pluma un texto cuyo título, a pesar de su desconocimiento del francés, la hizo estremecer:
Vers l’immortalité et l’éternelle jeunesse
.
—Hacia la inmortalidad y la eterna juventud. —La voz de Estrela era apenas un susurro empapado por la emoción. En el último de los folios estaba la firma de su autor: Jules Verne—. De manera que era cierto…
Lo era. Al menos, era cierta una parte de la historia de Matías Novoa, la que afirmaba que Verne había enterrado bajo una losa del patio de su casa una obra inédita. El problema era que Estrela no dominaba el francés, lo que impedía que pudiera leer aquellos papeles y saber si, en efecto, hablaban de la relación del escritor con una orden de iniciados y, eso era lo más importante para ella, sobre el secreto de la inmortalidad.
—¡Ay, Bieito! —se lamentó la joven—. Si estuvieras aquí…
Contempló desolada su botín desparramado sobre la cama: la caja de metal, los viejos papeles que un día Verne tuvo entre sus manos… Luego sus ojos tropezaron con el espejo de la habitación y vio su reflejo en él: los ojos azules, el piercing en la nariz, un único pendiente en la oreja derecha, las rastas rubias cayendo sobre sus hombros. Se vio atractiva, y sin poder evitarlo Bieito regresó a su mente, y esta vez no en calidad de intérprete añorado. Se sintió sola.
Fue entonces cuando tuvo una idea que le pareció brillante. Se levantó y buscó su teléfono móvil en un bolsillo interior del chaquetón.
Alrededor de las cuatro de la tarde, Estrela salió del hotel dispuesta a rendir visita a la tumba de Julio Verne. Necesitaba ver aquel mausoleo. Si no podía traducir el manuscrito que había descubierto, al menos podría comprobar si cuanto le había dicho Novoa sobre aquella tumba era cierto.
La lluvia, que había caído sin tregua desde que regresó al hotel, cesó poco después de que ella entrara en el cementerio de La Madeleine. Se adentró por el sendero que indicaba el lugar donde estaba la tumba del escritor y no tardó en descubrirla. Debía ser, se dijo, la más bella de todas las tumbas de aquel camposanto repleto de árboles y panteones góticos. Allí estaba el hombre de mármol blanco escapando del reino de los muertos, tal y como Novoa le había descrito. Allí, los guiños esotéricos en la decoración, y el número exacto de caracteres en el epitafio para, reducidos tras su suma a un único dígito, arrojar el número 7. Siete árboles. Setenta y siete años de vida.
—XKZ —murmuró Estrela.
Minutos después, abandonó el cementerio. Al llegar al lugar donde había aparcado su coche, le llamó la atención la llegada de un Volkswagen Golf de color rojo con matrícula española. Inconscientemente, Estrela se hundió en el asiento y observó al hombre rubio y con gafas y a la esbelta mujer que calzaba unos impresionantes zapatos de tacón. Los dos recién llegados le resultaron vagamente familiares, y se sintió en peligro.
Con cautela, puso en marcha el coche y se alejó.
Todo aquello había sucedido el día anterior, y sin embargo parecía que había transcurrido ya un siglo. Era hora de marcharse. Cumpliría la promesa que había hecho a Bieito de devolverle el coche prestado en cuatro días, y además no sabía cuánto tiempo tenía aún por delante su abuelo.
Pero, al aproximarse al hotel, Estrela no tardó en intuir que algo extraño ocurría. Primero vio los coches de la policía, y llegó a pensar que alguien había descubierto su identidad tras el robo en el museo y la habían localizado. Estuvo a punto de dar media vuelta, pero no podía dejar el manuscrito en el hotel. Lamentó su torpeza por no haberlo llevado con ella en el coche.
Y entonces fue cuando vio el fuego.
¡Fuego!
Había bomberos. La calle estaba cortada. Se apeó del coche y caminó unos pasos, hasta que un gendarme la hizo ver que estaba prohibido pasar. Ella trató de explicarle que aquel era su hotel. Pero el policía sacudió la cabeza. El hotel estaba ardiendo por los cuatros costados.
¡El manuscrito!
Fue entonces cuando sintió que alguien la cogía por el brazo.
S
eñorita, no tema. No pretendemos hacerle ningún daño —dijo Capellán sin soltar el brazo de Estrela. La muchacha, no obstante, se zafó de aquella mano desconocida y clavó su mirada azul en la pareja. Eran los mismos que había visto la tarde anterior en el cementerio. Instintivamente, trató de huir, pero el hombre volvió a cogerla por el brazo.
—Tranquilízate —intervino Alexia empleando a propósito el tuteo. Pretendía resultar cálida y próxima—. No tenemos intención de denunciarte ante las autoridades por el robo que llevaste a cabo ayer en la casa de Verne. —Deslizó la frase sin que se advirtiera en ella tono alguno de amenaza, pero aguardó el resultado que tendría en la joven de las rastas rubias aquella exhibición de información.
—¿Cómo saben que…?
—Conocemos la historia de don Rodrigo, o Matías Novoa, como prefieras —atajó Capellán—. Ya sabes, el relato de Gaston Verne, la carta del escritor a Mario Turiello, la sociedad de La Niebla y la obra inédita que ocultó bajo una losa del patio de su casa. Lo que no sabíamos hasta hace un rato era que ayer habías encontrado ya el manuscrito.
Estrela guardó silencio. Matías Novoa le había hablado de los peligros que suponía conocer aquella información. De pronto, recordó dónde había visto a aquella pareja. Sucedió el día en que el excéntrico millonario se confió a ella. Aquella mujer alta y su acompañante llegaron al geriátrico en aquel momento. Ella misma los vio atravesar el jardín en dirección al centro. De manera que dedujo que existía una relación entre el temor a ser descubierto de Matías Novoa y la irrupción en escena de aquellos dos desconocidos.
—Me llamo Miguel Capellán, soy periodista. Y ella es Alexia. Su padre fue asesinado por culpa del legado de Verne —dijo Miguel—. Gerardo García Ávalos fue un escritor a quien Novoa confió la carta de Gaston.
Estrela recordó que Matías Novoa le había contado algo similar. Le habló de un hombre a quien había elegido para dar a conocer aquella historia. Novoa le había dicho que a aquel escritor lo mataron los hombres sin rostro. Entonces, estudió con interés a la mujer que tenía ante sí.
—Debes creernos —insistió Capellán. También tuteó a la muchacha—. ¿Tienes el manuscrito?
Estrela negó con la cabeza.
—Sabemos que lo cogiste ayer.
—Sí, lo hice —admitió Estrela—, pero no lo tengo.
—¿Dónde está?
La muchacha miró hacia el hotel en llamas.
—Lo había dejado en mi habitación. Salí a comprar provisiones y regresaba ahora a buscar mis cosas. Me iba ya para casa.
Capellán cerró los ojos y maldijo en silencio.
—Tal vez pueda hacer algo aún —dijo, y echó a andar en dirección al edificio en llamas.
—¿Qué haces, Miguel? ¿Estás loco? —le recriminó Alexia—. ¿Quieres morir por buscar el final de tu maldita historia?
Miguel no respondió. Dio la espalda a las dos mujeres, y trató de sortear la vigilancia de la policía. Pero su intento resultó abortado de inmediato. Un gendarme lo detuvo y lo obligó a regresar a la zona de seguridad que delimitaban unas cintas de plástico. El incendio había alcanzado tal magnitud que el hotel era ya irreconocible.
Capellán reparó entonces en una mujer gruesa que lloraba desconsoladamente. La reconoció de inmediato: era la recepcionista del hotel.
—Intenta hablar con ella —dijo a Alexia. Tenía una intuición, un mal presagio.
Alexia intercambió con la desconsolada recepcionista unas palabras de ánimo. A continuación, siguiendo las instrucciones de Capellán, intentó averiguar las circunstancias en las que se había producido el incendio. La recepcionista, entre hipos y mocos, logró hilvanar unas cuantas frases que, minutos después, Alexia tradujo.
—Ocurrió de pronto —dijo—. Hubo una explosión y el piso superior empezó a arder.
—¿De pronto?
—Sí. —Alexia miró a Capellán antes de añadir—: Asegura que instantes antes había llegado un nuevo huésped. El hombre subió a su habitación, y poco después se escuchó la explosión.
Miguel miró a Alexia. Ella pareció entender la expresión del rostro del periodista.
—Era un hombre que vestía un abrigo oscuro y llevaba un sombrero negro.
—¿Y dónde está? —dijo Miguel a la recepcionista. La mujer lo miró con los ojos muy abiertos. El llanto arreció—. ¿Dónde está ese hombre?
—Es el único huésped que no salió del hotel —explicó Alexia—. La recepcionista asegura que todo el personal y los clientes están a salvo, pero del hombre del sombrero no hay ni rastro.
Capellán se quitó las gafas y se frotó los ojos. Era la viva imagen de la desesperación. A continuación, se volvió hacia Estrela.
—¿Leíste el manuscrito? ¿Qué decía?
—Lo siento —se disculpó la joven—. No sé francés. Lo único que entendí fue el título. Era el mismo que el señor Novoa me había dicho:
Vers l’immortalité et l’éternelle jeunesse
. Y la firma de Julio Verne.
—¿Quieres decirme que no sabes lo que ponía?
Estrela negó con la cabeza.
Miguel murmuró maldiciones mientras su mirada se perdía entre las pavorosas llamas que consumían el hotel Kyriad Nord.
—Todo está perdido —masculló.
Antes de partir, compartieron con Estrela un café en uno de los centros comerciales de la zona. Habían perdido su ropa y sus enseres, pero nada de eso importaba. Capellán escuchó con expresión ausente a aquella joven, que les habló de su abuelo Xoan y de su grave enfermedad. Reconoció que en cualquier otro momento de su vida no hubiera tomado en serio el relato de Matías Novoa, pero al saber que lo habían asesinado, algo que él temía que ocurriera, pensó que tal vez el resto de la historia fuera cierta. Además, confesó, tenía la esperanza de poder salvar a su abuelo. El descubrimiento del manuscrito bajo aquella losa había sido lo más extraordinario que le había sucedido en toda su vida, aseguró.
—Pero ahora no tenemos nada. Nada —se lamentó Capellán. La historia se escurría entre sus dedos. En aquel maldito incendio se consumían todas sus esperanzas de regresar al éxito. En el silencio de la cafetería le pareció escuchar la risa de Laura y del cabrón de su padre.
Miguel condujo en silencio durante horas. Alexia lo miraba por el rabillo del ojo sin atreverse siquiera a preguntar si deseaba que lo relevara al volante. Por mucho que se esforzara, nunca lograría sentir la rabia que en aquellos momentos devoraba el alma de Capellán.
Aquella historia era tan extraordinaria como increíble. Lo que la hubiera convertido en un bombazo habría sido la publicación de un anexo con parte del documento manuscrito de Verne, aunque Miguel no sabía bien qué repercusiones legales habría podido tener esa decisión. En todo caso, la polémica no habría hecho sino incrementar las ventas del libro.
No volvieron a ver a Estrela. La joven artista anunció que regresaba a Galicia. Quería estar junto a su abuelo, explicó.
—Esa chica, Estrela, ¿nos habrá dicho la verdad? —preguntó Capellán minutos después mientras conducía—. ¿Crees que el manuscrito se quemó en aquel incendio?
—Solo podemos fiarnos de su palabra.
—Aquel tipo, el huésped del sombrero, debía de ser uno de ellos —dijo Capellán—. Fue él quien provocó el incendio. Estoy seguro.
—Si lo hizo, sería porque quería hacer desaparecer el manuscrito. Y eso significa que sabía con seguridad que estaba en la habitación de Estrela. Lo que quiere decir que la muchacha dice la verdad.
—¿Y qué fue de él? ¿Dónde se metió?
Alexia ocupó el asiento del conductor en las tres horas siguientes. Miguel seguía rumiando su derrota y hablaba para sí. Alexia no lo interrumpió hasta que, a unos kilómetros de la frontera con España, un nombre escapó de los labios de Capellán.
—Caviedes —dijo Miguel—. Me cago en todos los putos Ciros Caviedes del mundo. Con esta historia podía haber puesto en su sitio a todos esos petimetres de la ortodoxia.
—¿Qué has dicho? —preguntó Alexia. Sus palabras sonaron con una inesperada dureza.
Miguel la miró aturdido.
—¿A qué te refieres?
—Has dicho Ciro Caviedes. ¿De qué lo conoces?
—¿Cómo que de qué lo conozco? No es nadie. Es un personaje de ficción.
—¿De ficción? ¡Ciro fue mi novio! —exclamó Alexia.
—¿Tu novio?
El carril de acceso a un área de servicio permitió a Alexia hacer un giro brusco a la derecha. Una vez fuera de la autopista, frenó bruscamente.
—Dime de una puñetera vez dónde has oído ese nombre.
Miguel cogió aire. Ya daba todo lo mismo, pensó. Probablemente, cuando finalizara aquel viaje nunca más volvería a ver a Alexia, y, en cuanto a la novela, la pérdida del último Verne lo había dejado sin final.
—Está bien —dijo—. Robé en casa de tu padre una novela que él estaba escribiendo aprovechando la información que don Rodrigo, Nemo, le había hecho llegar.
Los ojos de Alexia echaban fuego. La mirada de la
Bacall
acobardó a Capellán.
—¡Eres un hijo de puta! ¿Robaste a mi padre?
Miguel trató de explicarse. Le habló de la conversación telefónica que mantuvo con Ávalos la noche en que el viejo maestro de escuela murió. Relató el episodio de las pisadas en la casa y cómo poco después escuchó un ruido al que siguió un espeso silencio. Confesó que condujo hasta Cuenca y que encontró el cadáver de Ávalos al pie de la escalera.
—¿Y lo único que se te ocurrió fue robar una puta novela?
Miguel se sintió enrojecer por primera vez en toda su vida.
—No podía hacer nada por él —intentó defenderse.
—Fuiste tú quien puso patas arriba la casa buscando esa novela, ¿no es así?
—Te juro que no fui yo —respondió Capellán arrastrando las palabras—. Alguien había entrado allí. Buscaban la carta de Gaston, estoy seguro.
—¿Y Ciro? ¿Qué tienes que ver tú con Ciro?
—Pero si no tengo ni idea de lo que me hablas —confesó Capellán cada vez más desorientado—. Ciro Caviedes es un personaje de la novela de tu padre. Representa la ortodoxia. Es el tipo sensato, racional, que se burla de quienes, como yo o como tu padre, andamos tras la pista del misterio.
—Ciro Caviedes fue mi novio —insistió Alexia en un tono frío como el hielo—. Mi padre y él discutieron hace muchos años sobre el maldito Julio Verne. Primero, en las páginas de una revista. Ninguno de los dos se conocía, y cruzaron artículos en los que cada uno se burlaba de las posiciones del otro. Después, se conocieron gracias a mí. Ciro y yo rompimos nuestra relación en parte por culpa de mi padre.