La tumba de Verne (41 page)

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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: La tumba de Verne
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Alexia estaba perpleja, tanto como le sucedió a Miguel cuando leyó aquella entrevista una vez se hubo alejado lo suficiente del geriátrico.

De manera que don Rodrigo era, en realidad, un empresario hostelero de éxito llamado Matías Novoa. Y en la familia Novoa se había transmitido a lo largo de los años una leyenda que decía que un antepasado suyo había visto a Verne charlar en una playa de Vigo con el mismísimo capitán Nemo. Miguel recordó sin dificultad el pasaje de la carta de Gaston en el que se mencionaba precisamente una conversación de Verne con Nemo en una cala próxima a Vigo. ¡Aquello era extraordinario!

Aquella hoja de periódico amarillenta y con palabras semiborradas completaba buena parte del rompecabezas. Miguel sabía ahora cómo y quién descubrió la carta de Gaston. Presumió que Novoa era Nemo, el misterioso confidente de Ávalos. En la entrevista Novoa mencionaba igualmente la carta de Verne a Turiello, y se insistía en la importancia de
El testamento de un excéntrico
en la resolución del enigma que conducía al último Verne.

—Fíjate. —Capellán mostró a Alexia la edición francesa de aquella novela que había robado en la habitación secreta—. Está subrayada y llena de anotaciones.

Alexia contempló el libro, cuyas páginas, en efecto, estaban repletas de notas al margen.

—Tenemos que ir a Nantes —dijo Miguel.

—¿A Nantes? ¿A qué?

—¿No lo ves? Rodrigo, quiero decir Novoa, asegura en esa entrevista que el manuscrito de marras está escondido donde Verne nace.

—¿Bajo una piedra? —Alexia lo miró estupefacta.

—Eso parece.

—¿Me vas a decir que piensas ir a Nantes por lo que pone en una hoja de periódico? ¿Y si ese hombre, Novoa, se hizo con el manuscrito y era eso precisamente lo que buscaba quien lo asesinó? Lo más lógico sería pensar que, puesto que sabía dónde estaba ese texto, se hubiera hecho con él hace tiempo.

—¿Y por qué entonces envió a tu padre la carta de Gaston por entregas? ¿Por qué no le dio directamente el manuscrito?

—Tal vez era lo que pensaba hacer cuando lo citó en La Isla —observó Alexia.

—Tal vez —admitió Miguel—. O tal vez pensaba darle la última clave sobre cómo encontrar esos papeles.

—Dirás lo que quieras —replicó Alexia—, pero resulta más razonable pensar que Novoa tenía en su poder lo que quiera que escribió Verne.

—O no —repuso Miguel—. Imagina que descubres el escondite de algo tan extraordinario y, al parecer, peligroso. Sabes que hay quien mataría por arrebatártelo, y entonces decides que tu mejor protección es dejarlo allí donde durante tanto tiempo nadie lo encontró.

—Pues si esa fue la estrategia de Novoa, deberás reconocer que no resultó muy acertada. Lo asesinaron, igual que a mi padre.

Capellán guardó silencio. Alexia tenía razón. No había ningún motivo para pensar que el legado de Verne permaneciera allí donde el escritor lo escondió.

—Además, Nantes es una ciudad grande, ¿cómo pretendes encontrar lo que buscas sin la más mínima pista?

—Verne pudo ocultar el texto en su casa natal —respondió Miguel.

—¿Su casa natal? ¡Vete tú a saber los cambios que habrá conocido!

—Quiero pensar que Verne no era un idiota. Si pretendía esconder algo valioso tendría en cuenta que la ciudad mudaría de aspecto.

—Es una locura.

—Una locura por la que asesinaron a tu padre y a Novoa —recordó Miguel con aspereza—. Por lo que se ve, hay alguien por ahí a quien no le parece una estupidez imaginar que Verne ocultó un manuscrito bajo una piedra.

Alexia acusó el golpe y guardó silencio. Miguel se disponía a marcharse cuando ella preguntó:

—¿Qué me dices de ese policía? ¿Y si te llama para interrogarte?

—Volveré. Él no me ha dicho que no pudiera salir del país, ¿no? Además, no pierdo nada por ir a Nantes, echar un vistazo y volver, ¿no crees?

—Hablas en serio, ¿verdad? —Alexia lo miró y por un momento creyó advertir en Miguel la misma expresión aniñada de su padre cuando hablaba de sus investigaciones. Le pareció un loco, pero, aunque le molestó reconocerlo, había algo seductor en aquella locura—. De manera que te vas a ir a Nantes a buscar una piedra.

—Un viaje extraordinario —dijo Miguel regalando a la
Bacall
una sonrisa—. El último viaje extraordinario por Julio Verne.

15

Nantes (Francia), diciembre de 2011

A
lexia abrió los ojos. Una esquirla de luz se filtraba entre las cortinas. ¿Dónde estaba? Se sentía terriblemente cansada y le costó convencer a su cuerpo para que se moviera. Finalmente, se levantó de aquella cama que desconocía y corrió de un tirón las cortinas. Ante ella apareció una calle cenicienta y fría. La vida, no obstante, bullía allá abajo: el sonido de los automóviles, el paso apresurado de algunos peatones… Frente a su ventana había un edificio de piedra de color gris. Alexia se entretuvo en contar los pisos. En total, cuatro alturas, además de un bajo comercial donde la abogada descubrió un enorme salón de belleza y peluquería. También vio las terrazas vacías y tristes de un restaurante oriental y otro italiano.

Enfocó la mirada y se concentró en la placa de la esquina del edificio: calle Santeuil. Luego, su atención resultó atrapada por un enorme letrero luminoso cuyas letras estaban ancladas en el mismo edificio desde el cual ella contemplaba la calle: Grand Hôtel.

¡Nantes!

Como si la niebla que envolvía hasta ese instante su mente se hubiera disipado de pronto, los recuerdos del día anterior emergieron nítidos, repletos de color y salpicados de detalles.

—¡Dios mío! —murmuró la abogada.

Alexia se dejó caer sobre la cama y recorrió la habitación con la mirada. Había dos camas, pero la otra estaba intacta. Recordó que
Tapioca
había ocupado la habitación contigua. Las paredes estaban pintadas de color ocre, el cabecero de la cama era sencillo y de madera. Un edredón de color azul surcado por cinco rayas rojas cubría la cama. Había dos lámparas a ambos lados del cabecero, y a su derecha estaba la ventana que ofrecía la imagen del inicio de la vida de aquella mañana de diciembre.

Frente a ella, sobre una cómoda, había un espejo. Alexia se vio sorprendida por la mirada de una mujer que había dormido con un tanga negro como única ropa y que la contemplaba desde aquel espejo con los pechos desnudos. El hecho de haberse convertido en una cuarentona no la preocupaba lo más mínimo. Estaba segura de que muchas jóvenes pagarían por tener unos pechos como los suyos cuando llegaran a esa edad. Los enormes ojos verdes semiocultos tras aquellas largas pestañas aparecían adormilados, y el cabello corto estaba revuelto. Las arrugas, a aquella hora, se mostraban con más insolencia.

—¿Cómo he podido dejarme convencer? —se preguntó.

Alexia García, abogada de éxito, mujer a quien no temblaba el pulso ni siquiera ante los casos más difíciles y que había logrado mantener su independencia con uñas y dientes ante el puñado de hombres con quienes había tenido contacto físico a lo largo de su vida, se había dejado envolver por un periodista fantasioso para buscar nada menos que un manuscrito desconocido de Julio Verne.

¿Cómo había aceptado viajar en compañía de
Tapioca
hasta Nantes?

Miguel Capellán había conducido sin desmayo desde Vigo hasta aquella ciudad del oeste de Francia que dormitaba a la vera del río Loira desde prácticamente el inicio de la historia.

—¡Donde Verne nace! —repetía Miguel periódicamente, como para darse ánimos, mientras devoraban kilómetros de autopista por las tierras de Aquitania.

Atravesaron veloces Las Landas, dejaron a sus espaldas Burdeos, Saints y Niort. Y para cuando llegaron a Nantes, la antigua puerta de Bretaña ahora convertida en referencia del valle del Loira, ambos estaban exhaustos. El frío y la noche cabalgaban a sus anchas por las calles donde Verne nació.

Alexia, la mujer pragmática que siempre fue crítica con el modo de vida de su padre, eterno buscador de sombras y tesoros, había ocupado dócilmente el asiento del copiloto del viejo Golf de Capellán. Pero lo más extraordinario no era eso. Lo inexplicable era que, durante muchos más minutos de los previsibles, una poderosa excitación se había adueñado de ella. Aquella fuerza irresistible había hecho emerger desde su interior un álter ego que desconocía. Se trataba de la misma mujer que ahora la contemplaba desde el espejo. Era casi igual a la propia Alexia, pero resultaba diferente.

A pesar de que había puesto todo tipo de objeciones al insensato Capellán a propósito de aquel viaje a Nantes, ella misma se había dejado embrujar y ahora estaba allí, en la habitación de aquel hotel.

Aquella mujer que tanto se parecía a Alexia y que la contemplaba desde el espejo era la misma que el día anterior había caminado incansablemente por Nantes buscando las huellas de Julio Verne. En su fuero interno sabía que aquella empresa era absurda. ¿Cómo iban a encontrar el último Verne bajo una piedra cuya descripción desconocían?

Mientras Alexia contemplaba a su álter ego en aquel espejo los recuerdos se fueron abriendo paso en su mente. Era la segunda mañana que despertaba en aquella habitación. Hacía ya dos días que estaban en la ciudad, adonde llegaron de madrugada tras el agotador viaje.

Alcanzar el hotel en el cual Miguel había reservado habitación fue toda una odisea. El llamado Grand Hôtel de Nantes no tenía aparcamiento, y para localizar uno público debieron dar mil vueltas por el viejo casco antiguo, infestado de obras y calles que prohibían el paso. Finalmente, cerca del Teatro Graslin, encontraron un parking público. Unos trescientos metros los separaban del hotel.

A pesar del cansancio, la mañana anterior Miguel la despertó a primera hora. Estaba ansioso por comenzar su búsqueda y, tras un agradable desayuno en un pequeño salón del hotel decorado con cuadros que representaban vacas interpretadas con un estilo que mezclaba lo naíf con el cubismo, salieron a las frías calles en busca del último Verne.

Por alguna razón que Alexia desconocía, Miguel estaba de un humor excelente. Nada podría evitar que descubriera el manuscrito. Lo único que debían hacer era localizar una piedra bajo la cual el novelista había ocultado su misterioso legado.

¡Cómo era posible semejante ingenuidad! ¡Una piedra!

Sin embargo, cuando salieron a enfrentarse con la ciudad, la insultante confianza de Miguel la llegó a contagiar. En la entrevista que Matías Novoa había concedido a aquel periodista se decía que Verne había ocultado el manuscrito de
Hacia la inmortalidad y la eterna juventud
donde nació. De manera que lo más razonable era ir directamente a la casa natal del escritor. Una vez en ella, escuchó decir a Capellán, encontrarían alguna pista.

—Verne habrá dejado alguna marca, alguna señal, digo yo —comentó Miguel.

Ella lo miró de reojo. Su padre habría dicho algo parecido si hubiera estado allí.

Al doblar la esquina de la calle Santeuil, donde estaba su hotel, se encontraron ante una inesperada sorpresa. Habían ido a dar a la calle Jean-Jacques Rousseau, y Miguel señaló una enorme puerta verdosa de madera. Sobre la misma, aparecía el número 6.

—Verne residió aquí —dijo Miguel—. Vivió con su familia en tres casas durante su infancia. Aquí se trasladaron después de que nacieran sus dos hermanas. Vamos. —Miguel corrió al ver que un hombre salía del edificio.

—Lo más lógico es ir a la casa donde nació, ¿no crees? —comentó Alexia.

—Bueno, pero no perdemos nada por echar un vistazo, ¿no?

—Entra tú —dijo Alexia.

Miguel dudó apenas un instante. Tras franquear la puerta verde, se adentró por un pasaje que desembocaba en un patio interior. A la izquierda, antes de llegar al patio, había una puerta que conducía a los pisos superiores. Desde la calle, Alexia lo vio entrar por aquella puerta. Anclada en la acera, aguardó a que Miguel regresara.

Sola en mitad de aquella ciudad desconocida, se entretuvo contemplando el fluir de la vida. Una placa sobre la pared del edificio le recordó cuál era su misión:
Jules Verne, romancier, précurseur, a habité cette maison
[108]
.

Minutos después, Capellán regresó.

—No he encontrado nada —confesó—. No sabemos cuánto ha podido cambiar el edificio. Pero quiero creer que Verne imaginó que esos cambios podían ocurrir, de manera que escondería el manuscrito en un sitio que estuviera a salvo de los vaivenes de la historia. —Miró a Alexia y sonrió—. De todos modos, no fue aquí donde nació. Vamos a la calle Olivier de Clisson, que está ahí cerca, según el plano. —Miguel llevaba en la mano una guía de la ciudad.

El tráfico, los tranvías, el ritmo de la vida era el propio del siglo
XXI
. Verne ya no estaba en Nantes, aunque Nantes lo recordara con placas y monumentos. El prolífico escritor había nacido allí mismo, a un paso del parque por el que caminaban Alexia y Miguel, pero la isla de Feydeau, como se llamaba entonces a aquella zona de la ciudad en medio del río Loira, ya no era el lugar en el que Julio y su hermano Paul jugaban a marinos y exploradores.

Sorteando el tráfico, Alexia y Miguel llegaron al número 4 de la calle Olivier de Clisson, donde les aguardaba la segunda decepción de la mañana. El edificio donde el primogénito de Pierre Verne y Sophie Allotte vino al mundo el día 8 de febrero de 1828 seguía en pie. Una puerta de color verdoso, muy parecida a la que habían visto minutos antes, se ofrecía ante ellos coronada por el número 4 y por una nueva placa donde se recordaba la efeméride. En esta ocasión, la placa incluía el perfil del rostro del novelista.

Miguel exploró cada piedra de la fachada, y después se ganó la confianza de un inquilino del inmueble para acceder al interior. No obstante, sus pesquisas no dieron el menor resultado.

—No lo entiendo —confesó a Alexia minutos más tarde—. Debería haber alguna pista, algún indicio.

Ella miró al periodista sin saber qué decir. De pronto, le pareció estar contemplando una caricatura de su propio padre. En sus investigaciones, siempre había una última pista que nunca se encontraba. El horizonte siempre estaba más y más lejos. Jamás descubría el paradero del Santo Grial.

—Cuando nació Paul, el hermano de Julio, la familia se mudó allí. —Miguel señaló un edificio al otro lado de la calle. Los cables del tendido eléctrico empleado por el tranvía abrían en el cielo una brecha entre los siglos, y entre Verne y Capellán.

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