—Pues se ve que él utilizó a ese tal Ciro como inspiración —comentó Miguel.
Alexia se apeó del coche y, con un gesto, hizo que Capellán se pusiera al volante.
—Cuando lleguemos a Bilbao, llévame al aeropuerto.
—Pero ¿no quieres salir de dudas? ¿No me acompañas a Vigo para ver qué pasó con Novoa?
Alexia no respondió.
Capellán detuvo el coche en el aeropuerto bilbaíno a media tarde. ¿Y si no encontraba ningún vuelo hacia Madrid?, preguntó a Alexia. ¿Qué haría entonces?
—Mejor estar sola que con un cabrón mentiroso como tú —replicó la
Bacall
—. Yo tenía razón. —Miró al periodista como si estuviera ante una rata que olisquea entre la basura—. Mi padre era infinitamente mejor que tú. Tú eres un indeseable. Él era solo un ingenuo que pretendía llegar a la línea del horizonte. —En sus labios se dibujó una sonrisa amarga—. Vuestros enigmas no son más que sueños, pistas que conducen a ninguna parte. Lo que os sucede es que el mundo real no os gusta, y pretendéis construir uno ficticio repleto de leyendas y griales.
—¿Cómo puedes decir eso después de todo lo que has visto?
—¿Qué he visto? ¿Un hombre con un sombrero negro con quien nunca hemos podido hablar para saber quién es? ¿La historia de un viejo que vive en un asilo y que resulta ser un millonario excéntrico? ¿Quién te dice que no se ha inventado todo?
—Un excéntrico al que asesinaron —recordó Miguel—. Lo mismo que a tu padre.
Ella guardó silencio, y Miguel añadió:
—¿Y la losa del patio de la casa de Verne? ¿No viste las letras XKZ grabadas?
—Sí —reconoció Alexia—. Pero la única persona que dice que debajo de esa piedra había una caja de metal con unos papeles es esa joven saltimbanqui que, además, ha reconocido que no sabe qué había escrito en ellos. ¿Quién puede asegurar que hablaban sobre la inmortalidad?
—Siento haberte ocultado lo de la novela de tu padre. Yo…
—¡Vete al infierno!
Capellán la vio caminar hacia la terminal del aeropuerto. Iba erguida, como siempre, con sus enormes tacones que ampliaban aún más la diferencia de estatura que había entre ella y la mayoría de los hombres. Era una mujer increíble, pensó. Pero estaba seguro de que Alexia, al contrario que Lauren Bacall en aquella película, jamás silbaría para que él acudiera a su lado.
U
na hora después de haberse separado de Alexia, el teléfono móvil de Miguel lo sacó de sus cavilaciones. El número era desconocido, pero aun así detuvo el vehículo en el arcén y respondió.
—¿Sí?
—¿Dónde cojones ha estado usted metido? ¡Le he llamado media docena de veces entre ayer y hoy! ¡Le dije que le quería localizable!
Miguel reconoció sin dificultad la voz del inspector Ríos. Entornó los ojos y, tras el chaparrón, se dispuso a defenderse.
—He tenido el teléfono sin batería —mintió.
—¿Dónde está? Quiero que me aclare algunas cosas.
—¿Mañana a primera hora en la comisaría? ¿Le parece bien?
El policía gruñó antes de aceptar.
Capellán imaginaba que aquel momento llegaría. Ya había pensado que si Ríos no era imbécil, y no lo parecía, haría bien su trabajo y entonces volvería a poner sus ojos sobre él. Lo mejor sería, decidió, decir la verdad… a medias.
El inspector Eugenio Ríos era un tipo rocoso, con callos en el alma a causa de una larga trayectoria profesional en la que se había encontrado de todo y con todo tipo de fauna humana. Cuando Miguel se sentó frente a él, al otro lado de la mesa desordenada que el policía ocupaba, Ríos lo observó con atención antes de decir una sola palabra. Miguel soportó el escrutinio lo mejor que pudo.
—Miguel Capellán, periodista, divorciado, con una hija, con problemas para pasar la pensión a su ex, que se llama Laura. Vive en un pisito en Arganda del Rey y tiene la costumbre últimamente de aparecer en los escenarios de algunos crímenes. —Ríos miraba un folio tras haberse puesto unas gafas. A continuación, observó por encima de ellas a Capellán.
—Ha dado en el clavo en todo —respondió Miguel sin inmutarse.
—Me empieza usted a tocar los cojones —anunció el inspector—. No me gustan los listillos, y menos los que pueden ir a parar a chirona por su implicación en asesinatos.
—Yo no he matado a nadie —se defendió Miguel.
—Eso ya lo veré yo —replicó Ríos—. De momento, me va a contar lo que sabe de la muerte del maestro de escuela jubilado llamado Gerardo García Ávalos, de quien usted mismo me dijo que era amigo y por cuyo crimen usted prestó declaración en Cuenca hace unas semanas. Y, luego, nos vamos a entretener un rato en saber qué pintaba en ese geriátrico. Me vendría bien que me aclarara a qué padre pensaba usted ingresar allí, según me han informado en el centro, pues tengo entendido que al suyo lo enterraron hace unos años.
Miguel había preparado una historia para cuando llegara aquel momento. Se trataba de una versión bastante ajustada a la verdad, aunque en ella se omitía cualquier mención a Julio Verne y al manuscrito inédito que el novelista ocultó. Y, salvo que se lo preguntara el policía, no diría una sola palabra de su viaje a Amiens. Tenía pensado igualmente dejar al margen de todo a Alexia.
Conocía a Ávalos desde hacía años, confesó. Resumió al inspector la relación profesional y de amistad que lo unía al difunto maestro de escuela, y también mencionó la recepción por parte de Ávalos de unas misteriosas cartas remitidas por alguien que firmaba bajo el seudónimo de Nemo. Mintió, no obstante, al decir que desconocía el contenido de aquella correspondencia, pero añadió el dato de que Ávalos parecía inquieto, incluso temeroso, desde que había comenzado a recibirla.
—Y eso ¿usted cómo lo sabe? —lo interrumpió Ríos.
—No era difícil sacar esa conclusión. Si hubiera conocido a Ávalos, me entendería. Él era un hombre muy tranquilo, pero aquellos días no parecía el mismo.
En la última de aquellas misivas, explicó, el desconocido remitente citaba a Ávalos en el geriátrico de marras.
—¿Quién le dijo eso? ¿Ávalos?
—Sí, fue lo único que me dijo sobre aquella correspondencia. —Miguel mintió con la soltura de costumbre. No se le ocurrió otro modo de explicar su presencia en La Isla sin mencionar la carta de Gaston Verne, el folleto propagandístico del geriátrico y la alusión al mismo que se hacía en la novela que había sustraído de la casa de la víctima.
Prosiguió su relato diciendo que, un día antes de acudir a la cita, alguien asesinó a Ávalos. Miguel reconstruyó los hechos a su manera. Aquella noche, explicó, él hablaba por teléfono con el maestro cuando escuchó unos ruidos extraños y, después, un fuerte golpe.
—Como Ávalos no respondía, colgué el teléfono y fui a su casa —añadió.
Le habló al policía del cadáver de Ávalos a los pies de la escalera, del registro que alguien había efectuado de su casa, y ofreció a Ríos la posibilidad de comprobar las llamadas de teléfono que realizó con su móvil aquella noche. Se podría corroborar que, en efecto, habló con Ávalos poco antes de su muerte.
—Esté seguro de que haremos esa comprobación. Comprobaremos igualmente la hora de la muerte fijada por la autopsia, pero de Arganda del Rey a Cuenca hay poco más de una hora en coche —observó Ríos—. Usted tuvo tiempo de ir hasta allí y matarlo.
—Yo no lo maté, pero creo que las cosas no funcionan así —dijo Miguel mirando sin arrugarse al policía—. No soy yo quien tiene que demostrar que soy inocente, sino usted quien ha de probar mi culpabilidad, si es que encuentra alguna prueba que le permita llegar a esa conclusión.
—No me joda, no me joda. No me vaya de gallito. —Ríos dio un golpe en la mesa.
—No, es usted el que ya me empieza a joder a mí —respondió Capellán sin amedrentarse—. He venido aquí a contarle lo que sé, y lo he hecho porque no tengo nada que ocultar. Si fui a ese geriátrico fue en calidad de periodista. Quería averiguar quién había mandado aquellas cartas a mi difunto amigo, y por eso inventé la historia de que quería obtener plaza para mi padre que, en efecto, en realidad está muerto. Cuando estuve allí, sospeché de don Rodrigo, como se hacía llamar Novoa, porque lo sorprendí un día de pie, sin que pareciera que necesitaba su silla de ruedas. Pensé que tal vez era la persona a quien buscaba, pues parecía haberse creado un personaje tras el que se ocultaba. Me gané la confianza de Ana Otero para acercarme a él, pero eso ocurrió precisamente la tarde en que lo mataron.
—¿Y por qué cree usted que mataron al tal Ávalos y a Novoa? Según usted, parece haber una relación entre uno y otro asesinato. —Ríos parecía menos desafiante.
—No tengo ni idea. Lo podríamos saber si encontrásemos las cartas que Ávalos recibió, pero resulta que, como le dije, quien lo mató puso patas arriba su casa, y me temo que se las llevó.
—¿Sabía usted que Novoa estaba loco?
Miguel se quedó mudo. La pregunta era totalmente inesperada.
—Como se lo digo —añadió Ríos—. Como una puta cabra, según todos los informes médicos de los que disponemos.
—No lo sabía —logró decir Miguel.
—Pues ya ve usted. —El policía volvió a clavar sus ojos en los de Capellán—. Aquí nadie es lo que parece. —Hizo una pausa, y añadió—: Por su bien, espero que me haya dicho la verdad.
—¿Dónde está? —preguntó Miguel mientras se abría paso entre los residentes y sus cuidadores. Algunos de los ancianos comenzaron a gritar, mientras que otros reían entusiasmados como niños. Ana Otero iba tras él, intentando calmarlo.
—No puede entrar aquí de ese modo —dijo Otero. La secretaria se volvió hacia una de las cuidadoras, que miraba la escena estupefacta, buscando su ayuda.
Miguel no escuchaba a Otero, ni tampoco los gritos y las risas de los asilados. Su mirada estaba puesta al fondo del pasillo, donde lo aguardaba la puerta del despacho de Marino Rey. Abrió la puerta sin contemplaciones y se abalanzó al interior.
El director de La Isla parecía más delgado que de costumbre, y unas ojeras profundas delataban inquietudes y preocupaciones cuya naturaleza Capellán desconocía.
—Siéntese, por favor. —Rey se mostró tranquilo, a pesar del modo en que Capellán había irrumpido en su despacho. Señaló el mismo sillón que Miguel había ocupado días antes, cuando se presentó allí solicitando información para ingresar a su padre imaginario.
Miguel aceptó la invitación, pero no concedió a Rey ni un segundo de tregua. Durante varios minutos disfrutó dándoselas de enterado de todo, y su ego, tan canijo desde que Laura le había abandonado, se fortaleció. Habló sin desmayo de la carta de Gaston y de cómo Novoa, usando el seudónimo de Nemo, se la había enviado a Ávalos, de quien dijo ser alumno y amigo, en diferentes entregas. No omitió el dato de la muerte del maestro, y Rey se vio obligado a escuchar con pelos y señales el asunto de la leyenda familiar de los Novoa que afirmaba que un antepasado había visto al mismísimo capitán Nemo hablando con Verne en una cala próxima a Vigo. Igualmente, dijo saber que Novoa era, en realidad, quien había financiado la transformación de aquel antiguo pazo en un geriátrico para esconderse en él bajo la identidad de don Rodrigo.
Miguel se interrumpió antes de hablar del manuscrito escondido y de la posibilidad de obtener la inmortalidad. Nada dijo tampoco sobre lo sucedido en Amiens días antes.
—Como ve, sé que no le ha dicho la verdad a ese policía, a Ríos. De lo contrario, él me habría preguntado sobre Julio Verne y todo ese maldito asunto, pero no lo hizo. Creo que usted se ha callado todo eso por alguna razón, de manera que no me cuente milongas —concluyó Capellán su perorata—. Si Novoa envió a mi amigo Ávalos la carta de Gaston desde aquí, debió hacerlo con su colaboración. Usted tiene que estar en el ajo.
Marino Rey escuchó a Capellán sin mover un músculo. Y, cuando el chaparrón finalizó, se levantó de su sillón y caminó tranquilamente hasta un archivador. Lo abrió, sacó un grueso expediente y regresó a su mesa. Después, dejó caer la carpeta sobre ella.
—Ahí tiene el expediente médico de Matías Novoa —dijo—. De todo cuanto usted ha contado debo admitir como correcto que Novoa era el dueño de esta residencia y que poseía una considerable fortuna amasada en el negocio familiar. Igualmente, es cierto que carecía de familia, y que por decisión propia decidió ocultarse bajo la identidad de Rodrigo Castro, un viejito silencioso que aparentaba vivir como los demás asilados. Pero las explicaciones que usted busca sobre esa delirante historia que me ha contado las encontrará en esos informes. Los mismos que entregué a ese policía, a Ríos.
Miguel hojeó el expediente y se revolvió inquieto en su sillón. Contenía varios informes médicos firmados por diferentes especialistas que coincidían en presentar a Matías Novoa como un enfermo mental, con una patológica necesidad de inventar una realidad alternativa a la suya propia y en la que, además, creía religiosamente.
—Yo también leí de joven a Julio Verne —confesó Marino Rey—. ¿Recuerda usted al capitán Hatteras? —Al ver que Capellán guardaba silencio, el director del geriátrico prosiguió—. John Hatteras encabezó una expedición al Polo Norte en la que no dudó en jugarse la vida y la de sus acompañantes. Su obsesión fue tal que al encontrar un volcán en aquellas tierras perdió la razón y estuvo a punto de arrojarse a su interior. Afortunadamente, sus compañeros lograron impedirlo. ¿Recuerda el resto de la historia?
—Hatteras regresó loco a Inglaterra y terminó sus días en un asilo creyendo que aún podía caminar hacia el Polo Norte —dijo Capellán casi en un susurro.
—Matías Novoa tenía una enorme fortuna y una obsesión por Julio Verne que lo llevó a cometer todo tipo de excesos. Desde gastarse indecentes cantidades de dinero en adquirir primeras ediciones de sus novelas a comprar cualquier baratija que, según creía, había pertenecido al novelista. Llegó a dar la vuelta al mundo, como quizá sepa usted, siguiendo escrupulosamente el itinerario de Phileas Fogg. Aquella obsesión lo condujo a la locura, como al capitán Hatteras. —Rey hizo una pausa, como si le costara encontrar las palabras adecuadas—. Yo lo conocía a través de amigos comunes. Le aseguro que le tenía un gran afecto. Un día se presentó en mi consulta con una carta que, me aseguró, Gaston Verne había escrito a un hermano suyo durante su estancia en el centro psiquiátrico en el que fue recluido tras disparar sobre su tío. Me dijo que la había encontrado en el interior de una novela en una librería de viejo de Luxemburgo. En fin, una de sus habituales invenciones, tal y como no tardé en descubrir al hojear aquellos folios. Yo conocía bien la letra de Novoa, y no tuve duda de que aquello lo había escrito él mismo.