M
iguel se había afeitado, había dispuesto el cabello estratégicamente para ocultar la inevitable calvicie cuya invasión había agrandado su frente y se había vestido lo mejor que había podido con la ropa menos arrugada de su vestidor, cuando se apeó del taxi en la madrileña calle Príncipe de Vergara.
Le había costado mucho dar aquel paso, pero ahora ya no había marcha atrás. El día anterior había telefoneado al bufete de abogados del que Alexia era socia, había logrado hablar con ella y le había pedido una entrevista. Alexia, tras unos segundos de silencio, había aceptado.
—Véngase mañana a las doce —había dicho la abogada. Después, había colgado.
Miguel apretó el paso por la calle Goya. No estaba seguro de cómo reaccionaría ella ante el discurso que había preparado, pero se creía en la obligación moral de enfrentarse a aquel reto. Alexia podía estar en un serio peligro si, como él suponía, sabía más de la carta de Gaston Verne de lo que había admitido tras la muerte de su padre. En cuanto a él, a Miguel, le roía la conciencia el no haber telefoneado a la policía cuando se encontró el cadáver de Ávalos. Si no había podido hacer nada por el padre, se había dicho, al menos se sentiría mejor si advertía a su hija sobre los peligros de aquel juego en el que ella tal vez no sabía que estaba participando.
A Miguel le parecía mentira que todas aquellas personas con las que se cruzaba por la calle vivieran sus vidas de un modo ingenuo, descuidado, sin sospechar siquiera que el libre albedrío del que creían disfrutar era falso. La realidad era bien diferente. Grupos secretos, de los que jamás oirían hablar, manejaban la política, las finanzas, las ideas y la historia entera de la humanidad mientras la gente acudía a sus trabajos, vivía su anodina vida, se lamentaba por las desgracias o festejaba sus míseros instantes de felicidad. Todos ellos, imaginó Capellán, se sentirían más cómodos leyendo la versión de Verne que proporcionaba Ciro Caviedes que la que ofrecía al lector Jesús Sinclair.
Para Caviedes, el trabajo diario, la disciplina prusiana, un extraordinario olfato para servirse de invenciones que ya existían, aunque fuera en estado embrionario, y percibir con la imaginación hasta dónde podían cambiar la vida de las personas eran la clave del éxito de las novelas de Verne.
Al cabo de unos minutos, Miguel se detuvo ante el lujoso portal de un inmueble de la calle Goya. El portero lo miró con severidad mientras él observaba el letrero que indicaba el número del piso del bufete de abogados. Con idéntico recelo, Capellán miró de reojo al portero, y en ese instante creyó ver el reflejo de un hombre en el cristal del portal.
Miguel se giró para ver con claridad al hombre que, le pareció, lo espiaba desde la calle. Pero no vio a nadie. Entonces, sin dudarlo, corrió hasta alcanzar la acera. Miró a derecha e izquierda, pero lo único que encontró fue gente desconocida que iba y venía, ignorándolo. Madrid vivía su vida, la vida real, no la fantasiosa historia a la que Capellán había ido a parar.
—Oiga, ¿ha visto usted a ese hombre en el portal? —preguntó al portero, un hombrecillo sesentón, vestido con un viejo traje azul, camisa blanca impoluta y corbata gris.
—No he visto a nadie que no fuera usted, señor —respondió con desgana el interpelado.
—¿Está seguro? —insistió Capellán.
El portero se limitó a asentir con la cabeza. Estaba cansado de aquellos señoritingos que se dejaban caer por allí y lo trataban como si fuera un mueble, ignorándolo o, como era el caso, tomándolo por imbécil. Si él decía que no había visto a nadie, era que no lo había visto. Y punto.
Alexia lo recibió en un despacho decorado con muebles de diseño, paredes de cristal, cuadros de arte abstracto —un estilo cuyo mensaje Capellán no había logrado entender jamás—, y vestida con un severo traje gris de ejecutiva. Le pareció que estaba discretamente maquillada, y los enormes ojos lucían más grandes gracias a la pintura que ribeteaba sus bordes. A Miguel le sorprendió que ella detuviese su mirada durante unos instantes en sus zapatos, e incluso creyó advertir cierta sorpresa al ver su calzado negro y brillante. No podía imaginar que ella echara de menos las botas Coronel Tapioca.
Alexia lo contemplaba desde la espectacular altura de sus tacones. ¿Cuánto mediría sin ellos? Miguel estimó que Alexia
Bacall
rondaba los ciento setenta y cinco centímetros, y aquellos tacones la aupaban, como mínimo, diez centímetros más arriba.
—Siéntese —dijo Alexia señalando un moderno sillón de color hueso. Ella se acomodó en otro. En medio, una mesita de color negro.
Miguel miró con recelo el extraño sillón. Prefería que ella se hubiera acomodado en el enorme butacón que tenía en el escritorio, y él habría tomado asiento en una de las sillas situadas enfrente, de cara a la enorme cristalera que daba a la calle Goya. No obstante, se dejó caer sobre el sillón que se le ofrecía, y resultó mucho más confortable de lo esperado.
—Puedes tutearme, ¿recuerdas? —dijo Miguel.
—Está bien, ¿qué quieres?
Miguel dudó sobre cómo empezar el discurso que tenía preparado y al final decidió iniciarlo de un modo tan áspero como adecuado para captar la atención de cualquiera.
—Creo que estás en peligro, y yo también.
Alexia alzó una ceja y lo perforó con aquella mirada suya. Sin poder evitarlo, Miguel recordó la escena de
Tener y no tener
. Seguramente ella se levantaría y le diría: si me necesitas, silba. Y a continuación saldría del despacho dejándolo con la boca abierta, como un imbécil, pues él no era Bogart. Pero no fue eso lo que sucedió.
—¿En peligro? Pero ¿de qué hablas?
—Creo que a tu padre lo mataron. —La frase salió de los labios de Miguel como un disparo—. Lo mataron porque poseía unos documentos valiosos. Me refiero a aquellos papeles que un desconocido le envió y que contenían datos sobre Verne. Hay personas que no están dispuestas a que divulgara esa información.
Alexia tardó unos segundos en reaccionar. Miguel creyó percibir cierta desazón, aunque la abogada no tardó en rehacerse.
—Oye, mira, mi padre ha muerto, ¿de acuerdo? La policía no ha encontrado nada que permita hablar de un asesinato. La autopsia no pudo revelar si él se había caído accidentalmente por la escalera o si alguien lo había tirado. No encontraron señales de lucha ni en su cuerpo ni en la propia escalera. Además, yo ya estoy muy mayorcita para las historias de miedo que me contaban de niña. De manera que, si no tienes nada mejor que decirme, te agradecería que me dejaras vivir mi vida, que, por si no lo sabes, es la vida real, la de toda esa gente. —Señaló la cristalera, en dirección a la calle—. Gente que no vive en medio de fantasías, ni busca el grial ni nada parecido.
—¿Y qué me dices del estado en que estaba su estudio? ¿No demuestra que alguien entró en su casa buscando algo?
Ella guardó silencio. Sabía que Miguel tenía razón. De hecho, el inspector Carmona le había expresado su convicción de que había algo turbio en la muerte de Ávalos, aunque la autopsia no hubiera podido aclarar sus dudas. Alguien había buscado algo en casa de su padre la misma noche en que él murió.
—Escúchame, por favor —insistió Capellán sin levantarse del sillón—. Creo que han entrado en mi casa.
Alexia, que se había levantado, volvió a sentarse.
—¿En tu casa? ¿Y por qué?
Miguel no estaba dispuesto a hablar del manuscrito que había robado y tenía preparado otro argumento.
—Tal vez buscaban esa carta, la que escribió Gaston a su hermano Maurice. Debieron de creer que la tengo yo. Como sabes, leí una parte de la misma que tu padre me fotocopió, pero sé también algunas otras cosas que contenía, porque él me habló de ellas en alguna ocasión —mintió. Pero era el único modo que tenía para añadir más información, la que había descubierto en la novela inacabada y que suponía que se debía recoger también en la carta desaparecida.
—¿Y qué sabía el tal Gaston? ¿Quién se siente amenazado por esa carta?
—Habla de una sociedad secreta —respondió Miguel—. La Sociedad Angélica, o de La Niebla, a la que pertenecían Verne y otros artistas de la época. Un francés, Michel Lamy, ha estudiado la obra de Verne y cree advertir señales inequívocas de que era un iniciado, aunque tu padre, tras leer la carta, discrepaba sobre qué tipo de relaciones tenía La Niebla con órdenes esotéricas de aquellos tiempos. Lamy cree percibir huellas masónicas, rosacruces y de los Iluminados de Baviera en los libros de Verne, pero la información que tu padre manejaba decía que La Niebla era un instrumento manejado por una orden de la que nadie ha oído hablar jamás. Masones, rosacruces e illuminati no serían más que meros aprendices entre cuyas filas se infiltraron miembros de esa organización para crear confusión y manejarlas a su antojo.
Alexia guardó silencio. Y Miguel creyó tener permiso para proseguir.
—Esa orden poseía conocimientos extraordinarios —dijo reclinándose sobre la pequeña mesa negra. Descubrió entonces un minijardín zen, con su pequeño rastrillo y sus piedrecitas, en el que no había reparado—. Unos individuos, a quienes llamaban Superiores Desconocidos, tenían capacidades psíquicas asombrosas, hasta el punto de percibir el futuro, o algo parecido, y proporcionaban a Verne información que luego le permitía construir sus novelas.
Alexia entornó los ojos. A Miguel le pareció que todo lo que le estaba contando no le resultaba extraño, y eso no era posible salvo que… ¡Por todos los demonios! ¡Alexia tenía la carta de Gaston y la había leído!, pensó.
—No pareces muy asombrada.
—Olvidas que me eduqué escuchando historias como esa —respondió la abogada sin perder la calma. Cruzó sus largas piernas y añadió—: ¿Y qué más? ¿Cómo acaba todo?
Miguel contempló la posibilidad de presionarla, de exigirle una respuesta a propósito de si había leído la carta de marras. Era preciso que ella supiera que podía estar en peligro, aunque aquel mensaje ya se lo había dejado suficientemente claro. Si insistía, tal vez ella lo despidiera sin contemplaciones. Estaba claro que Alexia confiaría en él cuando tomase esa decisión por sí misma, y no la adoptaría antes por mucho que él intentara acorralarla.
—No sé cómo acaba la historia —dijo Miguel—, porque me temo que es una historia que atraviesa los siglos, que no se detiene, y que ahora mismo es posible que nos lleve por delante a nosotros también.
Alexia lo escrutó con la mirada de Lauren Bacall y guardó silencio. Miguel prosiguió:
—Puedes burlarte si quieres, pero no puedes poner en duda que Verne tuvo aciertos espectaculares en las predicciones científicas que realizó. ¿Cómo explicas eso? Para mí, está claro que alguien le facilitó esa información, y ese alguien podrían ser esos individuos de los que tu padre me habló.
—¿Los Superiores Desconocidos? —Una sonrisa burlona nació en los labios de Alexia. Las arrugas de sus cuarenta años se marcaron en la comisura.
Capellán no se arredró por la actitud de Alexia. Antes al contrario, se empleó con más pasión en la defensa de sus ideas. No le hablaría, anunció, de las predicciones que todo el mundo solía citar cuando se hablaba de Verne. Dejaría de lado, al menos por el momento, la cuestión de las fuentes en las que el francés bebió para escribir sobre el submarino, sobre detalles insólitos de un viaje a la Luna y otras muchas anticipaciones. Se centraría únicamente en la novela que el editor de Verne, Hetzel, no quiso publicar, aunque fue escrita en 1863, inmediatamente después de su primer éxito,
Cinco semanas en globo
.
—Mira. —Capellán sacó de un bolsillo del abrigo un pequeño cuaderno de notas. Pasó las páginas con urgencia, buscando el dato que precisaba—. Dime, ¿cómo puedes explicar que un hombre fuera capaz de hacer una descripción tan exacta de cómo sería la vida en París en 1960 apoyándose únicamente en la imaginación y en los diccionarios de la época? —A continuación, leyó en voz alta frases extraídas de
París en el siglo
XX
— «Los ferrocarriles pasarán de las manos de los particulares a las del Estado», «Aunque ya nadie leía, todo el mundo sabía leer», «No había hijo de artesano ambicioso, de campesino desplazado, que no pretendiera un puesto en la Administración». —Levantó la vista y comprobó el efecto que aquellas frases habían producido en Alexia. Ella mantenía su expresión severa, pero Miguel creyó percibir el brillo de la sorpresa en los enormes ojos verdes—. ¿Te das cuenta? No es solo que predijera inventos, sino que fue capaz de dibujar la evolución de la cultura, del pensamiento. —Consultó de nuevo las páginas del cuaderno—. Fíjate: «El latín y el griego no solo eran lenguas muertas, sino enterradas», «Serás mayor de edad a los dieciocho», «Se comprende que en esa época de negocios el consumo de papel aumentase en proporciones inesperadas […]; los bosques ya no servían para calefacción, sino para la impresión». —Miró de nuevo a Alexia antes de añadir—: Escucha esta última frase, que es muy buena: «Ya no hay mujeres […], se han pasado al género masculino y ya no merecen la mirada de un artista ni la atención de un amante».
Alexia admitió que, en efecto, había algo de cierto en lo que Verne había escrito.
—¿Algo de cierto? ¡Joder! ¡Si ha dado en el clavo en todo!
—¿Y por qué no le quiso editar la novela Hetzel si, como tú dices, él también formaba parte de la misma sociedad secreta?
Capellán miró a Alexia a los ojos y logró sostener su mirada. La abogada no parecía consciente de lo que acababa de decir.
—Yo no he dicho que Hetzel formara parte de La Niebla —dijo Miguel arrastrando las palabras—. Solo te dije que en ella había artistas de la época, según Michel Lamy. ¿Cómo sabes tú que era miembro de esa sociedad?
—Debí de entenderlo mal —se disculpó Alexia visiblemente incómoda.
—Te diré lo que yo creo —dijo Miguel—, y no tienes por qué aclararme nada de nada. Te diré lo que creo porque se lo debo a tu padre. En primer lugar, y respondiendo a tu pregunta, creo que Hetzel no publicó aquella novela, que finalmente se editó en 1994 después de que el manuscrito fuera descubierto por un descendiente de Verne, porque en ella se dibuja un panorama demasiado triste, demasiado gris, en el que la ciencia no quedaba bien parada, y aquellas ideas no concordaban con lo que la orden secreta que manejaba La Niebla proponía. Para ellos, la ciencia, la técnica, liberaría al hombre. En cambio, Verne dibujaba un futuro nada halagüeño. Hetzel dijo que el mundo no le creería
[87]
.