Las gotas de lluvia resbalaban por el paraguas. La voz del sacerdote sonaba lejana, y la mente de Alexia logró una extraña independencia. De pronto, no tenía control alguno sobre ella. Los pensamientos nacían y volaban a su antojo formando fugaces imágenes de hombres enigmáticos que conspiraban en la trastienda de la historia, capaces de unir a su causa mediante una misteriosa sociedad literaria a intelectuales y escritores de prestigio que aspiraban a transformar la sociedad en base a principios alejados de los postulados católicos.
Por más que se esforzaba en ahuyentar los recuerdos de cuanto había leído en la carta supuestamente escrita por Gaston Verne, Alexia no lo lograba. Se preguntaba quién era el misterioso Rey del Mundo, dónde estaba escondido y quiénes eran en realidad los Superiores Desconocidos.
En la biblioteca de su padre había descubierto un ejemplar del libro de cabecera de la sociedad literaria que mencionaba la carta,
El sueño de Polifilo
. Lo había hojeado, se había esforzado por buscarle los tres pies al gato que, al parecer, se ocultaba en aquella obra, pero no tardó en sentirse ridícula en aquel empeño. Sin poder evitarlo, se vio a sí misma tan parecida a su padre, buscando una quimera estúpida, que cerró el libro con enojo.
¿Escucharía su padre el silencioso lenguaje de los pensamientos de su hija?
¡Papá estaba muerto! Y los muertos no pueden oírnos.
—¿De veras crees que no pueden oírnos? —le había preguntado su padre hacía mucho tiempo, cuando era una niña.
Ella se encogió de hombros y, sin saber por qué, apretó más fuerte contra su pecho aquel peluche blanco y marrón con el que compartió tantas cosas. Luego, negó con la cabeza.
—Pues no debes estar tan segura de eso —dijo Ávalos—. A veces, incluso pueden hablar con nosotros.
—No es cierto —se atrevió a decir ella.
—Ah, ¿no? —Ávalos rozó con su nariz la de su hija—. ¿Te he contado la historia del soldado Mena Vicario?
Ella dijo que no.
Y entonces él le contó la historia del legionario Antonio Mena Vicario, enterrado el primer día de febrero de 1942 en un nicho en la crujía número uno del cementerio viejo de Algeciras.
—Murió a los veintiún años de edad en el Hospital de la Caridad como consecuencia de una terrible paliza —explicó el maestro de escuela—. Había nacido en Ceuta, y cuando lo enterraron nadie podía imaginar que volvería de la tumba para hablar con algunas personas.
Los ojos de Alexia se abrieron de par en par cuando la narración llegó al momento en el que su padre relató la increíble historia de una mujer que un día lloraba ante la tumba de su hija, recientemente fallecida, cuando de pronto un joven se acercó a ella y le pidió si podía limpiar la lápida de un nicho próximo, que se encontraba desangelado y descuidado.
La mujer se sacudió la sorpresa de encima y, tras rezar por su hija, se aproximó al nicho que el apuesto joven le indicaba. La suciedad se había adueñado de él y se dispuso a limpiarlo. Fue entonces cuando reparó en la fotografía que aparecía en la lápida.
—¡Imagínate su sorpresa cuando vio que se trataba de una foto del mismo joven que había hablado con ella!
Alexia abrió la boca y ahogó un grito.
—Entonces, la mujer se volvió para ver al misterioso joven, pero él había desaparecido. Y desde entonces son muchas las personas que dicen haber visto al fantasma del soldado Mena Vicario. Hasta lo toman por un santo. ¿Qué te parece?
¿Dónde estás ahora, papá?, gritó en silencio Alexia. ¿Por qué no vienes para que pueda decirte que lo siento, que te quiero y que nunca te olvidaré? ¿Estás junto a mamá?
Alexia sintió la mano de Nati apretando su brazo. La muchacha trató de componer una sonrisa, y Alexia se esforzó en hacer lo mismo. El sacerdote guardó silencio. Había finalizado su cometido.
A continuación, lo que quedaba de Gerardo García Ávalos tras el trámite de la incineración fue acomodado en la tumba.
La autopsia había dictaminado que el maestro falleció como consecuencia de un golpe mortal en la cabeza al caer por las escaleras de su domicilio. Resultaba imposible determinar si las heridas se habían producido por una caída fortuita o porque hubiera sido empujado. No se advirtieron signos de pelea ni ninguna otra señal en su cuerpo que pudiera hacer pensar en un asesinato.
Cuando le confirmaron que podía hacerse cargo del cadáver de su padre, Nati y Sampedro habían movido los resortes necesarios para llevar a cabo la incineración y conseguir los permisos precisos para enterrar los restos de Ávalos en la tumba donde reposaba Alejandra.
Y, ahora, allí estaban, escuchando el sonido del trabajo del albañil que sellaba para siempre la puerta que separaría a Alexia de sus padres.
Durante el tiempo que el cura primero y el albañil después emplearon en realizar las tareas propias de sus respectivos ministerios, toda la atención de la abogada había estado centrada en aquella tumba y en los recuerdos que los inquilinos de la misma prendieron en su mente. Pero, cuando todo hubo acabado, Alexia regresó de su mundo para escuchar con claridad el repiqueteo de la lluvia sobre los paraguas, el sonido de las pisadas de los asistentes al sepelio sobre los charcos y los murmullos que nacían a su espalda.
Fue entonces cuando los vio.
Ocupando la última fila del cortejo fúnebre, había un grupo de hombres. Tres de ellos hablaban entre sí, mientras que otros dos se abrazaban efusivamente. ¿Quiénes eran?
Por un instante, el recuerdo de los «hombres sin rostro» de los que hablaba aquella carta atravesó veloz la mente de Alexia. Pero cuando el abrazo que fundía a dos de aquellos desconocidos se deshizo, comprendió su error. Al menos uno de aquellos hombres tenía un rostro conocido por ella: Miguel
Tapioca
Capellán. Pero ¿y los demás? ¿Qué pintaban allí? ¿Por qué abrazaban a Capellán?
Alexia susurró al oído de su secretaria unas palabras rápidas:
—Estoy con vosotros enseguida. Espérame en el coche.
Después, se acercó con paso decidido hasta donde se encontraba Capellán. Al verla, el periodista se separó del resto y salió al encuentro de la abogada.
—¿Se puede saber quiénes son esos? —Alexia miró a los desconocidos por encima del hombro de Miguel.
Él se giró y miró al grupo durante unos segundos.
—Todos le debíamos mucho a tu padre —comentó.
—¿Le debíais? ¿Quiénes? —Alexia mantenía fija su mirada en el grupo situado junto al ciprés.
—Todos nosotros —respondió Capellán—. Especialmente yo. Pero ellos también. Todos.
—¿Me quieres decir de una vez quiénes son esos?
—Escritores, investigadores, periodistas como yo.
—¿Un puñado de lunáticos? ¿Me estás diciendo que un puñado de chiflados ha tenido el cuajo de venir al entierro de mi padre y meter sus narices en mi dolor?
—¡Por favor! Te aseguro que ninguno ha pretendido molestarte —replicó Capellán empleando aquel tono empalagoso y diplomático que a ella tan poco gustaba—. ¡Por Dios! Respetábamos a tu padre como lo hacen los alumnos agradecidos con su maestro.
Alexia los estudió con la mirada. Todos habían superado ampliamente la treintena, y alguno tal vez la cuarentena. Era cierto que se los veía afectados, aunque no podía sospechar cuántas rencillas tenían pendientes entre sí ni con qué saña se criticaban unos a otros por la espalda. El éxito de uno de ellos, siempre fugaz, originaba con prontitud tertulias al respecto en las que las pullas brillaban como dagas. De haberlo sabido, habría podido calcular en su justa medida los rumores que se propagaron a espaldas de Capellán cuando siete años antes
Tapioca
había rozado el cielo con los dedos gracias a su novela.
—¿Su maestro? —En los labios de Alexia se pintó una expresión de sorna.
—Creo que jamás comprendiste la magnitud del trabajo de tu padre —se atrevió a decir Capellán.
—El trabajo de mi padre tuvo por escenario la escuela, las aulas —replicó con dureza Alexia—. Hubiera sido infinitamente más emotivo que algunos de los cientos de niños a los que enseñó literatura y lengua estuvieran hoy aquí en lugar de ese grupo de…
—¿Chiflados? ¿Lunáticos? —La voz de Capellán había perdido el tono engolado—. Siempre nos calificas así, pero deberías saber que todos nos hemos mirado en el espejo de tu padre.
—Espero que si tenéis esposa e hijos os preocupéis por ellos más que por perseguir quimeras.
Alexia dio la espalda a Capellán dejándolo con la réplica en los labios. La lluvia golpeaba más fuerte la tela del paraguas y formaba sinuosos meandros en la tierra manchega.
—¿Has pensado en lo que te dije? —gritó Miguel.
Alexia se encontraba a unos pasos del vehículo en el que aguardaba su secretaria. El resto del séquito fúnebre había desaparecido. Cerró los ojos, respiró hondo y tomó la decisión de no volverse para mirar a Capellán. Pero eso no pareció importar a
Tapioca
, que gritó:
—No rechaces las cosas con tanta ligereza bajo el simple pretexto de que no has oído hablar nunca de ellas.
Alexia apretó el paso. Estaba cerca del coche donde la aguardaba Nati cuando alguien la llamó:
—Señorita García.
Se giró y descubrió al inspector Carmona. Vestía pantalón vaquero, camisa blanca y una americana marrón sobre la que lucía una gabardina. En la mano, llevaba un paraguas.
—¡Inspector!
—Espero no haberla molestado viniendo al entierro —se disculpó el policía.
—No, en absoluto. —Alexia miró de reojo a Capellán y a su grupo de amigos—. Es solo que no lo esperaba. ¿Sabe algo nuevo sobre…?
—Desgraciadamente, no —atajó Carmona—. Como ya le dije, la autopsia no ha revelado signos de lucha, ni tampoco en la escalera hemos podido encontrar nada revelador. Pero… no sé. Hay algo raro en todo esto.
—¿A qué se refiere?
—Usted misma lo vio. Alguien había registrado de cabo a rabo el estudio de su padre. Buscaban algo.
Alexia asintió en silencio.
—¿Tiene idea de lo que podrían estar buscando? —Carmona la miró a los ojos.
Ella negó con la cabeza. No estaba dispuesta a que se recordara a su padre como el maestro de los amigos de Capellán. No hablaría de la carta, decidió. Inconscientemente, sus ojos se dirigieron hacia el grupo de escritores.
—¿Los conoce? —preguntó Carmona.
—A Capellán creo que ya lo conoce usted.
—A ese sí, pero ¿y los otros?
—Periodistas, escritores como él, creo —respondió Alexia sin ganas.
—¿Se fía usted de él?
La pregunta la cogió por sorpresa.
—¿A qué se refiere?
—¿Cree que dijo la verdad sobre lo de su padre?
—No lo sé —admitió Alexia.
Carmona estrechó la mano de Alexia antes de que ella entrara en el coche. Nati estaba al volante. La abogada hizo un gesto de saludo con la cabeza al policía. Él asintió. Alexia no pudo escuchar lo que el inspector Carmona mascullaba entre dientes:
—Hay algo raro en todo esto.
PARTE
2
«Parto, pues, y llevo mi secreto conmigo».
(Robur en
Robur el Conquistador
)
«La muerte no destruye, solo nos hace invisibles».
(Matías Sandorf)
Galicia (España), diciembre de 2011
C
hove en Santiago / meu doce amor / camelia branca do ar / brila entebrecida ao sol.
—Estrela cantaba bajito, casi al oído de su abuelo.
Al abuelo Xoan le gustaba aquella preciosa y melancólica canción. Federico García Lorca había escrito el poema cuando Xoan era un niño, y el grupo gallego Luar na Lubre lo había popularizado y convertido en una caricia para sus oídos
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. Estrela lamentaba no tener la extraordinaria voz de las solistas que han formado parte de aquel grupo de música celta para hacer aún más agradable la tarde de otoño a su abuelo.
Xoan y Estrela estaban sentados muy juntos, contemplando la lluvia fina que empapaba el amplio jardín que rodeaba el centro geriátrico. Más allá del cristal, el mundo era verde y gris. Lejos, entre la bruma, se adivinaba el espejo de plata del estuario del río Miñor.
—
Chove en Santiago / na noite escura. / Herbas de prata e de sono / cobren a valeira lúa
.
Una lágrima se desprendió de los ojos enrojecidos del abuelo Xoan, y la voz de Estrela se quebró.
—¿Quieres que hablemos? —preguntó la joven, aunque sabía que su abuelo a lo sumo lograría asentir con la cabeza si es que lograba entenderla. Ella forzó una sonrisa. Sus dientes eran blancos y grandes—. Les he dicho a los chicos de mi compañía que tenemos que hacer una función aquí, para todos vosotros. Ya tengo medio convencido a Marino, el director, para que nos permita actuar. Creo que os gustará, y yo me sentiré muy orgullosa de que me veas volar entre las telas, abuelo.
Xoan sonrió y movió la cabeza.
—Si todo va bien, actuaremos antes de Navidad, y yo vendré a pasar la Nochebuena contigo, ¿de acuerdo?
El abuelo intentó abrir la boca y se propuso decir algo, pero no lo logró. Sí pudo, en cambio, apretar con sus dedos el brazo de Estrela. Ella pareció comprenderle.
—No vas a lograr que me vuelva atrás. Vendré a cenar contigo, como todos los años. ¿Con quién lo iba yo a pasar mejor esa noche? —Su sonrisa alumbró la tarde de otoño, pero en sus ojos azules había un velo de dolor y tal vez de rabia contenida.
Estrela miró la mano de su abuelo moteada por los años. Las suyas, por el contrario, eran blancas, con dedos largos y muy fuertes, al igual que sus piernas. Una vida entera de ejercicio físico tenía consecuencias, y unas eran mejores que otras. Entre las buenas, sin duda, su aspecto atlético y flexible tallado durante horas de entrenamiento. Entre las malas, las frecuentes quemaduras que las telas aéreas provocaban en sus manos, caderas y pies.
El salón estaba muy concurrido. Todos habían acabado la merienda, y algunos de los residentes más capacitados se ejercitaban en el socorrido deporte de la baraja, que normalmente conducía a terribles disputas entre aquellos que perdían y quienes ganaban. Estrela los conocía a todos. Quince mujeres y diez hombres componían la población residente. Todos ellos ancianos. Sabía sus nombres y parte de sus historias personales. A más de uno lo tenía atrapado un monstruo invisible que devoraba sus recuerdos. A Xoan, el abuelo de Estrela, apenas le quedaba nada que recordar, o eso decían los médicos. Pero ella se esforzaba todos los domingos en evitar el triunfo del devorador de memoria.