—¿Cómo tú por aquí un sábado, Estrela? —preguntó Rosa, una de las cuidadoras.
—No podía pasar más tiempo sin ver a mi chico —bromeó la joven abrazando a su abuelo.
Rosa sonrió y se dirigió hacia Rodrigo.
—¿Le gustó la merienda, don Rodrigo?
Era una pregunta de compromiso, porque Rosa sabía que Rodrigo, un hombre encorvado por la edad pero que en sus años jóvenes tal vez fue buen mozo, no diría nada. Incluso Estrela sabía que don Rodrigo no respondería. En realidad, nadie lo había escuchado decir una palabra jamás, y eso que era el más veterano de los residentes.
Al verlo, Estrela se preguntó cuánto tiempo le quedaría a su abuelo para transformarse definitivamente en don Rodrigo. Xoan era mayor, o al menos eso le parecía a ella. ¿Qué vida habría vivido aquel hombre de cabello cano y despeinado que la miraba sin verla? ¿Dónde estaría su familia? Hasta donde ella sabía, Rodrigo no recibía la visita de nadie. Ni siquiera en Navidad. Aunque, bien pensado, ¿qué tenía de extraño? Salvo ella, nadie visitaba tampoco a Xoan.
Xoan Andrada había sido un gris empleado de banca que había pasado casi toda su vida atendiendo tras un mostrador a buena parte de la ciudad de Vigo, la misma que lo vio nacer, crecer, casarse y enterrar a su esposa, Remedios, poco antes de que a él lo atrapara el monstruo que devoraba los recuerdos.
Estrela había construido una teoría sobre aquella enfermedad, llegándose a imaginar que cuando una persona sufría un episodio tan doloroso como la muerte de su ser más querido abría las puertas al devorador de memoria de un modo inconsciente, con la esperanza de ahogar su dolor borrando por completo el disco duro alojado en su cerebro. Así explicaba el hecho de que, poco después del entierro de la abuela, Xoan comenzara a responder de forma desatinada, incongruente, cuando ella lo iba a visitar. En ocasiones, su discurso era por completo coherente. Parecía saber en qué día estaba y con quién dialogaba. Pero, de pronto, alguien apagaba el interruptor de la luz en alguna de las habitaciones de su mente y las frases comenzaban a carecer de sentido.
En los meses que siguieron al entierro de la abuela, ni Estrela ni Xoan podían imaginar que lo peor para ambos estaba por llegar. En aquellos días ella tenía quince años. Habían pasado diez desde entonces.
Xoan y Remedios habían tenido un solo hijo, Xurxo. Solo uno, pero resultó ser un niño ejemplar, y no tanto porque fuera guapo, que también lo era, sino porque a lo largo de su vida no hizo otra cosa que esforzarse para que sus padres estuvieran orgullosos de él.
Xurxo fue un estudiante intachable. Con el paso del tiempo, se convirtió en el primero de su familia en acceder a la universidad. Con mucho sacrificio, Xoan y Remedios rascaron su sueldo todo lo necesario para que Xurxo estudiara en Santiago de Compostela, la misma ciudad que la lluvia mojaba en la canción de Luar na Lubre.
Sus padres respetaron la decisión del muchacho de estudiar Filosofía, aunque no les parecía la opción más sensata. Creían que el potencial de Xurxo le permitía acceder a una titulación de mayor prestigio. Pero él se mostró inflexible y confiado en sus posibilidades. Y el paso del tiempo le dio la razón.
Xurxo Andrada ganó una plaza de catedrático de Filosofía en un instituto de enseñanza secundaria de Vigo. Unos años después, fue nombrado director del centro. Para entonces, Xurxo ya estaba casado con Sabela y tenía una hija, a la que dieron el nombre de Estrela.
Nada malo podía decir Xoan de su hijo, salvo que no le había escuchado cuando de bien joven le dijo que nunca, nunca, se le ocurriera entrar en política. Pero Xurxo desobedeció al poco de pisar la universidad.
En los estertores del franquismo Xurxo tomó parte activa en toda revuelta estudiantil que se gestara. Se le pudo ver en primera fila, y eso tenía sus riesgos: golpes, detenciones… Pero, a pesar de todo, aprobó la carrera limpiamente y con unas calificaciones estupendas.
La llegada de la democracia, su matrimonio, el nacimiento de Estrela y la transformación del mundo no lograron que Xurxo dejara de ser Xurxo, ni siquiera cuando accedió al puesto de director en aquel instituto.
Estrela aprendió mucho de él hasta los diecisiete años. Hasta los diecisiete años su padre le inculcó la pasión por la lectura, cultivó su sensibilidad con música y poesía, le hizo amar el poder de la palabra, le habló de la libertad, sembró en su corazón la semilla del humanismo, y aquella semilla germinó.
Estrela estudió desde niña danza clásica y contemporánea. Amaba el arte, la literatura, la pintura… Y decidió que, de mayor, estudiaría Bellas Artes.
Hasta los diecisiete años, la vida de Estrela había sido maravillosa, aunque su abuelo cada vez olvidaba más cosas. Ella lo visitaba al menos dos días entre semana y cada domingo, sin perder ni uno solo. Y precisamente fue un domingo, un mes después de que Estrela cumpliera los diecisiete años, cuando su vida cambió.
Aquella tarde maldita llovía, y el coche de su padre derrapó en una curva. Sabela salió con vida del lance, pero Xurxo la perdió.
La noticia de la muerte de su hijo golpeó al abuelo y lo noqueó. Jamás se levantó de la lona, y el devorador de recuerdos avanzó implacable arrasando su ya estropeada memoria.
El deterioro físico no tardó en acompañar al desmoronamiento psíquico. Al menos, solía pensar Estrela, no tuvo que ver la vergüenza que siguió a tan tristes episodios.
Y es que Sabela se apresuró mucho más de lo esperado a meter a un hombre en su cama. El elegido se llamó Rodolfo Quesada. Aquel hombre jamás fue del agrado de Estrela, que estaba segura de que aquel tipo estirado, cuya única conversación era el dinero, no habría corrido jamás delante de la policía en una de aquellas manifestaciones de las que tanto le habló su padre, ni habría leído a Neruda, ni a Lorca, ni sonreiría como su padre hacía cuando veía
Tiempos modernos
, de Chaplin. Para Rodolfo Quesada no había otro horizonte que el dibujado por sus promociones inmobiliarias.
—
Smile, though your heart is aching / Smile, even though it’s breaking / When there are clouds in the sky / You’ll get by
… —Estrela no se dio cuenta de que había empezado a cantar
Smile
, la canción cuya música Chaplin compuso para aquella película que tanto le gustaba a su padre. Miró a su abuelo y lo vio sonreír. Por un instante, incluso don Rodrigo pareció revivir y sus ojos se cruzaron con la mirada azul de Estrela—.
If you smile / with your fear and sorrow / Smile and maybe tomorrow / You’ll see the sun come shining through for you
…
Desde luego que Rodolfo Quesada no se parecía en nada a su padre, y para Estrela resultaba un misterio que su madre pudiera haberse enamorado de alguien tan diferente de quien había sido su primer marido. Estrela se sentía decepcionada con Sabela. Y ella no supo jamás explicar sus razones a la adolescente, tal vez porque no tenía otras que la búsqueda de un porvenir asegurado. Y en eso sí que Quesada ganaba ampliamente al difunto profesor de Filosofía, porque Quesada únicamente tenía dinero. Mucho dinero. Tenía tanto dinero que podía permitirse pagar el ingreso inmediato del suegro de su mujer, aquel viejo chocho que no reconocía a nadie y que no sabía ni atarse un zapato, en el más exclusivo geriátrico de Galicia. Además, para mayor comodidad, el puñetero centro de vejetes estaba a un paso de Vigo, entre las verdes colinas de Gondomar.
Fue así como Xoan Andrada llegó a formar parte del limitado grupo de residentes de aquel geriátrico llamado La Isla. De eso hacía ya siete años, un periodo de tiempo que cualquiera podría considerar suficientemente holgado como para que su nuera lo hubiera visitado alguna vez, pero eso no había ocurrido. De hecho, con la excepción de su nieta, nadie visitaba jamás a Xoan. Pero al menos él tenía a Estrela, que cada domingo acudía a su cita sin faltar jamás. No importaba que tuviera examen al día siguiente, o que dejara de ganar un dinero por perderse una actuación con su compañía de teatro. Nada había más importante para ella que las horas que pasaba junto a su abuelo. Incluso, si le era posible, alguna tarde de sábado se la podía ver en compañía de Xoan, como había ocurrido aquel día.
—
That’s the time you must keep on trying / Smile, what’s the use of crying / You’ll find that life is still worthwhile / If you just smile
.
Xoan miraba embelesado a su nieta, y a Estrela le pareció de nuevo que una chispa de vida brotaba de las siempre inexpresivas pupilas de don Rodrigo. Pero fue tan fugaz la magia de aquel instante que bastó el aire levantado por un suspiro para apagarla.
La lluvia había cesado y el atardecer había avanzado tanto que en el salón se habían encendido las luces. La partida de cartas estaba en su momento álgido a juzgar por las voces de los jugadores y de aquellos que se arremolinaban a su alrededor. Estrela hubiera querido sonreír, tal y como recomendaba la canción, pero no podía. El cristal arrojó su reflejo y se contempló a sí misma mientras cantaba: el pelo rubio ordenado en rastas, el piercing en la nariz, un único pendiente en la oreja izquierda, unos largos calcetines multicolores, un chaquetón negro y una falda del mismo color. Una chica de veinticinco años, de piernas largas y delgada, algo imprescindible para bailar enrollada en unas telas a más de seis metros de altura.
—¿Cantas conmigo, abuelo? —preguntó.
Xoan sonrió.
… ¡El editor! ¿Recuerdas a Hetzel, Maurice? Claro que lo recordarás. Pero lo que no sabes es que también él formaba parte de aquella sociedad literaria en la que nuestro tío recibió la iniciación.
La última prueba a la que sometieron a Jules fue la paciencia. Una docena de editoriales rechazaron el manuscrito, y él a punto estuvo de perder toda esperanza. Pero fue entonces, como por arte de magia, cuando un editor de prestigio, que había editado a Balzac y a Victor Hugo, aceptó recibir en su casa del número 18 de la calle Jacob de París a un autor novel que le presentaba un manuscrito aún sin pulir. ¿Nunca te pareció extraño?
¿Cómo fue que Jules se encontró con Pierre-Jules Hetzel?
Tal vez tú también hayas oído que sucedió gracias a la mediación de Alfred de Bréhat
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, o que nuestro tío se presentó sin previo aviso en casa de su futuro editor, donde Hetzel lo recibió como acostumbraba a hacerlo hasta bien entrada la mañana, pues lo suyo era la noche. Es decir, en camisón y gorro de dormir.
La realidad, querido Maurice, es que Hetzel editaba igualmente a George Sand, ¿comprendes adónde quiero ir a parar? Recuerda que Hetzel, que era catorce años mayor que nuestro tío, participó en la revolución de 1848, que formó parte del gabinete de Alphonse de Lamartine y que, cuando Luis Napoleón Bonaparte subió al poder, hubo de exiliarse en Bruselas durante ocho años. ¿Te das cuenta? Hetzel fue pieza clave de las conspiraciones políticas alentadas por los hombres sin rostro.
Con su barba veteada de gris, su larga y afilada nariz y sus ojos pequeños e inquisidores, observó a Jules y, tras leer el manuscrito, le dio consejos para pulir los defectos de la novela: hacía falta más acción, más aventura, le sugirió.
El 23 de octubre de 1862 ambos firmaron el primero de los numerosos contratos que les unieron, fijándose siempre unas leoninas condiciones para nuestro tío, como bien sabes. Ante sí tenía la hercúlea tarea de escribir tres novelas al año, y solo mucho tiempo después se suavizó esa exigencia limitando a dos los manuscritos que debía entregar anualmente.
Hetzel, que también escribía ocasionalmente bajo el seudónimo de P. J. Sthal, tituló aquella primera novela
Cinco semanas en globo.
El siguiente paso, previsto de antemano por la orden, fue crear una plataforma desde la cual divulgar aquel nuevo género literario para que la fe en la ciencia llegara al mayor número posible de familias. Cuando Verne supo que su editor era un alto iniciado en la orden se puso a su servicio.
Hetzel había formado junto a Jean Macé, a quien todo el mundo identifica como masón sin saber que era algo más que eso, la empresa Hetzel & Cie. Ambos defendían, como era de suponer, la enseñanza pública y laica, oponiéndose de forma beligerante a la Iglesia.
Ahora que tenían a Verne junto a ellos, dieron un paso más. Así nació
Magasin d’éducation et de récréation,
una publicación en la que Macé se ocuparía del área educativa, Hetzel haría lo propio en el ámbito literario y nuestro tío aportaría el trabajo titánico necesario para que hubiera material novelado con el que transformar a la sociedad
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.
Desde aquel instante, como el iniciado que reconoce al maestro en la orden, Jules fue dócil ante Hetzel. Nuestro tío escribía sus novelas ocupando únicamente la parte izquierda de cada página, utilizando siempre el lápiz. Solo empleaba la tinta para repasar las frases que formarían parte de la versión definitiva tras la corrección oportuna. Y en esa corrección jugaba un papel decisivo lo que Hetzel anotaba en la parte derecha de cada página. Allí era donde el astuto y severo editor matizaba, pulía, amonestaba o aplaudía a su autor.
Es cierto que discutían con frecuencia, pero casi siempre ganaba Hetzel. ¿Sabías que durante la redacción de las
Aventuras del capitán Hatteras
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. Hetzel exigió la presencia de un francés en la historia y Jules se negó? ¿O que Hetzel impidió que Hatteras se arrojara al fondo de un volcán al final de la obra, tal y como Jules había previsto, por lo que nuestro tío hizo que el capitán regresara a Inglaterra, aunque loco?
Esas discusiones fueron frecuentes, pero debería pasar mucho tiempo para que nuestro tío comenzara a distanciarse de la orden. En aquellos primeros años, acató la voluntad del editor hasta extremos increíbles
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Jules estaba al servicio de los hombres sin rostro, y ellos, como el misterioso Nemo había anticipado, ayudaron a nuestro tío en aquel proyecto poniendo periódicamente en sus manos una información extraordinaria facilitada por los Superiores Desconocidos. Estos eran depositarios de capacidades maravillosas, y sus prospecciones en la mente de los individuos eran tan certeras como las aventuras psíquicas que emprendían adentrándose en el tiempo por venir. Era así como descubrían retazos del futuro que, más tarde, confiaban a Jules, quien, con sus miles de notas científicas, construía aquellas novelas donde se dibujaba el porvenir de inventos que por entonces tenían carácter embrionario.
Solo una vez Jules osó abandonar la ortodoxia, y ocurrió en su segunda y nunca publicada novela:
París en el siglo
XX
. En base a aquellas informaciones, nuestro tío advirtió por vez primera que los adelantos científicos no traían a los hombres la felicidad. No importaban las calles iluminadas, los ferrocarriles subterráneos e innumerables adelantos que los Superiores Desconocidos le habían revelado. ¿Cómo se podía vivir en un mundo en el que los estudios de música o la poesía se consideraran actividades casi clandestinas?
Al leer aquel manuscrito, Hetzel estalló. Calificó el argumento como desmedido y de mal gusto, lo situó en un nivel muy inferior a las otras novelas de nuestro tío, y añadió numerosos reproches más en la parte derecha de las páginas. Naturalmente,
París en el siglo
XX
no vio la luz…