La tumba de Verne (28 page)

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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: La tumba de Verne
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»Y en segundo lugar, y eso es lo que le debo a tu padre, creo que tengo la obligación de advertirte de que puedes estar en peligro. —Alexia quiso decir algo, pero Miguel la interrumpió—. No digas nada, y así no tendrás que mentir. Déjame que termine. —Carraspeó y buscó el sendero más adecuado para las siguientes palabras que tenía que pronunciar—. Imaginemos por un momento que tú estuvieras en posesión de esa carta que, según yo creo, alguien buscó en casa de tu padre y en la mía. —Alexia no dijo nada cuando él la miró—. Si fuera así, y no digo que lo sea, es posible que no tarden en hacerte una visita, y creo que debes tener mucho cuidado.

Capellán guardó silencio, y Alexia lo imitió. Unos segundos después, ella sacó del bolsillo de su americana el viejo reloj de su padre y consultó la hora.

—Lo llevo siempre encima —explicó mirando el reloj. Sonrió levemente y a continuación se puso de pie, estiró su chaqueta y recompuso la imagen de la abogada de éxito—. Debes disculparme, pero se me hace tarde.

—¿Tendrás en cuenta lo que te he dicho?

Ella dudó antes de limitarse a sonreír.

Miguel abrió la puerta del despacho y antes de abandonarlo echó un último vistazo a los muebles de diseño hasta posarse en el rostro de la mujer alta, cuarentona y sofisticada que tenía delante.

—Por cierto, mañana me voy a Galicia —anunció—. Voy a encontrar ese centro geriátrico.

—¿La Isla?

—La Isla.

Ella no dijo nada, y Miguel cerró la puerta tras de sí.

¿Y si estaba equivocado? ¿Y si se estaba dejando llevar por la imaginación? ¿Realmente habían asesinado a Ávalos? La investigación policial no había logrado probar tal cosa. En cuanto al vaso de güisqui desplazado del lugar donde lo había dejado, cualquier persona sensata podría esgrimir una explicación más creíble que la de atribuir lo ocurrido a un misterioso intruso que hubiera querido hacerle una advertencia.

Miguel se había preparado un sándwich de queso y daba el último trago a una de las pocas botellas de cerveza que
Fígaro
no había bebido. Estaba sentado ante una estrecha mesita en la cocina. Frente a él, el blanco de los azulejos. A su lado, la soledad y la incertidumbre. Como una mancha de aceite, el temor a estar equivocado iba creciendo en su interior.

A lo mejor quien estaba en lo cierto era Caviedes, el personaje creado por Ávalos para su novela y que encarnaba la ortodoxia. A lo mejor, quienes llevaban las de ganar eran todos los «Caviedes» del mundo. Tipos que caerían sobre él si se le ocurriera publicar una historia repleta de sociedades secretas, individuos con capacidades psíquicas que les permitían explorar el futuro y tramas urdidas entre las bambalinas de la historia. Sujetos para los cuales no había nada turbio en el rechazo del manuscrito de
París en el siglo
XX
por parte de Hetzel. Simplemente, el editor lo consideró sin vida, de una calidad inferior a las otras novelas de Verne.

Mientras masticaba en silencio su sándwich, Miguel imaginó el estruendo de la artillería de la ortodoxia ante la idea de un Verne visionario. Que si las baterías de sodio que el Nautilus de Nemo utilizaba no significaban profecía alguna puesto que ya en 1841 se habían inventado las pilas Bausen
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, que se basaban en la reducción del ácido nítrico en el cátodo y en la oxidación del zinc en el ánodo. Que Verne se debió de basar en las aportaciones realizadas por el químico francés Antoine-Henri Becquerel para mejorar las prestaciones de esas pilas. Que el uso de las escafandras que se mencionaba en
Veinte mil leguas de viaje submarino
no entrañaba misterio alguno pues con anterioridad el ingeniero francés Benoît Rouquayrol había inventado un dispositivo similar que permitía la respiración a los miembros de los servicios de rescate que acudían en auxilio de los mineros cuando se producía una explosión en el interior de los pozos. E incluso añadirían que el propio Nemo cita a Rouquayrol, además de a Auguste Denayrouze, el marino que en 1863 adaptó el aparato para usarlo bajo las aguas.

Capellán rumió en silencio el sándwich y su previsible derrota. La opinión pública creería con más comodidad la explicación de los «Caviedes» que la suya propia. Ni siquiera podría poner sobre la mesa en una discusión la idea de que Verne hubiera anticipado el uso del submarino. Nadie con una mínima información podría obviar el hecho de que mucho antes que Verne diferentes inventores habían manoseado la idea. Incluso la publicación en la que el propio Verne había escrito,
Musée des familles
, recogió la noticia de la inmersión realizada en 1858 en el río Sena por un submarino llamado Nautilus, invención del americano Hallelt.

Malhumorado por el curso que seguían sus propios pensamientos, Capellán arrojó el sándwich sobre su plato. ¡Cómo coño iba a rebatir a los «Caviedes» del mundo si él mismo sabía que en el mes de octubre de 1867 el
Petit Journal
comenzó la publicación de un relato de aventuras en el que el protagonista era un sabio embarcado en un submarino, y Verne se vio obligado a publicar un anuncio que pudiera evitar pleitos futuros, dado que ya estaba escribiendo por entonces su novela!
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Capellán era consciente del peso incuestionable de aquellos datos. Pero, a pesar de todo, seguía intuyendo algo oscuro en esa criatura supuestamente de ficción que es Nemo. El capitán de aquella maravillosa nave inquieta al lector, lo desasosiega y lo seduce con idéntica fuerza. ¿Por qué?

Se podría pensar que el hosco, solitario y rebelde capitán tiene mucho en común con Verne, siempre deseoso de romper con el mundo burgués en el que se veía obligado a vivir. Verne, amante del mar, escenario de una treintena de sus novelas, hubiera sido feliz en una isla olvidada, alejado de su esposa y reinventando el mundo, como el Robinson a quien tanto admiró. Tal vez por eso escribió a Hetzel sobre la necesidad de convertir a Nemo en un hombre que viviera exclusivamente del mar y que no precisara en absoluto el mundo de los hombres
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.

Miguel caminó hasta el salón con la botella de cerveza en la mano. No quería pensar en Alexia, pero sus ojos se le aparecían cuando menos lo esperaba. ¿Con quién se alinearía ella? ¿Con los «Caviedes» o con los «Sinclair»? Creía conocer la respuesta.

¿Y sobre Nemo? ¿Qué pensaría una mujer como ella sobre el capitán del Nautilus? Un tipo que ha roto con todo y con todos, que vive como un ermitaño a bordo de un submarino.

De pronto, Capellán tuvo una idea. ¿Y si esa ruptura con el mundo de los hombres fuera una metáfora para mencionar un mundo perdido que Verne disimula bajo el fondo del mar porque no puede situar en un mapa el lugar del cual proceden los Superiores Desconocidos?

¿Qué pensaría cualquier persona razonable, cualquier «Caviedes», de una idea semejante? ¿Se atrevería Capellán a defender su hipótesis de que Nemo no estaba ya en la tierra porque no era un hombre como los demás, sino que había trascendido a la mismísima muerte? Después de todo, al describir al capitán del Nautilus Verne subrayaba la imposibilidad de calcular su edad.

¿Tendría las agallas suficientes de mencionar el descubrimiento que había hecho días antes mientras consultaba biografías y ensayos sobre la obra de Verne?

Miguel sabía que el novelista había dado instrucciones a Riou, el ilustrador de sus obras, para que el rostro de Aronnax fuera el de Verne, mientras que Nemo debía parecerse a Hetzel. Un tipo como Sinclair hubiera dicho que ideó esa estrategia porque Nemo y Hetzel encarnaban a la sociedad secreta de marras.

El descubrimiento que Miguel había realizado días antes tenía que ver precisamente con aquellas ilustraciones. Lo que le había llamado la atención era una viñeta de una edición ilustrada de
Veinte mil leguas de viaje submarino
en la que se veía a Nemo solo, contemplando desde unas rocas un imponente paisaje. Más tarde tropezó con un ensayo
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en el que se realizaba un estudio sobre las ilustraciones de las novelas de Verne y en el cual se establecía un paralelismo entre aquella viñeta y un cuadro obra del pintor Caspar David Friedrich fechado en 1818. Pero ¿qué había motivado el escalofrío que Capellán sintió?

La respuesta estaba en el título de aquella obra en la que el dibujante Riou parecía haberse inspirado para su viñeta. El cuadro de Friedrich se titula
Viajero ante el mar de niebla
. ¡Niebla! ¡El mar de niebla! No podía ser una casualidad, pensó Miguel, recordando lo que tantas veces había oído decir a Ávalos: lo que diferencia a un verdadero buscador del hombre común es que él sí sabe percibir las señales que aparecen en su camino. Era preciso estar alerta para detectarlas. Y, una vez que se creía advertir una, había que seguirla, aunque para los demás fuera una simple coincidencia o una estúpida temeridad hacerlo.

Ahora tenía ante sí una señal clara, nítida, se dijo. Una baliza en medio del océano de la incertidumbre: La Isla.

La carta

… Jules concedía mucha importancia a los nombres de los protagonistas de sus novelas. Él mismo lo dijo en alguna entrevista que concedió. Nemo y Phileas Fogg son dos buenos ejemplos.

A pesar de que Hetzel ejerció un férreo control sobre las novelas de nuestro tío hasta que falleció en 1886, no logró doblegar a Jules en algunos aspectos de la figura de Nemo. Y cuando en 1873 se enfrascó en la redacción de
La isla misteriosa
con el propósito de poner punto final a la biografía del misterioso capitán, Hetzel se vio obligado a transigir más de la cuenta. Si no le permitía dibujar a su héroe como quería, nuestro tío había amenazado a su editor con no desvelar el origen de Nemo.

Como bien sabes, finalmente lo mostró al mundo como el príncipe indio Dakkar, que odiaba a los ingleses porque habían dado muerte a su familia años antes. Pero bajo esa historia se ocultan otras claves.

Jules quería advertir al mundo de la existencia de hombres extraordinarios. Nemo encarnaba a los Superiores Desconocidos, procedentes de un mundo oculto. Era, además, un ingeniero maravilloso, capaz de construir una vida utópica apoyándose en la ciencia. Era una especie de anarquista sobrenatural, que no creía ni en patria ni en Dios alguno. Pero, al mismo tiempo, había algo oscuro en él. Había caído de la luz a las tinieblas.

Nuestro tío quiso alertar al mundo de los peligros que corría la humanidad si perseguía el gran secreto de esos Superiores Desconocidos: la inmortalidad.

Verne decidió matar a aquel ángel negro. Y Hetzel no pudo tolerarlo. Un Superior Desconocido no podía morir, de manera que fue él quien añadió aquellas dos palabras absurdas al final de la novela, para que Nemo pareciera un hombre común, un hombre más
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.

Y luego está Phileas Fogg.

Nada en él es casual. Ni su nombre, ni su apellido, ni su edad imposible de calcular, ni su fortuna de origen desconocido, ni sus extraordinarios conocimientos sobre los más variados lugares del mundo, a pesar de no haber viajado a ellos.

Nuestro tío dio vida a su criatura cuando la familia se había trasladado a Amiens después de que ya no pudiera soportar más las quejas de la tía Honorine, que decía sentirse ahogada en Le Crotoy. Si no recuerdo mal, creo que se mudaron en 1871. Jules no vio con malos ojos instalarse en Amiens, porque estaba a solo un par de horas de ferrocarril de París y podía viajar allí cómodamente para entrevistarse con Hetzel, para reunirse con la hermandad y para cultivar sus escarceos amorosos, de los cuales, como seguramente sepas, la tía siempre sospechó.

¿Sabes cómo surgió realmente la idea de escribir
La vuelta al mundo en ochenta días?

Probablemente habrás escuchado que Jules declaró haber leído en el diario
Le Siècle
un artículo donde se mencionaba que era posible hacer un viaje de esa duración dados los sistemas de transporte existentes. O que en 1870 leyó en
Le Magasin Pittoresque
una noticia que recogía un itinerario parecido al que Fogg siguió en su aventura. Pero hay algo más, algo que la gente no sabe y que tiene que ver de nuevo con ese escritor americano del que tanto habló George Sand a nuestro tío.

Resulta, Maurice, que Poe había publicado una historia titulada
La semana con tres domingos,
en la que planteaba el curioso caso que sucedería si una persona permaneciera en un lugar concreto mientras otras dos viajaban. Una lo haría en dirección este; la otra, en dirección oeste. Viajando hacia el este, el sol sale antes, y lo contrario sucede si se viaja hacia poniente. Si el explorador que se dirigía hacia el este completaba la vuelta al mundo habría ganado un día, mientras que quien se dirigía hacia el oeste lo habría perdido. De este modo, si los tres personajes se encontraran en el punto de partida un domingo, para uno de los viajeros ayer habría sido domingo, mientras que para el otro el domingo sería mañana.

He ahí el meollo de la novela, pues Phileas Fogg ganará un día en su viaje alrededor del mundo debido a que viajó siempre en dirección este. Para él, los días disminuían tantas veces cuatro minutos como grados atravesaba en su periplo. Y comoquiera que la Tierra tiene 360 grados, al multiplicar 4 minutos por grado se consigue un total de 1440 minutos, los cuales, dividos entre 60 minutos que tiene una hora, se transforman en veinticuatro horas. De este modo, cuando Fogg regresó a su club, del cual había partido el día 2 de octubre de 1872, en el quincuagésimo séptimo segundo del último minuto antes de que expirase el plazo fijado para dar término a su viaje, ganó la apuesta.

Con el argumento en la mano, era preciso construir el héroe para la novela y, dado que en la historia se jugaría con el tiempo, nuestro tío quiso ofrecer nuevas pistas a quien supiera leerlas. Así nació Fogg, hijo de la orden secreta a la que La Niebla rendía pleitesía…

4

E
ra la primera vez en su vida que Miguel estaba tan cerca de un pazo gallego. Sus conocimientos sobre aquel tipo de vivienda solariega tradicional se limitaban a lo que había leído en un par de folletos turísticos que hojeó una hora antes en la pensión en la que había conseguido habitación. La propaganda afirmaba que aquel modelo de construcción en piedra había tenido una enorme importancia entre los siglos
XVII
y
XIX
. Aquellas imponentes edificaciones se constituían como el eje alrededor del cual se organizaba la vida rural. Eran el corazón de la comunidad, y en ellas vivía el señor de la comarca.

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