La tumba de Huma (28 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: La tumba de Huma
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—Señora...

—¿Qué? ¿Dónde estoy? ¿Quién eres? No... ¡no puedo ver nada! ¡Ayúdame!

—Señora, tomad mi mano. Shhh... Estoy aquí. Soy Silvara. ¿Me recordáis?

Laurana sintió que unas manos suaves tomaban las suyas y la ayudaban a incorporarse.

—¿Podéis beber esto, señora?

La muchacha le acercó una copa a los labios. Laurana bebió un sorbo, saboreando el agua fría y transparente. Tomando la copa la bebió con avidez, sintiendo que refrescaba su ardiente sangre. Recuperó las fuerzas y se encontró con que podía ver de nuevo. Cerca de su cama ardía una pequeña vela. Se encontraba en una habitación en casa de su padre. Sus ropas estaban sobre un tosco banco de madera, junto a su espada. Su bolsa se hallaba en el suelo. Al otro lado del lecho, estaba sentada una niñera, profundamente dormida, con la cabeza apoyada sobre una mesa.

Laurana se volvió hacia Silvara, quien al percibir la pregunta que se adivinaba en los ojos de la princesa elfa, se llevó un dedo a los labios.

—Hablad en voz baja —le dijo la Elfa Salvaje—. No, no lo digo por ella —Silvara dirigió una mirada a la niñera—, dormirá profundamente durante muchas horas antes de que se le pase el efecto de la poción. Pero hay más gente en la casa y puede que no estén dormidos. ¿Os encontráis mejor?

—Sí —respondió Laurana, aturdida—. No recuerdo...

—Os desmayasteis. Les oí comentarlo cuando os trajeron aquí. Vuestro padre está verdaderamente apenado. El no quería decir lo que dijo, pero creo que le heristeis terriblemente...

—¿Cómo lo sabes?

—Estaba escondida, entre las sombras, en aquel rincón. La vieja niñera dijo que estabais bien, que sólo necesitabais un poco de descanso, y ellos se marcharon. Cuando ella fue a buscar una manta, le puse un somnífero en el te...

—¿Por qué? —preguntó Laurana. Al mirar más atentamente a la muchacha, Laurana pensó que la Elfa Salvaje debía ser una mujer muy bella o que podía serlo si se deshacía de la capa de mugre y porquería que llevaba encima.

Silvara, notando el escrutinio de Laurana, enrojeció avergonzada.

—Me escapé de los Silvanesti, señora, cuando os trajeron a esta parte de la isla.

—Laurana. Por favor, pequeña, llámame Laurana.

—Laurana —corrigió Silvara aún colorada—. Regresé para preguntaros si podéis llevarme con vos cuando partáis.

—¿Partir? Yo no me voy...

—¿Ah, no?

—No... no lo sé —respondió Laurana confusa.

—Puedo seros de utilidad. Conozco un camino entre las montañas para llegar al puesto de avanzada de los Caballeros, donde los barcos de alas blancas se hacen a la mar. Os ayudaré a dejar la isla.

—¿Por qué harías eso por nosotros? —le preguntó Laurana—. Lo siento, Silvara, no pretendo ser suspicaz, pero no nos conoces, y lo que propones es muy peligroso. Seguramente podrías escapar más fácilmente si te fueras sola

—Sé que lleváis con vosotros el Orbe de los Dragones —susurró Silvara.

—¿Cómo lo sabes?

—Oí a los Silvanesti comentarlo cuando os dejaron en el río.

—¿Y cómo sabías lo que era?

—Mi... gente sabe historias... sobre él. Sé que es importante para poner fin a esta guerra. Vuestra gente y los elfos de Silvanesti regresarán entonces a sus hogares y dejarán vivir en paz a los Kalanesti. Esta es una de las razones y... —Silvara se quedó callada durante un instante, y después habló tan bajo que Laurana a duras penas consiguió oírla —. Eres la primera persona que encuentro que conoce el significado de mi nombre.

Laurana la miró atónita. La muchacha parecía sincera, pero no la creía. ¿Por qué iba a arriesgar su vida para ayudarles? Tal vez fuera una espía de los Silvanesti, enviada para conseguir el Orbe. Parecía poco probable, pero cosas más extrañas...

Laurana intentó pensar. ¿Podían confiar en Silvara? ¿Podría ella ayudarles a salir de la isla? Aparentemente no tenían elección. Si tenían que internarse en las montañas, deberían atravesar las tierras de los Kalanesti. La ayuda de Silvara podía resultar muy valiosa.

—Debo hablar con Elistan —dijo Laurana—. ¿Podrías traerlo hasta aquí?

—No habrá necesidad, Laurana —respondió Silvara—. Ha estado esperando aquí fuera a que despertaras.

—¿Y los demás? ¿Dónde está el resto de mis amigos?

—Gilthanas está en la casa de vuestro padre, por supuesto, —¿era imaginación de Laurana, o en verdad Silvara se había sonrojado al pronunciar ese nombre ?—. A los demás se les ha instalado en las dependencias para invitados.

Silvara se alejó de su lado. Caminando de puntillas por la habitación, se dirigió hacia la puerta, la abrió e hizo una señal.

—¿Laurana?

—¡Elistan! —Laurana se lanzó a los brazos del clérigo. Posando la cabeza sobre su pecho, la muchacha cerró los ojos, sintiendo que los fuertes brazos de Elistan la abrazaban con ternura. Entonces tuvo la sensación de que todo iba a ir bien, Elistan se encargaría de todo, él sabría qué hacer

—¿Te encuentras mejor? —le preguntó el clérigo—. Tu padre...

—Sí, ya lo sé. —Laurana lo interrumpió. Sentía una dolorosa punzada en el corazón cada vez que alguien mencionaba a su padre —. Tienes que decidir qué es lo que hemos de hacer, Elistan. Silvara se ha ofrecido a ayudarnos a escapar. Podríamos partir esta noche y llevarnos el Orbe.

—Si esto es lo que quieres hacer, querida, no deberías perder más tiempo —dijo Elistan tomando asiento a su lado.

Laurana parpadeó.

—Elistan, ¿qué quieres decir? Debes venir con nosotros...

—No, Laurana —dijo Elistan tomando la mano de la elfa entre las suyas—. Si haces esto, tendrás que hacerla tú sola. He solicitado la ayuda de Paladine, y debo quedarme aquí, con los elfos. Creo que si me quedo, podré convencer a tu padre de que soy un clérigo de los verdaderos dioses. Si me voy, siempre creerá que soy un charlatán, como dice tu hermano.

—¿Y qué ocurrirá con el Orbe de los Dragones?

—Eso depende de ti, Laurana. En esto los elfos se equivocan. Seguramente llegará el día en que lo comprendan. Pero desgraciadamente no disponemos de siglos para convencerlos. Creo que deberías llevar el Orbe a Sancrist.

—¿Yo? —Laurana dio un respingo—. ¡No puedo!

—Querida —dijo Elistan con firmeza—, debes comprender que si tomas esta decisión, la carga del mando recaerá sobre ti. Sturm y Derek están demasiado ocupados en su propia discusión y, además, son humanos. Tendréis que tratar con elfos; con los tuyos y con los Kalanesti. Gilthanas está del lado de tu padre. Eres la única que tiene probabilidades de conseguirlo.

—Pero no soy capaz...

—Eres mucho más capaz de lo que tú crees, Laurana. Tal vez, todo lo que has pasado hasta ahora haya sido una preparación para esto. No debes perder más tiempo. Adiós, querida —Elistan se puso en pie y posó su mano sobre la cabeza de Laurana—. Que la bendición de Paladine, y la mía propia, te acompañen.

—¡Elistan! —susurró Laurana, pero el clérigo se había ido. Silvara cerró cuidadosamente la puerta.

Laurana volvió a tenderse en la cama, intentando pensar. «Elistan tiene razón. El Orbe de los Dragones no puede quedarse aquí. Y si tenemos que escapar, debe ser esta noche.¡Pero todo está sucediendo tan deprisa! ¡Y todo depende de mí! ¿Puedo confiar en Silvara? ¿Pero por qué preguntármelo? Ella es la única que puede guiarnos. Entonces todo lo que tengo que hacer es tomar el Orbe y la lanza, y liberar a mis amigos. Sé cómo conseguir los objetos pero, y mis amigos...

De pronto Laurana supo lo que debía hacer. Se dio cuenta de que, sin ser consciente de ello, lo había estado planeando, incluso mientras hablaba con Elistan.

«Esto me compromete», pensó. «No podré volverme atrás. Robar el Orbe, huir en la oscuridad de la noche en un país extraño y hostil... Y, además, está Gilthanas. Hemos pasado muchas cosas juntos para que ahora lo deje atrás. Pero a él la idea de robar el Orbe y huir le aterrará. Y si elige no acompañarme, ¿sería capaz de traicionarnos?

Laurana cerró los ojos por un instante, sintiéndose muy fatigada. «Tanis, ¿dónde estás? ¿Qué debo hacer? ¿Por qué depende de mí? Yo no he elegido esto», se dijo a sí misma.

Y entonces recordó haber percibido en Tanis la misma preocupación y tristeza que ahora la invadía a ella.

«Tal vez Tanis se hiciera las mismas preguntas. Siempre pensé que era muy fuerte, y quizá estaba tan perdido y asustado como yo estoy ahora. Desde luego no me cabe la menor duda de que él se había sentido abandonado por los suyos y nosotros dependíamos de él, le gustara o no. Pero lo aceptaba. Hacía lo que creía correcto», siguió pensando Laurana.

—Y eso es lo que debo hacer yo.

Rápidamente, negándose a permitirse pensar nada más, Laurana alzó la cabeza y le hizo un gesto a Silvara para que se acercara.

Sturm paseaba de un lado a otro de la pequeña y tosca cabaña que se les había asignado, incapaz de conciliar el sueño. El enano estaba tumbado sobre una cama, roncando ruidosamente. Al otro lado de la habitación, Tasslehoff yacía hecho un ovillo, encadenado a la pata de la cama por el pie. Sturm suspiró. ¿Qué nuevos problemas podían surgir?

La velada había transcurrido de mal en peor. Después de que Laurana se hubiera desmayado, Sturm se había visto obligado a contener al furioso enano. Flint había prometido destrozar a Porthios en pedazos. Derek había declarado que se consideraba un prisionero retenido por el enemigo y, como tal, su deber era intentar escapar; más adelante regresaría con los caballeros para recuperar el Orbe de los Dragones por la fuerza. Tras esta declaración fue inmediatamente arrestado y escoltado por soldados y justo cuando Sturm acababa de conseguir que el enano se calmara, apareció un elfo noble y acusó a Tasslehoff de haberle robado la bolsa.

Ahora, vigilados por una guardia doble, eran los «invitados» del Orador de los Soles.

—¿No puedes dejar de andar de un lado para otro? —preguntó Derek fríamente.

—¿Por qué? ¿Es que no te dejo dormir?

—No se trata de eso, desde luego. Sólo un necio podría dormir en estas circunstancias. Estás rompiendo mi concentrac...

—¡Shhh! —susurró Sturm.

Derek se calló al instante. Sturm le hizo una seña, y el caballero de más edad caminó hacia él, que estaba de pie en el centro de la habitación mirando hacia el techo. La cabaña era rectangular, tenía puerta pero no tenía ventanas, y en el centro de la estancia ardía una hoguera. Un agujero en el techo la mantenía ventilada.

A través de ese agujero Sturm había oído el extraño sonido que había llamado su atención. Era un sonido rasposo. Las vigas de madera del techo crujieron como si algo muy pesado estuviera arrastrándose sobre ellas.

—Suena como si fuera una extraña bestia —murmuró Derek—. ¡Y estamos desarmados!

—No —dijo Sturm escuchando atentamente—. El ruido no es de animal. Quien quiera que sea se mueve muy silenciosamente, como si no quisiera ser visto ni oído. ¿Qué están haciendo los centinelas allá fuera?

Derek se acercó a la puerta y se asomó cautamente al exterior.

—Están sentados alrededor del fuego. Dos de ellos están dormidos. No parece que se preocupen mucho por nosotros.

—¿Por qué deberían hacerlo? —dijo Sturm, sin apartar la mirada del techo—. Estamos rodeados de millares de elfos capaces de oír el más leve suspiro. ¿Qué puede...?

Sturm retrocedió alarmado al ver que las estrellas que había estado contemplando a través del agujero desaparecían repentinamente, borradas por una masa amorfa y oscura. Sturm se agachó con rapidez y agarró un tronco de la humeante hoguera, sosteniéndolo por el extremo, como un garrote.

—¡Sturm! ¡Sturm Brightblade! —dijo la masa amorfa.

Sturm siguió mirando hacia arriba, intentando localizar la voz. Le resultaba conocida. A su mente acudieron recuerdos de Solace.

—¡Theros! —exclamó —. ¡Theros Ironfield! ¿Qué estás haciendo aquí? ¡La última vez que te vi estabas al borde de la muerte en el reino de los elfos!

El corpulento herrero de Solace se deslizó trabajosamente por la obertura, llevándose parte del techo con él. Su pesado aterrizaje despertó al enano, quien se incorporó, contemplando con ojos soñolientos la aparición.

—¿Qué suced...? —el enano se sobresaltó y comenzó a buscar a tientas su hacha de guerra, la cual ya no estaba a su lado.

—¡Silencio! —ordenó el herrero—. No hay tiempo para responder preguntas. La Princesa Laurana me ha enviado a rescataros. Debemos encontrarnos con ella en el bosque que hay más allá del campamento. ¡Daos prisa! Sólo faltan unas horas para que amanezca y para entonces, deberíamos haber cruzado el río —Theros se acercó a Tasslehoff, que estaba intentado liberarse de la cadena sin éxito—. Bien, pequeño ladrón, veo que por fin te han pescado...

—¡No soy ningún ladrón! —exclamó Tas indignado—. Me conoces mejor que eso, Theros. La bolsa estaba ante mí y...

El herrero soltó una risita. Tomando la cadena en sus manos, tiró de ella con fuerza y consiguió partirla. No obstante Tas no se dio ni cuenta, pues se hallaba absorto contemplando el brazo del herrero. Uno de sus brazos, el izquierdo, era de color oscuro, el color de la piel de Theros. Pero el otro, el derecho, ¡era de brillante y reluciente plata!

—Theros —dijo Tas con voz ahogada—. Tu brazo...

—Las preguntas más tarde, bribonzuelo —dijo el herrero con expresión severa. Ahora tenemos que movernos rápidamente y en silencio.

—Tenemos que cruzar el río —gruñó Flint sacudiendo la cabeza—. ¡Más botes! ¡Más botes...!

—Quiero ver al Orador—le dijo Laurana al centinela que guardaba la puerta de los aposentos de su padre.

—Es tarde. El Orador está durmiendo.

Laurana se sacó la capucha. El guardia inclinó la cabeza.

—Disculpadme, Princesa. No os he reconocido. ¿Quién va con vos? —dijo mirando a Silvara con suspicacia.

—Mi doncella. Yo nunca iría sola de noche.

—No, claro, por supuesto que no —dijo apresuradamente el guardia mientras le abría la puerta—. Adelante. La habitación donde duerme el Orador es la tercera, a la derecha del corredor.

—Gracias —respondió Laurana pasando ante el guardia. Silvara, semioculta en una voluminosa capa, se apresuró a seguirla.

—El arcón está en su habitación, a los pies de su cama —le susurró Laurana a Silvara—.

¿Estás segura de que podrás llevar el Orbe? Es grande y muy pesado.

—No es tan grande —murmuró Silvara perpleja, mirando a Laurana—. Solo más o menos... —hizo un gesto con las manos, abarcando el tamaño de una pelota de niños.

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