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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La tumba de Huma (29 page)

BOOK: La tumba de Huma
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—No —dijo Laurana frunciendo el ceño—. No lo has visto. Tiene casi dos pies de diámetro. Por eso te hice poner esa capa tan grade.

Silvara la miró asombrada. Laurana se encogió de hombros.

—Bueno, no podemos quedarnos aquí discutiendo. Ya se nos ocurrirá algo llegado el momento.

Las dos se deslizaron por el corredor tan silenciosamente como un kender, hasta llegar a la habitación.

Conteniendo la respiración, temiendo incluso que los latidos de su corazón fueran demasiado ruidosos, Laurana empujó la puerta. Ésta se abrió con un crujido que le hizo rechinar los dientes. A su lado, Silvara temblaba de miedo. En la cama, una figura se movió y se volvió... era su madre. Laurana vio que su padre, aún dormido, sacaba una mano para acariciarla tranquilizadoramente. Los ojos de Laurana se llenaron de lágrimas. Apretando los labios con resolución, sostuvo con firmeza la mano de Silvara y penetró en la habitación.

El arcón se encontraba a los pies de la cama. Estaba cerrado, pero cada uno de los compañeros llevaba una copia de la pequeña llave de plata. Laurana abrió el arcón rápidamente y levantó la tapa. Pero casi la dejó caer, asombrada. El Orbe de los Dragones estaba allí, reluciendo aún con la pálida luz blanca y azulada. ¡Pero no era el mismo Orbe! ¡Y, si lo era, había encogido! Como Silvara había dicho, no era más grande que una pelota de juguete. Laurana se dispuso a tomarlo entre sus manos. Todavía era pesado, pero pudo alzarlo fácilmente. Sosteniéndolo delicadamente entre sus temblorosas manos, lo sacó del arcón y se lo tendió, a Silvara. La Elfa Salvaje lo ocultó inmediatamente bajo su capa. Laurana tomó el asta de madera de la
dragonlance
partida, preguntándose, mientras lo hacía, por qué se molestaba en llevarse la vieja arma rota.

«Me la llevaré porque el caballero se la dio a Sturm. El quería que Sturm la tuviera», pensó.

En el fondo del arcón estaba Wyrmslayer, la espada de Tanis, la que le había sido entregada por Kith-Kanan. Laurana miró la espada y luego la
dragonlance.
«No puedo llevarme ambas», pensó, y se dispuso a depositar la lanza en el arcón. Pero Silvara la cogió del brazo.

—¿Qué estás haciendo? ¡Tómala! ¡Llévatela también!

Laurana miró asombrada a la muchacha. Entonces volvió a tomar la lanza rápidamente, la escondió bajo su capa y cerró la tapa del arcón cuidadosamente, dejando dentro la espada. En ese preciso instante, su padre se movió en la cama, incorporándose.

—¿Qué...? ¿Quién está ahí? —preguntó alarmado.

Laurana notó que Silvara estaba temblando y tomó su mano para tranquilizarla, haciéndole una señal para que guardara silencio.

—Soy yo, padre —dijo casi en un susurro —. Quería decirte que lo siento, padre, y te pido que me perdones.

—Ah, Laurana —el orador volvió a tenderse en la cama, cerrando los ojos—. Te perdono, hija mía. Ahora vuelve a la cama. Hablaremos por la mañana.

Laurana aguardó hasta que la respiración de su padre volvió a ser tranquila y regular. Luego salió con Silvara de la habitación, sosteniendo con firmeza la
dragonlance
bajo su capa.

—¿Quién va? —preguntó una voz humana en elfo.

—¿Quién lo pregunta? —respondió otra, indudablemente elfa.

—¿Gilthanas, eres tú?

—¡Theros! ¡Amigo mío! —el joven elfo surgió rápidamente de la penumbra para abrazar al herrero. Por un instante Gilthanas se sintió tan emocionado que no pudo formular palabra. Un momento después, asombrado, se deshizo del abrazo de oso del herrero—. ¡Theros! ¡Tienes dos brazos! Pero los draconianos en Solace te cortaron el brazo derecho! Hubieras muerto si Goldmoon no te hubiera sanado.

—¿Recuerdas lo que me dijo entonces el cerdo de Fewmaster? La única forma que tienes de conseguir un brazo .. nuevo, ¡es forjándotelo tú mismo! Bien, pues ¡hice justamente eso! La historia de mis aventuras para encontrar el brazo de plata que ahora llevo, es larga...

—Y no es para contarla ahora —gruñó una voz tras él—. A menos que quieras que millares de elfos la escuchen con nosotros.

—O sea que te las arreglastes para escapar, Gilthanas —dijo Derek semioculto entre las sombras—. ¿Has traído el Orbe?

—No me he
escapado
—respondió Gilthanas fríamente—. He dejado la casa de mi padre para acompañar a mi hermana y a Sil... y a su doncella hasta aquí. Llevarse el Orbe ha sido idea de mi hermana, no mía, pero aún hay tiempo para reconsiderar este asunto, Laurana —Gilthanas se volvió hacia ella—. Devuélvelo. No dejes que las apresuradas palabras de Porthios te hagan cometer una imprudencia. Si lo guardamos aquí, podremos utilizarlo para defender a nuestra gente. Podríamos averiguar cómo manejarlo, hay hechiceros entre los nuestros.

—¡Entreguémonos a los guardias ahora! ¡Así podremos dormir un poco en algún lugar caliente! —resopló el enano aterido de frío.

—O das la alarma ahora, elfo, o nos dejas marchar. Antes de traicionarnos, danos por lo menos algo de tiempo —dijo Derek.

—No tengo ninguna intención de traicionaros —declaró Gilthanas enojado. Ignorando al resto, se volvió una vez más hacia su hermana—. ¿Laurana?

—Estoy decidida a hacer las cosas de esta forma —respondió ella lentamente—. He estado reflexionando sobre ello, y creo que estamos haciendo lo más correcto. Elistan piensa lo mismo. Silvara nos guiará a través de las montañas...

—Yo también conozco las montañas —dijo Theros—. No he estado muy ocupado, por lo que he tenido tiempo de recorrerlas. Además, me necesitaréis para que los centinelas no os descubran.

—Entonces está decidido.

—Muy bien —Gilthanas suspiró—. Iré con vosotros. Si me quedara aquí, Porthios siempre sospecharía de mi complicidad.

—Perfecto —profirió Flint—. ¿Podemos escaparnos ya? ¿O necesitamos despertar a alguien más?

—Por aquí —dijo Theros—. Los guardias ya están acostumbrados a mis paseos nocturnos. Quedaos entre las sombras y dejadme hablar a mí —inclinándose, agarró a Tasslehoff por el cuello de su pesado abrigo de pieles y alzó al kender del suelo hasta tenerlo justo a la altura de sus ojos—. Eso va por ti, pequeño ladrón, así que ten la boca cerrada —dijo el herrero con el ceño fruncido.

—Sí, Theros —respondió el kender dócilmente, agitándose bajo la mano de plata hasta que Theros volvió a depositarlo en el suelo. Algo inquieto, Tas resituó sus bolsas e intentó recuperar su dignidad.

Los compañeros siguieron al herrero de piel oscura hasta el limite del adormecido campamento elfo, avanzando lo más silenciosamente posible. Aunque para Laurana eran más ruidosos que el cortejo de una boda.

Pero los elfos dormían arropados en su complacencia, que era como una manta suave y lanuda. Habían huido del peligro y estaban a salvo. Ninguno de ellos creía que volviera a acosarles de nuevo. Por tanto siguieron durmiendo mientras los compañeros escapaban en la oscuridad.

Silvara, que llevaba el Orbe bajo la capa, sentía como el frío cristal iba caldeándose con el calor de su cuerpo, lo sentía moverse y latir con vida.

—¿Qué voy a hacer? —se susurraba a sí misma en el dialecto de los Kalanesti, avanzando casi a ciegas por la oscuridad—. ¿Por qué yo? ¿Por qué? No lo entiendo... ¿Qué voy a hacer.

4

El río de los Muertos.

La leyenda del dragón plateado.

La noche era queda y fría. Unas nubes tormentosas ocultaban la luz de las lunas y de las estrellas. No llovía, no hacía viento, reinaba únicamente una opresiva sensación de espera. Laurana sintió que la propia naturaleza estaba alerta, cauta, temerosa. En la distancia, los elfos dormían en su refugio tejido con sus insignificantes temores y odios. «¿Qué terrible criatura alada surgiría de aquel nido?», se preguntó Laurana.

Los compañeros tuvieron pocos problemas para despistar a los centinelas elfos. Al reconocer a Theros, los guardias charlaron amigablemente con él mientras los demás se deslizaban entre los árboles cercanos. Alcanzaron el río poco antes del amanecer.

—¿Y cómo vamos a cruzarlo? —preguntó el enano, contemplando las aguas apesadumbrado—. No me gustan nada los botes, pero son mejores que tener que nadar.

—Eso no debería ser un problema —Theros se volvió hacia Laurana—. Preséntale a tu pequeña amiga.

Asombrada, Laurana miró a la Elfa Salvaje, y lo mismo hicieron los demás. Silvara, avergonzada al sentir que todos la miraban, se ruborizó y asintió con la cabeza.

—Kargai Sargaron tiene razón —murmuró—. Esperad aquí, entre las sombras de los árboles.

La muchacha se alejó, corriendo hacia la orilla con ligereza, de forma tan libre y salvaje, que embelesaba mirarla. Laurana percibió que Gilthanas la seguía con la mirada.

Silvara se llevó los dedos a los labios y silbó imitando el canto de un pájaro. Aguardó durante un instante y luego repitió el silbido tres veces. Poco después se oyó la respuesta a su llamada, que resonó a través de las aguas desde la orilla opuesta del río. Satisfecha, regresó con el grupo. Laurana; vio que, aunque Silvara hablara con Theros, la muchacha miraba fijamente a Gilthanas. Al darse cuenta de que el elfo también lo hacía, Silvara enrojeció y desvió rápidamente la mirada.

—Kargai Sargaron —dijo apresuradamente—, mi gente viene hacia aquí, pero tú deberías estar conmigo cuando lleguen, para explicarles las cosas. Me temo que no les va a gustar nada que los humanos entren en nuestras tierras, ni tampoco otros elfos —dijo lanzando una mirada de disculpa a Laurana y Gilthanas.

—Yo hablaré con ellos —dijo Theros. Mirando hacia el río, hizo un gesto—. Allí vienen.

Laurana vio dos sombras oscuras deslizarse por el río. «Los Kalanesti deben mantener una guardia constante» razonó.

Habían reconocido la llamada de Silvara. Era extraño para una esclava disponer de tanta libertad. Si escapar era tan fácil, ¿por qué se habría quedado Silvara con los Silvanesti. No tenía ningún sentido... a menos que su objetivo no fuera escapar.

—¿Qué significa «Kargai Sargaron»? —le preguntó bruscamente a Theros.

—El del brazo de plata —respondió Theros sonriendo.

—Parecen confiar en ti.

—Sí. Te dije que había pasado gran parte de mi tiempo vagando por las montañas. Esto no es exactamente cierto. Pasé mucho tiempo entre los Kalanesti. No pretendo ser irrespetuoso, princesa elfa, pero no tienes idea de las injusticias que les está causando tu gente a los salvajes: disparando al gamo o alejándolo de aquí, haciendo esclavos a sus jóvenes, engatusándolos con el oro, la plata y el acero —Theros lanzó un suspiro de enojo —. He hecho lo que he podido. Les enseñé cómo forjar armas de caza y herramientas. Pero me temo que el invierno será frío y duro. Los gamos son ya cada vez más escasos. Puede que lleguen a morir de hambre, si antes no los han matado ell...

—Tal vez, si me quedara —murmuró Laurana—, podría ayudar ..., —pero enseguida se dio cuenta de que aquello era ridículo. ¿Qué podía hacer ella? ¡Ni su propia gente la aceptaba!

—No puedes estar en varios sitios a la vez—dijo Sturm—. Los elfos deben resolver sus problemas, Laurana. Estás haciendo lo que debes.

—Ya lo sé —dijo suspirando. Volviendo la cabeza, miró hacia el campamento Qualinesti—. Yo era igual que ellos, Sturm. Mi bello y organizado mundo había girado tanto tiempo en torno a mí, que creí que yo era su centro. Corrí tras Tanis porque estaba segura de que podría conseguir que él me amara. ¿Por qué no iba a hacerlo? Todos los demás me amaban. Y entonces me di cuenta de que el universo no giraba en torno a mí. ¡Yo ni siquiera contaba para el mundo! Vi muerte y sufrimiento. Me vi obligada a matar para que no me mataran. Vi el verdadero amor. Amor como el de Riverwind y Goldmoon, el amor de los que están dispuestos a sacrificarlo todo, incluso la propia vida. Me sentí pequeña e insignificante. Y ahora eso es lo que me parece mi gente: pequeños e insignificantes. Yo pensaba que eran perfectos, pero ahora comprendo cómo se sentía Tanis... y por qué se fue.

Los botes de los Kalanesti habían llegado a la orilla. Silvara y Theros caminaron hacia allá para hablar con los elfos que los manejaban. A una señal de Theros, los compañeros salieron de las sombras de los árboles y se acercaron a la orilla —con las manos alejadas de las armas—, para que aquéllos pudieran verlos. Al principio pareció que no había esperanza alguna. Los elfos charlaban en su extraño y tosco dialecto, que la propia Laurana tenía dificultad en comprender. Aparentemente se negaban rotundamente a prestar cualquier tipo de ayuda al grupo.

De pronto se oyó un sonido de cuernos proveniente de los bosques que habían dejado atrás.. Gilthanas y Laurana se miraron el uno al otro alarmados. Theros señalaba coninsistencia al grupo con su dedo de plata, y luego se señalaba a sí mismo, golpeándose el pecho, como si diera su palabra de responder por los compañeros. Los cuernos sonaron una vez más. Silvara añadió sus propios ruegos. Finalmente, los Kalanesti accedieron, aunque con resquemor.

Los compañeros corrieron hacia el agua, todos ellos conscientes de que su ausencia había sido descubierta y de que la persecución había comenzado. Uno por uno, fueron entrando cuidadosamente en los botes, que no eran más que troncos vaciados. Todos, excepto Flint, quien gimió y se tiró al suelo, sacudiendo la cabeza y refunfuñando en el idioma de los enanos. Sturm lo miró preocupado, temiendo que se repitiera el incidente de Crystalmir, en el que el enano se había negado rotundamente a entrar en el bote. No obstante, esta vez fue Tasslehoff quien lo convenció, consiguiendo, finalmente, que el enano se pusiera en pie.

—Aún acabaremos haciendo de ti un marinero —dijo el kender alegremente, empujando a Flint por la espalda con su vara jupak.

—¡No lo haréis! ¡Y deja de empujarme con esa cosa!

Al llegar al agua se detuvo, jugueteando nervioso con un trozo de madera. Tas saltó dentro del bote y aguardó expectante con la mano extendida.

—¡Maldita sea, Flint, entra en el bote! —ordenó Theros.

—Dime sólo una cosa —suplicó el enano tragando saliva—. ¿Por qué lo llaman el río de los Muertos?

—Lo sabrás muy pronto —gruñó Theros, alargando su fuerte brazo, agarró al enano como si fuera una liviana pluma y lo dejó caer en el bote—. Vámonos —les dijo el herrero a los Elfos Salvajes, quienes ya habían sumergido los remos de madera en el agua.

Los botes , llevados por la corriente, avanzaron rápidamente río abajo, en dirección oeste. Los compañeros se acurrucaron en ellos para evitar que el frío viento azotara sus rostros y les cortara la respiración. No vieron signos de vida a lo largo de la costa sur, donde los Qualinesti habían construido su hogar. Pero Laurana vislumbró fugaces imágenes de oscuras siluetas que se asomaban entre los árboles de la costa norte. Entonces se dio cuenta de que los Kalanesti no eran tan ingenuos como parecían, ya que mantenían a sus primos bajo estrecha vigilancia, y se preguntó cuántos de ellos, que vivían como esclavos, eran, en realidad, espías. Su mirada se desvió hacia Silvara.

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