La tumba de Huma (32 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: La tumba de Huma
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—No, creo que no —respondió Theros pensativamente—. Si los ejércitos de los Señores de los Dragones estuvieran decididos a tomar esta isla, hubieran enviado dragones y miles de tropas. Creo que sólo se trata de pequeñas patrullas destacadas para intimidar y dar la sensación de que la situación se deteriora aún más de lo que lo está. Los Grandes Señores esperan seguramente que los elfos les eviten la molestia de atacar y, en cambio, se destrocen entre ellos.

—El ejército de los dragones aún no está preparado para conquistar Ergoth —dijo Derek—. Todavía no tienen dominado el norte. Pero es sólo cuestión de tiempo. Por eso esurgente que llevemos el Orbe a Sancrist y convoquemos una reunión del Consejo de la Piedra Blanca para determinar lo qué debemos hacer con él.

Recogiendo rápidamente sus pertenencias, los compañeros se pusieron en marcha en dirección a las montañas. Silvara los guió por un sendero que discurría junto al plateado río que nacía en las colinas. Todos pudieron sentir las hostiles miradas de los Kalanesti siguiéndolos hasta que los perdieron de vista.

La tierra comenzó a ascender casi inmediatamente. Theros comentó que estaban internándose en regiones en las que él nunca había estado; por tanto, la única que podía guiarles era Silvara. A Laurana esta situación no le gustaba demasiado. Adivinó que algo había ocurrido entre su hermano y la muchacha al sorprenderlos compartiendo una dulce y secreta sonrisa.

Silvara había aprovechado para cambiarse de ropas, cuando encontraron a su gente antes de internarse en las montañas. Ahora iba vestida como una mujer Kalanesti, con una larga túnica de cuero sobre unos pantalones también de cuero, y se cubría con una capa de pieles. Al llevar el cabello lavado y peinado, todos ellos comprendieron por qué le habían puesto el nombre que llevaba. Su melena, de un extraño tono plateado, fluía desde su frente, cayendo sobre sus hombros con radiante belleza.

Silvara resultó ser una guía excepcionalmente buena, haciéndoles avanzar a paso rápido. Ella y Gilthanas caminaban juntos, charlando en elfo. Poco antes del atardecer llegaron a una gruta.

—Podemos pasar aquí la noche —dijo Silvara—. Seguramente hemos dejado atrás a nuestros perseguidores. Pocos conocen estas montañas tan bien como yo. Pero será mejor que no encendamos fuego. Me temo que la cena deberá ser fría.

Exhaustos por la escalada del día, tras comer frugalmente, prepararon sus lechos en la gruta. Los compañeros, acurrucados bajo las mantas que transportaban, durmieron a intervalos. Establecieron turnos de guardia y tanto Laurana como Silvara insistieron en hacer algún turno. La noche transcurrió tranquilamente, el único sonido que oyeron fue el del viento silbando entre las rocas.

Pero a la mañana siguiente, Tasslehoff, que con la intención de echar un vistazo había salido al exterior a través de una grieta que había en la entrada oculta de la gruta, regresó rápidamente al interior. Llevándose un dedo a los labios, Tas les hizo un gesto para que le siguieran afuera. Theros empujó a un lado el inmenso pedrusco que habían colocado para tapar la entrada, y los compañeros siguieron silenciosamente a Tas. Al llegar a una distancia de unos veinte pies de la caverna, el kender señaló ceñudamente el suelo cubierto de nieve.

Había huellas de pisadas y, eran tan recientes, que la nieve impulsada por el viento aún no había llegado a cubrirlas. Las ligeras y delicadas pisadas no se habían hundido profundamente en la nieve. Nadie habló. No había necesidad. Todos reconocieron la definida y clara silueta de las botas elfas.

—Deben haber pasado por aquí esta noche —dijo Silvara—. Pero será mejor que partamos de inmediato. No tardarán en descubrir que han perdido nuestra pista y desandarán el camino. Debemos irnos.

—No creo que eso cambie mucho las cosas —refunfuñó Flint señalando las claras huellas que acababa de dejar el grupo. Alzando la mirada contempló el cielo azul y despejado—. También podríamos sentarnos y esperarlos. Nos ahorraría tiempo y esfuerzo. ¡No tenemos forma de ocultar nuestras huellas!

—Tal vez no podamos ocultar nuestro rastro —dijo Theros—, pero probablemente podamos alcanzarlos.

—Probablemente —repitió Derek ceñudo. Bajando la mano, desató la espada en la vaina y caminó de vuelta hacia la gruta.

Laurana se acercó a Sturm.

—¡No debe haber derramamiento de sangre! —le susurró nerviosa, asustada por el gesto de Derek.

Mientras seguían a los otros Sturm sacudió la cabeza.

—No podemos permitir que vuestra gente nos impida llevar el Orbe a Sancrist.

—¡Lo sé! —exclamó Laurana inclinando la cabeza para entrar en la caverna.

Los demás estuvieron listos en pocos minutos. Derek, de pie a la entrada de la gruta, contempló a Laurana con impaciencia.

—Ve con los demás —le dijo la elfa, intentando evitar que la viera llorar—. En seguida voy.

Derek salió inmediatamente al exterior. Theros, Sturm y los otros se movieron más lentamente, mirando a Laurana con inquietud.

—Empezad a caminar —les dijo haciendo un gesto.

Necesitaba estar sola un momento, pero únicamente podía pensar en Derek llevándose la mano a la espada.

—¡No! —se dijo a sí misma con severidad—. No lucharé contra los míos. El día que eso ocurra será el día en que los Dragones habrán vencido. Antes de hacer una cosa así entregaría mi propia espada.

Oyó un movimiento detrás suyo. Laurana se giró con rapidez.

—¿Silvara? —dijo sorprendida al ver a la muchacha entre las sombras—. Pensaba que ya te habías marchado. Qué estás haciendo?

—Na...nada —murmuró Silvara—. Sólo estoy recogiendo mis cosas.

Tras Silvara, sobre el frío suelo de la gruta, a Laurana le pareció ver el Orbe con su superficie de cristal reluciendo con una extraña y palpitante luz. Pero antes de que pudiera observarlo con más atención, Silvara lo cubrió rápidamente con su capa. Al hacerlo, Laurana advirtió que la muchacha, pese a haberse incorporado, se situaba de forma que ocultaba lo que había estado manejando en el suelo.

—Vamos, Laurana —dijo Silvara—, debemos apresurarnos. Siento haber ido tan lenta.

—Un momento —dijo Laurana con expresión severa. Pero al pasar ante la Elfa Salvaje, ésta la cogió firmemente del brazo.

—Debemos apresuramos —dijo Silvara en un punzante tono de voz. Su mano apretaba el brazo de Laurana con tanta fuerza, que a pesar de la gruesa capa de pieles que llevaba la princesa elfa, el apretón resultaba doloroso.

—Suéltame —dijo Laurana con frialdad, mirando fijamente a la muchacha y sin mostrar enojo o temor en sus verdes ojos. Silvara la soltó, bajando la mirada.

Laurana caminó hasta el fondo de la gruta. No obstante, al bajar la mirada no vio nada que le resultara sospechoso. Había un montón de ramas, cortezas y madera chamuscada, algunas piedras, pero eso era todo. Si se trataba de una señal, era algo torpe. Laurana les dio una patada, esparciendo las piedras y las ramas. Luego se volvió y tomó a Silvara del brazo.

—Ya ves. Sea cual fuere el mensaje que les hayas dejado a tus amigos, será difícil leerlo.

Laurana estaba preparada para cualquier reacción de la muchacha —enfado o vergüenza al ser descubierta—, incluso esperaba que Silvara la atacara. Pero Silvara comenzó a temblar. Sus ojos, al mirar a Laurana, eran suplicantes, casi pesarosos. Por un momento Silvara intentó hablar, pero no pudo. Sacudiendo la cabeza, se soltó del apretón de Laurana y salió corriendo de la gruta.

—¡Apresúrate, Laurana! —gritó Theros.

—¡Ya voy! —respondió, volviendo la mirada hacia el montón de ramas y pedruscos. Pensó en tomarse un momento para volverlo a examinar, pero sabía que no podían entretenerse.

«Tal vez esté siendo demasiado suspicaz sin razón», pensó Laurana lanzando un suspiro mientras se apresuraba a salir de la gruta. Pero cuando ya habían comenzado a ascender por el sendero, se detuvo tan bruscamente que Theros, que caminaba en la retaguardia, tropezó con ella. El herrero la agarró del brazo, sosteniéndola.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—S...sí —respondió Laurana casi sin oírlo.

—Estás pálida. ¿Has visto algo?

—No. Estoy perfectamente —respondió, comenzando a trepar por el escarpado sendero de nuevo. ¡Qué estúpida había sido! ¡Qué estúpidos habían sido todos!

Una vez más pudo ver claramente en su mente a Silvara poniéndose en pie y dejando caer su capa sobre el Orbe de los Dragones que brillaba con aquella extraña luz.

Se disponía a interrogar a Silvara sobre su actitud cuando, de repente, algo interrumpió sus pensamientos. Una flecha voló por los aires y se clavó en un árbol tras pasar muy cerca de la cabeza de Derek.

—¡Elfos! ¡Al ataque, Brightblade! —gritó el caballero desenvainando la espada.

—¡No! —Laurana corrió hacia él, sujetándole el brazo—. No lucharemos! ¡No habrá matanzas!

—¡Estás loca! —chilló Derek. Enojado, deshaciéndose de ella, la empujó hacia Sturm.

Otra nueva flecha voló por los aires.

—¡Tiene razón! —rogó Silvara, retrocediendo—. No podemos luchar contra ellos. ¡Debemos llegar al desfiladero! allá podremos detenerlos.

Otra flecha, casi gastada, golpeó la cota de mallas que Derek llevaba sobre su túnica de cuero. Derek se la arrancó furioso.

—Su intención no es matar —añadió Laurana—. Si así fuera, ya estarías muerto. Debemos correr hacia el desfiladero. De todas formas no podemos luchar aquí —dijo señalando el bosque.

—Envaina tu espada, Derek —dijo Sturm desenvainando a suya—. O tendrás que luchar conmigo primero.

—Eres un cobarde, Brightblade —chilló Derek con voz temblorosa de rabia—. ¡Estás huyendo del enemigo!

—No. Estoy huyendo de mis amigos. Empieza a moverte, Crownguard, o los elfos encontrarán que han llegado tarde para hacerte prisionero.

Una cuarta flecha pasó volando, clavándose en un árbol cercano a Derek. El caballero, con el rostro desencajado por la furia, envainó su espada y volviéndose, comenzó a ascender por el sendero. Pero antes le lanzó a Sturm una mirada de enemistad tal, que Laurana se estremeció.

—Sturm... —comenzó a decir, pero el caballero la agarró del codo y la empujó hacia arriba con tal presteza que no pudo hablar. Treparon rápidamente. Tras ella, podía oír a Theros avanzar por la nieve, deteniéndose de vez en cuando para hacer rodar pedruscos montaña abajo. Al poco rato pareció como si toda la falda de la montaña estuviera deslizándose hacia abajo, y dejaron de volar las flechas.

—Pero esto es sólo momentáneo —gruñó el herrero alcanzando a Sturm y a Laurana—. No los detendrá por mucho tiempo.

Laurana no pudo responder. Sus pulmones ardían como el fuego. Veía estrellas azules y doradas ante sus ojos. Pero ella no era la única que sufría. También Sturm estaba sin aliento. Incluso el fuerte herrero resoplaba como un caballo. Al dar la vuelta a una roca, encontraron al enano de rodillas y Tasslehoff intentando vanamente levantarlo.

—Debemos... descansar dijo Laurana con la garganta dolorida. Se disponía a sentarse cuando dos manos firmes la agarraron.

—¡No! —dijo Silvara con urgencia—. ¡Aquí no! ¡Sólo un poco más! ¡Vamos! ¡Hay que seguir adelante!

La Elfa Salvaje empujó a Laurana hacia arriba. Sturm ayudó a Flint a ponerse en pie, mientras el enano gruñía y maldecía. Entre Theros y Sturm lo arrastraron por el sendero. Tasslehoff avanzaba tras ellos, demasiado cansado hasta para hablar.

Finalmente llegaron a la cima del desfiladero. Laurana se dejó caer sobre la nieve, sin importarle lo que pudiera ocurrirle. Los demás se sentaron junto a ella, todos excepto Silvara, que siguió mirando montaña abajo.

«¿De dónde sacará las fuerzas?», pensó Laurana. Pero se sentía demasiado exhausta para pensar. En ese momento estaba tan cansada que ni siquiera le preocupaba que los elfos les encontraran. Silvara se volvió hacia ellos.

—Debemos separarnos —dijo decidida.

Laurana la miró sin comprender.

—No —comenzó a decir Gilthanas, intentando ponerse en pie sin éxito.

—¡Escuchadme! —dijo Silvara apremiantemente, arrodillándose—. Los elfos están demasiado cerca. Seguro que nos alcanzan, y entonces deberemos luchar o rendirnos.

—Luchar —murmuró Derek.

—Hay una fórmula mejor —susurró Silvara—. Tú, caballero, deberás llevar el Orbe a Sancrist solo. Nosotros despistaremos a nuestros perseguidores.

Durante un momento nadie habló. Todos contemplaron silenciosamente a Silvara, considerando esta nueva posibilidad. Derek alzó la cabeza con los ojos relucientes. Laurana miró a Sturm alarmada.

—No creo que una sola persona deba cargar con tan grave responsabilidad —dijo Sturm jadeante—. Por lo menos deberíamos ir dos de nosotros...

—¿Te refieres a ti mismo, Brightblade? —preguntó Derek.

—Sí, desde luego, si alguien ha de ir debería ser Sturm —dijo Laurana.

—Puedo dibujar un mapa de las montañas —dijo Silvara—. El camino no es difícil. El puesto de avanzada de los Caballeros está solo a dos días de viaje de aquí.

—Pero no podemos volar —protestó Sturm—, ¿qué ocurrirá con nuestro rastro? Seguramente los elfos se darán cuenta de que nos hemos dividido.

—Una avalancha —sugirió Silvara—. Cuando Theros arrojó las rocas por la montaña me dio una idea.

Miró hacia arriba y los demás siguieron su mirada. Sobre ellos se alzaban picos cubiertos de nieve.

—Con mi magia puedo provocar una avalancha —dijo lentamente Gilthanas—. Borraré las huellas de todos.

—No del todo —previno Silvara—. Debemos permitir que las nuestras vuelvan a ser encontradas, aunque no de forma demasiado clara. Después de todo, nosotros queremos que nos sigan.

—¿Pero adónde iremos? —preguntó Laurana—. No tengo intención de vagar sin rumbo por la espesura.

—Conozco un..un lu..lugar —a Silvara le falló la voz y bajó la mirada al suelo—. Es secreto, sólo lo conoce mi gente. Os llevaré allí. Por favor, debemos apresuramos. ¡No tenemos mucho tiempo!

—Yo llevaré el Orbe a Sancrist —dijo Derek—, pero iré sólo. Sturm debería ir con vosotros. Necesitaréis un guerrero.

—Tenemos guerreros —dijo Laurana—. Theros, mi hermano, el enano. Yo misma ya he tenido experiencia en la batalla...

—Y yo —añadió Tasslehoff.

—Y el kender —añadió Laurana ceñuda—. Además, no llegará a correr la sangre.

Sus ojos captaron la expresión de preocupación de Sturm, se preguntó qué estaría pensando el caballero. Su voz se suavizó.

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