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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La tumba de Huma (26 page)

BOOK: La tumba de Huma
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—Venga, muchacha —dijo Flint tocando la mano de la elfa—. Los enanos también hemos pasado por ello. Ya viste como fui tratado en Thorbardin —un enano de las Colinas entre los enanos de las Montañas. De todos los odios, el más cruel de todos es el que se da entre familias.

—Todavía no había muerto nadie, pero los ancianos estaban tan horrorizados al pensar en lo que pudiera ocurrir —los elfos matándose los unos a los otros—, que decretaron que nadie podría cruzar el estrecho, bajo pena de arresto —continuó diciendo Laurana—. Yasí es como están las cosas. Ninguno de los bandos confía en el otro. ¡Incluso se han acusado unos a otros de venderse a los Señores de los Dragones! En ambos bandos se han capturado espías del bando contrario.

—Esto explica que nos atacaran —murmuró Elistan.

—¿Y qué ocurre con los Kal—Kal... —balbuceó Sturm sin conseguir pronunciar la palabra en elfo.

—Los Kalanesti. Ellos, que nos permitieron compartir su territorio, han sido los que han llevado la peor parte. Siempre han sido pobres en bienes materiales. Pobres para nosotros, pero no para ellos. Viven en los bosques y montañas, tomando lo que necesitan de la tierra, y son cazadores. No cultivan cosechas ni tampoco forjan metales. Cuando llegamos aquí, nuestras joyas de oro y nuestras armas de acero les hicieron pensar que éramos ricos. Muchos de sus jóvenes se dirigieron a los Qualinesti y a los Silvanesti para intentar aprender los secretos de hacer brillar la plata, el oro... y el acero.

Laurana se mordió el labio y sus rasgos se endurecieron.

—Tengo que decir, avergonzada, que mi gente se ha aprovechado de la pobreza de los Elfos Salvajes. Los Kalanesti trabajan de esclavos entre nosotros. Por este motivo sus ancianos son cada vez más salvajes y agresivos, pues han visto marchar a sus jóvenes y presienten que su vida está amenazada.

—¡Laurana! —gritó Tasslehoff. La elfa se volvió.

—Mira —le dijo en voz baja a Elistan—. Ahí está uno de ellos —el clérigo vio a una ágil mujer joven, o al menos supuso que lo era por su larga cabellera, que iba vestida con ropa masculina. El personaje se arrodilló junto a Gilthanas y le tocó la frente. Gilthanas se agitó y gimió de dolor. La Kalanesti rebuscó en una bolsa que llevaba y comenzó a mezclar algo en una pequeña copa de arcilla.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Elistan.

—Por lo que parece es el «sanador» que enviaron a buscar —dijo Laurana examinándola atentamente—. Los Kalanesti destacan por sus habilidades druídicas.

Elfos Salvajes era un nombre apropiado, decidió Elistan observando atentamente a la muchacha. Nunca había visto en Krynn a un ser, supuestamente inteligente, de aspecto tan salvaje. Iba vestida con unos calzones de cuero, enfundados dentro de unas botas del mismo material. Sobre sus hombros llevaba una camisa de hombre, seguramente robada a algún elfo noble. Su piel era pálida y estaba demasiado delgada, desnutrida. Su enmarañado cabello estaba tan sucio que era imposible distinguir su color, pero la mano que tocó a Gilthanas era esbelta y proporcionada, y en su amable rostro podía apreciarse preocupación y compasión por el elfo herido.

—Bien —dijo Sturm—, ¿y qué hacemos nosotros en medio de todo esto?

—Los Silvanesti han accedido a escoltamos hasta donde se encuentra mi gente —dijo Laurana enrojeciendo. Evidentemente ése había sido el punto de mayor controversia—. Al principio insistieron en llevarnos ante sus ancianos, pero les dije que no iría a ninguna parte sin antes saludar a mi padre y discutir el tema con él. No podían negarse. Entre todas las familias de elfos, una hija pertenece a la casa de su padre hasta que es mayor de edad. Si me hubieran retenido aquí contra mi voluntad, hubiera sido considerado como un secuestro, lo que hubiera causado hostilidades. Ninguno de ambos bandos está preparado para ello.

—¿Nos dejan marchar a pesar de saber que tenemos el Orbe de los Dragones? —preguntó Derek asombrado

—No nos
dejan marchar
—respondió Laurana secamente—. Dije que van a escoltarnos hasta la zona habitada por los Qualinesti.

—Pero hay una avanzada solámnica en el norte —discutió Derek—. Allí podríamos tomar un barco que nos llevara a Sancrist...

—Si intentaras escapar no vivirías lo suficiente ni para llegar a esos árboles —declaró Flint, estornudando.

—Tiene razón —dijo Laurana—. Debemos ir con los Qualinesti y convencer a mi padre para que nos ayude a transportar el Orbe a Sancrist.

Una pequeña línea oscura apareció entre sus cejas, lo cual hizo pensar a Sturm que la muchacha no creía que aquello fuera a resultar tan fácil como parecía.

—Y ahora, ya hemos hablado suficiente —continuó Laurana. Me dieron permiso para explicaros la situación, pero están ansiosos por partir. Debo atender a Gilthanas. ¿Estamos de acuerdo?

Laurana miró a los caballeros no tanto en espera de su aprobación sino más bien como si esperara una confirmación de su liderazgo. Por un instante se pareció tanto a Tanis en su actitud calma y firme que Sturm sonrió. Pero Derek no sonreía. Se sentía frustrado y furioso, sobre todo porque sabía que no había nada que él pudiera hacer.

No obstante, al final farfulló algo así como que debían intentar que todo fuera lo mejor posible y se dirigió enojado a recoger el arcón. Flint y Sturm lo siguieron.

Laurana caminó hacia su hermano, pisando silenciosamente la arena con sus botas de piel. Pero la Elfa Salvaje la oyó acercarse. Alzando la cabeza, lanzó a Laurana una temerosa mirada y se echó hacia atrás, como un pequeño animal aterrorizado ante la presencia de un hombre. Tas, que había estado charlando con ella en una extraña mezcla de Común y elfo, la tomó suavemente del brazo.

—No te vayas —dijo el kender alegremente—. Ella es la hermana del elfo noble. Mira, Laurana. Gilthanas está volviendo en sí. Debe ser esa sustancia lodosa que le ha puesto sobre la frente. Hubiera jurado que seguiría inconsciente varios días. —Tas se puso en pie —. Laurana, ésta es mi amiga... ¿cómo dijiste que te llamabas?

La muchacha temblaba violentamente sin osar alzar la mirada. Tomaba puñados de arena en la mano, que un segundo después dejaba caer. Murmuró algo que ninguno de los dos pudo oír.

—¿Cómo has dicho, pequeña? —le preguntó Laurana en un tono tan dulce y amable que la elfa alzó la mirada tímidamente.

—Silvart —dijo en voz baja.

—Ese nombre, en dialecto Kalanesti, significa «cabello de plata», ¿no? —preguntó Laurana arrodillándose junto a Gilthanas y ayudándole a incorporarse. Aturdido, Gilthanas se llevó la mano al rostro, en el que la muchacha también había extendido una espesa pasta sobre sus sangrantes mejillas.

—No lo toques —recomendó Silvart, tomando rápidamente la mano de Gilthanas entre las suyas —. Te hará bien —hablaba el idioma común sin rudeza, clara y concisamente.

Gilthanas gimió de dolor, cerrando los ojos y dejando caer la mano. Silvart lo miró preocupada. Se disponía a frotar con suavidad su rostro, cuando —tras mirar rápidamente a Laurana retiró la mano y comenzó a levantarse.

—Espera —dijo Laurana—. Espera, Silvart.

La muchacha se quedó quieta, contemplando a Laurana con tal temor en sus grandes ojos, que ésta se sintió avergonzada.

—No te asustes. Quiero darte las gracias por cuidar de mi hermano. Tasslehoff tiene razón. Pensé que la herida era realmente grave, y tú le has ayudado. Por favor, si no te importa, quédate con él.

Silvara miró hacia el suelo.

—Señora, me quedaré con él, si eso es lo que ordenáis.

—No te lo ordeno, Silvart. Sencillamente eso es lo que desearía y mi nombre es Laurana.

—Entonces me quedaré con él gustosa, seño... Laurana, si ése es tu deseo —hablaba en voz tan baja que apenas podían oír sus palabras —. En efecto, mi verdadero nombre, Silvara, significa «cabello de plata». Silvart es como me llaman ellos —dijo mirando a los guerreros Silvanesti. Luego volvió a mirar a Laurana—. Por favor, quisiera que me llamaras Silvara.

Los Silvanesti trajeron una litera que habían construido ingeniosamente con una manta y ramas de árbol, y colocaron cuidadosamente a Gilthanas en ella. Silvara comenzó a caminar a su lado acompañada de Tasslehoff, quien continuó charlando, satisfecho de encontrar a alguien que todavía no hubiera escuchando sus historias. Laurana y Elistan caminaban al otro lado de la litera. Laurana sostenía la mano de Gilthanas entre las suyas, observando a su hermano con ternura. Tras ellos avanzaba Derek, con expresión oscura y sombría, llevando sobre el hombro el arcón que contenía el Orbe de los Dragones. Les seguía uno de los guardias de los elfos de Silvanesti.

El día comenzaba a caer, lúgubre y gris, cuando llegaron a la hilera de árboles que bordeaba la orilla. Flint se estremeció. Torciendo la cabeza, contempló el mar.

—¿Qué es eso que ha dicho Derek sobre... sobre tomar un barco en dirección a Sancrist?

—Me temo que sea nuestra única posibilidad de llegar allá. También es una isla —le respondió Sturm.

—¿Y
tenemos
que ir allá?

—Sí.

—¿Para manejar el Orbe? ¡Si no sabemos nada de él!

—Los caballeros lo aprenderán —dijo Sturm en voz baja—. El futuro del mundo depende de ello.

—¡Puf! —resopló el enano. Lanzando una aterrorizada mirada a las oscuras aguas, sacudió la cabeza apesadumbrado—. Sólo sé que ya me he ahogado dos veces, azotado por una enfermedad mortífera...

—Estabas mareado.

—Azotado por una enfermedad mortífera —repitió Flint, desesperado, en voz alta—.Recuerda mis palabras, Sturm Brightblade, los barcos nos traen mala suerte. No hemos tenido más que problemas desde que pisamos aquel maldito bote en el lago Crystalmir. Allí fue donde ese mago loco vio por primera vez que las constelaciones habían desaparecido, y a partir de ahí, nuestra suerte ha ido empeorando. Mientras sigamos confiando en botes, nuestro viaje va a ir de mal en peor.

Sturm sonrió mientras contemplaba al enano caminar pesadamente sobre la arena. Pero su sonrisa se convirtió en un suspiro. «Ojalá fuera todo tan simple», pensó el caballero.

3

El Orador de los Soles.

La decisión de Laurana.

El Orador de los Soles, señor de los elfos de Qualinesti, estaba sentado en la tosca choza de madera y barro que los elfos de Kalanesti le habían construido como vivienda. Él la consideraba insuficiente, aunque los Kalanesti pensaban que era inmensa y bien construida, apropiada para que, al menos, cinco o seis familias habitaran en ella. De hecho, la habían construido para tal fin, y quedaron muy sorprendidos cuando el orador la declaró escasamente adecuada para sus necesidades y se instaló en ella únicamente con su esposa.

Desde luego, lo que los Kalanesti no podían saber era que la casa del señor de los elfos en el exilio iba a convertirse en la sede central de todos los asuntos de los Qualinesti. Los maestros de ceremonia asumieron los mismos puestos que habían tenido en las ornamentadas salas del palacio de Qualinost. El orador, ayudado por su sobrina que le hacía de escriba, celebraba audiencias cada día a la misma hora y en el mismo tono cortesano, como lo hacía en su país, a pesar de que ahora el techo era una cúpula cubierta de barro y cañas en lugar de brillantes mosaicos, y las paredes eran de madera en lugar de cristal de cuarzo.

Vestía los ropajes de antaño y llevaba los asuntos con el aplomo de siempre. Pero había diferencias. En los últimos meses, el orador había cambiado dramáticamente, aunque aquello no había sorprendido a ninguno de los Qualinesti, porque había enviado a su hijo menor a una misión que la mayoría de ellos había considerado suicida. Y aún peor, su adorada hija había huido en pos de su amado, un semielfo. El orador no confiaba en volver a ver de nuevo a ninguno de ambos. Podía aceptar la pérdida de su hijo, Gilthanas. Después de todo, se trataba de un acto noble y heroico. El joven había guiado a un grupo de aventureros a las minas de Pax Tharkas, con el fin de liberar a los humanos prisioneros allá y, además, conseguir alejar a los ejércitos de los dragones que amenazaban Qualinesti. El plan había sido un éxito, un inesperado éxito. Los ejércitos de los dragones habían sido reclamados en Pax Tharkas, lo cual permitió a los elfos escapar hacia la costa oeste de sus tierras, y desde allí cruzar el mar en dirección a Ergoth del Sur. Pero lo que no podía aceptar era la pérdida de su hija... ni su deshonor.

Había sido Porthios, su hijo mayor, quien le había explicado fríamente el asunto, una vez descubierta la desaparición de Laurana. La muchacha había huido de su casa en pos de su amigo de infancia, Tanis el semielfo. El orador quedó desconsolado, consumido por la pena. ¿Cómo podía Laurana haber hecho una cosa así? ¿Cómo podía atraer tal desgracia sobre su familia? ¡Una princesa siguiendo a un bastardo mestizo! La huida deLaurana había enfriado la luz del sol para él. Afortunadamente, la necesidad de guiar a su gente le dio la fuerza suficiente para seguir adelante. Pero había veces en las que el orador se preguntaba si todo aquello valía la pena. Podía retirarse, ceder el trono a su hijo mayor. En cualquier caso, Porthios era el que se ocupaba de casi todo, sometiendo algunos asuntos a la opinión de su padre, pero tomando él mismo la mayoría de las decisiones. El joven y noble elfo, muy serio pese a su edad, estaba demostrando ser un jefe excelente, aunque algunos lo consideraran demasiado duro en sus tratos con los Silvanesti y los Kalanesti.

El Orador también opinaba de esta manera, y ésa era la razón principal por la que no dejaba todos los asuntos en manos de Porthios. De vez en cuando intentaba enseñarle que la moderación y la paciencia ganaban más victorias que las amenazas y el empleo de las armas. Pero Porthios consideraba a su padre blando y sentimental.

Los Silvanesti, con su rígida estructura de castas, juzgaban que los Qualinesti apenas formaban parte de la raza elfa y que los Kalanesti no formaban parte en absoluto. Los contemplaban como a una subraza de los elfos, de la misma forma que se consideraba a los enanos gully una subraza de los enanos. Porthios estaba convencido, aunque no se lo dijera a su padre, que aquello sólo podía acabar en derramamiento de sangre.

Esa opinión era compartida —al otro lado de Thon-Tsa-larian— por un noble elfo de cuello rígido y sangre fría llamado Quinath, quien, se rumoreaba, era el prometido de la princesa Alhana Starbreeze. Quinath era ahora el jefe de los Silvanesti, debido a la inexplicable ausencia de la princesa Alhana. Él y Porthios fueron quienes dividieron la isla entre dos naciones guerreras de elfos, ignorando por completo a la tercera raza.

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