La travesía del Explorador del Amanecer (12 page)

BOOK: La travesía del Explorador del Amanecer
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—Como quieras—dijo Caspian, levantándose—. No creo que valga la pena llevar ninguna de estas leseras.

Entonces bajaron y bordearon el lago hacia la pequeña brecha de donde salía el río, y se detuvieron a mirar el agua profunda rodeada por los riscos. No hay duda de que si hubiera hecho calor más de alguno habría intentado darse un baño y todos habrían tomado agua. De hecho, igual Eustaquio estaba a punto de agacharse y tomar agua en sus manos, cuando Rípichip y Lucía gritaron al mismo tiempo:

—¡Miren!

Eustaquio se olvidó de lo que iba a hacer y miró dentro del agua. El fondo del lago estaba cubierto de piedras azul grisáceas, el agua era absolutamente transparente y en el fondo yacía una figura de hombre, de tamaño natural, aparentemente hecha de oro; estaba tendido boca abajo, con los brazos estirados encima de la cabeza. Y ocurrió que mientras estaban mirándolo, las nubes se separaron dando paso a un rayo de sol, que iluminó de pies a cabeza la figura dorada. Lucía pensó que era la estatua más hermosa que había visto en su vida.

—¡Caracoles! —silbó Caspian—. Esto sí que era digno de verse. ¿Creen que podremos sacarla?

—Podemos bucear, señor —dijo Rípichip.

—Sería inútil —dijo Edmundo—, por lo menos si realmente es de oro, oro macizo, porque sería demasiado pesada para subirla. Y si estamos en una isla, este lago debe tener entre doce y quince metros de profundidad. Pero... esperen un poco. Qué bueno que traje una lanza de caza; con ella podremos ver cuál es la profundidad. Caspian, sujétame la mano mientras me agacho un poco sobre el agua.

Caspian le tomó la mano y Edmundo, inclinándose hacia adelante, comenzó a meter la lanza en el agua, pero antes de haberla sumergido hasta la mitad, Lucía dijo:

—No creo que la estatua sea de oro. Es sólo la luz. Tu lanza se ve exactamente del mismo color.

—¿Qué pasa? —preguntaron varias voces al unísono. Porque, de pronto, Edmundo había soltado la lanza.

—No podía sostenerla —resolló Edmundo—. Se puso tan
pesada...

—Y ahora está allá, en el fondo —dijo Caspian—, y Lucía tiene razón. Se ve exactamente del mismo color de la estatua.

Pero Edmundo, que parecía tener algún problema con sus botas (al menos estaba inclinado hacia abajo, mirándolas), se enderezó súbitamente y gritó con ese tono áspero que difícilmente se puede desobedecer:

—¡Atrás! ¡Aléjense del agua, todos ustedes, de inmediato!

Así lo hicieron, con los ojos clavados en él.

—Miren —dijo Edmundo—. Miren la punta de mis botas.

—Se ven un poco amarillas... —comenzó Eustaquio.

—Son de oro, de oro macizo —interrumpió Edmundo—. Mírenlas, tóquenlas. Ya se separó el cuero del oro, y están tan pesadas como el plomo.

—¡Por Aslan! —exclamó Caspian—. No querrás decir...

Sí, así es —dijo Edmundo—. Esta agua transforma las cosas en oro. Convirtió mi lanza en oro, por eso es que se puso tan pesada. Y ya estaba envolviéndome los pies y convirtió en oro la punta de mis botas; gracias a Dios, las tenía puestas. Y aquel pobre hombre en el fondo..., bueno, ustedesya lo ven.

—Así que no es una estatua —dijo Lucía en voz baja.

No. Ahora todo está claro. El estaba aquí un día de mucho calor y se desvistió en la punta de aquel risco, donde estuvimos sentados. Las ropas se deben haber podrido o tal vez los pájaros se las llevaron para hacer sus nidos; la armadura está todavía aquí. Luego se zambulló y...

—¡No! —gritó Lucía—. ¡Qué cosa más horrorosa!

—Y qué escapada más milagrosa la que hemos tenido dijo Edmundo.

—Muy milagrosa en verdad —dijo Rípichip—. En cualquier momento el dedo, el pie, los bigotes o la cola de cualquiera de nosotros podría haber resbalado al agua.

—De todas formas —dijo Caspian—, podemos probarlo.

Entonces se agachó y arrancó una ramita de brezo; luego, con mucho cuidado, se arrodilló al lado del río y la hundió en el agua. Era brezo lo que él hundió; lo que sacó era el modelo perfecto de una ramita de brezo hecha de oro puro, suave y pesado como el plomo.

—El rey que posea esta isla —dijo lentamente Caspian, y se ruborizó a medida que hablaba—, pronto será el más rico de todos los reyes del mundo. Yo declaro esta tierra como posesión de Narnia, desde ahora y para siempre. Se llamará Isla del Agua de Oro. Exijo a todos los presentes guardar el secreto. Nadie más debe saber acerca de esto, ni siquiera Drinian, bajo pena de muerte, ¿me entienden?

—¿A quién crees que le estás hablando? —dijo Edmundo—. Yo no soy súbdito tuyo, sino todo lo contrario. Yo soy uno de los cuatro antiguos soberanos de Narnia, y tú le debes lealtad al Gran Rey, mi hermano.

—¿De modo que a eso hemos llegado, rey Edmundo? —dijo Caspian, poniendo la mano en el puño de su espada.

—¡Oh, basta ya! —exclamó Lucía—. Esto es lo malo de hacer cualquier cosa con muchachos. Ustedes son un par de fanfarrones, grandísimos idiotas, ...¡oooh! —y su voz se convirtió en un grito de asombro.

Todos los demás vieron lo mismo que vio ella.

Al otro lado de la ladera gris del cerro (gris porque el brezo aún no estaba en flor), sin ruido, sin mirarlos, y resplandeciendo como si estuviese bajo un brillante rayo de sol, aunque el sol ya se había ocultado, avanzó con paso lento el León más enorme que jamás haya visto el ojo humano. Más tarde, al describir la escena, Lucía dijo que “era del tamaño de un elefante”, aunque en otra ocasión simplemente dijo “del tamaño de un caballo de carreta”. Pero no era el tamaño lo que importaba. Nadie osó preguntar quién era. Todos sabían que era Aslan.

Y nadie vio ni cómo ni a dónde se fue. Todos se miraron como si estuvieran despertando de un sueño.

—¿De qué estábamos hablando? —preguntó Caspian—. Parece que me he estado poniendo en ridículo.

—Señor —dijo Rípichip—, este lugar tiene una maldición. Volvamos a bordo lo antes posible. Y si se me permite el honor de dar nombre a esta isla, yo la llamaría Aguas de Muerte.

—Me parece un excelente nombre, Rip —dijo Caspian—, aunque ahora que lo pienso, no sé por qué. Pero parece que el tiempo se está componiendo, y tal vez a Drinian le gustaría partir. ¡Qué cantidad de cosas tenemos que contarle!

Pero en realidad no era mucho lo que podían contar, ya que los recuerdos de la última hora se habían vuelto muy confusos.

—Sus Majestades parecían estar un poco embrujadas al subir a bordo —dijo Drinian a Rins horas después, cuando el
Explorador del Amanecer
estuvo navegando nuevamente, y la isla de Aguas de Muerte quedó bajo el horizonte—. Algo les sucedió en aquel lugar. Lo único que me queda claro es que ellos creen haber encontrado el cuerpo de uno de esos siete lores que estamos buscando.

—¡No me digas, Capitán! —respondió Rins—. Bueno, ya son tres. Sólo faltan cuatro. A este paso estaremos de vuelta en casa poco después del Año Nuevo, lo que es muy bueno. Se me está acabando el tabaco. Buenas noches, señor.

La Isla de las Voces

En este momento el viento, que por tanto tiempo había sido noroeste, comenzó a soplar desde el oeste mismo y cada mañana, cuando el sol asomaba por el mar, la proa curva del
Explorador del Amanecer
parecía alzarse y atravesar el sol por la mitad. Algunos pensaban qué el sol se veía más grande que en Narnia, pero no todos eran de la misma opinión. Y navegaron y navegaron con una brisa suave y estable, sin ver peces, ni gaviotas, ni barcos, ni playas. Los víveres comenzaron a escasear nuevamente y se preguntaban temerosos si no estarían navegando en un mar que no tenía fin. Pero un día al amanecer, cuando ya pensaban que sería demasiado arriesgado continuar su viaje hacia el este, vieron justo al frente, entre ellos y el sol saliente, una tierra baja, tendida allí como si fuera una nube.

Más o menos a media tarde fondearon en una amplia bahía y desembarcaron. Este lugar era muy diferente a los que ya habían conocido, pues, una vez que hubieron cruzado la playa de arena, vieron que todo estaba muy silencioso y vacío, como si se tratara de una tierra deshabitada; sin embargo, frente a ellos se extendían unos prados muy parejos, con pasto tan suave y tan corto como suele estarlo en los jardines que rodean una gran casa inglesa, donde trabajan más de diez jardineros. Los árboles, que eran muchos, estaban bastante separados unos de otros y no tenían ramas rotas ni había hojas en el suelo. De vez en cuando se sentía el arrullo de las palomas, pero no se oía ningún otro ruido.

Al poco rato llegaron a un largo, estrecho y arenoso sendero donde no crecía ni una sola maleza; tenía una hilera de árboles a cada orilla. Allá lejos, al otro extremo de la avenida, pudieron distinguir una casa muy grande y gris que, con el sol de la tarde, mostraba un aspecto sumamente tranquilo.

Casi en el mismo momento en que entraron a este sendero, Lucía sintió que se le había metido una piedrecita en el zapato. En un lugar desconocido como éste, habría sido más prudente de su parte pedir a los demás que la esperaran mientras la sacaba, pero ella no lo hizo. Simplemente se quedó atrás con toda tranquilidad y se sentó para sacarse el zapato. Pero se le enredó el cordón en un apretado nudo.

Antes de que pudiera desatarlo, los otros ya se habían alejado bastante. Cuando ella, después de sacar la piedra, se empezó a poner el zapato, ya no los podía oír. Pero casi al mismo tiempo escuchó otro ruido que no provenía de la dirección en que se encontraba la casa.

Lo que ella oyó fue descomunal. Sonaba como si docenas de forzudos trabajadores estuvieran golpeando la tierra, lo más fuerte que podían, con grandes mazos de madera. Y el ruido se acercaba rápidamente. Lucía estaba sentada con la espalda apoyada en un árbol y, como éste no era el tipo de árbol al que ella se podía subir, no tenía en realidad nada que hacer más que quedarse sentada muy quieta, apretarse contra el árbol y esperar que no la vieran.

Tam, tam, tam... y, lo que fuera, debía estar muy cerca ya, puesto que se sentía estremecer la tierra. Pero no podía ver nada. Pensó que la cosa, o las cosas, estaban justo tras ella. Pero después oyó un golpe en el sendero, frente a ella. Supo que el golpe venía del sendero no sólo por el ruido, sino porque vio que la arena se desparramaba, como si le hubiesen dado un pesado golpe. Pero Lucía no veía nada que pudiese haber golpeado la arena. Luego, todos los estruendosos ruidos se aunaron a unos veinte pasos de ella y cesaron súbitamente. Entonces se oyó la Voz.

Era realmente espantoso, pues seguía sin poder ver a nadie. Todo ese lugar, parecido a un parque, estaba tan quieto y vacío como cuando recién desembarcaron. Sin embargo, unos cuantos pasos más allá habló una voz. Y lo que dijo fue lo siguiente:

—Compañeros, esta es nuestra oportunidad.

Al instante todo un coro de voces respondió:

—¡Oiganlo, óiganlo! Ha dicho que esta es nuestra oportunidad. Bravo, Jefe. Jamás has dicho algo más cierto.

—Lo que digo —continuó la primera voz—, es que bajemos a la playa entre ellos y su barco, dejemos que todos vayan por sus armas, y los atrapemos cuando traten de hacerse a la mar.

—¡Ea! Eso es —gritaron todas las demás voces—. Nunca hiciste un plan tan bueno, Jefe. ¡Adelante, Jefe! No podrías haber ideado nada mejor.

—Rápido entonces, compañeros, rápido —dijo la primera voz—. ¡Vámonos!

—Tienes razón otra vez, Jefe —dijeron las otras voces—. No podías dar una orden mejor. Justo lo que íbamos a decir nosotros. Vámonos.

En el acto comenzó el golpeteo de nuevo, muy fuerte al principio, pero cada vez más apagado hasta que desapareció completamente cerca del mar.

Lucía sabía que no era el momento de romperse la cabeza pensando en lo que podían ser esas criaturas invisibles. En cuanto desaparecieron los golpeteos, se puso de pie y corrió por el sendero detrás de los demás, tan rápido como se lo permitían sus piernas. A toda costa debía advertirlos.

Mientras ocurría esto, los otros habían llegado a la casa. Era un edificio bajo, de sólo dos pisos, construido con hermosas y suaves piedras, con numerosas ventanas y parcialmente cubierto de hiedra. Todo estaba tan silencioso, que Eustaquio dijo:

—Creo que está vacía.

Pero Caspian mostró en silencio la columna de humo que salía por una chimenea.

Encontraron una ancha puerta abierta; la atravesaron y entraron a un patio pavimentado. Y fue aquí donde tuvieron los indicios de que algo extraño sucedía en esta isla. En medio del patio había una bomba y bajo la bomba, un cubo. Esto no tenía nada de raro. Pero el mango de la bomba se movía de arriba abajo, a pesar de que, al parecer, nadie estaba moviéndolo.

—Hay algo de magia actuando aquí —dijo Caspian.

—¡Maquinaria! —gritó Eustaquio—. Creo que por fin hemos llegado a un país civilizado.

Fue entonces cuando Lucía, acalorada y sin respiración, irrumpió en el patio detrás de ellos. En voz baja trató de explicarles lo que había oído por casualidad, y cuando entendieron, en parte, ni siquiera el más valiente se veía muy contento.

—Enemigos invisibles —murmuró Caspian—, y nos cortan el paso a nuestro barco. Estamos metidos en un lío muy feo.

—¿No tienes alguna idea de qué clase de criaturas se trata, Lu? —preguntó Edmundo.

¿Cómo podría saberlo, Ed, si no pude verlas?

—Sus pisadas, ¿parecían de seres humanos?

—No oí ruido de pisadas, sino sólo voces y aquellos aterradores golpes y porrazos, como de mazos.

—Me pregunto —dijo Rípichip— si acaso se volverán visibles si las atravesamos con una espada.

—Parece que debemos averiguarlo —dijo Caspian—. Pero primero salgamos de aquí. Hay uno de ellos junto a la bomba escuchando todo lo que decimos.

Salieron del patio y volvieron al sendero, donde tal vez los árboles los ayudarían a pasar inadvertidos.

—En realidad no sacamos nada tratando de escondernos de seres a los que no podemos ver —dijo Eustaquio—. Puede que estén todos a nuestro alrededor.

—Entonces, Drinian —dijo Caspian—, ¿qué pasaría si diéramos el bote por perdido, bajamos a otra parte de la bahía y hacemos señas al
Explorador del Amanecer
para que se acerque y podamos subir a bordo?

—No hay suficiente profundidad para nuestro barco, Señor —dijo Drinian.

—Podríamos nadar —dijo Lucía.

—Sus Majestades, por favor —dijo Rípichip—. Les ruego que me escuchen. Es un disparate tratar de huir de un enemigo invisible arrastrándose y escondiéndose. Si lo que quieren estas criaturas es darnos la batalla, estén seguros de que lo lograrán, y, pase lo que pase, prefiero enfrentarlos cara a cara antes de que me atrapen por la cola.

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