La travesía del Explorador del Amanecer (13 page)

BOOK: La travesía del Explorador del Amanecer
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—En realidad, creo que esta vez Rípichip está en lo cierto —dijo Edmundo.

—Claro —dijo Lucía—, si Rins y los otros a bordo del
Explorador del Amanecer
nos ven luchando en la playa, serán capaces de hacer
algo.

—Pero no se darán cuenta de que estamos combatiendo si no pueden ver a nuestros enemigos —dijo Eustaquio desconsolado—. Pensarán que sólo estamos blandiendo nuestras espadas en el aire, para divertirnos.

A esto siguió una incómoda pausa.

—Bien —dijo finalmente Caspian—. Sigamos adelante. Debemos ir a hacerles frente. Dense la mano; la flecha en la cuerda, Lucía; los demás desenvainen sus espadas, y... ahora en marcha. A lo mejor querrán parlamentar.

Era extraño ver el prado y los grandes árboles tan quietos mientras ellos marchaban de regreso a la playa. Cuando llegaron allá y vieron al barco en el mismo lugar en que lo dejaron, y ni rastro de gente sobre la suave arena, más de uno dudó de que lo que había dicho Lucía, no fuera sólo imaginación suya. Pero antes de que llegaran a la arena, se oyó una voz en el aire:

No se acerquen más, señores, no se acerquen —dijo—. Antes tenemos que hablar con ustedes. Somos más de cincuenta y tenemos nuestras armas en la mano.

Escúchenlo, escúchenlo —se oyó el coro—. Es nuestro Jefe. Pueden confiar en lo que dice. Les está diciendo la verdad, por supuesto.

Yo no veo a esos cincuenta guerreros —observó Rípichip.

Es verdad, es verdad —dijo la Voz Jefe—. Ustedes no nos ven. ¿Saben por qué? Porque somos invisibles.

Sigue, Jefe, sigue —dijeron las Otras Voces—. Estás hablando como un libro. Ellos no podrían pedir una respuesta mejor que ésa.

—Calla, Rip —dijo Caspian; luego añadió con voz más fuerte—: Ustedes, seres invisibles, ¿qué quieren de nosotros? ¿Qué hemos hecho para ganarnos su enemistad?

—Queremos algo que esa niñita puede hacer por nosotros —dijo la Voz Jefe. (Las otras explicaron que eso era exactamente lo que habrían querido decir ellas).

—¡Niñita! —exclamó Rípichip—. La dama es una reina.

—Nosotros no sabemos nada de reinas —dijo la Voz Jefe (“nosotros tampoco, nosotros tampoco”, intervinieron las demás)—, pero queremos algo que ella puede hacer.

—¿Qué cosa? —preguntó Lucía.

—Pero si es cualquier cosa que vaya contra el honor o la seguridad de su Majestad —añadió Rípichip—, se sorprenderán de ver a cuántos somos capaces de matar antes de morir.

—Bueno —dijo la Voz Jefe—. Es una larga historia. ¿Qué tal si nos sentamos?

La proposición fue calurosamente aprobada por las otras voces, pero los narnianos permanecieron de pie.

—Está bien —dijo la Voz Jefe—. La historia es así.

Esta isla ha sido propiedad de un gran mago desde tiempos inmemoriales y todos nosotros somos, o tal vez, para ser más exactos, debería decir que éramos, sus sirvientes. Bueno, para resumirles, este mago del cual les hablaba, nos dijo que hiciéramos algo que no nos gustaba. Y ¿por qué? Pues porque no queríamos. Entonces este mago se puso furioso, ya que les debo decir que era el dueño de esta isla y no estaba acostumbrado a que lo contradijeran. Era terriblemente dominante, ¿saben? Pero, déjenme ver... ¿dónde estaba? ¡Ah!, sí, entonces este mago subió al segundo piso de la casa, porque deben saber que guardaba todas sus cosas de magia allá arriba, y todos nosotros vivíamos abajo. Decía que subió al piso de arriba y nos hechizó. El hechizo de la fealdad. Si ustedes nos vieran ahora, y en mi opinión que deben dar gracias a sus estrellas de no poder hacerlo, no se imaginarían cómo éramos antes de que nos afearan. Realmente no podrían. Así que éramos tan feos que no podíamos soportar el mirarnos unos a otros. ¿Saben qué hicimos? Bueno, les diré lo que hicimos. Una tarde esperamos hasta que pensamos que el mago se había dormido, y luego subimos sigilosamente las escaleras y fuimos con toda desfachatez hasta donde se encontraba el libro mágico, para ver si podíamos hacer algo para remediar este afeamiento. Pero todos estábamos temblando y bañados de sudor, de modo que no los engañaré. Pero me crean o no, les aseguro que no pudimos encontrar nada del tipo de un hechizo que terminara con nuestra fealdad. A medida que pasaba el tiempo, empezamos a temer que el anciano caballero se despertara en cualquier momento; yo estaba bañado en un asqueroso sudor, no se los voy a negar. Bueno, para acortarles la historia, ya sea que lo hicimos bien o que lo hicimos mal, finalmente vimos un hechizo que hacía invisible a la gente y pensamos que era preferible ser invisibles, antes que seguir siendo tan feos. ¿Por qué? Pues porque lo preferíamos así. Entonces mi hijita, que tiene casi la misma edad que la de ustedes, y que era una niña dulce antes de ser afeada, aunque ahora..., pero, en boca cerrada no entran moscas, miren, mi hija leyó el conjuro, ya que tenía que hacerlo una niñita, o el mismo mago, si entienden lo que quiero decir, puesto que de otro modo no funciona. ¿Y por qué no? Pues porque no ocurre nada. De modo que mi Horquillita dijo el conjuro, pues ya les debo haber dicho que ella leía maravillosamente, y en ese momento nos volvimos todo lo invisible que quisiera ver. Y les aseguro que fue un alivio el no verse más las caras. Al menos al principio. Pero en resumidas cuentas somos seres mortales y estamos cansados de ser invisibles. Y hay algo más: jamás contamos con que este mago, del cual les estaba hablando antes, también se volvería invisible. Pero no lo hemos vuelto a ver desde entonces. Así es que no sabemos si se habrá muerto, o si se habrá ido, o si tal vez sea invisible y está sentado allá arriba, y quizás baje las escaleras y siga siendo invisible abajo. Y créanme, no se saca nada con tratar de oírlo, pues siempre andaba descalzo, sin hacer más ruido que un gran gato gordo. Y ahora, caballeros, les digo francamente que esto está yendo más allá de lo que pueden aguantar nuestros nervios.

Esta fue la historia que contó la Voz Jefe, pero muy acortada, ya que he omitido los comentarios de las otras voces. En verdad, él no alcanzaba a decir más de seis o siete palabras sin que los otros lo interrumpieran con sus frases de acuerdo y de aliento, que estuvieron a punto de volver locos de impaciencia a los narnianos. Cuando terminó, se produjo un gran silencio.

—Pero —dijo finalmente Lucía— no entiendo qué tiene que ver todo esto con nosotros.

—¡El Cielo me ampare! ¿Acaso me he olvidado de aclarar bien todo? —dijo la Voz Jefe.

—Todo está claro, todo está claro —gritaron con entusiasmo las otras voces—. Nadie podría haber dicho las cosas en forma más clara y mejor. Sigue, Jefe, sigue.

—Bien, no será necesario que repita toda la historia —comenzó el Jefe.

—No, por supuesto que no —dijeron Caspian y Edmundo.

—Bueno, para ir al grano —dijo la Voz Jefe—, desde hace muchísimo tiempo hemos estado esperando que de otras tierras llegara una niñita tan linda como tú, señorita, para que fuera arriba, buscara el libro mágico y encontrara la fórmula para librarnos de la invisibilidad, y la dijera. Y juramos que los primeros extraños que desembarcaran en esta isla, trayendo consigo a una linda niñita, claro, porque si no la traían, eso sería harina de otro costal, no saldrían vivos de aquí a menos que hicieran lo necesario por nosotros. Y es por ello, caballeros, que si su niña no sube a escarbar, nos veremos en la dolorosa obligación de cortarles la garganta a todos. Tan sólo como parte del trabajo, como dirían ustedes, y espero que sin ofenderlos.

—No veo todas sus armas —dijo Rípichip—. ¿O es que también son invisibles?

Apenas había pronunciado estas palabras, cuando se oyó un zumbido y al instante una lanza se clavó vibrando en un árbol tras ellos.

—Es una lanza, eso es —dijo la Voz Jefe.

—Eso es lo que es, Jefe, eso es lo que es —dijeron las otras Voces—. No podrías haberla clavado mejor.

—Y salió de mi mano —dijo la Voz Jefe—. Se vuelven visibles cuando no las tocamos.

—Pero ¿por qué tengo que ser
yo
la que haga eso? —preguntó Lucía—. ¿Por qué no lo hace alguno de ustedes mismos? ¿Es que acaso no tienen niñas?

—No nos atrevemos, no nos atrevemos —dijeron todas las Voces—. No volveremos a subir allá.

—En otras palabras —dijo Caspian—, ustedes le están pidiendo a esta dama que enfrente un peligro que ustedes no se atreven a pedir a sus propias hermanas e hijas que enfrenten.

—¡Eso es, eso es! —dijeron alegremente las Voces—. No lo podrías haber dicho mejor. Tú has tenido alguna educación, sí, sí, cualquiera se da cuenta.

—Vaya, es vergonzoso... —comenzó a decir Edmundo.

Pero Lucía lo interrumpió:

—¿Tendría que hacerlo de noche, o podría hacerlo con la luz del día?

— ¡Con luz de día, con luz de día, ciertamente! —dijo la Voz Jefe—. De noche no. Nadie te está pidiendo eso. ¿Subir de noche? ¡Uf!

—Está bien, entonces lo haré —dijo Lucía—. No —agregó volviéndose a los otros—. No traten de detenerme. ¿No ven que es inútil? Hay docenas de ellos y no les podemos hacer frente. De esta otra manera
tenemos
una oportunidad.

—Pero ¿y el mago? —preguntó Caspian.

—Ya sé —dijo Lucía—, pero puede que no sea tan malo como ellos se imaginan. ¿No te parece que esta gente no es muy valiente?

—Ciertamente no son muy inteligentes —dijo Eustaquio.

—Mira, Lucía —dijo Edmundo—. Realmente no podemos dejarte hacer una cosa así. Pregúntale a Rip. Estoy seguro de que te dirá lo mismo.

—Pero, ¡si es algo para salvar mi propia vida y la de ustedes! —dijo Lucía—. Y tampoco quiero que me hagan pedazos con una espada invisible.

—Su Majestad tiene razón —dijo Rípichip—. Si tuviésemos alguna garantía de salvarla con una batalla, estaría clarísimo cuál sería nuestro deber, pero me parece que no tenemos ninguna. Además, el servicio que le piden en ningún caso atenta contra su honor, pues es un acto noble y heroico. Si el corazón de la reina la inclina a correr el riesgo con el mago, no me opondré.

Como jamás nadie había oído que Rípichip tuviera miedo de algo, él podía decir tales cosas sin sentirse en absoluto incómodo. Pero los muchachos, que a menudo habían estado asustados, se pusieron colorados. No obstante, era obvio que tenían que ceder. Los invisibles estallaron en fuertes vítores cuando se les anunció la decisión, y la Voz Jefe (apoyada calurosamente por las demás) invitó a los narnianos a que se quedaran a cenar y pasaran la noche con ellos. Eustaquio no quería aceptar, pero Lucía le dijo:

—Estoy segura de que no son traicioneros, no son en absoluto de ese tipo.

Los demás estuvieron de acuerdo y, de ese modo, acompañados por un fuerte ruido de golpes (que se hizo mayor al llegar al enlosado patio resonante de eco), todos volvieron a la casa.

El libro del Mago

Los seres invisibles atendieron a sus invitados en forma majestuosa. Era muy gracioso ver que hasta la mesa llegaban fuentes y platos y no ver quién los traía. Incluso habría sido divertido si las cosas se hubiesen movido al nivel del suelo, como era de esperar que lo hicieran manos invisibles. Pero no ocurrió tal cosa. Las bandejas avanzaban por el comedor dando una serie de brincos y saltos. En el punto más alto de cada salto, un plato estaría más o menos a cuatro metros de altura en el aire; luego bajaba y se detenía súbitamente a casi un metro del suelo. Cuando los platos contenían algo como sopa o compota, los resultados eran bastante desastrosos.

—Empiezo a sentir mucha curiosidad por esta gente susurró Eustaquio a Edmundo—. ¿Piensas que son seres humanos? Yo diría que más parecen inmensos saltamontes o sapos gigantes.

—Así parece —respondió Edmundo—, pero no le metas en la cabeza a Lucía la idea de los saltamontes. No es muy aficionada a los insectos, especialmente a los grandes.

La comida habría transcurrido en forma mucho más agradable si no hubiera sido tan sumamente desordenada, y también si la conversación no hubiese consistido sólo en expresiones de acuerdo. Los invisibles estaban de acuerdo con todo. Y la mayoría de sus observaciones eran de ésas con las que no es fácil estar en desacuerdo: “Siempre digo que cuando un tipo tiene hambre, le gusta comer algo”. “Esta oscureciendo. Todas las noches es lo mismo”. O incluso “¡Ah! Ustedes llegaron por mar. Qué cosa más mojada, ¿no es cierto?”

Mientras tanto Lucía no podía evitar mirar el oscuro y profundo acceso hacia el pie de la escalera (la podía ver desde donde estaba sentada), y se preguntaba qué encontraría allá arriba a la mañana siguiente. Pero aparte de eso, fue una buena comida, con sopa de hongos, pollo cocido y jamón caliente, grosellas silvestres, pasas rojas, requesón, crema, leche y aguamiel. A todos les gustó el aguamiel, menos a Eustaquio, que más tarde se arrepintió de no haber tomado un poco.

Cuando Lucía despertó a la mañana siguiente, tuvo la misma sensación que tenía al despertar los días de exámenes o los días en que tenía que ir al dentista. La mañana estaba deliciosa, con las abejas que entraban y salían zumbando por la ventana abierta, y afuera el prado, tan parecido a cualquier lugar de Inglaterra. Se levantó, se vistió y a la hora del desayuno trató de comer y conversar como de costumbre. Más tarde, después de recibir instrucciones de la Voz Jefe sobre lo que tenía que hacer allá arriba, se despidió de los otros, y sin decir nada caminó hasta el pie de la escalera y comenzó a subir sin mirar hacia atrás.

Estaba bastante claro, lo que era muy bueno. Justo frente a ella, al finalizar el primer tramo, había una ventana. Todo el tiempo que estuvo en ese tramo de la escalera podía escuchar el tic-toc, tic-toc de un reloj de pared que había en el salón de abajo. Luego, en el descanso de la escalera, tuvo que girar hacia la izquierda para subir el tramo siguiente; después ya no oyó más el sonido del reloj.

Lucía llegó al final de la escalera y vio un pasillo largo y ancho, con una gran ventana al otro extremo. Aparentemente, el pasillo atravesaba toda la casa. Estaba todo tallado, artesonado y alfombrado y muchas puertas daban a él a cada lado. Lucía se quedó inmóvil y no podía oír nada, ni siquiera el chillido de un ratón, el zumbido de una mosca o el oscilar de una cortina; nada, excepto los latidos de su propio corazón.

“Debe ser la última puerta a la izquierda”, se dijo.

Le pareció un poco terrible que fuera la última. Para llegar hasta ella debería pasar frente a cada una de las habitaciones, y en cualquiera podía estar el mago; dormido o despierto, o invisible o, incluso, muerto. Pero no debía pensar en eso. Comenzó su camino. La alfombra era tan gruesa que sus pies no hacían ningún ruido.

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