La travesía del Explorador del Amanecer (4 page)

BOOK: La travesía del Explorador del Amanecer
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—¡Detente! —balbuceó Eustaquio—. ¡Andate! Guarda eso. Es peligroso... ¡Te dije que no sigas!... ¡Se lo diré a Caspian!... Haré que te pongan un bozal y que te amarren.

—¿Por qué no desenvainas tu propia espada, cobarde? —chilló el Ratón—. Desenvaina y pelea o te dejaré lleno de cardenales con el filo de mi espada.

—Jamás he tenido una espada —dijo Eustaquio—. Yo soy un pacifista y no creo en la lucha.

—¿Debo entender con esto —dijo Rípichip, apartando su espada por un momento y hablando en un tono muy sombrío— que no me vas a dar una satisfacción?

—No entiendo lo que me quieres decir —dijo Eustaquio, mientras se sobaba la mano—, pero si no eres capaz de aceptar una broma no es asunto mío.

—Entonces toma esto —dijo Rípichip—, y esto, para que aprendas modales,... y el respeto que se debe a un caballero... y a un Ratón... y a la cola de un Ratón.

Y a cada palabra le daba a Eustaquio un golpe con el canto de su delgado espadín, de fino acero templado hecho por los enanos, tan flexible y efectivo como una vara de abedul. Eustaquio (por supuesto) estaba en un colegio donde no se usaban los castigos corporales, de manera que esa sensación era una absoluta novedad para él. Es por esto que, a pesar de no tener costumbre de moverse a bordo, se demoró menos de un minuto en salir de aquel lugar, atravesar la cubierta y abrir la puerta del camarote, perseguido acaloradamente por Rípichip. De hecho, a Eustaquio le parecía que tanto la espada como la persecución eran muy calurosas. Daban la sensación de estar al rojo vivo.

No hubo mucha dificultad para solucionar el asunto una vez que Eustaquio comprendió que todo el mundo había tomado bastante en serio la idea de un duelo. Oyó a Caspian ofrecerle una espada, y a Edmundo y Drinian que discutían sobre si se debía o no desfavorecer de alguna manera a Eustaquio, para compensar su superioridad de tamaño en relación a Rípichip.

Eustaquio se disculpó de mala gana y se alejó. Lucía lo acompañó para lavarle y vendarle la mano. Luego él se fue a su litera y tuvo buen cuidado de acostarse en el lugar que le habían asignado.

Las Islas Desiertas

¡Tierra a la vista! —gritó el hombre de proa.

Al oír esto Lucía, que estaba en la popa conversando con Rins, bajó volando la escalera y se fue a toda carrera hacia la parte delantera. En el camino se le juntó Edmundo y al llegar al castillo de proa encontraron a Caspian, Drinian y Rípichip, que ya habían llegado.

Era una mañana más bien fresca, el cielo tenía un color pálido y el mar estaba de un azul muy oscuro con unos como sombreritos blancos de espuma. Un poco más lejos a estribor se divisaba Félima, la más próxima de las Islas Desiertas, semejante a un pequeño cerro verde en medio del mar. Tras ella se alcanzaban a ver más allá las grises laderas de su hermana Doorn.

—La misma Félima de siempre y la misma Doorn —exclamó Lucía aplaudiendo—. ¡Oh, Edmundo! ¡Cuánto tiempo ha pasado desde que vimos estas islas por última vez!

—Nunca he comprendido por qué pertenecen a Narnia —dijo Caspian—. ¿Las conquistó Pedro, el gran Rey?

—¡Oh, no! —contestó Edmundo—, pertenecían a Narnia antes de nuestro tiempo, en tiempos de la Bruja Blanca.

(A todo esto, jamás he sabido cómo fue que estas remotas islas pasaron a formar parte de la corona de Narnia, pero si algún día lo sé y la historia es interesante, lo contaré en otro libro).

—¿Haremos escala aquí, su Majestad? —preguntó Drinian.

—No creo que sea conveniente desembarcar en Félima —dijo Edmundo—. Me acuerdo de que en nuestro tiempo estaba casi deshabitada y pareciera que sigue igual. La mayoría de la gente vivía en Doorn y algunos en Avra, la tercera isla que aún no se ve. En Félima sólo criaban ovejas.

—En ese caso supongo que doblaremos aquel cabo —dijo Drinian—, y desembarcaremos en Doorn: quiere decir que habrá que remar.

—Qué pena no poder desembarcar en Félima —dijo Lucía—. Me habría gustado pasear otra vez por ahí. Era tan solitaria, pero con una soledad tan encantadora, con su pasto, los tréboles y la suave brisa del mar.

—A mí también me gustaría estirar las piernas —comentó Caspian—. Les propongo algo: vayamos hasta la orilla en el bote, lo mandamos de vuelta y atravesamos la isla a pie. El
Explorador del Amanecer
nos recogerá en la otra orilla.

Si en ese momento Caspian hubiese tenido la experiencia que adquirió más adelante en el viaje, no habría hecho tal sugerencia, pero en ese instante la idea parecía estupenda.

—¡Oh, sí! ¡Vamos! —dijo Lucía.

—Tú también vendrás, ¿no es así? —preguntó Caspian a Eustaquio, que había subido a cubierta con su mano vendada.

—Haría cualquier cosa con tal de salir de este maldito bote —dijo Eustaquio.

—¿Maldito? —preguntó Drinian—. ¿Qué quiere decir?

—En países civilizados como el mío —respondió Eustaquio—, los barcos son tan grandes, que cuando uno está embarcado ni siquiera se da cuenta de que está en el mar.

—En ese caso lo mejor será que te quedes en tierra —dijo Caspian—. Drinian, diles que bajen el bote, por favor.

El Rey, el Ratón, los dos niños Pevensie y Eustaquio subieron al bote y los marineros remaron hasta la playa de Félima. Una vez que llegaron allí y el bote regresó al barco, miraron a su alrededor. Se sorprendieron de lo pequeño que se veía el
Explorador del Amanecer
desde ese lugar.

Lucía andaba descalza, por supuesto, pues se había sacado los zapatos de un puntapié mientras nadaba, pero esto no es ningún problema cuando uno va a caminar sobre un pasto muy suave. Estar de nuevo en tierra y sentir el olor del polvo y la hierba, era verdaderamente delicioso, a pesar de que en un principio el suelo pareciera balancearse igual que el barco, como sucede comúnmente al desembarcar después de haber estado un tiempo en el mar. Aquí estaba mucho más caluroso que a bordo y Lucía sentía una agradable sensación en sus pies al caminar sobre la arena. Una alondra cantaba.

Se internaron en la isla y subieron un cerro que, aunque pequeño, era bastante empinado. Al llegar a la cumbre se dieron vuelta y pudieron ver al
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que resplandecía como un llamativo insecto de gran tamaño y avanzaba lentamente con sus remos en dirección noroeste. Luego pasaron al otro lado de la loma y lo perdieron de vista.

Doorn se extendía frente a ellos, separada de Félima por un canal de unos dos kilómetros de ancho, y tras ella, hacia la izquierda, se encontraba Avra. Fácilmente se podía ver Cielo Angosto, un pueblito blanco y pequeño situado en Doorn.

—¡Miren! ¿Qué es eso? —exclamó de pronto Edmundo.

Abajo, en el verde valle hacia el cual se dirigían, había seis o siete hombres armados y de aspecto rudo, sentados bajo un árbol.

—No les digan quiénes somos —advirtió Caspian.

—¿Por qué no, su Majestad, por favor? —preguntó Rípichip, que había accedido a viajar en el hombro de Lucía.

—Se me acaba de ocurrir —dijo Caspian— que posiblemente nadie de por aquí ha oído hablar de Narnia en mucho tiempo, por lo que posiblemente aún no reconozcan nuestra autoridad. De ser así, creo que no habría mucha seguridad de que supieran que soy el Rey.

—Tenemos nuestras espadas, su Majestad —dijo Rípichip.

—Sí, Rip, lo sé —dijo Caspian—, pero si se tratara de reconquistar las tres islas, preferiría volver con un ejército más grande.

En ese momento estaban bastante cerca de los desconocidos, uno de los cuales (tipo corpulento y de pelo oscuro), gritó:

—Buenos días tengan ustedes.

—Buen día tenga usted —dijo Caspian—. ¿Aún existe un gobernador en las Islas Desiertas?

—Ciertamente que sí —dijo el hombre—. Es el gobernador Gumpas. Su Suficiencia está en Cielo Angosto, pero ustedes se quedarán a beber con nosotros.

Caspian agradeció la invitación, a pesar de que ni a él ni a los otros les agradó mucho el aspecto de sus nuevas amistades, y todos se sentaron. Pero apenas habían alzado las copas hasta sus labios, cuando vieron que el hombre de pelo oscuro hacía una señal con la cabeza a sus compañeros y, con la velocidad de un rayo, se encontraron envueltos por fuertes brazos. Hubo un momento de lucha, pero la ventaja estaba de un solo lado. Pronto les quitaron las armas y les amarraron las manos a la espalda (menos a Rípichip, que se retorcía en las manos de su captor, y lo mordía furiosamente).

—Cuidado con esa bestia, Tachuelas —dijo el jefe—. No le hagas daño. Estoy seguro de que alcanzará el mejor precio del lote.

Rípichip gritaba cada vez más fuerte y exigía que lo soltaran.

—¡Vaya! —exclamó el vendedor de esclavos (ya que eso era)—. ¡Sabe hablar! Jamás lo habría creído. Que me parta un rayo si me gano menos de doscientos crecientes por él.

(El creciente calormano, que es la moneda principal en aquellos lugares, es más o menos equivalente a un tercio de libra inglesa).

—Entonces eso eres —dijo Caspian—. Un secuestrador y un comerciante de esclavos. Espero que estés orgulloso de serlo.

—Bien, bien, bien, bien —dijo el traficante de esclavos—, no comencemos con insolencias. Mientras menos molestes, mejor van a ir las cosas. ¿Entiendes? Yo no hago esto por diversión, sino para ganarme la vida como todo el mundo.

—¿A dónde nos llevarás? —preguntó Lucía, sacando la voz a duras penas.

—A Cielo Angosto —dijo el comerciante de esclavos—, para el mercado de mañana.

—¿Existe allí un cónsul británico? —preguntó Eustaquio.

—Que si hay un ¿qué? —preguntó el hombre.

Pero mucho tiempo antes de que Eustaquio se hubiera cansado tratando de explicar, el traficante de esclavos dijo simplemente:

—Bueno, ya he tenido suficiente de este parloteo. El Ratón es un regalo para la feria, en cambio éste va a hablar hasta por los codos. Vamos, compañeros.

Luego ataron a los cuatro prisioneros humanos con una misma cuerda, no en forma cruel pero sí segura, y los hicieron marchar hasta la playa. A Rípichip lo llevaron en brazos. Había dejado de morder ante la amenaza de que le amarrarían el hocico, pero tenía muchas cosas que decir. Lucía se asombraba de que un hombre pudiera aguantar que le dijeran todas las cosas que el Ratón decía al comerciante de esclavos. Pero éste, lejos de hacer objeciones, pedía al Ratón que siguiera adelante y cuando Rípichip se detenía para tomar aliento, a veces agregaba algo como “es como si fuera un juego”, o “¡caramba, no se puede menos que pensar que sabe lo que está diciendo!”, o también “¿fue alguno de ustedes el que lo entrenó?”. Todo esto enfureció a tal punto a Rípichip, que al final casi se ahogó con el montón de cosas que quiso decir al mismo tiempo, y se quedó callado.

Cuando llegaron abajo a la playa que miraba hacia Doorn, divisaron un pueblito y una gran lancha en la orilla; poco más allá había un barco sucio y destartalado.

—Bueno, jovencitos —dijo el traficante—, no hagan líos y no tendrán que lamentarse. Todos a bordo.

En ese momento, de una de las casas (una posada, me parece) salió un hombre de barba y aspecto imponente, que dijo:

—Bien, Pug, ¿traes más de tu mercadería de costumbre?

El traficante, cuyo nombre parecía ser Pug, se inclinó profundamente y dijo con voz lisonjera:

—Sí, para satisfacer a su Señoría.

—¿Cuánto pides por ese muchacho? —preguntó el otro señalando a Caspian.

—¡Ah! Yo sabía que su Señoría elegiría lo mejor. Su Señoría no se deja engañar con algo de segunda clase. Ahora bien, me he encaprichado un poco con ese muchacho, y le tengo cariño. Soy de corazón tan tierno que jamás me debería haber dedicado a un trabajo como éste. Sin embargo, a un cliente como su Señoría...

—Dime el precio, pedazo de carroña —dijo el Lord en tono severo—. ¿Crees que quiero oír toda la sarta de disparates de tu sucio comercio?

—Trescientos crecientes para usted, su honorable Señoría, aunque para cualquier otro...

—Te daré ciento cincuenta.

—¡Por favor, se lo suplico! —interrumpió Lucía—. Haga lo que quiera..., pero no nos separe. Usted no sabe...

Pero en ese momento se calló, pues comprendió que Caspian no quería que ni siquiera ahora se supiera su identidad.

—Son ciento cincuenta, entonces —dijo el Lord—. En cuanto a ti, niñita, lo siento mucho, pero no puedo comprarlos a todos. Desata a mi muchacho, Pug. Y mira, ten mucho cuidado de tratar bien a los otros mientras estén en tu poder; de lo contrario, te irá muy mal.

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