La travesía del Explorador del Amanecer (23 page)

BOOK: La travesía del Explorador del Amanecer
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A medida que salía el sol, se perdían de vista esas montañas de fuera del mundo. La ola permaneció allí, pero tras ella sólo se veía el cielo azul.

Los niños abandonaron el bote y empezaron a vadear, no hacia la ola, sino hacia el sur, teniendo el muro de agua a su izquierda. No podrían explicar por qué hacían eso; era su destino. Y, aunque habían sentido (y así había sido) que habían crecido mucho a bordo del
Explorador del Amanecer,
ahora sintieron justo lo contrario y se tomaron de la mano mientras avanzaban dificultosamente entre los lirios. Nunca tuvieron cansancio. El agua era tibia y cada vez se hacía menos profunda, hasta que finalmente pisaron arena seca y luego pasto, un inmenso llano de pasto muy fino y corto, casi al mismo nivel del Mar de Plata, que se extendía en todas direcciones, sin ningún tope. Y, por supuesto, como a menudo ocurre en un lugar absolutamente plano y sin árboles, parecía que el cielo bajaba a juntarse con el pasto delante de ellos. Pero a medida que avanzaban tenían la extrañísima sensación de que aquí realmente por fin el cielo bajaba y se juntaba con la tierra, un muro azul muy brillante, pero sólido y real, y lo más parecido a un cristal que hayas visto. Pronto ya no tuvieron ninguna duda. Ahora estaba muy cerca.

Pero entre ellos y el final del cielo vieron algo tan blanco sobre el pasto verde, que aun sus ojos de águila apenas fueron capaces de mirar. Se acercaron y vieron que se trataba de un Cordero.

—Vengan a tomar desayuno —dijo el Cordero con su voz dulce y tímida.

Entonces los niños vieron una fogata en el pasto, que no habían visto antes, y un pescado que se estaba asando en ella. Se sentaron y comieron el pescado, con hambre por primera vez en muchos días. Fue la comida más deliciosa que jamás habían probado.

—Por favor, Cordero, dime si este es el camino para llegar al país de Aslan —pidió Lucía.

—No para ustedes —dijo el Cordero—. Para ustedes, la puerta para llegar al país de Aslan se encuentra en su propio mundo.

—¿Qué? —exclamó Edmundo—. ¿Hay un camino hacia la tierra de Aslan desde nuestro mundo también?

—Hay un camino para llegar a mi país desde todos los mundos —dijo el Cordero.

Pero a medida que hablaba, su blancura de nieve se encendió en un dorado tostado, y su tamaño también cambió, y fue el propio Aslan quien se alzó ante ellos, desparramando luz de su melena.

—¡Oh, Aslan! —dijo Lucía—. ¿Nos dirás cómo podemos llegar a tu país desde nuestro propio mundo?

—Siempre se los estaré diciendo —respondió Aslan—, pero no les diré cuán largo o corto será el camino; sino sólo que el camino va a través de un río. Pero no deben temer, porque yo soy el Gran Constructor del Puente. Y ahora vengan. Voy a abrir la puerta en el cielo y los enviaré a su propio mundo.

—Por favor, Aslan —rogó Lucía—. Antes de partir, dinos cuándo podremos volver de nuevo a Narnia. Y por favor, te suplico que sea pronto.

—Mi adorada niña —dijo Aslan con mucho cariño—. Tú y tu hermano nunca volverán a Narnia.

—¡Aslan! —dijeron Edmundo y Lucía al mismo tiempo y con voz desesperada.

—Niños —les dijo Aslan—, ustedes ya son demasiado grandes y ahora deben empezar a acercarse a su propio mundo.

—No se trata de Narnia, eso tú lo sabes —sollozó Lucía—. Se trata de
ti.
Allá no te veremos. Y ¿cómo podremos vivir sin verte más?

—Pero si me van a ver, mi amor —dijo Aslan.

—¿Estás..., estás allá también, Señor? —preguntó Edmundo.

—Sí —repuso Aslan—, pero allá tengo otro nombre. Ustedes deben aprender a conocerme por ese nombre. Esa fue la verdadera razón para que ustedes vinieran a Narnia: para que conociéndome un poco aquí, pudieran conocerme mejor allá.

—Y Eustaquio, ¿tampoco volverá? —preguntó Lucía.

—Hija —sonrió Aslan—, ¿en realidad necesitas saberlo? Vengan, ya estoy abriendo la puerta en el cielo.

Entonces, en un segundo, se rasgó el muro azul (como se desgarra una cortina) y una luz de una blancura sumamente intensa provino del cielo más allá. Luego sintieron la melena de Aslan y un beso del León en sus frentes y, de pronto, estaban en el cuarto trasero de la casa de tía Alberta, en Cambridge.

Sólo quedan dos cosas por decir.

Una es que Caspian y sus hombres llegaron sanos y salvos a la isla de Ramandú. Los tres lores despertaron de su sueño. Y Caspian se casó con la hija de Ramandú, y volvieron finalmente a Narnia, y ella llegó a ser una gran reina, y fue madre y abuela de grandes reyes.

La otra es que al regresar a nuestro mundo, todos comenzaron a hablar de cómo había mejorado Eustaquio y que “jamás lo reconocerían como el niño de antes”. Todo el mundo, menos tía Alberta, que decía que Eustaquio se había puesto muy aburrido y pesado y que, seguramente, esto se debía a la influencia de esos niños Pevensie.

Comentario de Ana María Larraín

¡Cuántas veces nos instalamos, en los días lejanos de una infancia absorta, frente a algún cuadro de particular belleza, imaginando qué sentían, cómo se movían o en qué pensaban aquellos minúsculos personajes representados en la tela!

Cuántas veces intentamos entonces—quizás como ahora—, oler el perfume de un paisaje sugerente, oír hasta el más insignificante de los sonidos que bailaban en nuestra cabeza o impregnarnos gota a gota de la humedad evocada por el ambiente selvático de alguna pintura.

Y cuántas veces nos vimos realmente en la cubierta de ese barco que desplegaba en el lienzo sus velas, mientras la brisa marina azotaba nuestros cabellos sobre los ojos, exhalada por la fuerza inigualable de la imaginación.

Tal vez por eso, porque pertenecen de un modo muy íntimo a nuestro pasado y a nuestro presente, estas
Crónicas
de Lewis no causan un desmedido estupor en quienes una vez —y todavía— han sido, son o siguen siendo niños. Y es que el paso de la pura contemplación a la acción directa está dado aquí por el instante fundacional en que la fantasía se enseñorea de nuestro ser. De allí a lanzarse a boca de jarro sobre el mundo no media siquiera un par de pataleos: en definitiva, el “mundo” es todo aquello que no somos nosotros, pero que en virtud de unas mágicas aunque estructuradas leyes nos permite ser, oh paradoja, mucho más nosotros mismos.

¿Quién más que Lucía, en verdad, para decirlo? Nadie más que ella se merece el advenimiento de la aventura. Y no sólo por haber sido la iniciadora (escogida entre los escogidos de siempre) de esta fascinante exploración hacia lo ignoto, sino sobre todo por su comportamiento alegre y vital, pero nunca desmesurado, tonto o indiscreto. Muy lejos de su actitud está, en todo caso, la aburrida perfección; en cambio, cercana a ella vive esa peculiar forma de sabiduría (tan femenina) que intuye inalterablemente dónde está cada cosa y para qué sirve con exactitud cuanto se sitúa en la propia órbita...

No obstante, también al insoportable Eustaquio le toca su oportunidad, por indeseada que ésta le parezca en un principio. Es como si a mayor “pesadez” personal, mayor y más profunda fuera la obligatoriedad de “vuelo”. Por lo menos ante los ojos del lector —habría que preguntárselo, en realidad, a él mismo—, a Eustaquio le está destinada la MEJOR aventura: no cualquiera puede incluir en su hoja de vida una metamorfosis como la suya. ¡No cualquiera se transforma en... dragón! Es cierto que Edmundo recibió en otro lugar su buen tironcillo de orejas, y por eso le confiesa a su primo, con humildad y bastante ternura:
“Tu sólo fuiste un burro, en cambio yo fui un traidor”.
Pero ahora es el minuto de Eustaquio o, más bien, la eternidad de Eustaquio: los demás desaparecen del juego —incluso Caspian y su cohorte de leyenda— y el centro focal de desplaza hacia el escepticismo del niño.

El que no quiere ver que no vea, el que no quiere creer que no crea... Mas, por si fueran a fallarle nuevamente los ojos —los otros, los del alma—, el narrador de toda esta historia (que no es, por si acaso, ningún inventor, sino un mero “cronista” de los hechos contados por Lucía) habla repetidamente del pozo de agua que relumbra en el paisaje idílico. ¿Dónde podría emerger con más propiedad la lenta figura del dragón, imagen totalizadora del sentido más íntimo de estas
Crónicas?

Aire, agua, tierra y fuego: los cuatro elementos primigenios que constituyen, según los griegos, el ser, laten al unísono en la encarnación mítica del “animal”. En el aire vuela el dragón, en el agua se desplaza con soltura (?), en la tierra recorre la ruta del hombre y, en su interior, bulle como un volcán ese fuego que expele por la boca. ¡Pobrecito dragón! Todos los elementos le son “conocidos”, pero él no pertenece, en última instancia, a ninguno (NO PERTENECER es la puerta abierta para el sondeo de la verdad. Y la verdad no es sino el autoconocimiento: Sócrates sabía, claro, lo que decía). De allí la presencia de la niebla; como ésta, ni más ni menos, pesa sobre los hombros la soledad. Las escamas han de cambiarse célula a célula; el despojo debe ser tan absoluto como la entrega. ¿Y a quién remitir el bulto? ¿A quién remitir las dudas y falsas certezas, la no pertenencia y las soledades?

Aslan. Aslan disipa la niebla (o su presencia), Aslan sostiene, abraza, abrasa, Aslan ama y mira. Aslan o la fuerza más que magnética del amor (“le tenía miedo a El”). No vale desvestirse solo: hay que abandonarse para que otro desnude. ¿Qué realidad es
tan
contundente?

Y se produce entonces el milagro regenerador del ciclo, la rueda, el círculo. Nace el dragón, muere el dragón, muere el dragón, nace el dragón. La criatura “vieja y triste” que agoniza junto al agua (el decrépito
lord)
cede paso al dragón nuevo que, como lo propone San Pablo, mata en sí al antiguo. Y resurge otro —aún queda mucho por expiar— bajo otra piel. La violencia del canibalismo se atenúa así por la fuerza ritual de la necesidad: no deben quedar restos del pasado, porque la incredulidad del pasado ya no existe. Hay que parir (con dolor) la FE.

Y hay que parir (con dolor) el sueño. El que no sueña, Eustaquio, no vive, y eso le corta el vuelo a toda aventura. ¿No ves que las profundidades de la cueva son requisito esencial para verificar el misterio del cambio? La pelea, sin embargo, no va contra los demás, aunque haya dragones viejos y tristes frente a ti: la pelea va contra uno mismo. Contra uno mismo y la estúpida codicia; contra uno mismo y la ceguera y la ignorancia.

...Y, desde luego, contra la tara fatal de la “gravedad” o la mala conciencia del propio “peso”. Porque a duras penas con su cuerpo, el dragón
gravita
y no
levita.
Lo que levita es el arte y el humor de Lewis: él se ríe con cariño de Eustaquio porque se ríe, en el fondo, de sí mismo.

Tonto, tontito, Eustaquio: tu deficiencia en materia de dragones te impide el vuelo liberador de la fantasía.

“POR NO HABER LEIDO NUNCA UN BUEN LIBRO”.

NOTAS

[1]
-
Scrub
significa mezquino, despreciable.

[2]
-
Kraken:
monstruo marino de los mares de Noruega.

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