Pero en ese momento Zoe pensó: «¡Tengo que decírselo a Jake! ¡Tengo que decírselo!».
Regresó rápidamente al ascensor, que seguía en el vestíbulo con las puertas abiertas. Se apresuró a entrar, le dio al botón y subió a su planta. Se reía. Cuando la campanilla anunció la llegada, en su premura intentó abrir las puertas de un empujón. Luego echó a correr por el pasillo y aporreó la puerta.
—¡Jake! ¡Jake!
Oyó un gruñido en el interior y al cabo de un momento Jake abrió. Estaba desnudo. Bostezó como un oso. Sadie, detrás de él, meneaba la cola, deseosa de salir.
—¿Dónde está el incendio?
—Vístete. Date prisa. Deja aquí a Sadie. No. ¡Basta con que te pongas el albornoz! Deprisa. ¡No vas a creértelo! ¡No vas a creértelo, Jake!
Se reía de tal modo que casi tenía convulsiones. Jake se puso el albornoz blanco y la siguió por el pasillo. Ella lo cogió de la mano. Jake quería saber qué demonios pasaba.
—¡Espera y verás! ¡Espera y verás!
Entraron en el ascensor y apretaron el botón de la planta baja. Jake la miró con un parpadeo. Ella le cogió la cara y le dio un intenso beso, metiéndole la lengua en la boca. Quería obligarlo a callar y enseñarle el milagro que se había obrado. El ascensor llegó al vestíbulo y las puertas se abrieron. Zoe lo obligó salir a empujones y lo siguió.
Todo era silencio.
Nada ni nadie. Igual que antes.
Zoe se paró en seco. Meneando la cabeza, balbuceó algo incomprensible. Acto seguido, se plantó de un salto ante la recepción y lanzó miradas alrededor. Escrutó a través de las puertas de cristal cilindrado, hacia donde había visto aparcar el autocar lleno de nuevos huéspedes. Fijó la mirada en el atril del portero. Luego fue a ver detrás del mostrador de recepción, donde poco antes trabajaban las tres mujeres. Después se volvió y salió corriendo a la nieve por las puertas de cristal.
Reinaba el silencio. Estaba todo vacío. Solo se veía la nieve blanca, blanca, en la tierra silenciosa.
Jake salió tras ella.
Zoe miró a uno y otro lado de la calle. Buscó las roderas que acaso el autocar hubiera dejado a su paso. No las había.
—No puede ser. No puede ser.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Jake.
Ella no le prestó atención, apartándolo con el hombro al volver a entrar en el hotel.
Ya en el vestíbulo, buscó alguna prueba fehaciente de que algo hubiera cambiado, cualquier mínimo indicio forense de que toda aquella gente había estado realmente allí, en carne y hueso, no solo en su imaginación. Recorrió con los dedos los ángulos del atril de madera clara del portero.
—Vamos, cuéntame —dijo Jake, que esperaba pacientemente una explicación.
—Aquí había gente, Jake. Docenas. Charlando. Huéspedes nuevos que llegaban con sus maletas…
—¿Cuándo?
—¡Ahora mismo! Hace unos minutos. Por eso he subido a avisarte a toda prisa. Algunos hablaban de un alud. Un hombre me ha echado una mirada lasciva.
—¿Ha sido una pesadilla?
—No, solo me ha guiñado el ojo. Creo que yo llevaba el albornoz abierto. No esperaba encontrarme con nadie. Eran… de lo más normales. Todo era normal. Es el día del cambio de turno. Gente que se va, gente que llega.
—¿Quieres que te abrace?
—No, no quiero para nada que me abraces. No estoy loca. Estaban aquí. Había mucho ajetreo, pero todo era normal. Por un momento las cosas habían vuelto a la normalidad. Como antes… antes de lo que nos pasó.
Jake la miró atónito.
—No me crees, ¿verdad?
—Zoe, ¿piensas que, llegados a este punto, hay algo que no pueda creer? Pero reflexionemos.
—¡Ya reflexiono, ya reflexiono, maldita sea!
—Bien. ¿Puedo plantearte alguna que otra posibilidad sin que me chilles?
—No. Guárdatelas.
—Bien. Una posibilidad es que haya sido algo así como la realización de un deseo. Quieres que todo vuelva a la normalidad y por un momento lo has visto así. Dos: podría haber sido el residuo de un sueño. Yo he tenido sueños en los que me levantaba por la mañana y el residuo no desaparecía del todo de mi cerebro hasta pasado un rato.
—¿El residuo de un sueño? ¿Qué es el residuo de un sueño? ¡Eso es una gilipollez que te has sacado de la manga!
—Más o menos.
—¡En fin, no sé! ¡No sé!
—Vamos. Vistámonos y salgamos de aquí.
Mientras se ponían la ropa de esquiar, Zoe describió minuciosamente la escena que había presenciado. No podía haber sido un sueño, aseguró, porque no había nada ni remotamente ilógico, ni siniestro: todo era prosaico. Sus sueños, por el contrario, estaban marcados por la irracionalidad. Lo reprodujo todo para él, dibujando uno por uno a los personajes que había visto en el vestíbulo.
Al final Jake, adoptando un tono firme, le pidió que lo olvidara. Cuando regresaron al vestíbulo, Zoe no pudo contener la esperanza de que, al abrirse las puertas del ascensor, reapareciese toda aquella gente.
No fue así.
Ya fuera, Zoe trató de sacudirse la experiencia de esa mañana. Con Sadie alegremente al trote junto a ellos, decidieron explorar a fondo el pueblo.
La cuestión de qué hacer con el tiempo empezaba a ser acuciante. Los dos tenían la impresión de que aquello era la consumación del sueño máximo de la opulencia, un sueño que no sabían hasta qué punto deseaban. Los restaurantes y supermercados estaban bien provistos de comida y bebida. Podían llevarse libremente de las tiendas cualquier cosa, de cualquier calidad. Y no podía considerarse un robo, ya que los artículos de las tiendas en realidad no eran propiedad de nadie. Más aún, ni siquiera debían trabajar para mantener ese vertiginoso tren de vida. La muerte les había proporcionado una abundancia ociosa.
Jake propuso ir de compras. Solo buscaba una manera de reconfortarla. Por lo general, cuando iba de compras con ella, asomaba a su rostro la misma expresión que exhibiría un nazi en una celebración del orgullo gay judío. Pero esta vez la idea partió de él.
Entraron en las tiendas de esquí y eligieron trajes y guantes y gafas nuevos. Cogieron botas nuevas de la gama más alta. Se las probaron. Eran preciosas. Pero los dos descubrieron que sus botas usadas eran más cómodas, así que dejaron las deslumbrantes botas usadas en la tienda para otra ocasión en que pudieran necesitarlas.
Después entraron en las boutiques más elegantes y se ayudaron mutuamente a escoger conjuntos enteros de ropa nueva. En tanto que antes Jake se habría mantenido al margen cruzado de brazos, ahora participaba con entusiasmo. Zoe se reía de los precios. Jake se burlaba de los escaparates.
—¿Cuál es nuestra postura respecto a las pieles ahora que estamos muertos? —quiso saber.
En las boutiques estaban representadas todas las marcas de diseño. A Zoe no le interesaba mucho la ropa, pero incluso ella podía hablar de Prada, Gucci, Vuitton y Fendi, aunque solo fuera para despotricar de las víctimas de la moda a quienes debían su fama esos nombres.
—¡Pero fíjate tú en las cosas que tienen aquí! —dijo—. Esto es
haute couture
.
—Esa no la he oído nunca —contestó Jake.
—No es una marca. Es como se llama a las prendas hechas a mano, que son incluso más caras que las de diseño.
—Bueno, pues nos serviremos unas cuantas de estas, ¿no?
Fue divertido, durante un rato, elegir pantalones, bolsos, bufandas y calzado nuevos. De pronto Zoe tiró un abrigo al suelo.
—¿Sabes qué te digo? No quiero nada de toda esta mierda.
—Yo tampoco.
—Además, ¿a quién voy a impresionar?
—A mí no.
—¿Y qué sentido tiene llevársela al hotel? Si la queremos, aquí está. Y yo no la quiero.
—Exacto.
—Mierda, Jake, tiene que haber algo más en la muerte que ir de compras.
—En eso estamos de acuerdo, ya lo sabes. ¿Qué más podemos hacer?
Contemplaron qué opciones de ocio, aparte de esquiar, les proporcionaba el pueblo. Por supuesto, no disponían de televisión ni internet; pero no lamentaban mucho la ausencia de lo uno ni de lo otro. Jake dijo que viendo la televisión igualmente se sentía muerto casi siempre, y que internet era una turbia semivida de navegación al azar, mensajes superfluos, chateo futbolístico para retrasados y porno.
—¿Caíste alguna vez en la tentación de entrar en un chat de fútbol?
—Una o dos —admitió Jake.
Varios hoteles tenían complejos de spa, que ofrecían saunas y baños de vapor. Había trineos a docenas, y motonieves, si hubiera sido posible retirar los candados, y otra opción habría sido cambiar los esquís de descenso por unos de fondo o por snowboards. Había pistas de patinaje sobre hielo. Había piedras de granito pulido y cepillos para la práctica de un incomprensible deporte invernal llamado
curling
. Aparte de esas posibilidades, las perspectivas de entretenimiento en el pueblo eran escasas. No había cine, pero sí encontraron una bolera.
Fueron, pues, a jugar a los bolos.
La maquinaria funcionaba perfectamente. Incluso respetaron la petición de ponerse el calzado de bolera adecuado, aunque tuvieron que prohibir a Sadie que persiguiera las bolas por los carriles abrillantados. Puesto que ninguno de los dos había jugado antes a los bolos, no sabían cómo iba la puntuación, así que sencillamente jugaron sin puntuación. Los animaba a seguir ver y oír las bolas regresar por efecto del mecanismo con un agradable chasquido. Y los bolos, al caer, producían un ruido muy satisfactorio. Pero el placer proporcionado por esa actividad era un tanto limitado.
—No sé qué decirte —comentó Jake—. La verdad es que no me veo haciendo esto durante el resto de mi muerte.
—No estoy de acuerdo —respondió Zoe, y lanzó una bola que se desvió del carril hacia el canal—. Yo me veo haciéndolo al menos durante otros diez minutos.
Poco después, con los esquís otra vez puestos, subían por la montaña en telesilla. Sadie iba sentada entre los dos, jadeando ligeramente, con la lengua fuera. Pensaban llevar a la perra a La Chamade, que era un punto intermedio en la montaña; allí el animal podría elegir entre estar a cubierto o quedarse fuera.
—La misma leña, todavía ardiendo —comentó Jake después de entrar un momento en el restaurante de montaña.
—Eso es absurdo.
—Lo es. Me ha parecido detectar un ligero cambio en la posición de los troncos.
—¿Un ligero cambio?
Jake había dejado a Sadie en el porche con tejado a dos aguas. La perra había meneado el rabo cuando él regresó por la nieve hasta sus esquís para reunirse con Zoe.
—Creo que uno de los troncos estaba en un ángulo distinto… distinto de como lo dejamos, quiero decir. Estaba inclinado a, quizá, unos treinta y siete grados contra el otro tronco en llamas, a diferencia de los cuarenta y cinco grados anteriores.
—¿Lo dices en serio?
—Creo que sí.
Aunque al principio Zoe pensó que Jake bromeaba, no por eso estaba menos seria. Ambos escrutaron los detalles del paisaje con avidez; observaron la situación meteorológica, alertas a cualquier señal; examinaron el estado de la nieve, buscando un significado o un augurio; intentaron localizar grietas en el hielo y evaluaron el caudal de los torrentes; escudriñaron la superficie de aquel mundo por si se advertía la menor señal de cambio.
Y se examinaron la cara mutuamente en busca de eso mismo.
—¿Qué te pasa?
—Las compras de esta mañana —dijo Zoe—, y la partida de bolos. Estoy un poco enfadada conmigo misma.
—¿Por el tiempo perdido?
—Qué bien me conoces. Ahora que estamos… bueno, lo diré… ahora que estamos muertos, no paro de pensar en mi vida. En lo que he hecho. Y no pienso en las buenas o malas acciones. Pienso en todas las estupideces, las pérdidas de tiempo: las compras, las partidas de bolos. Y no es que haya ido nunca a una bolera. Me refiero a los equivalentes. Las actividades para pasar el rato, o más bien para malgastarlo. Y me da qué pensar: ¿eso estamos haciendo? ¿Con todo este ir y venir montaña arriba, montaña abajo con los bastones?
—No, esto es distinto.
—¿Por qué?
Jake ni siquiera tuvo que pensarse la respuesta.
—Porque es vivir en la pendiente, donde tienes que estar siempre concentrado, y donde no puedes desconectar ni dormirte por un segundo; pero al mismo tiempo en que eres la suma de esas torpes fuerzas que intentan mantener el control, no eres nada en esa montaña enorme, una brizna, una mota de polvo, un copo medio fundido.
—¡Caray! Eso suena a religión.
—No hace falta ponerse de rodillas para rezar. Este soy yo rezando. Este soy yo dando gracias, en la falda de la montaña. Soy una oración en movimiento. ¿Ves las huellas detrás de mí? ¿Puedes interpretar lo que he escrito en la nieve?
Zoe volvió la vista atrás y arrugó la nariz.
—Solo son huellas. No puedo interpretar nada.
—Sí puedes. Es mi escritura. Es un poema de alabanza.
Zoe, impresionada, lo miró con un parpadeo. Él le devolvió la sonrisa, una sonrisa de mil vatios. Pero ella dijo:
—Estás mal de la cabeza.
—Puede ser. ¿Te vienes a esquiar?
Jake se deslizó por la pista y ella lo siguió, intentando alcanzarlo. Las palabras de él resonaban aún en su cabeza. Era verdad, se dijo: estaban escribiendo alabanzas en la página de la montaña. Eso hacían.
Descendieron a toda velocidad por la pista negra, con los esquís traqueteando allí donde el suelo quedaba a la sombra de los árboles y el hielo se endurecía en la superficie de la nieve; luego, cuando salían al sol, donde la costra helada se había fundido o reblandecido, los esquís dejaban escapar susurros de alivio.
Después de varios descensos más, pasaron por La Chamade a ver cómo estaba Sadie. Seguía esperando en el porche. Cuando se acercaron, la perra se levantó y meneó el rabo. Luego los siguió al interior.
Se quitaron las chaquetas de esquí, y Jake fue a buscar una botella de vino detrás de la barra. La descorchó, y se disponía a servir dos copas cuando Zoe dijo:
—¿Has oído eso?
Jake dejó la botella llena en la mesa, al lado de las copas vacías, y aguzó el oído. Se oía un zumbido a lo lejos, como el de motores a gran distancia; o como el movimiento de pesados vehículos blindados en la lejanía, o quizá un solo vehículo enorme.
—¿Es una máquina pisapistas?
Volvieron a escuchar con atención, y el zumbido se convirtió en un retumbo, parecido en efecto al ruido de un tractor para el acondicionamiento de pistas acercándose, pero sin el pitido de la alarma electrónica. El retumbo grave era de una frecuencia misteriosamente baja, amortiguado e inquietante. Daba la impresión de que alguien les hubiera tapado los oídos con algodón.