Jake se deslizó hasta ella y paró.
—¿Te ha gustado? —preguntó Zoe.
—Mucho.
—Este ha sido el tramo fácil. Ahora tenemos que bajar por ahí.
Un claro entre los árboles a un lado de la pista conducía a una pendiente densamente poblada de árboles y mucho más escarpada. Asomaban entre la nieve afloramientos de angulosas rocas de piedra caliza. Aunque los dos eran esquiadores consumados, siempre habían esquiado en recorridos cortos, aparte de algún descenso fuera de pista por laderas despejadas. Aquello iba a ser una experiencia nueva para ellos.
Advirtiendo la inquietud de Jake, Zoe dijo:
—Solo esquiaremos donde podamos, bajaremos de lado cuando no podamos, y allí donde no nos quede más remedio, daremos algún rodeo o nos quitaremos los esquís y seguiremos a pie. ¿Listo?
No esperó la respuesta. Dirigió los esquís hacia los árboles y se deslizó hasta la abertura del oscuro bosque.
Al cabo de diez minutos estaban en apuros. El terreno era abrupto y desigual. Serrados dientes de ámbar traspasaban la nieve a intervalos irregulares; los pinos ocultaban sus hostiles raíces bajo la engañosa lisura de la alfombra blanca y extendían gruesas ramas a la altura del hombro. Encontrar un camino entre los troncos no era tarea fácil. Complicó aún más el descenso la presencia de torrenteras, canales semihelados por los que descendía agua de deshielo montaña abajo. Algunas quedaban escondidas bajo puentes de nieve; otras estaban a la vista y su anchura no permitía atravesarlas. Perdieron mucho tiempo buscando la forma de salvarlas y en algún caso, cuando era absolutamente imposible avanzar en línea recta, se vieron obligados a retroceder cuesta arriba.
Zoe fue la primera en caerse, y se golpeó un brazo contra una roca. Jake también acabó tendido de espaldas dos veces, al enredársele los esquís en raíces negras o trampas ocultas bajo la nieve. Se le salió un esquí y tardaron mucho en encontrarlo y desenterrarlo. Siguieron adelante ayudándose mutuamente cuando era posible. Probaron a quitarse los esquís y acarrearlos al hombro; pero con las pesadas botas moldeadas a veces se hundían en la nieve a la altura del muslo, así que desecharon la idea.
Cuando se presentaba la oportunidad de avanzar esquiando, era en trechos de no más de quince o veinte metros. Necesitaron dos horas para recorrer una distancia equivalente a la que habían cubierto en la pista en dos o tres minutos.
Hicieron un alto, despejaron un hueco en la nieve y descansaron. Pese a que los dos sabían que la luz declinaba. En modo alguno podían permitir que la noche los sorprendiera en el bosque con los esquís.
—No esperaba que fuera tan difícil —comentó Zoe.
—¿Cuánto crees que falta?
—Siempre y cuando sigamos bajando en diagonal, debemos llegar a aquella carretera a través del bosque. No puede estar a más de una hora. O dos al paso que vamos.
—¿Una hora o dos hasta el siguiente pueblo? ¿O una hora o dos hasta la carretera?
—Lo uno o lo otro.
Permanecieron sentados en el profundo silencio de la nieve y el bosque. Zoe deseó que Jake dijera algo.
—Siento mucho haberte traído por aquí —se disculpó—. Puedes echarme un rapapolvo si quieres.
—La idea era buena.
—No, no lo era.
—Al menos era una idea valiente.
Zoe deseó que él hiciera algún comentario jocoso. Cuando no se lanzaban pullas en broma, la cosa pintaba mal. Zoe contempló el cielo gris a través de los árboles. Albergó la esperanza de que la luz decreciente durara aún el tiempo que necesitaban.
—¿Listo para seguir?
—Listo.
De hecho, llegaron a la carretera solo media hora después de reanudar la marcha. No era más que una vía de arrastre que discurría tortuosamente entre los árboles, pero la pendiente era pronunciada y Zoe experimentó una sensación de euforia al comprobar que su interpretación del mapa había sido correcta. Había sido un descenso difícil, pero lo habían conseguido.
Fue un gran alivio volver a esquiar sin obstáculos. La carretera presentaba una profunda capa de nieve y era un poco estrecha, pero no implicaba mayor desafío para su pericia como esquiadores. La luz menguaba ya rápidamente. A veces encontraban hondonadas en el camino, y si no conseguían generar impulso suficiente para llegar al lado opuesto, tenían que subir la cuesta avanzando con pasos laterales; pero ese esfuerzo se veía recompensado invariablemente con un descenso rápido en la penumbra una vez superada la elevación.
Finalmente los abetos y píceas se espaciaron y les permitieron ver el parpadeo de luces en el pequeño pueblo más abajo. Conforme se acercaban, vieron hoteles y casas iluminados, y coches aparcados en los arcenes de la carretera de acceso al pueblo.
Se abrazaron y rieron, y admitieron que poco antes, arriba en el bosque, los dos tenían demasiado miedo para reconocer que se veían desbordados por la situación. Pero ahora podían deslizarse por la carretera, aunque un poco más despacio por miedo a encontrar tráfico.
Pero no había tráfico. Y cuando entraron en el pueblo, tampoco se veía un alma. Estaba tan vacío como el pueblo del que procedían.
Jake fue el primero en hablar.
—Esto no va a gustarte.
—¿Qué?
—Creo que también han evacuado este pueblo.
Zoe lanzó un gemido.
Habían llegado a un tramo llano y tuvieron que quitarse los esquís y llevarlos al hombro. Continuaron hasta el centro del pueblo vacío, escrutando las casas en busca de la menor señal de actividad, como soldados en una conflagración, pero cargados con esquís en lugar de armas.
A Zoe se le ensombreció el rostro.
—Esto no puede ser. Sencillamente no puede ser.
—¿Qué?
—Para. Para. Mira ese hotel. Y mira la iglesia en lo alto de la cuesta.
—¿Qué pasa?
—Ese campanario. Es el mismo. El mismo que el de nuestro pueblo.
—Se parece.
—No es que se parezca, Jake. No es solo que se parezca. Es el mismo. Como también lo es ese hotel. Hemos vuelto a Saint-Bernard. ¡No hemos ido a ninguna parte!
Jake esbozó una media sonrisa, una mueca atormentada de incredulidad. Mirando cuesta arriba, observó la iglesia con los ojos entornados. Luego se volvió y examinó la carretera por la que habían llegado. Torció el cuello hacia todos los puntos cardinales. Por último, lanzó los esquís y los bastones al suelo ruidosamente y echó a correr, lastrado por las pesadas botas de esquí, en dirección a la iglesia.
Zoe tenía razón. Eran la misma iglesia, el mismo hotel, las mismas casas y calles. El mismo supermercado, con la comisaría al lado.
Habían recorrido un círculo y llegado al punto de partida.
Jake se arrancó el gorro de lana y se pasó los dedos entre los mechones de pelo empapados en sudor. Luego se acercó a Zoe. Esta, en cuclillas, con los puños enguantados bajo la nariz, lo observaba.
—¿Cómo es posible? —preguntó él.
—No es posible.
—Debemos habernos equivocado en algún desvío. —No podía evitar cierto tono acusador en su voz. Al fin y al cabo, ella había asumido el papel de guía.
—Sencillamente no es posible.
—Claro que es posible, joder. Acabamos de demostrar que es posible. Estamos aquí, joder.
Quod erat demonstrandum
.
—No. Te equivocas. Hemos subido por esa montaña y por esa ladera.
—¡Tiene que haber un paso! —exclamó Jake—. ¡Tiene que haber un paso en la montaña que gira y vuelve hacia aquí! Sin darnos cuenta, hemos seguido ese paso.
—¡Lo siento, Jake! ¡Lo siento de verdad!
Daba la impresión de que él quería enfurecerse con ella pero no era capaz. Al fin y al cabo, él le había pedido que encabezara la marcha. No tenía el menor sentido de la orientación, y se había dejado guiar por ella.
—¡Mieeeeeeeeeerda! ¡Esto parece una broma! ¡Tengo la sensación de que alguien se está riendo de nosotros!
—¡Jake!
La carretera los había conducido al otro extremo del pueblo, el mismo lugar donde habían acabado al intentar irse a pie. Tuvieron que volver a pasar ante la iglesia. Jake sacó la brújula del bolsillo y, en su frustración, la arrojó contra el campanario plateado.
—No hagas eso.
—¿Adónde vas?
Zoe se acercó a la puerta de la iglesia y la abrió. Como correspondía a un templo católico, era una cueva de sombras y ecos e imágenes de sufrimiento, aligerada por entrantes donde ardían numerosas velas. Jake entró en la iglesia detrás de ella. Sus pasos resonaron en las baldosas de piedra. Dentro el aire era frío. Se les condensaba el aliento.
—Casi da la impresión de que algo nos retiene en este pueblo —dijo Zoe, mirando alrededor y también al techo—. De que algo no quiere dejarnos marchar.
—Esa misma sensación tengo yo. Ya la he tenido antes hoy. Pero no quería decírtelo. —Jake contempló el techo abovedado de la iglesia, y sus paredes y puertas, como si buscara algo que pudiera indicarles el camino de salida, o darles una pista, pero no había nada. Fijó la mirada por un momento en las estables llamas de las velas.
—Vámonos.
Jake parecía agotado, así que Zoe lo condujo de regreso al hotel y le preparó de inmediato un baño caliente. Localizó el cuarto del material y se pertrechó de espuma de baño y toallas limpias. Pensaba que Jake estaba extenuado a causa de la angustia. Sabía que él, movido por un profundo sentido masculino de la obligación, tenía la necesidad de sacarlos de ese atolladero y le pesaba no conseguirlo, aun siendo ella una mujer a quien eso no le hacía falta, aun siendo alguien que asumía la responsabilidad en igual medida que él. Era una debilidad de Jake, algo heredado de su padre, cierto afán de control. Cierto instinto protector, que ella podía perdonarle fácilmente. Pero ahora la naturaleza no parecía atenerse a las reglas, y eso estaba acabando con él.
Después del baño, lo ayudó a secarse y lo obligó a meterse en la cama. En cuestión de minutos lo había vencido el sueño.
Zoe se quedó allí sentada, mirándolo mientras dormía. Era imposible dejar de querer a Jake. Rebosaba pasión y espíritu de lucha y bondad, y sin embargo era muy vulnerable cuando estaba cansado. Llevaban más de diez años juntos, y durante todo ese tiempo había mantenido encendida una vela inextinguible por él. Se dijo que ese era un pensamiento manido y que a la vez no lo era. Se lo había inspirado el vivo resplandor de las velas en la iglesia de Saint-Bernard.
Algo en la iglesia, y concretamente en las velas, la inquietaba sobremanera.
Se preguntaba quién habría encendido esas velas.
Aunque no sabía nada al respecto, supuso que las velas —ya fueran velas de iglesia de buena calidad, o cualquier clase de vela— no ardían días y días. Dedujo, pues, que alguien las encendía: que era tarea de algún acólito de la iglesia.
Se quedó de pie junto a Jake, oyéndolo respirar, asegurándose de que dormía profundamente. Al cabo de un momento abandonó la habitación y cerró la puerta con un leve chasquido. Bajó en ascensor al vestíbulo y entró en el comedor.
Fue derecha a la mesa en la que habían cenado y bebido champán la noche anterior. Los platos y los restos de la comida seguían exactamente tal como los habían dejado cuando ella arrastró a Jake ávidamente a la cama. Y en el centro de la mesa ardía una vela, la vela que había encendido ella misma.
Aún ardía.
Recordaba claramente el momento en que había encendido la vela. Era una vela nueva, de mecha blanca y limpia. Eso significaba que había ardido toda la noche y también todo el día, mientras ellos estaban fuera. Pero no se había consumido. Ni un centímetro. Ni medio centímetro. La llama no había provocado el menor goteo de cera. Daba la impresión de que acabaran de encenderla.
Sopló la vela y la llama se apagó, despidiendo olor a cera y una voluta de humo gris que se elevó en el aire. La encendió de nuevo, y ardió con llama viva.
A continuación entró en la cocina. Los cazos y sartenes sin lavar, utilizados por Jake en sus aventuras culinarias de la noche anterior, habían quedado desperdigados sin ningún orden. Pero al otro lado de la cocina, sobre una encimera limpia, seguían la carne y las verduras troceadas, intactas, tal como las habían encontrado cuando entraron allí la primera tarde después del alud.
Lo inspeccionó todo detenidamente. La carne rosada, con delicadas vetas de grasa blanca, relucía como recién cortada. También las verduras presentaban una tonalidad fresca y lozana. Ni en la carne ni en la verdura se advertía el menor indicio de descomposición.
Tuvo que esforzarse, una vez más, para calcular el tiempo transcurrido desde que los sorprendió el alud. Curiosamente, tenía la sensación de llevar semanas en aquel lugar, pero solo hacía tres días que estaba allí. Así y todo, eso implicaba que la carne y las verduras habían pasado entre cincuenta y sesenta horas en la encimera de aquella cocina caldeada. Cogió una tira de carne y la olfateó. Olía a carne de lo más fresca. Mordisqueó una rodaja de zanahoria crujiente. Se acercó un trozo de apio a la nariz. Olía de maravilla, a huerto. No estaba en absoluto marchito. Partió el apio por la mitad: se rompió limpiamente, con un chasquido.
Velas que no se consumían. Carne que no se descomponía. Verduras que no se mustiaban. Fijó la mirada en la carne de la encimera durante largo rato.
Una mano le tocó el hombro desde atrás. Lanzó un grito.
Era Jake. Iba en albornoz.
—¡No hagas eso!
—Yo he pensado lo mismo —dijo él—. Las velas. La comida. Me fijé en todo eso anoche. Prefería no decírtelo.
—Pero ¿qué significa?
Jake se volvió y buscó entre diversos utensilios de cocina. Encontró un cuchillo muy afilado. Lo blandió en dirección a ella y luego se remangó.
—¿Qué haces, Jake?
Con la mirada en Zoe, se abrió un tajo de un par de centímetros en la cara interna del antebrazo. La carne se separó y él reaccionó con una mueca de dolor. Pero no brotó sangre. Ni una gota.
—¡Jake! ¡Basta ya!
Él se realizó otro corte más pequeño en la yema del dedo anular de la mano izquierda. Hizo otra mueca al hincarse el cuchillo, pero tampoco brotó ni una pizca de sangre, nada. Dejó el cuchillo y se bajó la manga.
—Anoche, mientras cocinaba y hacía el tonto, me corté. Fue un corte profundo. Pero no sangré. Decidí no decírtelo. Dios mío. Te quiero, Zoe.
Se le habían empañado los ojos.
Ella lo miró con un parpadeo.
—Yo también te quiero, Jake. Explícame qué está pasando aquí, por favor.