Ella quiso decir algo, pero él levantó las palmas abiertas para obligarla a callar.
—Haya paz.
Aunque Zoe, por supuesto, ya se había planteado la posibilidad de que estuviera teniendo alucinaciones, la idea no era muy reconfortante. Su existencia misma en aquel lugar parecía una alucinación colosal, así que ¿cómo debían reaccionar ellos dos ante las burbujas alucinatorias dentro de la gran burbuja alucinatoria? Su presencia allí aún era demasiado reciente para conocer la moneda de cambio. Si podían recordar el sabor, el olor, el tacto, todas las sensaciones terrenas, y hacerlas reales al rememorarlas, quizá podían proyectar del mismo modo otros pensamientos. Ese mundo, esa muerte que se semejaba tanto a un sueño y a la par era tan distinta de un sueño, acaso presentaba un sinfín de posibilidades. Quizá Zoe, al desear que llegase ayuda, había proyectado esa ayuda. Era imposible saber si su deseo de ayuda era mayor que su temor a recibirla.
—¿Vamos a buscarlos?
—Eso no quiero hacerlo —contestó Jake—. No quiero ir a buscar algo cuando ni siquiera sé si existe.
—O si no sabemos qué es.
Jake parpadeó con sus ojos enrojecidos. Se estaban concediendo mucho espacio el uno al otro. Sus conversaciones eran cada vez más breves pero con implicaciones de mayor alcance. A veces Zoe tenía que preguntarse si Jake de verdad había hablado en voz alta o simplemente había pensado algo que ella había captado de algún modo. Intersubjetividad. Los pensamientos de ambos se entretejían como cristales de nieve hexagonales.
Una de las banderas del hotel flameó ruidosamente contra el asta, de manera muy repentina.
—Viene mal tiempo —auguró Jake—. Esquiemos mientras podamos. Si hay alguien ahí fuera, ya veremos qué pasa.
El sol lucía con intensidad y el cielo estaba azul, pero era un azul extraño, semejante a una masa de cuentas azules entrelazadas, como si se compusiera de píxeles. El frío arreciaba y se había levantado una brisa. A Jake se le pasó por la cabeza que quizá más tarde las autoridades cerraran los remontes; luego recordó que no había más autoridades que ellos mismos.
Se encaminaron hacia el telesilla Cadet para ir al extremo occidental de las pistas. El Cadet era un aparato rápido y moderno provisto de una cubierta abatible con parabrisas de plexiglás. Se colocaron uno al lado del otro en el punto de espera y en cuanto el telesilla llegó se dejaron caer en el asiento. Jake rodeó a Zoe con un brazo protector mientras ascendían.
—¿Estás bien?
—Sí, eso creo.
En la montaña la brisa recién levantada cortaba como una guadaña. Zoe se estremeció, y Jake bajó la cubierta del Cadet. El parabrisas estaba sucio y rayado; era difícil ver a través, pero al menos protegía del afilado viento. Zoe habría preferido otear antes las pistas, buscar a otros esquiadores. Pero no dijo nada.
El telesilla ascendió a ritmo regular, balanceándose y chirriando un poco en cada pilona. La cubierta había reducido el sonido del movimiento a un susurro, pese a que el viento murmuraba alrededor como si alisara sus curvas de plexiglás, buscando implacablemente una grieta o punto de agarre para dedos delgados.
Jake mantuvo la mirada al frente a través de la cubierta sucia. Parecía absorto en sus pensamientos. Él tenía menos motivos para sentirse conmocionado por los sucesos de la pasada noche, sospechaba Zoe, porque no había visto al intruso ni oído sonar el teléfono. Lo conocía lo suficiente para saber que no la tacharía de estúpida o neurótica; pero lo cierto era que ninguno de los dos sabía nada de la verdadera flora y fauna de aquel lugar.
Si aquello era realmente la muerte, o una versión de la otra vida, ¿por qué no había de estar poblada? Pese a los contados días que llevaban allí, Zoe se había obligado a adaptarse de inmediato a la idea de que estaban los dos solos; incluso había procurado verlo como algo poético y maravilloso, una elevación de la existencia más que una merma. Era como un paraíso personal, o un anti-paraíso. Eran una pareja en los últimos días del Edén, pero no desnuda en un jardín sino bien abrigada en un paisaje nevado donde ya no había manzanas en los árboles ni las mujeres tenían que cargar con la culpa, porque la vieja mentira había quedado cubierta por la nieve. Pero si aquello era el antiparaíso, Zoe había tenido sobradas pruebas de la existencia de una antiserpiente.
Esperaba que el hombre a quien había alcanzado a ver en el umbral de la habitación del hotel, y el hombre al otro lado de la línea telefónica, no fuesen el diablo. Zoe se reacomodó en el asiento y Jake salió de su ensimismamiento. La silla cubierta chirrió a su paso por otra pilona.
—¿Este ha sido nuestro primer descenso o el segundo? —preguntó Jake al pie de la pista.
—¿Esta mañana? Ha sido el segundo.
—Pierdo la cuenta.
Zoe sabía a qué se refería. La nieve estaba tan blanda y oponía tan poca resistencia que envolvía los esquís y era posible descender por la montaña en un estado de inconsciencia. En cierto momento volvió la vista pendiente arriba y calculó que había recorrido tres kilómetros esquiando sin registrarlo en la cabeza. Era un hueco de negrura en el paisaje blanco. Como si se hubiera dormido. Un poco de muerte dentro de esa muerte.
No se lo comentó a Jake.
Con espíritu cada vez más aventurero, casi temerario, abandonaban las pistas, se adentraban entre los árboles e iban de una a otra pista salvando torrentes plateados y sorteando los dientes desiguales y parduscos, como cariados, de las rocas. Siguieron poniendo a prueba los límites de su mundo cerrado, y al margen del punto cardinal hacia el que se dirigieran, siempre, siempre eran devueltos a los alrededores de Saint-Bernard-en-Haut.
En medio de un bosquecillo de pinos y píceas todavía colmados de nieve, mientras avanzaban lentamente entre los troncos oscuros, se detuvieron ante un torrente helado. El torrente de hielo era como una pieza de seda delgada y sinuosa, misterioso y bello en aquella penumbra de cuento de hadas producida por las ramas nevadas de los árboles. Jake se detuvo a escuchar.
—¿Qué pasa?
—Chist. El silencio.
Un auténtico silencio. La detención de todo sonido. No era posible, en el mundo moderno, escuchar el sonido del verdadero silencio. Quizá ni siquiera en el mundo antiguo: en el desierto soplaba el viento; en lo más hondo del bosque zumbaban los insectos; en medio del océano se agitaban las olas. La naturaleza no toleraba el silencio. Solo la muerte aceptaba el silencio; y allí había silencio.
«Pero ni siquiera aquí —pensó Zoe—. Porque cuando reina este silencio, oyes la sangre que corre por tus venas. No hay silencio.» Además, en ese momento oía otro sonido. Tardó en entender qué era. Era el sonido de la nieve. La maquinaria masiva de algo infitesimal. Los millones y millones de cristales de nieve individuales que formaban aquel manto blanco habían empezado a separarse.
Era el canto que le dedicaba la nieve.
Su corazón latía con fuerza por el terror y el éxtasis. Se disponía a abrir la boca para hablar cuando oyó, a lo lejos, el ladrido de un perro.
—¿Has oído eso? —preguntó Jake.
—¿Es Sadie?
Jake asintió.
—¡Tiene que serlo! ¿De dónde viene?
Volvieron a aguzar el oído.
De pronto Zoe lo oyó otra vez. Un único ladrido. Se acercó al torrente de hielo y se detuvo junto al caudal congelado.
—Sé que es una locura, pero parecía que el sonido salía del torrente. ¿Es posible? ¿El sonido se transmite por el agua helada? Es decir, si Sadie estuviera montaña arriba, ¿podría el hielo conducir su ladrido? ¿Sabes algo de eso?
—Podría ser —contestó Jake con un perceptible tono de duda en la voz—. Si puede hacerlo un disco de vinilo o un cedé, ¿por qué no?
Zoe volvió a escuchar el hielo. Se oyó allí otro sonido, en la corriente y las revueltas y las espirales paralizadas del torrente. Voces humanas, breves, que llamaban.
Zoe se irguió.
—¿Qué pasa? —preguntó Jake.
—Quiero marcharme de aquí.
—Pero…
—Tengo que alejarme de los árboles. Ahora mismo.
No lo esperó. Apuntó los esquís pendiente abajo y se deslizó entre los troncos secos y oscuros de las píceas, rodeó una roca con un vertiginoso giro y descendió a través del bosque hasta que los árboles empezaron a espaciarse y consiguió dejarlos atrás y salir a la pista.
Allí aguardó hasta que Jake le dio alcance al cabo de un minuto.
—Perdona. Me ha entrado el pánico.
—No te preocupes —contestó él—. Yo siento pánico desde el primer día. Aún ahora siento pánico. Es solo que lo disimulo mejor que tú.
—He oído voces.
—¿Voces humanas?
Zoe asintió con la cabeza.
—Dios mío.
—Las transportaba el hielo. Sin duda. Estoy segura.
—¿Y el ladrido?
—Lo mismo.
Jake situó los esquís entre los de ella y la abrazó.
—Vamos. Si cruzamos esta ladera llegaremos a La Chamade. Allí podemos tomar algo.
—Algo que no sabrá a nada.
—Yo te lo recordaré.
La Chamade seguía casi exactamente como la habían dejado. La pared en el lado de la pendiente estaba partida y la nieve se acumulaba contra ella. La entrada principal se hallaba sepultada, así que entraron por la puerta de atrás. Salpicaban el suelo escombros y cristales rotos. Jake se abrió camino a través con las pesadas botas de esquí y se acercó al fuego.
Se había consumido. Ya casi solo quedaba ceniza gris y blanda, pero los rescoldos todavía brillaban.
—Aún da calor. Después de tanto tiempo, aún da calor.
Jake se arrodilló ante las brasas de la chimenea y sopló con suavidad. Encontró unas tiras de corteza para usar como yesca, las echó sobre las ascuas y volvió a soplar. Unas llamas pequeñas lamieron los contornos de la corteza y prendieron. Puso más palos sobre el fuego y al cabo de un momento el mismo fuego volvió a cobrar vida.
—Bueno, algo es algo —comentó él, señalando su obra con el mentón.
—¿Qué quieres decir?
—Significa que pasa el tiempo, pero a una velocidad distinta de… nuestra velocidad.
—El tiempo pasa.
Bebieron, esta vez vodka porque, según Jake, de todos modos no sabía a nada. Se sumió en la melancolía. Zoe pensó que el ladrido del perro lo había entristecido otra vez. Jake empezó a beber vodka como si fuera agua. Ella le pidió que no lo hiciera, pero él le explicó que no estaba borracho, y parecía verdad, parecía que no le afectaba en absoluto.
Jake se estremeció, muy repentinamente. La miró, y la luz que entraba por la ventana se reflejó en sus ojos aún enrojecidos, y por un momento dio la impresión de que eran piedras preciosas húmedas.
—Vaya. Ha sido la primera vez desde que ocurrió aquello —dijo—. La primera vez que he sentido frío.
Zoe deseó que no lo hubiera dicho.
—Vamos, pongámonos en movimiento. Me parece que está levantándose el viento. Quizá sea eso lo que has sentido.
—Quizá.
Zoe se puso los guantes y, entre los crujidos de los cristales rotos, se dirigió al fondo del restaurante, pero él no la siguió. Al volverse, lo vio echar coñac sobre la superficie de la barra de madera.
—¿Qué haces?
—Un experimento.
Abrió otras cuatro botellas de bebidas alcohólicas y roció el espacio por detrás de la barra. Zoe lo observó fascinada cuando se acercó al fuego y sacó un tronco que ardía por un extremo. Lanzó el leño llameante a la barra y el alcohol prendió de inmediato. Casi pausadamente, las llamas recorrieron su camino por la barra hasta encender los charcos más amplios de alcohol. Al cabo de un momento se había propagado un considerable incendio detrás de la barra.
—Vámonos.
Situándose a unos cincuenta metros, observaron cómo se adueñaba el fuego del restaurante de madera. Un humo negro y espeso ascendía en espiral desde el tejado.
—¿Ha demostrado algo tu experimento? —preguntó Zoe, apoyada en los bastones mientras veía elevarse el humo. Un viento del este avivaba las llamas creando un hermoso espectáculo. El humo negro se arremolinaba en el aire, danzando sobre el tejado como un genio liberado de un candil, o de la prisión de un paisaje blanco perfecto.
—Sí.
—¿Vamos a quedarnos aquí viendo cómo arde?
—No hace falta. Ya podemos volver al hotel.
—¿Crees que la muerte está enloqueciéndonos un poco a los dos?
—Sí.
—Ve tú delante —propuso ella—. Yo te seguiré.
Cuando llegaron al hotel, la avanzadilla de un viento fuerte y cortante como una guadaña anunciaba ya el mal tiempo inminente. Agitaba las banderas en las astas frente al hotel. Las ráfagas azotaban las calles y, arrastrando la nieve suelta, formaban ventisqueros. Se enzarzaron en una discusión, incapaces de ponerse de acuerdo sobre si había que ir a desconectar todos los telesillas que habían puesto en marcha o no. Según Jake, eso era absurdo. Zoe, por su parte, insistía en que el viento podía averiarlos, y si eso ocurría, quizá ya no pudieran utilizarlos.
—Dará igual. Por alguna razón presiento que ya no nos queda mucho tiempo.
—¿Por qué dices eso? ¿Por qué?
El viento sacudía las banderas, amenazando con arrancarlas de sus orgullosas astas. Jake, sin añadir nada más, entró. Zoe lo siguió, llevándose las manos al vientre.
Lo siguió a la cocina. Jake se acercó a la encimera de acero inoxidable y se detuvo ante la carne y las verduras troceadas que continuaban allí desde el día del primer alud. La carne rosada empezaba a adquirir una coloración gris en el contorno. Había desarrollado una pátina opalescente. La verdura cortada se veía un poco mustia. El apio había empezado a oscurecerse allí donde el cuchillo lo había traspasado tan limpiamente. Los pimientos habían perdido el lustre de su piel exterior. Las zanahorias se veían despojadas de sus vívidos pigmentos anaranjados y blanqueaban.
Jake se inclinó sobre los trozos de ternera. Los olfateó. Arrugó la nariz.
—Tiremos toda esta basura —propuso Zoe.
Jake extendió un brazo para impedírselo.
—Déjalo todo ahí. Es nuestro único reloj.
Pero a Zoe no le gustó lo que oía. Giró sobre los talones y regresó a la habitación.
Fuera, el viento se había convertido en vendaval. Se abatía y gemía y aullaba en torno a las mansardas y los aleros del hotel; luctuoso, afligido, como si fuera incapaz de descansar en su búsqueda de algo perdido, algo que requería una compensación. Miraron por la ventana. Una bandera se había desprendido del asta y estaba enrollada en torno a una farola cercana. Una valla publicitaria había sido derribada.