Para huir del ruido del viento, se retiraron al spa y subieron los termostatos de la sauna. Se desvistieron y nadaron mientras esperaban a que se calentara la sauna. Zoe tuvo la impresión de que la temperatura del agua había bajado uno o dos grados, pero prefirió no decir nada. Cuando la sauna estaba a punto, entraron, chorreando, en la cabina de pino. Jake echó cucharones de agua en las brasas de imitación.
Se recostaron y se sumieron en un trance.
—Si al menos pudiéramos hacer algo. Si al menos pudiéramos actuar para cambiar nuestra situación —comentó Zoe.
—Ya hemos hablado de eso. Lo único que podemos hacer es existir. Mientras se nos permita hacerlo.
Zoe volvió a acariciarse el vientre. Las brasas emanaban vapor. Le dio la impresión de que empezaba a hacer demasiado calor en la sauna.
—Yo ya tengo bastante —dijo ella.
—Yo ni siquiera estoy sudando —se quejó Jake.
—No, pero yo sí. —Le quitó el cucharón de la mano y se lo escondió detrás de la espalda—. Tengo que decirte una cosa.
—No quiero oírla.
—¿Por qué no? Debes oírla.
—No. Noto una inflexión en tu voz que me indica que es algo que prefiero no oír. En estas circunstancias, sea lo que sea, no quiero oírlo.
—Debes oírlo. Si me amas, debes oírlo.
—¿Crees que las personas que se aman deben contárselo todo?
—Sí, por supuesto.
—Eso es ridículo.
—¿Por qué es ridículo, capullo? Siempre que estoy en desacuerdo contigo, es «ridículo». ¿Sabes que eres tan exasperante muerto como lo eras vivo? No has mejorado en absoluto con la muerte.
—¿Ya has acabado?
—Casi.
—¿Quieres oír por qué es ridículo? Porque dos personas enamoradas no constituyen una conciencia colectiva. Tampoco querrían ser una conciencia colectiva, pensar lo mismo, saber lo mismo. Consiste más bien en ser independientes y, aun así, amarse, en diferenciarse el uno del otro. Uno es la cuerda del violín, el otro es el arco.
—Que Dios nos ampare.
—Lo mires por donde lo mires, así es como debería ser.
—Jake, ¿tú me escondes algún secreto?
—Eso espero. Y espero que tú me escondas secretos a mí.
—Pues esto no puede seguir siendo un secreto.
—Adelante, pues. Oigámoslo.
Zoe estaba a punto de hablarle del bebé que crecía dentro de ella cuando las luces parpadearon y se apagaron. Quedaron en una oscuridad total en medio del vapor de la cabaña. Esperaron un momento por si volvía la electricidad como la última vez. No fue así. Con cuidado, salieron de la sauna y fueron hasta un lado de la piscina. La luz de la luna reflejada en la nieve exterior les bastaba para ver el camino.
—¿Será por el viento? —preguntó Zoe—. Quizá ha arrancado los cables de alta tensión.
Jake le entregó la ropa sin contestar.
Avanzaron a tientas hasta la recepción del hotel. Jake sabía dónde encontrar velas en el restaurante. Pidió a Zoe que esperara y regresó al cabo de un momento con un puñado de velas, sosteniendo una encendida ante sí. La guió de vuelta a la habitación.
Fuera, el vendaval había alcanzado un nivel feroz, pero el pueblo estaba bien construido para soportar las tormentas. No vieron el menor indicio de cables de alta tensión arrancados. Dejaron unas velas encendidas junto a la cama y se acostaron, abrazándose mientras el viento resollaba y suspiraba y gemía en torno a los aleros. Zoe dijo que oía voces en el viento, gritos de hombres. Jake la besó y la abrazó y le dijo que se durmiera.
Jake podía pasar como si tal cosa de sabio a soldado, o a marido, o a colegial, con una rapidez sobrecogedora. Esa era una de las razones por las que Zoe lo quería. Hicieron el amor, pero por algún motivo Jake la trató con demasiada delicadeza. Después de eyacular dentro de ella, se echó a reír y de inmediato rompió a llorar. Parecía borracho. Ella lo abrazó mientras sus grandes sollozos remitían y poco a poco lo vencía el sueño.
En plena noche la despertó. Ella estaba aturdida, pero él le sacudía el hombro.
—Despierta, Zoe. Ya lo tengo.
Ella abrió los ojos. En la habitación las luces estaban encendidas, aunque las velas aún ardían.
—Ah, ha vuelto la electricidad.
Jake miró por encima del hombro y alzó la vista hacia las lámparas del techo, como si no se hubiera dado cuenta hasta ese momento.
—Ah. Sí. Pero ya lo he entendido. Sé dónde estamos. Estamos en el lugar donde confluyen las leyes de la física y las leyes de los sueños.
—¿Cómo?
—Como lo oyes. Me he despertado y de pronto he caído en la cuenta.
Zoe tiró de él para acercarlo a la cama.
—Vuelve a dormirte, cariño. Vuelve a dormirte.
—Sí.
Jake se durmió al instante. Ella se levantó para apagar las luces. Una luna casi llena había asomado por detrás de las nubes y proyectaba una luz blanca y brillante sobre la nieve. Le recordó a su padre. Se quedó allí contemplándola, como si guardara secretos, como si supiera algo.
Su padre había dicho: «Debes aferrarte a cada momento de la vida, Zoe, porque la vida se escapa, se escapa muy deprisa». Y él bien debía saberlo: perdió a sus padres cuando aún llevaba pantalón corto, después a un hermano en un accidente de coche, y más tarde a una hermana adorable que resbaló en el hielo camino de la iglesia y no se le ocurrió otra cosa que partirse el cráneo. Por último perdió, claro está, a la propia madre de Zoe. «Todo puede acabar así sin más, Zoe, así sin más.»
Se rozó los dedos índices, gesto con el que pretendía dar a entender la fugacidad de ese «así sin más».
Zoe había ido a su casa para montar el árbol. Le había montado el árbol todos los años desde la muerte de su madre. Habían discutido al respecto. No fue una pelea en toda regla. Pero Archie dijo que no le veía sentido si él no iba a estar allí esa Navidad. Pero ella respondió que no sería lo mismo sin el árbol.
Archie, nacido en Dundee, era un ingeniero jubilado, un chico de clase trabajadora ido a más. Se trasladó a un bungalow en una urbanización para jubilados después de vender su cómoda casa y dar el dinero sobrante a Zoe y Jake para que pudieran comprarse su propia casa. La urbanización tenía un vigilante y un timbre para avisar al vigilante si uno se caía o tenía algún problema. Archie desconectó de inmediato el timbre. Dijo que era un insulto.
Sí, Zoe, aférrate a cada momento.
Pero ¿qué era un momento? ¿La espuma en la estela de una ola iluminada por el sol? ¿La cola de un zorro que desaparece a través de un seto? ¿El destello de un meteorito en el cielo nocturno de agosto? Todo termina o cambia de estado. Zoe no creía que fuera posible detener un momento, o aferrarse a él.
Archie la había observado mientras ella decoraba el árbol de Navidad, con los puños hincados en las caderas. Era la clase de hombre que siempre llevaba camisa de manga corta, al margen del tiempo que hiciera. Así mostraba sus brazos morenos y velludos, pero Zoe sabía que no iba en manga corta por vanidad: era porque las mangas le estorbaban y necesitaba subírselas continuamente.
Archie tenía previsto tomarse unos días de vacaciones en Túnez con dos de sus amigos de la bolera. Jake debía recogerlos por la mañana para llevarlos al aeropuerto. Archie no quería que Zoe decorara el árbol de Navidad porque no habría allí nadie para verlo, adujo.
Zoe contestó:
—Si un árbol cae en el bosque y no hay nadie para verlo, ¿hace ruido igualmente?
—¿Qué dices?
Zoe sabía que Archie prefería no ver el árbol porque cada año le costaba más sobrellevar sus recuerdos.
En casa de la familia, los árboles de Navidad eran distintos, distintos de los de otras personas. En lugar de adornarlos con bolas de colores, colgaban de él objetos de recuerdo. Todo había empezado treinta y cuatro años antes, al nacer la hermana mayor de Zoe. Sus padres empezaron entonces a colgar del árbol objetos que representaban algún hecho significativo en sus vidas. Estaban allí representados todos los cumpleaños, los aniversarios, las vacaciones de la familia. Si se iban de vacaciones, compraban algo para colgar del árbol. Si los niños superaban un examen o cualquier otro hito, también acababa en el árbol algún objeto simbólico. Había regalos de plata de algún bautizo, una pequeña zapatilla de ballet, una cajita de plata con todos sus dientes de leche, una medalla de natación, conchas y piedras traídas de playas y perforadas por Archie, amuletos comprados a vendedores callejeros en lugares exóticos… y poco a poco fue quedando menos sitio para las bolas de colores a medida que el árbol se convertía en un mapa conmemorativo de sus días juntos y separados: momentos en que las cosas terminaban y cambiaban de estado, suspendidos entre las ramas.
Era un Árbol de la Vida en el verdadero sentido. Y a Archie cada año le costaba más mirarlo.
Permaneció allí de pie observándola mientras ella montaba el árbol y retiró las manos de las caderas para hundirlas en los bolsillos del pantalón.
—Sí, no somos más que copos de nieve en una parrilla, cariño. Copos de nieve en una parrilla.
—No sabes qué viene después —dijo Zoe, colgando una pulsera de una rama de pícea noruega—. Nadie lo sabe.
—Más bien nadie quiere saberlo. A nadie le gusta saberlo. Es solo un largo viaje oscuro con los ojos cerrados y los oídos tapados. En todo caso, la cuestión no es adónde vas, sino lo que dejas atrás. Ahí tienes al musulmán, según él…
—Eso ya me lo has contado, papá…
Archie continuó igualmente. Siempre hablaba de «el musulmán», como si hubiera solo uno.
—Ahí tienes al musulmán, según él deberías cavar un pozo para las generaciones venideras. A mí eso me gusta. Me gusta de verdad.
Archie había cavado sus pozos. Había construido puentes y sido el responsable de la construcción de dos importantes presas en el extranjero. Nadie había tenido que decirle nunca que se remangara.
—Nadie lo sabe —insistió Zoe—. Es el gran misterio.
—Ah, eso dices, pero…
Zoe esperó a que siguiera, aunque en el caso de Archie nunca venía nada después del «pero».
De pronto Archie dijo:
—Ya ves tu madre. Ella tampoco lo creía. ¿Sabes esa gente que dice que le ronda un fantasma? Pues tu madre me prometió que si había una vida después de la muerte, nunca volvería aquí a rondarme. Así que si alguna vez la veía en forma de fantasma, sabría que estaba en mi cabeza.
—¿Y la has visto?
Archie suspiró y se sentó en su silla preferida. Se recostó, separó las piernas y pareció fijar la mirada en un punto en la pared. Al cabo de un rato, dijo:
—En todas partes.
Zoe dejó de adornar el árbol y se acomodó a los pies de Archie, apoyando la cabeza en su rodilla. Él le acarició el pelo, como cuando era pequeña.
—En todas partes. Tardé tres años en dejar de sacar dos tazas del armario cuando quería preparar un té. Ella estaba detrás de mí. Si salía de la bañera, ella estaba allí sosteniendo una toalla para mí. O cuando veía la tele y me reía por cualquier cosa o me entraban ganas de decir «¿no te parece increíble?», levantaba la vista para mirarla a ella. Estaba en todas partes.
—Papá.
—Y luego se desvanece y no quieres que sea así y cada vez te cuesta más recordar. Y a veces necesitas ayuda para recordar. Adoro ese árbol y a la vez siento todo lo contrario, pero… Vamos, levántate, acaba tu trabajo.
Archie era de los que acaban sus trabajos.
Después de terminar con la decoración del árbol, Zoe lo ayudó a preparar la maleta, aunque él ya lo tenía todo listo.
—Jake vendrá a recogeros a las siete de la mañana. ¿Se lo has dicho a Bill y Eric?
—Es muy amable por su parte. Pero no tenía por qué molestarse, ya lo sabes.
—Quiere hacerlo. Te aprecia.
—Muy amable por su parte. Los dos sois demasiado amables conmigo.
—Ya lo sé. Tienes que afeitarte. Vamos, dame un beso, tengo que volver a casa.
—¿Ha ido todo bien? —preguntó Zoe a Jake cuando este regresó del aeropuerto al día siguiente—. Ayer lo noté cansado.
—¿Cansado? Parecían tres adolescentes. Tienen previstos torneos de bolos y bailes por la tarde. Se piensan que van a ligarse a unas cuantas viejecitas. No te extrañes si vuelve con novia.
—Mientras tenga más de dieciséis años, no me importa.
Al cabo de una semana, dos días antes de Navidad, Zoe cumplía los treinta años. Habían invitado a unos amigos a cenar. Bebieron mucho y rieron a carcajadas. Luego, más o menos a la hora del café, alguien comentó que los treinta era una edad significativa, y todos los presentes coincidieron. Otro dijo que era la primera vez que uno oía la campana.
«¿Qué campana?», preguntó alguien.
Pero todos sabían de qué campana se trataba. Era como si ya hubieras completado unas cuantas vueltas, observó otro, pero esa era la primera vez que oías debidamente la campana. Sonaba una a los siete años, pero no la oías porque eras demasiado pequeño; y otra a los catorce, pero no la oías por lo ocupado que estabas mirando por encima del hombro; y otra a los veintiuno, pero no la oías por lo ocupado que estabas hablando; y otra a los veintiocho que, por alguna razón, tardabas dos años en oír. Pero todos coincidieron en que esa al final la oías.
Tu triste trayectoria profesional, dijo uno de los invitados. Los hijos, añadió una mujer. Los amantes, los amigos, los viajes, apuntó otra. La vejez de los padres. Gong. Todo lo que no has hecho. Lo que tal vez no hagas. Gong.
Y en el silencio posterior al tañido de la campana, alguien dijo:
—Feliz cumpleaños, Zoe, porque eres una de las mejores.
—Sí, feliz cumpleaños.
—Feliz cumpleaños.
Cuando los invitados se marcharon, Zoe y Jake recogieron los restos de la cena y subieron a su habitación. Jake se desplomó en la cama y se durmió en el acto. Zoe estaba mareada por el vino. Se tendió en la cama y la cabeza le daba tales vueltas que sacó una pierna de la cama y apoyó la planta del pie en la alfombra para que la habitación dejara de girar. Al final la venció el sueño.
Despertó unas horas después cuando alguien le enfocó la cara con una luz intensa. Se incorporó y parpadeó bajo el resplandor blanco, protegiéndose los ojos con la mano.
—¿Quién es?
No obtuvo respuesta.
Miró por encima del hombro a Jake, quien, iluminado por la luz, dormía a pierna suelta.
—¿Quién hay ahí? —preguntó otra vez.
Nadie contestó.