—Pero… ¡Dios bendito!
—¡No sé! ¡La verdad, no sé!
—¿Te…? ¿Hablaba en francés?
—¡Es posible! Pero no he podido… Tenía un acento… y se iba la voz. No he llegado a entender lo que decía.
—¿Puedes devolverle la llamada? ¿No puedes devolverle la llamada y ya está?
—Era un número oculto.
—¿Tienes línea con el exterior? Quizá deberías intentar otra vez telefonear a alguien. —Ahora Jake estaba a un paso de ella y le temblaban los dedos, a solo unos centímetros del teléfono plateado, como si quisiera arrebatárselo—. Pero si alguien ha llamado… Quizá deberías intentar telefonear a alguien en Inglaterra, quiero decir. Telefonea a alguien allí. ¿Por qué no lo haces?
—Vale. Vale. Pero, Jake… ¿y si intenta ponerse en contacto otra vez? Ese hombre. ¿Y si ese hombre intenta llamarme otra vez? ¿No debería mantener la línea desocupada?
Jake se desplomó en la cama con las palmas de las manos contra los lados de la cabeza.
—Sí… sí, mantenla desocupada. Es posible que ahora mismo esté intentando ponerse en contacto.
Zoe colocó el móvil en la mesa. Luego se dejó caer al lado de Jake y se agarró de su brazo. Juntos, esperaron con la mirada fija en el teléfono, deseando que volviera a sonar, aterrorizados ante la posibilidad de que eso ocurriera.
Permanecieron atentos al teléfono durante veinte minutos. Por fin Jake soltó un suspiro y volvió a proponerle que intentara llamar a Inglaterra. Zoe así lo hizo, pero el resultado fue el mismo que las veces anteriores. El timbre sonó y nadie descolgó.
—¿Cómo hablaba ese hombre? —Jake estaba desesperado por oír hasta los detalles más insignificantes.
—Me costaba entenderlo.
—Pero ¿era francés?
—Es posible.
—¿O catalán?
—Quizá fuera catalán. U occitano, yo qué sé.
—¿Hablaba en francés?
—Si hablaba en francés, tenía un acento muy cerrado y la conexión era tan mala que no he distinguido una sola palabra.
—Pero ¿cómo hablaba? ¿Cuál era su actitud?
—¿Su actitud?
—¡Sí, joder, su actitud! ¿Lo has notado nervioso? ¿Tranquilo? ¿Con tono apremiante?
—No parecía nervioso. Pero tampoco tranquilo.
Jake le quitó el móvil plateado y lo examinó, deseando arrancarle al aparato más detalles de los que podía dar.
No estaban de humor para irse a la cama. Volvieron a vestirse y bajaron. Jake la interrogó una y otra vez acerca de la llamada. No había oído la melodía del móvil, sino solo la voz de Zoe. Ella le preguntó cómo era posible que no hubiera oído el teléfono. Casi se enfadó con él por no haberlo oído. Ese detalle era importante para ella. Si él también lo hubiese oído, ella ni se plantearía la posibilidad de haberlo imaginado.
—¿Crees que podrías haberlo imaginado?
—¡Qué pregunta tan tonta!
—De tonta nada. Recuerda lo de esta mañana.
Ella pasó por alto la alusión al episodio del vestíbulo. O mejor dicho, al episodio inexistente.
—¿Me preguntas si he imaginado que el teléfono sonaba y luego he imaginado una voz al otro lado? No, imposible. Si vuelves a insinuarlo, te daré una bofetada.
Bebieron sendas cervezas en el bar. Jake las sirvió del barril a presión. Deseoso de dejar atrás el tema de la misteriosa llamada, empezó a hablar del sabor de la cerveza. Dijo que le recordaría su sabor. Pero cuando mencionó las palabras «lúpulo» y «cebada», Zoe respondió que eso no significaba nada para ella. Así que él añadió: «bellotas
»,
«vinagre de malta», «azúcar», «hojas de otoño», «monedas de cobre», «pena», «sol débil», «risas», «la corteza de una barra de pan»… hasta que ella lo interrumpió para decirle que ya era capaz de evocarlo.
—Cuando dedicas un momento a rememorar algo, son tantos los matices que hay en cada cosa… —comentó.
—Recordar todo lo de nuestra vida, o de lo que fue nuestra vida, es como intentar vaciar una caja infinita.
—¿Puede existir una caja infinita?
—Mira —dijo Jake—, aquí solo estamos tú y yo para decidir si puede existir o no una caja infinita. No hay nadie para llevarnos la contraria.
—Yo ahora me lo planteo todo así: cada detalle, cada palabra… todo me parece intenso y lleno de significado. Tengo la sensación de haberme pasado la mayor parte de la vida dormida. Si existe el infierno, ese es el pecado por el que mayor será mi castigo.
—Ven aquí. Tienes los nervios a flor de piel. Necesitas relajarte.
Apuraron las cervezas y decidieron ir a la sauna. Bajaron al spa, donde tenues luces iluminaban la piscina. Se desvistieron y nadaron mientras se calentaba la sauna. Jake había preguntado ya un sinfín de veces de dónde salía toda esa energía —la energía que calentaba e iluminaba la piscina, que alimentaba la sauna, que caldeaba el hotel—, tantas que decidió no volver a preguntarlo. Pero parte de él sabía que no podía proceder de un vacío. En la naturaleza siempre existía una explicación, y dijo que en último extremo aún habitaban en un rincón de esa misma caja infinita que era la naturaleza.
Hicieron unos cuantos largos en la piscina y se quedaron unos minutos flotando antes de entrar en la sauna. Después de media hora allí dentro, salieron por una puerta del spa a la nieve iluminada por la luna.
—Siempre he deseado hacer esto —dijo Zoe—. Estar desnuda en la nieve.
—Yo aún no siento el frío.
—Es por efecto de la sauna.
—No —contestó Jake con firmeza—. Es por efecto de la muerte.
—¿Quieres que te azote con unas ramas de abedul? Eso sí lo sentirías.
Bajo la omnipresente luz de la luna, Jake parecía en efecto un espectro, pálido pero resplandeciente de vida interior. Tenía la piel blanca como una figura de porcelana, pero debajo se advertía cierta refulgencia, y el brillo de los ojos le confería un aspecto despierto y vivo en comparación con el de ella.
La sorprendió mirándolo y sonrió.
—¿Crees que podemos volar? —preguntó él.
—¿Cómo?
—Dado que estamos muertos. ¿Podemos saltar de la montaña y volar si nos lo proponemos con toda nuestra alma?
—Estoy absolutamente segura de que no, así que no lo intentes.
—Creo que aquí quizá sea posible.
De pronto Zoe sintió un escalofrío. Los efectos de la sauna desaparecían. Se envolvió en una toalla y se levantó.
—¡Prométeme que ni siquiera lo intentarás!
—Eran simples especulaciones…
—¡Prométemelo! Prométeme que no correrás un riesgo así.
—Vale. Prometido. Vale.
Ella volvió a entrar en el spa.
—Vamos. Ahora ya me apetece irme a dormir.
Se marcharon del spa y subieron en ascensor a su habitación. No habían vuelto a mencionar la llamada telefónica, pero el incidente seguía muy presente en sus cabezas. Zoe dejó el móvil en la mesilla de noche y lo enchufó para cargar la batería, esperando aún que sonase de un momento a otro.
Deseando aún que sonase.
No sonó, pero Zoe no lo necesitó para permanecer despierta. Con los suaves ronquidos de Jake a su lado, se quedó allí tendida contemplando por la ventana el fantasmagórico paisaje invernal. Ahora ya siempre dormían con las cortinas descorridas. Perdían las viejas costumbres. Ya no había necesidad de intimidad y la luz se había convertido en un bien valioso, algo para lo que se empleaba la moneda de cambio de la vida, no la de la muerte. Se les antojaba una afrenta impedir que la luz entrara, así que dejaban las cortinas descorridas.
Como no había nevado desde hacía un par de días, la nieve caída en el suelo estaba moldeada, esculpida por el viento, como una bestia que hubiera relajado sus enormes alas y hombros y se hubiera echado a descansar. Sus suaves contornos se curvaban, como el ruedo en la cera blanca de una vela, y bajo la luna que flotaba por encima de los árboles todo parecía quebradizo, como si el paisaje entero pudiera agrietarse igual que los lienzos de un gran maestro.
Zoe tuvo un repentino e íntimo deseo de poder habitar ese paisaje. Se palpó el vientre, intentando detectar la menor sensación de abotargamiento, o como mínimo una leve hinchazón. Se colocó los dedos en el vientre y contempló la luna en el cielo oscuro. Quizá tendría que decirle algo a Jake.
Se había apropiado de varios kits para la prueba del embarazo con el propósito de hacérsela a diario, y siempre había constatado lo mismo. Positivo positivo positivo. Había ocultado la provisión de kits al pie del armario. Se lo anunciaría, decidió una vez más, en el momento oportuno. Si pasados unos meses seguían en ese lugar extraño, su estado se revelaría por sí solo. Con el intenso resplandor de la luna en el exterior, se quedó dormida.
Pero de pronto despertó y algo la obligó a incorporarse en la cama. Tenía la sensación de que solo había dormido unos minutos, pero la luna se había desplazado perceptiblemente en el cielo, como si se rigiese por una escala de tiempo distinta de la suya. La había despertado algún movimiento, algún cambio de presión.
Miró afuera y luego miró hacia la puerta de la habitación. Estaba abierta.
Encuadrado en el umbral, había un hombre alto.
Por un momento su propio terror destelló ante ella y la traspasó como una hoja fría y afilada. Intentó gritar, pero solo brotó de su boca un sonido ahogado. Dio una patada a su marido, dormido a su lado, y el desahogo físico le permitió lanzar un grito alto y claro; pero ahora ya se había levantado de la cama y estaba dispuesta a presentar combate a la aparición de la puerta.
—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? —Jake la sujetaba por los hombros.
—¡Había un hombre! ¡En la puerta!
Por supuesto, el hombre se había ido ya, pero la puerta seguía abierta. Jake conocía a su mujer lo suficiente para dar crédito a sus palabras. Se abalanzó hacia la puerta y miró a uno y otro lado del pasillo. No había nadie, ni se oía nada. Escuchó con atención, por si le llegaba el sonido de una puerta al cerrarse, pisadas, los ascensores. En el hotel reinaba un silencio sepulcral.
—¿Estás bien?
—Sí. Acabo de despertarme y lo he visto.
—¿Te ha atacado?
—No, estaba en la puerta. No ha entrado.
—¿Qué hacía?
—Tendía un brazo hacia el interior de la habitación. Muy despacio. Solo eso.
—¿Cómo era?
—Vestía de negro. Un traje de esquí negro de arriba abajo. La cara le quedaba oculta entre las sombras. No lo sé.
—Caray. Bueno, ya no está ahí, cariño. Te juro que ya no está. ¿Vale?
Ella asintió con la cabeza.
Él le cogió la cara entre las manos.
—Es posible que lo hayas soñado.
Ella movió la cabeza en un gesto de negación.
—Fácilmente podría haber sido un sueño. Ahora mismo nos encontramos en un lugar extraño de nuestras cabezas. Es posible que lo hayas soñado y al despertar hayas pensado que lo veías.
—No.
—¿Sabes ese lugar, ese momento, entre el sueño y la vigilia? Pues es eso. Es entonces cuando vemos esas cosas. Es ahí exactamente donde habitan esas cosas. Y eso tú ya lo sabes.
—¡La puerta estaba abierta, Jake! ¡Sigue abierta!
Esa era la laguna en el razonamiento de Jake, el ancho agujero. Miró por encima del hombro en dirección a la puerta abierta.
—¿La hemos cerrado? ¿Hemos cerrado antes de acostarnos?
—Claro que sí. —Zoe se acercó a la puerta—. ¡Mira! ¡Mira esto!
En la moqueta, justo ante la puerta, había pequeños restos de nieve sucia que empezaba a pasar de cristal a agua.
—Esto no puede ser de nuestras botas. —Hablaba con voz cada vez más aguda—. La nieve de nuestras botas tendría que haberse fundido hace horas. Aquí había un hombre. Esa nieve indica que aquí había un hombre.
Jake la obligó a darse la vuelta y retroceder. Cerró la puerta a sus espaldas, echó el pasador y fijó la cadena por primera vez desde antes del alud.
—Aquí hay más gente —dijo Zoe.
—Eso no lo sabes.
—Sí, lo sé. Aquí hay más gente.
En la puerta del hotel vacilaron, equipados para salir a las pistas pero temerosos. El mundo —el mundo de las sombras, el mundo de la muerte, de los muertos— había vuelto a cambiar. Todo se reconfiguraba ante la perspectiva de que alguien habitase en aquellas pistas de nieve profunda, blancas, impolutas y despejadas.
Extendiendo el brazo ante la puerta, Jake impidió el paso a Zoe.
—Creo que sé lo que ha pasado —dijo—. Creo que ya lo entiendo. La mañana del alud, debió de ocurrirle lo mismo a otros: otras personas murieron a causa del alud.
—¿Y?
—Creo que anoche tú viste a una de ellas. No hay otra explicación. Lo mismo que con el hombre del teléfono. Si no fuimos los únicos en morir en ese momento, lógicamente aquí habría otras personas. Atrapadas. Como nosotros.
—¿Quieres decir que vienen a por nosotros, Jake? No quiero que vengan a por nosotros.
—No hay por qué tener miedo. ¿Y si no es más que un hombre que intenta desesperadamente ponerse en contacto con nosotros? Imagina lo solo que uno se sentiría aquí sin compañía de nadie.
—Pero ¿qué podía querer? ¿Qué podrían querer esas personas? ¿Qué aspecto tendrían?
—El mismo que nosotros, naturalmente.
—Eso no lo sabes. A lo mejor algunos quedaron espantosamente desfigurados por el alud.
—¿Nosotros quedamos desfigurados?
—No. Pero lo he pensado. ¿Y si nos vemos como éramos antes, no como somos ahora?
Jake se estremeció.
—No vayas por ese camino. No hay ningún motivo para pensar que tienen un aspecto distinto del nuestro. Mira, está cambiando el tiempo.
Señaló las nubes a lo lejos, enroscadas en los picos blancos de las distantes estribaciones al este. Fue un intento poco sutil de distraerla, pero ella lo aceptó agradecida; al menos de momento. Nubes de colores nácar y coral avanzaban como un ejército de espectros aéreos, un ejército enredado en los lancinantes cuernos nevados y en los cuellos de toro del macizo montañoso. Pero contaban con el apoyo de refuerzos, que se desplegaban al sur y al norte. Las nubes rosadas y grises refulgían con una luminiscencia que producía asombro y miedo a la vez.
—Si por la mañana ves el cielo rojo… —dijo Zoe, y ninguno de los dos quiso concluir el refrán: «ándate con ojo»—. ¿Y ahora qué hacemos?
—Seguir como hasta ahora —respondió Jake—. Si nos encontramos con alguien, nos comportaremos como lo haríamos en cualquier situación normal. Pero quiero que te plantees que es posible… solo posible, y no te enfades… que lo de ese hombre haya sido una alucinación, o que lo fuera incluso la llamada telefónica, del mismo modo que lo fue toda esa gente en el vestíbulo. Si no, tendrás que aceptar la posibilidad de encontrarte con alguien.