La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos (27 page)

Read La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos Online

Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficcion, Infantil y juvenil, Intriga

BOOK: La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos
13.99Mb size Format: txt, pdf, ePub

Confiaba en Naughton, maldita sea.

Y quería lo que Naughton tenía. Se preguntó cómo sería dejar de ser Richie Coker durante una temporada, olvidarse de ser Richie Coker. Pasar a ser Travis. Que la gente respondiese ante él como lo hacían con Travis Naughton. La hippie, por ejemplo, Tilo, que en aquel instante estaba aferrada a Naughton, llorosa, derramando sus lágrimas sobre su piel, frotándose contra su cuerpo como lo haría con el suyo cada vez que le apeteciese, cuando quisiese, con solo decir una palabra. Menudo bajón. Si Richie fuese Travis, ella haría todo eso con él. Ojalá.

Y mientras las parejas se despedían y Richie y Mel hacían rancho aparte, Simon observó al grupo con creciente desprecio. Sus sórdidas relacioncitas. Su patético plan. ¿Realmente pensaba Travis que iba a funcionar? Seguramente. Creía saberlo todo. Pero no era así. Simon también sabía alguna que otra cosa.

Por ejemplo, que el momento de dar a conocer su nueva lealtad estaba cerca. Que el traidor Darion y todos los demás estaban condenados.

Hubiese sido fantástico dar un paseo rodeados por los árboles y el rumor de la naturaleza durante la primavera anterior; cálida, brillante, pacífica. Sin embargo, pensó Travis, el contexto lo era todo. En aquella ocasión no había habido ni enfermedad ni cosechadores. Entonces había ambos y el paisaje no le proporcionaba ninguna tranquilidad, por mucho que intentase relajarse.

Los tres adolescentes habían abandonado el Enclave horas atrás. A una distancia prudencial, el ojo vigía flotaba tras ellos, retransmitiendo cada detalle de su viaje al centro de seguimiento y comunicaciones del Enclave. Travis y Antony no iban precisamente despacio, pero Mel se dirigía en dirección a la colina Vernham a tal velocidad que parecía a punto de echar a correr, como si la persiguiesen.

—Mel, frena —dijo Travis, tras ella—. Tenemos que permanecer unidos. La idea es que nos capturen, no que nos separemos.

—Tranqui, si encuentro a los cosechadores pegaré un grito —respondió Mel, volviéndose hacia sus compañeros y caminando de espaldas—. Pero pensé que los Romeos querrían estar solos para intercambiar notitas sobre sus Julietas.

—Ahora mismo tenemos cosas más importantes en las que pensar que en nuestras relaciones —dijo Travis… y deseó que Tilo no se encontrase en ese momento en el centro de seguimiento y comunicaciones, escuchándolo.

—Los chicos no piensan en otra cosa que en relaciones, si sabes a lo que me refiero.

—Pues la verdad es que no y, francamente, no estoy seguro de querer. —Travis empezaba a preguntarse si haber incorporado a Mel al grupo no habría sido un error. Se comportaba de una manera extraña, despreocupada—. Tú no te alejes demasiado de nosotros, Mel.

—No te preocupes, solo soy una chica. Tarde o temprano necesitaré que me protejáis, machotes —dijo, sarcástica.

—Debo admitir —confesó Antony— que me sentiría más seguro si nos hubiésemos equipado con los subyugadores o con parte del arsenal del capitán Taber.

—¿Y hacer que los cosechadores se nos echasen encima de inmediato? —preguntó Travis, perplejo—. Qué buena idea, Antony.

—Bromeaba, Travis —dijo Antony, excusándose.

—Oh. —
Sí, obviamente
.

—Puedes asumir un cierto grado de sentido común en los demás, ¿lo sabías, Travis? No eres el único capaz de pensar de forma racional.

—Por supuesto que no. Lo siento, Antony. No quería sonar tan… será el estrés, supongo. No hago más que pensar en todas esas posibilidades a las que no les di tanta importancia en el Enclave… Como por ejemplo, qué pasará si no encontramos a Darion. Aquí fuera, donde podría aparecer un recolector o una vaina de combate de un momento a otro, dan más miedo, ¿no te parece?

—Estaremos bien. Si nos andamos con cuidado. Si recordamos para qué estamos aquí. En Harrington nos enseñaban que el bien siempre acaba triunfando.

—Eso espero. —Travis pensó que lo más prudente sería no echar por tierra la opinión de Antony recordándole lo que le había ocurrido al propio colegio Harrington. Además, la certidumbre de su amigo lo animaba—. Y Antony, si lo que he dicho antes te ha molestado, lo siento. Me alegro de que estés aquí. No solo de tener a alguien conmigo, sino de que ese alguien seas tú. Creo que hemos demostrado que hacemos un buen equipo.

—Un equipo, sí —dijo Antony, con segundas intenciones—. En el que los dos miembros son iguales.

—Como tiene que ser. —Travis miró hacia delante—. En cuanto a Mel… no sé qué mosca le ha picado últimamente, pero le pasa algo.

Antony pensó que se hacía una idea, pero optó por mantener un diplomático silencio. Primero quería tener una pequeña charla con la chica de cabello negro, pero, como Travis había dicho, aquel no era el momento para despistarse.

Sobre todo por el hecho de que, en aquel instante y de improviso, Mel se puso a hacerles señas, gesticulando con urgencia para que se uniesen a ella.

—¡Trav! ¡Antony! ¡Venid a ver esto!

Los chicos corrieron hasta llegar a su lado seguidos de cerca por el ojo vigía.

—Dios mío —dijo Travis, boquiabierto.

Los adolescentes se encontraban en la linde del bosque, desde la que el terreno descendía en una suave pendiente hasta formar un llano cubierto de hierba antes de volver a ascender de nuevo, conduciendo a la floresta que se encontraba a unos doscientos metros ante ellos. En el largo camino a su izquierda crecían densos matorrales y pequeñas arboledas ofrecían cobijo. A la derecha, altas colinas de empinada pendiente. Pero el objeto de su atención se encontraba en la explanada que se extendía a sus pies, caminando a duras penas sobre ella. Decenas de jóvenes, o quizá cientos, una gran multitud. De todas las edades. Desde adolescentes de dieciséis a diecisiete años a niños de cuatro y cinco. Los mayores llevaban a los jóvenes. Otros iban cogidos de la mano, caminando en filas de varias docenas de chicos. Despeinados. Desharrapados. Con sus expresiones vacías y sus ojos vidriosos fijados en un punto imaginario que flotaba ante ellos y por encima de sus cabezas. Caminando en silencio y de forma inconsciente, como si fuesen trigo recién segado mecido por la brisa. Al unísono. Como un solo ser. Todos ellos. De izquierda a derecha, caminaban en la misma dirección.

—Son refugiados —murmuró Mel, con el ceño fruncido—, y no hay nadie para salvarlos, Trav… —Como si él tuviese la respuesta.

—No. Esto no tiene buena pinta —se quejó Travis—. Esto no tiene buena pinta, para nada. ¿Sabes adónde se dirigen? —Apuntó hacia la colina más elevada—. A la colina Vernham. ¡Van a darse de bruces con los cosechadores!

—No pueden hacer eso. No saben lo que les espera —dijo Mel, visiblemente nerviosa—. Tenemos que detenerlos, Trav.

—Lo sé. Lo haremos. —Se volvió hacia el ojo vigía—. ¿Nos has oído? ¿Lo ves desde aquí? Quédate para no asustar a los niños. Vamos a advertirlos. En marcha —apremió a Antony y a Mel.

Puede que por primera vez desde que abandonaron el Enclave, los tres adolescentes actuaran con genuina preocupación.

—¡Quietos! ¡Esperad! ¡Eh! —gritaron mientras corrían ladera abajo hacia los chicos.

Sin embargo, eran demasiados. Mel sintió que el corazón se le encogía en el pecho. ¿Qué podían hacer, habiendo tantos? Algunos de ellos serían incapaces de oírlos. De hecho, parecía que ninguno en absoluto los escuchaba. Porque no se detuvieron y no esperaron. Seguían avanzando, como conducidos por un impulso que no pudiesen controlar. No parecieron reparar en los recién llegados, ni siquiera cuando Mel y los chicos corrieron hasta colocarse ante ellos.

—¡Tenéis que parar! ¡Volved por donde habéis venido! Escuchadnos. Por ahí vais directos hacia los alienígenas. —Travis y Antony hacían aspavientos con los brazos, enfrentando a la muchedumbre con la cruda realidad, gritando como profetas en la naturaleza—. Son cosechadores. Son esclavistas. Volved. Si seguís adelante, los alienígenas os convertirán en esclavos. Deteneos. Esperad. Escuchadnos.

Aquello no iba a funcionar.

Mel pensó que eran como el rey Canuto
[2]
intentando contener la marea. Antony y Trav tenían buenas intenciones, pero también límites. Y era más fácil convencer a una persona que a cien.

La multitud no parecía tener ningún líder propiamente dicho, del mismo modo que un rebaño de ovejas, pero había varios adolescentes de mayor edad que avanzaban unos pasos por delante del resto. Quizá tuviesen alguna influencia. Mel corrió hacia uno de ellos, una chica con el pelo color caoba enmarañado y el labio ensangrentado, que llevaba a un niño pequeño y sollozante seguida por otros tantos. Mel se interpuso en su camino.

—Escuchadnos. No podéis seguir por aquí. Es peligroso. Los alienígenas… —Se estremeció. El rostro de la chica no tenía ninguna expresión. Otra de las chicas tenía la mirada muerta. No parecían conscientes, ni siquiera vivas. Eran zombis, autómatas. Mel miró a los niños que las acompañaban y comprobó que su estado era el mismo. Como Jessica después de la enfermedad. Pero a Jessica habían conseguido traerla de vuelta—. Podemos ayudaros si nos escucháis —gritó Mel a una de las chicas mientras la sujetaba por los hombros. Pero la chica se sacudió de encima a Mel y continuó su camino, como una máquina sujeta a un programa.

Más adelante, en la fila, Travis y Antony estaban teniendo el mismo poco éxito a la hora de detener el imparable avance. La horda de jóvenes era como una marea avanzando sobre ellos, una corriente que no podían detener ni desviar. Se vieron limitados a gritar, a hacer gestos, a correr de un joven a otro, a sujetarlos de los brazos, a sacudirlos de los hombros. No sirvió para nada. Era como intentar despertar a los muertos.

En mitad de la multitud, los adolescentes volvieron a reunirse.

—Travis, esto es horrible —dijo Mel a la vez que le recorría un escalofrío—. Es como si les hubiesen borrado la mente.

—Han roto sus espíritus —dijo Travis, sombrío—. No tienen fuerzas para defenderse. No tienen voluntad para pelear. Ya se han rendido. No es solo culpa de la enfermedad y los cosechadores; estos son los chicos que la sociedad ha producido.

—Travis, ¿y si…? —Antony parecía más que sorprendido ante su propia idea—. ¿Y si saben adónde se dirigen?

Y sobre la colina Vernham, alzándose hacia el cielo despejado, apareció la brillante cuchilla plateada del primer recolector, seguida de otra. Sobrevolando el denso bosque hacia la explanada, hacia la masa de jóvenes. Dos hoces gemelas listas para la cosecha de esclavos.

Las vainas de batalla emergieron de las naves como burbujas sopladas por un niño en una tarde de verano.

—¡No! —gritó Mel, como si quisiese negar la realidad—. ¡No!

Y entonces al fin escuchó un sonido procedente de los niños que la rodeaban. Mel recordaba haber oído aquel sonido de boca de los miembros de Harrington que languidecían en la celda a bordo de la nave de los cosechadores, condenados a la esclavitud. Era el gemido agónico del alma. En aquel momento sonó amplificado, subió de volumen, creció hasta convertirse en un chillido de puro miedo, el de una presa que sabe que el depredador está a punto de caer sobre ella.

E incluso entonces había signos de pasividad. Algunos de los jóvenes levantaron los brazos mostrando las manos, miraron hacia arriba mientras imploraban con los ojos entrecerrados, como los adoradores de un dios que al fin hubiese llegado a la Tierra. Algunos incluso echaron a correr hacia delante, presos de una desesperación maníaca que les sugería que los alienígenas les proporcionarían cobijo y ayuda.

Cuando estuvieron a su alcance, las vainas de batalla abatieron a los primeros.

La mayoría de los chicos, sin embargo, echó a correr.

Los cuerpos zarandearon a Mel mientras el pánico se extendía y los jóvenes huían en estampida. No podía resistirlos, apenas era capaz de mantenerse en pie. Iban a derribarla, a pisotearla sobre la tierra. O quizá la arrastrasen con ellos, como el océano arrastra una brizna de paja, y jamás volviese a ver a Travis o a Jessica para poder explicarse y rogarle otra…

Travis la cogió de la mano y la sujetó con fuerza.

—Permanezcamos juntos, ¿vale? —Sus ojos brillaban como estrellas azules.

Las vainas de batalla empezaron a emitir destellos brillantes. Los haces blancos se precipitaron hacia la tierra, acompañados por el frío crepitar de los rayos de energía. Aquellas esferas de cristal y plata sobrevolaron aquella masa de jóvenes disparando a discreción, sin apenas fallar. Los chicos quedaban congelados con una expresión de terror, pero no tardaban en desplomarse sobre la tierra y caer inconscientes.

Mel divisó a los cosechadores enfundados en sus armaduras en el interior de las vainas, ataviados con sus cascos negros con forma de animal que ocultaban sus verdaderos rasgos; blancos y pálidos, sí, pero oscuros a ojos de Mel.

—Cabrones —maldijo.

—¿Qué hacemos? —dijo Antony mientras un niño de diez años que había echado a correr a toda velocidad se desplomaba sobre la tierra a su lado, con el rayo de energía brillando sobre su cuerpo como si lo envolviese una capa de hielo—. Intentad que no os alcancen o… bueno, aunque queremos que nos capturen, ¿no? —No parecía muy entusiasmado ahora que se presentaba la oportunidad.

—¿Y los chicos, Trav? —preguntó Mel.

Travis no tuvo tiempo de tomar una decisión. De repente, acompañado de una voluta de humo, de entre la protección de los árboles al otro extremo de la explanada cubierta de hierba, apareció un cohete surcando el aire.
Como lanzado por una bazuca
, tuvo tiempo de considerar Travis antes de que alcanzase a una sorprendida y desprevenida vaina de combate, haciéndola saltar en pedazos. Del cielo cayeron fragmentos retorcidos y calientes de metal. El piloto del vehículo habría muerto, sin duda.
Bien
. Y mejor aún, parecía que las vainas de batalla no estaban protegidas de los ataques por el mismo escudo que la nave nodriza. Quizá necesitase más potencia de la que aquellas esferas monoplaza eran capaces de generar.

El capitán Taber estaría interesado en ese detalle.

—¡Travis! —gritó Mel mientras señalaba, al mismo tiempo que el origen del cohete se hacía evidente gracias al rugir de los motores y los aullidos de celebración. Del bosque emergieron más de diez motos, conducidas por adolescentes vestidos de cuero. Una carga de la brigada de la Luz
[3]
con una caballería algo más posvictoriana. También aparecieron varios coches y curtidos cuatro por cuatro, uno de ellos con el techo arrancado. En el asiento trasero iba un chico con un lanzacohetes, disparando un nuevo proyectil hacia las vainas. Muchos de sus compañeros también iban armados. Con escopetas. Con fusiles. ¿Eso que sonaba era el traqueteo de una ametralladora? Pero Travis dudó que las balas supusiesen un problema para las vainas de batalla.

Other books

2 The Imposter by Mark Dawson
Carola Dunn by Angel
All the Houses by Karen Olsson
Snatched by Cullars, Sharon
Wildlife by Fiona Wood
The Silent Room by Mari Hannah