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Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficcion, Infantil y juvenil, Intriga

La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos (29 page)

BOOK: La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos
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Antony y Mel se unieron a Travis.

—¿Estáis bien? —les preguntó.

—Claro —dijo Mel—. ¿Y tú?

—Todavía lo estoy decidiendo —murmuró Travis, recordando la ocasión anterior en la que se vio rodeado por Rev y sus lacayos.

—¿Por qué pones esa cara, chaval? Seguimos vivos, ¿no? Espera, ya sé por qué. —Rev sonrió—. No confías en mí, ¿verdad?

—Si tenemos en cuenta nuestros anteriores encuentros, no debería sorprenderte, ¿no?

—Supongo. Te he apuntado a la barriga. Tú me has apuntado a la cabeza. —Volvió su atención hacia Antony y Mel—. Os reconozco. Tú —dijo señalando a Mel— estabas con el chaval este en el peaje, ¿verdad? Y tú —a Antony—, tu eres el delegadísimo o como se llame de ese colegio para niños pijos que intentamos tomar. No estoy seguro de cómo os llamáis. —Le dieron sus nombres—. Vale, bueno, pero tampoco pongáis esa cara como si se fuese a acabar el mundo. Porque no se va a acabar. Olvidaos de toda la mala leche que nos traemos. ¿Cómo se dice…? Enterremos el hacha de guerra. Lo pasado, pasado está. Lo que quiero decir es que podéis confiar en mí.

—¿Qué es lo que ha cambiado, Rev? —quiso saber Travis.

—Todo. Los alienígenas han llegado y lo han cambiado todo… ¿o es que no te has dado cuenta? —Rev soltó una mordaz carcajada—. Tú y yo, chaval, todos nosotros, ahora estamos en el mismo bando. Somos nosotros contra ellos. Se acabó la chorrada esa de los custodios de la Reina Carretera. Ahora somos el movimiento de resistencia humano, como los franchutes durante la guerra.

—Me alegro de oír eso, Rev —dijo Travis. Por supuesto, quería creer que la gente podía cambiar para mejor, que la gente era capaz de redimirse. Esperó que así hubiese sido con Richie, y todavía lo esperaba. Pero también le gustaba pensar que ya no era tan inocente. Había gente que no cambiaba nunca. Y otros, por deprimente que fuese asumirlo, cambiaban a peor—. Veo que os habéis hecho con un arsenal.

—Sí, ya te lo contaré todo cuando volvamos a la base, chaval. ¿No te mola cómo suena eso de «volver a la base»? Pero, oye, ¿y vosotros qué hacéis aquí fuera? Pensaba que estaríais escondidos detrás de los muros del colegio ese.

—Harrington —matizó Antony, molesto—. El colegio Harrington, y nunca nos escondemos, como bien sabes.

—El colegio ya no existe, Rev —dijo Mel—. Y sus muros ahora son ruinas. Los cosechadores lo destrozaron.

—¿Quiénes?

—Los alienígenas.

—Qué cabrones. Quiero decir, si nos lo hubiésemos cargado nosotros cuando éramos… vamos, que hubiese sido distinto. Pero esto… —Rev entrecerró los ojos—. ¿Cómo sabéis que se llaman cosechadores?

Travis se lo explicó. Le habló de la caída de Harrington y de cómo fueron capturados. De su aliado y la fuga, aunque no mencionó a Darion por su nombre (más valía prevenir que lamentar). Del Enclave. Y de su plan acerca de volver a ser capturados.

—No me extraña que no estuvieses convencido de subirte a la moto —dijo Rev—. Pero te equivocas, chaval. Me decepcionas. Estás confiando en la gente equivocada.

—Si te refieres al capitán Taber y a la doctora Mowatt —dijo Antony—, te recuerdo que son bastante mayores que nosotros, que tienen experiencia…

—¿En qué? —replicó Rev—. ¿En invasiones alienígenas? Cualquier chaval que lea cómics o vea
Star Trek
o
Dr. Who
sabe más de alienígenas que un puñado de carcamales con uniformes o batas blancas, o yo qué sé qué. Son adultos. Engañaron al mundo entero. Sabían de qué iba todo el asunto antes de la enfermedad y todavía lo saben. No confiéis en ellos.

—Tonterías —protestó Antony.

—¿Y eso de confiar en un alienígena? Tienes que ir a que te miren la cabeza, chaval —recomendó Rev mientras negaba con la suya, incrédulo—. Igual durante nuestro pequeño malentendido te llevaste un golpe. Somos nosotros contra ellos y no estoy abierto a… ¿cómo se dice…? Negociaciones.

—Bueno, pues si es como dices —le advirtió Travis—, va a ser una masacre, y no a tu favor.

—No te creas, chaval. —Rev se dio unos golpecitos con el dedo en la nariz—. Ven a ver lo que hemos encontrado. Esos cabrones alienígenas se van a llevar una sorpresa.

Simon esperó con la infatigable paciencia de las víctimas. ¿En cuántas ocasiones había pasado descansos y horas del almuerzo en el colegio agazapado bajo las escaleras o debajo del escenario de la sala de teatro (su escondrijo favorito cuando la puerta no estaba cerrada), oculto en el interior del armario de la limpieza, entre fregonas y desinfectantes, en silencio, quieto, casi sin respirar, preparado para pasar ahí el resto del día, el resto de su vida si así conseguía evitar a Richie Coker y a los de su calaña, la extorsión y las amenazas, las burlas y los golpes?

Así que para él era fácil quedarse mirando el centro de seguimiento y comunicaciones desde una distancia prudencial hasta que uno de los operarios abandonó la sala para tomarse un descanso que ni había solicitado ni le había sido concedido.

Simon siempre había sabido que nadie cumplía sus tareas como es debido. La indiferencia de la gente hacia su responsabilidad era lo que creaba víctimas, lo que permitía las palizas. Sin embargo, por una vez agradeció la falta de rigor de los demás. En cuanto el operario desapareció por el pasillo, Simon se coló en el centro de seguimiento y comunicaciones, como una rata en busca de comida.

Cerró la puerta después de entrar y se preguntó por dónde empezar. Las pantallas, que en aquel momento solo mostraban distintas perspectivas de los alrededores del Enclave, eran irrelevantes. Simon no quería hacer uso de la capacidad de seguimiento del centro, sino de las comunicaciones.

Para contactar con el comandante Shurion, específicamente.

Pero la práctica resultó no ser tan sencilla como la teoría. Pensaba que bastaría con sentarse ante la consola (cosa que ya había hecho) y pulsar un botón para abrir un canal a través del cual comunicarse con la nave de los cosechadores. Sin embargo, la realidad era que había demasiados botones para pulsar y si cometía un error, lo descubrirían. Las manos de Simon planearon sobre el panel de control de la consola, como un mago que estuviese a punto de hacer un truco. Si lo encontraban allí, entonces sí que…

—Simon, ¿qué haces aquí?

Se puso en pie de un salto y corrió hacia la puerta, tan deprisa que a punto estuvo de tirar la silla.

—Yo… eh… doctora Mowatt…

La directora científica le habló con tono comprensivo mientras entraba en la sala.

—No tienes que preocuparte tanto, Simon. Te comprendo.

—Ah, ¿sí? —Simon tragó saliva.

—Por supuesto. Estás preocupado por tus amigos, ¿verdad? Pero no tienes que venir al centro de seguimiento y comunicaciones para comprobar cómo les va. El capitán Taber ya os ha dicho que en cuanto tengamos noticias de ellos, os las transmitiremos.

—Claro. Eso me tranquiliza… gracias, doctora Mowatt. —
Gracias, vaca idiota
, pensó Simon mientras exhalaba un suspiro de alivio—. Será mejor que… —Y señaló a la puerta.

—¿Por qué no vas a buscar a tus otros amigos? —le propuso la doctora Mowatt—. Y, Simon, ánimo. Seguro que al final todo acaba saliendo tal y como tú quieres.

Antes de la enfermedad, aquel lugar había sido un restaurante, una franquicia destinada a saciar el apetito de motoristas embarcados en largos viajes. Travis había comido en varios de ellos en el pasado, con sus padres al principio, solo con su madre después. Los camareros tenían por costumbre regalarle figuritas de plástico moldeado que, en un alarde de optimismo, llamaban juguetes; al principio pensó que aquello se debía a que él les caía bien, y el detalle hacía que ellos también le cayesen bien. Sin embargo, con el tiempo descubrió que repartir juguetes entre los niños solo era una política de la compañía, un gancho comercial para entrar en el lucrativo mercado familiar. Desde entonces, la comida que servían nunca le supo igual de bien.

Aquel restaurante en particular contaba con garaje y estaba pegado a un pequeño hotel. Parecía muy ajetreado. Varias docenas de motos, pertenecientes a los modelos más modernos, grandes y rápidos, estaban aparcadas en los alrededores junto a camionetas del Ejército, jeeps y más de una decena de cuatro por cuatros.

—Parece que Rev y sus amigos se han mudado por todo lo alto —observó Mel.

Y así era. Travis nunca había visto a los moteros como flautistas de Hamelín, pero de un modo u otro, se les habían unido un montón de niños: los recién llegados se incorporaron a la marabunta de chavales que residía en el hotel y enseguida se sintieron como en casa, ya que la compañía de los demás les inspiraba confianza. No tardaron en subir y bajar las escaleras a todo correr, aullando a pleno pulmón.

—Parece que no te importa que los miembros más jóvenes de tu comunidad hagan lo que quieren —dijo Antony mientras olfateaba el aire—. En Harrington no hacíamos las cosas así.

Rev se encogió de hombros.

—Pues así es como hacemos las cosas aquí, Ant.

—Con «ony». Antony.

—Yo creo que está bien —dijo Mel, y no solo para molestar a su compañero rubio—. Deja que los niños jueguen. Deja que se olviden de todo por un rato.

Un niño de nueve o diez años se desplomó sobre el suelo a los pies de Mel, gruñendo de dolor y protestando exageradamente, sujetándose el vientre como si estuviesen a punto de salírsele las tripas de un momento a otro. Su amiga, una niña de su misma edad, corrió hacia él y se plantó ante el caído, formando una pistola con los dedos y apuntándolo.

—Te pillé. Estás muerto, cabrón alienígena —chilló.

—Soy un cabrón alienígena —gimió el chico—. Y estoy muerto ¡Urgh! —Y levantó las manos, como si se rindiese ante lo inevitable.

—Así aprenderás, por haber matado a mi mamá —chilló la niña mientras le pateaba la pierna a su amigo—. Y por haber matado a mi papá. Cabrón alienígena.

—Muy bien, Olivia —dijo Rev, dando su aprobación—. Así me gusta.

Y la expresión de Antony comunicó de un modo más efectivo que la telepatía que, definitivamente, en Harrington no hacían las cosas así.

Travis buscó dos rostros conocidos entre las caras de los adolescentes de la banda de Rev.

—¿Qué le ha pasado a Fresno? —preguntó, finalmente—. ¿Sigue con vosotros?

—¿Quién? Ah, sí. Fresno. —Rev esbozó una sonrisa maliciosa—. El que estuvo liado con tu novia antes que tú, chaval, ¿es ese, no? No he vuelto a verlo desde la paliza que nos disteis en el colegio de Ant. Pensaba que estaría muerto.

—No. Lo dejamos marcharse, como a vosotros —dijo Travis.

—Pues ni idea, entonces. —A Rev tampoco parecía importarle—. Igual lo han capturado los aliens.

—¿Y qué hay de…? No sé, esperaba ver a una chica vestida de cuero.

—Stevie. —Rev frunció el ceño en un gesto que podría entenderse como de dolor—. Sí, Stevie, eso. —Pero su voz seguía conservando un tono de indiferencia—. Se la llevaron. La capturaron los aliens. Lo vi. Se cayó de la moto. Estábamos escapando de ellos y le dije que se sujetase, pero… sí, Stevie. No la volveré a ver.

—Lo siento —dijo Travis, en parte por haber dudado de que Rev se hubiese pasado a los buenos, en parte por la pérdida de la chica vestida de cuero. Quizá ambos hechos estuviesen relacionados.

—Ya, bueno, qué coño, ¿qué más da Stevie? Venga ya. —Rev condujo con brío a los tres adolescentes a la salida del hotel hasta llegar al restaurante—. Esto es lo que quiero que veáis. Vais a flipar. Hasta tú, Ant.

El restaurante ofrecía un menú postenfermedad muy distinto, con el potencial de causar algo bastante peor que una indigestión. Allí había ametralladoras y otras armas automáticas, así como munición para todas ellas. Granadas apiladas en cajas, como si fuesen huevos. Más lanzacohetes de mano como el que Travis, Mel y Antony habían visto en acción. Misiles en abundancia. Aquel lugar que en el pasado acogía a viajeros para que disfrutasen de sus desayunos albergaba ahora un arsenal.

Mel silbó.

—Supongo que aquí estará prohibido fumar, ¿no?

Antony pensó que si Harrington hubiese estado equipado con aquel armamento, quizá aún seguiría en pie y su título de delegado aún significaría algo.

Travis pensó que no era suficiente, ni por asomo. No bastaría para plantar cara a las vainas de batalla y atravesar los escudos de las naves. A fin de cuentas, Rev no era más que otro David, solo que vestido de cuero en vez de con un taparrabos.

Pero el motorista parecía convencido de que su arsenal lo convertía en Goliat.

—Mola lo suyo, ¿eh? ¿Chaval? Encontramos un arsenal del Ejército al otro lado de Willowstock. Parecía bastante improvisado. Y había un montón de soldados muertos… por la enfermedad. Todo esto estaba allí. Había mucho más, pero solo tenemos espacio para esto. Además, mejor no tener todas las armas en el mismo sitio, y con esto es suficiente para lo que tenemos pensado.

—¿Así que tienes un plan, Rev? —preguntó Travis.

—Ya te digo si lo tengo, chaval. Vamos a llevarnos por delante a unos cuantos alienígenas y rescatar a algunos de los nuestros.

—¿No estarás pensando en atacar la nave de los cosechadores, verdad? —dijo Antony.

—Todavía no —dijo Rev—. Primero tenemos otro objetivo, uno más fácil. Cerca de aquí hay una casona muy pija, de esas que las abuelas solían visitar por si veían a la reina, a algún noble o a alguien así tomando el té…; la residencia Clarebrook. Los aliens han levantado un campo de prisioneros a su alrededor, un campo de concentración. Está lleno de niños. Pero después de esta noche, después de que utilicemos estas monadas, ya no lo estará.

—¿Vas a liberar a los chicos? —dijo Mel.

—A todos, nena. —Rev guiñó un ojo—. ¿Quieres un poco de acción? A mí me parece que sí. Tengo un asiento libre en mi moto.

—¿Trav? —Mel parecía estar deseándolo. Le brillaban los ojos. Demasiado, pensó Travis, como si no fuese capaz de controlarse del todo.

—Pero ese campo… ¿no estará vigilado? —dijo.

—Probablemente, chaval —admitió Rev, de buen humor—. Pero no pasa nada. Así tendremos algo a lo que disparar.

—Pasará si resulta que son más que vosotros. —Travis frunció el ceño—. Tienes que planear la operación, Rev, primero tienes que informarte de cuántos son los cosechadores, sus defensas, todo eso. No querrás que esto se convierta en un ataque suicida, ¿verdad?

Travis pensó que en los ojos vidriosos y brillantes de Rev había algo irracional, tan inescrutable y distante como el propio motero. Tenían el mismo aspecto que los de los chicos que marchaban camino de los recolectores. Era una especie de locura, una incapacidad de sobrellevar la pesadilla en la que se había convertido la realidad. Travis pensó que a Rev no le importaba que su ataque al campo de prisioneros tuviese éxito o no. Iba a ser estrepitoso y violento, y con eso bastaba.

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