Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
El león se detuvo y esperó a que ella lo siguiera. Juntos, recorrieron pasadizos, túneles, desfiladeros. Las paredes se convertían en contornos que cobraban forma y cuerpo al acercarse ellos, y luego se volvían otra vez traslúcidos, desvaneciéndose en la pared cuando ellos los dejaban atrás. Una procesión de mamuts lanudos cruzaba pesadamente una estepa inmensa cubierta de hierba; de pronto una manada de bisontes los adelantó y formó su propia fila.
Observó a dos renos que se acercaban el uno al otro. Se rozaron el hocico; la hembra se arrodilló y el macho estiró el cuello y la lamió. Ayla se conmovió ante la tierna escena. Acto seguido, captaron su atención dos caballos, un corcel y una yegua. La hembra, en celo, se colocó delante del macho y se ofreció a él, que se dispuso a montarla.
Se volvió en otra dirección y siguió al león por otro largo pasillo. Al final del túnel, llegó a un entrante redondeado y amplio semejante a un útero. Oyó acercarse un golpeteo lejano a la vez que aparecía una manada de bisontes y llenaba el entrante. Se detuvo a descansar y pacer.
Pero el golpeteo continuó: las paredes palpitaban a un ritmo lento y uniforme. El suelo de piedra dura pareció ceder bajo sus pies y el latido se convirtió en una voz grave y subterránea, al principio tan tenue que ella apenas la detectó. Poco a poco aumentó de volumen, y reconoció el sonido. ¡Era el tamborileo parlante de los mamutoi! Sólo había oído un tamborileo así entre los cazadores de mamuts.
El instrumento, de hueso de mamut, ofrecía gran resonancia y diversidad tonal al golpearlo con una baqueta de asta; un rápido repiqueteo en zonas diferenciadas producía un sonido semejante a una voz pronunciando palabras. Dichas palabras, compuestas de una palpitación entrecortada, no eran equiparables a la voz humana, pero eran palabras. Presentaban una vibración un tanto ambigua, que añadía un toque de misterio y profundidad expresiva, pero, interpretadas por alguien con destreza suficiente, eran palabras claramente distinguibles. Se podía conseguir que el tambor hablara literalmente.
El ritmo y la estructura de las palabras creadas por el tambor empezaron a sonarle familiares. De pronto oyó la aguda resonancia de una flauta, que acompañaba a una voz dulce y aguda, una voz parecida a la de Fralie, la mujer mamutoi a la que Ayla había conocido. Fralie estaba embarazada, pero el suyo era un embarazo precario que casi se interrumpió antes de tiempo. Ayla la ayudó, pero el bebé fue prematuro de todos modos. Sin embargo su hija sobrevivió y llegó a ser una niña sana y robusta.
Sentada en el interior del entrante redondeado, Ayla advirtió que tenía el rostro bañado en lágrimas. Lloraba con intensos sollozos y sacudidas, como si hubiese sufrido una pérdida devastadora. El redoble del tambor se intensificó, imponiéndose a su lamento angustiado. Ayla reconoció los sonidos, distinguió las palabras.
En el caos del tiempo, en la oscuridad tenebrosa,
el torbellino dio a luz a la Madre gloriosa.
Despertó ya consciente del gran valor de la vida,
el oscuro vacío era para la Gran Madre una herida.
La Madre sola se sentía. A nadie tenía.
¡Era el Canto a la Madre! Entonado como nunca lo había oído hasta entonces. Si ella tuviese voz para el canto, lo habría interpretado así. Era una voz profunda y subterránea como la de un tambor, aguda y resonante como una flauta, y el entrante profundo y redondeado reverberó con un sonido vibrante.
La voz le llenó la cabeza de palabras, que sintió más que oírlas, y la sensación iba mucho más allá de las palabras. Se adelantaba a cada verso antes de oírlo, y cuando por fin lo oía, era más pleno, más expresivo, más hondo. El canto pareció alargarse eternamente, pero ella deseó que no se interrumpiera nunca, y cuando llegó al final, sintió una profunda tristeza.
La Madre quedó satisfecha de la pareja que había creado
.
Les enseñó a amarse y respetarse en el hogar formado
,
y a desear y buscar siempre su mutua compañía
,
sin olvidar que el don del placer de la Madre provenía
.
Antes de su último estertor, sus hijos conocían ya el amor
.
Pero cuando Ayla no preveía ya ningún verso más, la voz siguió cantando:
Anunciar que el hombre participa, ese fue Su último don
:
para iniciarse la nueva vida, él debe hallar satisfacción
.
La Madre se siente honrada cuando a la pareja ve yacer
,
porque la mujer concibe cuando ambos comparten el placer
.
Con los Hijos ya bendecidos, la Madre goza de un descanso merecido
.
Los versos fueron un don, una gracia que le alivió el dolor. Con ellos, la Madre le confirmaba que estaba en lo cierto, que siempre lo había estado. Ayla lo intuía desde el principio y ahora lo veía corroborado. Sollozó de nuevo, aún dolorida pero al mismo tiempo jubilosa. Lloraba de aflicción y felicidad mientras las palabras se repetían en su mente, una y otra vez.
Oyó el gruñido de un león, y vio su tótem, el Espíritu de un León, que se volvía para irse. Ella intentó levantarse, pero se sintió demasiado débil, y llamó al animal.
—¡Bebé! ¡Bebé, no te vayas! ¿Quién me sacará de aquí?
El animal se alejó trotando por el túnel. De pronto se detuvo y miró hacia ella; pero no era el león quien se acercaba. Súbitamente el animal saltó sobre ella y le lamió la cara. Temblorosa y confusa, Ayla cabeceó.
—¿Lobo? ¿Eres tú, Lobo? ¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó, abrazando al enorme animal.
Mientras permanecía aferrada al lobo, sus visiones de los bisontes en el entrante se desvanecieron y apagaron. Las escenas en las paredes de los túneles también se difuminaban. Tendió las manos hacia la pared para sostenerse y luego, a tientas, salió del entrante. Se sentó en el suelo y, cerrando los ojos, procuró controlar el mareo. Cuando los abrió, no sabía si los tenía abiertos o no. Estaba todo a oscuras, tanto si mantenía los ojos abiertos como si los cerraba, y un hormigueo de miedo le recorrió la espalda. ¿Cómo iba a encontrar la salida?
Entonces oyó gimotear a Lobo y notó su lengua en la cara. Alargó el brazo para tocarlo y eso aplacó su nerviosismo. Palpó la pared de piedra junto a ella y al principio no sintió nada, pero al estirar el brazo un poco más, topó con el hombro contra la piedra. Al pie de una pared percibió un hueco, que no había advertido antes porque estaba a muy escasa altura del suelo, pero al explorarlo a tientas rozó algo que no era piedra.
Se apresuró a retirar la mano, pero enseguida cayó en la cuenta de que la textura le resultaba familiar. Tendió de nuevo el brazo. Como la cueva era más oscura que la noche, intentó descubrir por el tacto qué era aquello que había dentro del hueco. Palpó algo suave como el ante, como gamuza bien raspada. Extrajo un bulto de cuero. Al examinarlo entre sus manos, identificó una correa o tira, la desató y halló una abertura. Parecía una bolsa de algún tipo, un morral de piel suave con una correa para llevar al hombro. Contenía un odre vacío —eso la indujo a tomar conciencia de que tenía sed—, una prenda de piel, quizá un manto, y tocó y olió unos restos de comida.
Cerró el morral y se lo colgó al hombro. Se levantó y se quedó quieta junto a la pared, procurando vencer la sensación repentina de mareo y náuseas. Sintió algo tibio correr por la cara interior de su muslo. El lobo se acercó para olerla, pero ella lo había adiestrado hacía tiempo para corregirle ese hábito, y el animal apartó su hocico inquisitivo.
—Tenemos que encontrar la salida, Lobo. Vamos a casa —dijo, pero cuando se puso en movimiento y buscó el camino ayudándose de la pared húmeda, se dio cuenta de lo débil y cansada que estaba.
El suelo, salpicado de fragmentos de piedra mezclados con barro arcilloso y denso, era desigual y resbaladizo. Numerosas estalagmitas, algunas finas como ramitas y otras enormes como árboles viejos, parecían crecer del suelo. Cuando palpaba el extremo superior de alguna de ellas, lo notaba mojado por el inexorable goteo del agua calcárea procedente de las estalactitas, sus equivalentes de piedra colgadas del techo. Después de golpearse la cabeza en una, fue con más cuidado. ¿Cómo había podido adentrarse tanto en la cueva?
El lobo se adelantaba unos pasos y luego volvía a retroceder. En un punto evitó que tomara por un desvío equivocado. Cuando percibió que el suelo ascendía, supo que se acercaba a la entrada. Había estado dentro de aquella cueva no hacía mucho y reconocía el lugar, pero al trepar por una piedra volcada, sintió un mareo y cayó de rodillas. La distancia parecía mucho mayor de lo que recordaba, y tuvo que detenerse varias veces antes de llegar a la estrecha abertura. Si bien toda la cueva era sagrada, existía una barrera de roca natural que la dividía en dos, separando la parte inicial, más corriente, de las profundidades, más sagradas. El agujero era el único acceso, una entrada al inframundo de la Gran Madre.
En cuanto superó el obstáculo, notó que la temperatura aumentaba ligeramente, pero se estremeció al darse cuenta de lo aterida que estaba. Tras una curva, le pareció ver un asomo de luz al frente e intentó apresurarse. Cuando dobló el siguiente recodo, ya no le cupo duda: vio resplandecer la textura húmeda de las paredes y, más adelante, al lobo que corría hacia la tenue claridad. Cuando dobló una vez más, se alegró al ver la débil luz exterior, pese a que los ojos se le habían acostumbrado a esa negra oscuridad y aquello se le antojó casi demasiado luminoso. Al ver la salida al frente, casi echó a correr.
Ayla salió tambaleándose de la cueva. Con un parpadeo, se desprendió las lágrimas de los ojos, que resbalaron formando churretones por sus mejillas embarradas. Lobo se acercó a ella. Cuando por fin pudo ver, se sorprendió al descubrir que el sol estaba en lo alto del cielo y varias personas la miraban. Los dos cazadores, Lorigan y Forason, y Jeviva, la madre de la mujer embarazada, al principio se quedaron inmóviles, mirándola con cierto temor, y sus saludos fueron un tanto parcos, pero al verla tropezar y caer, corrieron hacia ella. La ayudaron a sentarse, y cuando Ayla advirtió sus expresiones de preocupación, sintió un gran alivio.
—Agua —dijo—. Sed.
—Démosle un poco de agua —propuso Jeviva. Había visto sangre en sus piernas y su ropa, pero no dijo nada.
Lorigan abrió su odre y se lo entregó. Ella bebió con avidez, y en su apremio, el agua se le escapó entre los labios. Nunca le había sabido tan bien. Al acabar, sonrió, pero no devolvió el odre.
—Gracias. Estaba a punto de lamer el agua de las paredes.
—Yo a veces he tenido esa misma sensación —comentó Lorigan con una sonrisa.
—¿Cómo habéis sabido dónde estaba? ¿Y que saldría? —preguntó Ayla.
—He visto al lobo correr hacia aquí —contestó Forason, señalando al animal con la cabeza—, y cuando se lo he dicho a Marthona, ella ha supuesto que estabas en la cueva. Nos ha pedido que viniéramos a esperarte. Ha dicho que podías necesitar ayuda. Desde ese momento siempre ha habido alguien aquí. Jeviva y Lorigan acababan de llegar para relevarme.
—He visto a varios zelandonia regresar de su «llamada». Algunos estaban tan extenuados que ni siquiera podían andar. Otros no regresaron —explicó Jeviva—. ¿Cómo te encuentras?
—Muy cansada —contestó Ayla—. Y todavía tengo sed. —Tomó otro trago y devolvió el odre a Lorigan. Cuando Ayla bajó el brazo, el morral que había encontrado en la cueva se le resbaló del hombro. Había olvidado que lo llevaba. Ahora, a la luz, vio los característicos dibujos pintados en él. Se lo enseñó a los demás—. He encontrado esto dentro. ¿Sabéis de quién es? Puede que alguien lo haya dejado apartado y luego no se haya acordado de recogerlo.
Lorigan y Jeviva cruzaron una mirada. Por fin Lorigan dijo:
—Yo se lo vi a Madroman.
—¿Has mirado qué hay dentro? —preguntó Jeviva.
Ayla sonrió.
—No he podido mirar porque no veía nada, no tenía ninguna luz, pero sí he intentado palparlo —respondió.
—¿Has estado ahí dentro a oscuras? —preguntó Forason con asombro e incredulidad.
—Déjalo —dijo Jeviva, obligándolo a callar—. No es asunto tuyo.
—Me gustaría ver qué hay dentro —insistió Lorigan, lanzando a Jeviva una mirada elocuente.
Ayla le entregó el morral. Lorigan sacó el manto de piel y lo extendió. Era una piel hecha con recuadros y triángulos de distintas clases y colores procedentes de diversos animales, cosidos para formar el característico dibujo de un acólito de la zelandonia.
—Sí, es de Madroman. Lo llevaba puesto el año pasado cuando se presentó aquí y le dijo a Jeralda qué debía hacer para conservar el bebé —explicó Jeviva con desdén—. Ese lo retuvo en su vientre casi seis lunas. Aduciendo que debía apaciguar a la Madre, la obligó a realizar toda clase de rituales, y cuando la Zelandoni la encontró caminando en círculo, le ordenó que volviera a su morada y se tendiera de inmediato. La Zelandoni dijo que necesitaba descansar o el bebé se desprendería demasiado pronto. Según la donier, lo único que le pasaba era que tenía el útero resbaladizo y se le caían los bebés con mucha facilidad. Al final lo perdió. Habría sido niño. —La mujer miró a Lorigan—. ¿Qué más hay ahí dentro?
Él metió la mano en el morral y sacó el odre vacío sin hacer comentarios, sosteniéndolo en alto para que todos lo vieran. A continuación, miró dentro y echó el resto del contenido sobre el manto. Cayeron trozos de carne seca medio masticados y un pedazo de torta de viaje, junto con una pequeña hoja de pedernal y una piedra de fuego. Entre los restos aparecieron también unas astillas de madera y fragmentos de carbón.
—¿No alardeaba Madroman antes de marcharse a la Reunión de Verano de que había recibido la «llamada» y de que este año sería por fin Zelandoni? —preguntó Lorigan. Sosteniendo el odre en alto, añadió—: Dudo que tuviera mucha sed al salir de la cueva.
—¿Dijiste que pensabas ir a la Reunión de Verano más adelante, Ayla? —preguntó Jeviva.
—Me proponía marcharme dentro de unos días. Aunque puede que ahora espere un tiempo más —contestó Ayla—. Pero sí, tengo intención de ir.
—Creo que deberías llevarte esto y decirle a la Zelandoni dónde lo has encontrado —aconsejó Jeviva, envolviendo cuidadosamente con el manto los restos de comida, las astillas y el material para encender fuego y metiéndolo todo otra vez en el morral.
—¿Puedes caminar? —preguntó el cazador de mayor edad.