Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
Él le lamió la cara y envolvió tiernamente la mandíbula de Ayla con los dientes. Cuando la soltó, ella le mordió con suavidad el hocico peludo.
—Creo que tú también te alegras de verme. Jondalar y Jonayla deben de haber vuelto, y probablemente ella se ha dormido. Me tranquiliza saber que cuidas de Jonayla, Lobo, cuando yo no puedo estar allí.
El lobo se acomodó a sus pies, y Ayla se arrebujó bien con el manto, se recostó a esperar a que saliera la luna e intentó concentrarse en una leyenda sobre uno de los antepasados de los zelandonii, pero no lo consiguió y acabó evocando el momento en que estuvo a punto de perder a Lobo en su viaje. Realizaban la peligrosa travesía de un río desbordado, y ella se vio separada de él. Recordó que fue en su busca, mojada, aterida y casi fuera de sí por el miedo a perderlo. Volvió a sentir el temor cuando por fin lo encontró, sin conocimiento o quizá muerto. Jondalar los halló a los dos, y aunque también él estaba mojado y tenía frío, se encargó de todo. Ella estaba tan helada y exhausta que no podía hacer nada. Él levantó el refugio, los llevó a ella y al lobo medio ahogado adentro, puso a resguardo a los caballos y, en definitiva, cuidó de todos.
Se obligó a volver al presente, necesitada de la compañía de Jondalar. Tal vez podía probar con las palabras de contar, pensó. Empezó a enumerarlas —«uno, dos, tres, cuatro»— y recordó su entusiasmo la primera vez que Jondalar se las explicó. Ella comprendió de inmediato el concepto abstracto, y contó las cosas que se veían en su caverna: tenía un espacio para dormir; uno, dos caballos; uno, dos… «Jondalar tiene los ojos tan azules…».
«Debo poner fin a esto», pensó. Se levantó y se acercó a la roca en forma de columna que parecía en equilibrio precario al borde del precipicio. Sin embargo, el verano anterior, cuando varios hombres intentaron empujarla con la intención de lanzarla al vacío, pensando que podía representar un peligro, fueron incapaces de moverla. Era esa la roca que Ayla había visto desde abajo el día en que Jondalar y ella llegaron, la que se recortaba con toda nitidez contra el cielo. Recordaba vagamente haberla visto antes en un sueño.
Alargó un brazo, apoyó la mano cerca de la base de la gran roca y la retiró bruscamente. Le pareció sentir un hormigueo en las yemas de los dedos allí donde habían entrado en contacto con la roca. Cuando volvió a mirarla, a la escasa luz de la luna, le dio la impresión de que la roca se había movido un poco, inclinándose más hacia el borde. ¿Y no resplandecía acaso? Retrocedió con la mirada fija en aquella roca peculiar. «Deben de ser imaginaciones mías», pensó. Cerró los ojos y sacudió la cabeza. Al abrirlos, la roca tenía el mismo aspecto que cualquier otra. Volvió a tender la mano para tocarla. Tenía la textura propia de una piedra, pero al deslizarla por la superficie rugosa le pareció sentir de nuevo el hormigueo.
—Lobo, me parece que esta es una de esas noches en que el cielo puede prescindir de mí —dijo—. Empiezo a ver cosas que no existen. ¡Y mira! La luna ya ha salido, y me he perdido el momento en que asomaba. Esta noche aquí arriba no sirvo de nada.
Pensó en encender una antorcha, pero decidió que no tenía sentido perder el tiempo en prender una fogata: la luna daba luz suficiente. Precedida por Lobo, descendió con cautela bajo la claridad de la luna y las estrellas. Se volvió para contemplar la roca una vez más. «Aún parece resplandecer», se dijo. «Puede que haya pasado demasiado tiempo mirando el sol. La Zelandoni ya me advirtió que debía llevar cuidado.»
En el refugio, la oscuridad era mucho mayor, pero veía gracias al reflejo en la cornisa de piedra de la gran fogata comunal, que habían encendido antes esa noche y aún ardía. Ayla entró sigilosamente en su morada. Todos parecían dormidos, pero un pequeño candil emitía una luz débil. A menudo dejaban uno encendido para Jonayla. Tardaba más en dormirse cuando la vivienda estaba totalmente a oscuras. La mecha de liquen impregnada de grasa derretida ardía durante un buen rato, y a menudo le había sido útil a Ayla al regresar a casa ya muy entrada la noche. Se asomó por encima del tabique de la habitación donde dormía Jondalar. Jonayla había vuelto a acostarse a hurtadillas junto a él. Ayla sonrió al verlos y se dirigió hacia la cama de Jonayla, ya que no deseaba molestarlos. De pronto se detuvo y, con un cabeceo, se fue a su cama.
—¿Eres tú, Ayla? —preguntó Jondalar con voz soñolienta—. ¿Ya es de día?
—No, Jondalar. Esta noche he vuelto antes —contestó ella mientras cogía a la criatura de cabellos rubios y la llevaba a su cama. La arropó bien y le dio un beso en la mejilla; a continuación volvió al lecho que compartía con Jondalar. Cuando llegó, Jondalar estaba despierto, apoyado en un codo.
—¿Por qué has decidido volver antes?
—No podía concentrarme. —Le dirigió una sonrisa sensual y, después de desvestirse, se tendió a su lado. La cama conservaba aún el calor de su hija dormida—. ¿Recuerdas que una vez me dijiste que siempre que te desease me bastaba con hacer esto? —preguntó, y le dio un largo beso de amor.
Él respondió de inmediato.
—Y sigue siendo verdad —afirmó con la voz empañada por el deseo, avivado de pronto. También a él las noches se le hacían largas y le pesaba la soledad. Jonayla era encantadora y entrañable, y él la quería mucho, pero era una niña, la hija de su compañera, no su compañera. No era la mujer que despertaba su pasión y tan bien lo había satisfecho hasta fecha reciente.
Tendió las manos hacia ella con avidez, le besó con ardor los labios y el cuello, y luego el resto del cuerpo. Ella mostró igual avidez, igual ardor, y se abalanzó sobre él casi con desesperación. Él volvió a besarla, ahora lentamente, recorriendo con la lengua el interior de su boca. Después le lamió el cuello a la vez que le acariciaba los pechos y cogió un pezón entre sus labios. Ella se sacudió con un delicioso estremecimiento de placer. Hacía tiempo que no dedicaban un rato a explorar el don del placer de la Madre.
Jondalar le succionó un pezón, luego el otro, y le acarició los pechos. Ella experimentó sensaciones que se propagaban hasta lo más hondo de su cuerpo, allí donde anhelaba tener a Jondalar. Él apoyó una mano en su vientre y se lo masajeó con delicadeza. Allí la piel era de una suavidad que a él le resultaba grata, y su contorno presentaba una ligera redondez que le confería un aspecto aún más femenino, si es que eso era posible. Él dirigió la mano hacia el suave vello de su monte, introdujo un dedo en lo alto de la vulva y empezó a trazar círculos dentro. Ayla tuvo la sensación de que se derretía en un charco de placer. Cuando Jondalar tocó el punto que le provocaba temblores en todo el cuerpo, gimió y arqueó la espalda.
Él bajó aún más el dedo, encontró la entrada de la cueva húmeda y caliente y lo hundió en ella. Ella separó las piernas para facilitarle el acceso. Él se incorporó, se colocó entre sus muslos, se agachó y la saboreó. Ese era el sabor que conocía, el sabor de Ayla que adoraba. Con las dos manos, separó los pétalos por completo y deslizó por ellos la lengua caliente, exploró las hendiduras y los surcos hasta encontrar el nódulo un poco endurecido. Ella percibió cada movimiento como un delicioso destello de fuego conforme el deseo aumentaba en su interior. Ya no tenía conciencia de nada excepto de Jondalar y la creciente oleada de exquisito placer que él le proporcionaba.
El miembro de Jondalar se había hinchado en todo su volumen y anhelaba desahogarse. A ella se le aceleró la respiración, exhalando un gemido con cada aliento, hasta que de pronto alcanzó una cima y se sintió desbordada. Él notó su humedad caliente, se apartó por un momento y a continuación penetró por completo en sus acogedoras profundidades. Ella estaba lista para él, y se arqueó para recibirlo. Cuando Jondalar sintió su miembro deslizarse dentro de aquel pozo cálido, gimió de placer. Hacía tanto tiempo, o esa impresión tenía.
Ella lo albergó por entero, y cuando él sintió su calor envolvente, experimentó un repentino agradecimiento a la Madre por haberlo conducido hasta ella, por haber encontrado a esa mujer. Casi se había olvidado de lo bien que encajaban juntos. Se deleitó en ella al embestirla de nuevo, y luego una vez más. Ella se entregó plenamente, recreándose en las sensaciones que le producía. De repente, casi demasiado pronto, sintieron el aumento del placer. Creció y creció, hasta que, con un estallido volcánico, los engulló. Se contuvieron por un momento y se abandonaron a él.
Después descansaron, pero el ansia voraz que sentían el uno por el otro no había quedado del todo satisfecha. Se amaron otra vez, lánguidamente, alargando cada contacto, cada caricia, hasta que no pudieron resistirse más y acabaron con una segunda erupción de energía anhelante. Ayla vio un asomo de luz matutina a través del resquicio de una mampara mal ajustada cuando se acomodó entre las cálidas pieles al lado de Jondalar para dormir. Estaba más que satisfecha: se sentía exultantemente saciada.
Miró a Jondalar. Tenía los ojos cerrados y una sonrisa relajada y complacida en la cara. Ella cerró los ojos. «¿Por qué había esperado tanto?», pensó. Intentó recordar cuánto tiempo había pasado. De pronto abrió los ojos de par en par. ¡Las hierbas! ¿Cuándo fue la última vez que se tomó las hierbas? Mientras daba de mamar no había tenido que preocuparse por eso; sabía que era poco probable quedarse embarazada en esas circunstancias, pero había destetado a Jonayla hacía ya varios años. Preparar la infusión de hierbas anticonceptivas era un hábito, pero últimamente lo había descuidado. Se le habían olvidado unas cuantas veces, pero estaba convencida de que no se iniciaría ninguna vida nueva sin un hombre, y como pasaba las noches en lo alto de la pared rocosa, no había compartido los placeres con Jondalar tan a menudo, así que no estaba preocupada.
Como acólita en ciernes, su formación le había exigido un gran esfuerzo: períodos de ayuno, privación del sueño y otras restricciones a sus actividades, incluida la abstinencia de los placeres durante un tiempo. A lo largo de casi un año había pasado las noches en vela para observar los movimientos de los cuerpos celestes. Pero su riguroso adiestramiento casi había terminado. El año de estudio del cielo nocturno pronto concluiría, con la llegada del Día Largo del Verano. Entonces se la consideraría una acólita de pleno derecho. Era ya una curandera experta; de lo contrario, ese período se habría prolongado mucho más. No obstante, nunca dejaría de aprender.
Después de eso, en cualquier momento podía convertirse en zelandoni, aunque no sabía muy bien cómo. Debía sentir la «llamada», un misterioso proceso que nadie podía explicarle pero por el que todos los zelandonia habían pasado. Cuando un acólito declaraba que había oído la «llamada», el aspirante a donier era sometido a un interrogatorio de sondeo por los otros zelandonia, que aceptaban o rechazaban su afirmación. Si la aceptaban, se asignaba un puesto al Nuevo Entre Quienes Servían a La Madre, generalmente como ayudante de un Zelandoni ya en activo. Si lo rechazaban, el acólito seguía siendo acólito, pero se le solía dar una explicación para que la próxima vez que sintiera la «llamada» la interpretara mejor. Algunos acólitos nunca llegaban al puesto de zelandoni, y se conformaban con eso, pero la mayoría deseaba oír la llamada.
Antes de dormirse, reflexionó acerca de los placeres. Sólo ella tenía la convicción de que eran el principio de la nueva vida que se desarrollaba dentro de una mujer. Si llegaba a quedarse embarazada, probablemente estaría demasiado ocupada con el recién nacido para oír cualquier «llamada». «En fin, el tiempo dirá. Lo hecho, hecho está. No tiene sentido que ahora me preocupe por si estoy o no embarazada. ¿Y tan malo sería otro hijo? Estaría bien tener un bebé», pensó Ayla. Cerró los ojos y volvió a relajarse, hasta que la venció un sueño plácido.
Fue un niño quien primero vio el humo de la fogata de señales de la Tercera Caverna y se lo enseñó a su madre. Ella avisó a su vecino y los dos se encaminaron hacia la morada de Joharran. Antes de que llegaran, otros varios lo habían visto también. Proleva y Ayla salían en el momento en que llegaba la multitud. Sorprendidas, levantaron la vista.
—Humo en la Roca de los Dos Ríos —dijo alguien.
—Una señal de la Tercera —anunció otro simultáneamente.
Joharran apareció detrás de su compañera. Se acercó al borde de la repisa de piedra.
—Enviarán a un mensajero —dijo.
El mensajero llegó poco después, casi sin aliento.
—¡Visitantes! —exclamó—. De la Vigésimo cuarta Caverna de los zelandonii del sur, incluida su Zelandoni principal. Van a nuestra Reunión de Verano, pero querían visitar unas cuantas cavernas por el camino.
—Han hecho un largo viaje —comentó Joharran—. Necesitarán un sitio donde alojarse.
—Voy a avisar a la Primera —dijo Ayla.
«Pero este año no iré con los demás», se dijo mientras se dirigía a la morada de la Zelandoni. «Porque tendré que esperar al Día Largo del Verano.» Lo lamentaba un poco. «Espero que los visitantes tarden un tiempo en marcharse de la reunión, pero si vienen de tan lejos, quizá tengan que irse pronto para regresar a casa antes del invierno. Sería una pena.»
—Voy a ver cómo está la gran zona de reunión en el otro extremo —dijo Proleva—. Ese sería un buen sitio para alojarlos, pero necesitarán al menos agua y leña. ¿Cuántos son?
—Tantos como la gente de una pequeña caverna, quizá —informó el mensajero.
Eso podían ser unas treinta personas, o más, pensó Ayla, usando mentalmente las técnicas especiales que había aprendido en su formación para contar números grandes. Contar con los dedos y las manos era más complicado que la mera utilización de las palabras de contar, si uno comprendía su mecánica, pero como sucedía con casi todo aquello relacionado con la zelandonia, era aún más complejo de lo que parecía. Cada cosa podía significar algo por completo distinto. Todos los signos tenían más de un significado.
Después de avisar a la Primera, Ayla siguió a Proleva al otro extremo de la gran repisa cargada de leña. La recolección y el aprovisionamiento de combustible para el fuego era una tarea que requería una atención y un esfuerzo permanentes. Todo el mundo, niños inclusive, reunían cualquier cosa que ardiera: leña, broza, hierba, el estiércol seco de animales pacedores y la grasa de cualquier animal que cazaran, incluido algún que otro carnívoro. Viviendo en un entorno frío, el fuego era indispensable como fuente de calor y luz, aparte de su uso en la preparación de comidas más fáciles de masticar y digerir. Aunque a veces también se utilizaba grasa para cocinar, por lo general la empleaban para el fuego que daba luz. Mantener el fuego vivo requería una atención constante, pero era esencial para la vida de los omnívoros bípedos tropicales que habían evolucionado en climas más cálidos y se habían propagado por todo el mundo.