Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
—¡Ah, estás aquí, Ayla! —dijo Proleva—. He pensado que podríamos instalar a los visitantes junto al manantial donde nace el arroyo que separa la Novena Caverna de Río Abajo, pero mi duda son los caballos. Están muy cerca de la zona donde acamparían los visitantes. ¿Crees que deberíamos trasladarlos? Quizá para esta gente sea desconcertante tener tan cerca a unos caballos.
—Eso mismo he pensado yo, y no sólo por los visitantes. Los caballos no estarían a gusto con tantos desconocidos cerca. Creo que de momento los llevaré al Valle del Bosque —respondió Ayla.
—Ese sería un buen sitio para ellos —convino Proleva.
Después de la llegada de los visitantes y de las presentaciones correspondientes, los instalaron en su espacio de vivienda provisional y les dieron de comer. A continuación, la gente se dividió en grupos. Varios zelandonia reunidos, entre ellos la Primera y Ayla, la Zelandoni de los visitantes más sus acólitos, los zelandonia de la Tercera, la Decimocuarta y la Undécima, además de otros, se congregaron en la zona de reunión en la otra punta del enorme refugio. Habían encendido y alimentado una hoguera antes de que el grupo de viajeros se fuera a comer, y uno de ellos volvió a avivarla y aprovechó para echar agua en un gran recipiente y añadir piedras de cocinar al fuego. La gente sacó sus vasos personales de beber en previsión de una infusión caliente recién hecha, y unos iniciaron conversaciones mientras otros reanudaban las ya entabladas.
Los visitantes hablaron de sus viajes y todos intercambiaron ideas sobre rituales y medicinas. Cuando la Primera mencionó la bebida anticonceptiva, suscitó gran interés. Ayla les explicó qué hierbas usaba, en algunos casos describiéndolas con sumo cuidado para que no las confundieran con otras parecidas. Habló un poco de su largo viaje desde la tierra de los cazadores de mamuts, y ellos comprendieron que era una forastera llegada de muy lejos. Su acento no resultaba tan extraño a los visitantes porque también hablaban con un ligero dejo, aunque para ellos eran los zelandonii del norte quienes hablaban con acento. Ayla consideraba que la manera de hablar de unos y otros era parecida, pero no igual a la de la gente que habían conocido durante su Gira de la Donier, ni a como pronunciaba ciertas palabras Beladora, la compañera de Kimeran.
Cuando la velada tocaba a su fin, la Zelandoni de los visitantes dijo:
—Ha sido un placer conocerte mejor, Ayla. Hablan de ti incluso en nuestra región, y debemos de ser la caverna más lejana entre quienes nos hacemos llamar Hijos de Doni y reconocemos a la Primera Entre Quienes Sirven a La Madre —añadió, dirigiéndose a la mujer corpulenta.
—Sospecho que se te considera la Primera entre tu grupo de zelandonii del sur. Yo estoy demasiado lejos.
—Es posible que sí, en nuestro territorio; así y todo, reconocemos esta región como nuestra tierra de origen, y a ti como la Primera. Así consta en nuestras historias, en nuestras leyendas, en nuestras enseñanzas. Esa es una de las razones por las que deseábamos venir, para restablecer nuestros lazos.
«Y para decidir si deseáis mantenerlos», pensó la Primera. Había advertido ciertas expresiones faciales entre algunos de los visitantes que eran, si no desdeñosas, al menos escépticas, y había oído a algunos, en particular a un joven, hablar en susurros, en lo que probablemente era un dialecto meridional, poniendo en duda ciertas costumbres de los zelandonia del norte. Seguramente creyeron que allí nadie entendería esa variante del zelandonii —casi ninguna de las personas con que se habían topado la conocían—, pero la Primera había viajado no poco en su juventud, y más recientemente con Ayla, y había acogido a visitantes de lugares lejanos. Las lenguas se le daban bastante bien, sobre todo las variantes del zelandonii. Lanzó una mirada a Ayla, quien, como ella sabía, poseía un don casi extraordinario para las lenguas y podía asimilar incluso una extranjera más deprisa que nadie.
Ayla percibió la mirada de su mentora, y su señal con los ojos en dirección al joven. Asintió ligeramente con disimulo, dando a entender que también ella lo había comprendido. Ya hablarían de eso más tarde.
—Y yo estoy encantada de conocerte —dijo Ayla—. Tal vez podamos visitaros algún día.
—Seréis bienvenidas, las dos —respondió la Zelandoni, mirando a la Primera.
La mujer corpulenta sonrió, pero se preguntó hasta cuándo podría realizar viajes, en especial largos, y dudó que fuese ella quien devolviese la visita.
—Has traído ideas nuevas interesantes que me complace conocer y te doy las gracias —dijo la mujer corpulenta.
—Ha sido un placer para mí conocer tus medicinas —añadió Ayla.
—Yo también he aprendido mucho. Os estoy agradecida por haberme enseñado a disuadir a la Madre de bendecir a una mujer. Hay mujeres que simplemente no deben tener otro hijo, por su salud y por el bien de su familia —dijo la Zelandoni.
—Fue Ayla quien trajo ese conocimiento —admitió la Primera.
—Entonces tengo algo que me gustaría ofrecerle a cambio, y también a ti, Primera Entre Quienes Sirven a La Madre. Dispongo de una mezcla con cualidades notables. Os la dejaré para que la probéis —dijo la Vigésimo cuarta del sur—. No lo tenía previsto, y sólo llevo encima una bolsa, pero puedo preparar más cuando volvamos.
Abrió su morral de viaje, sacó su característica caja de medicinas y extrajo una bolsita del interior. Se la ofreció.
—Creo que la encontraréis interesante y quizá útil. —La Primera le indicó que podía entregársela a Ayla—. Es muy poderosa. Llevad cuidado cuando experimentéis con ella —recomendó al dársela a la mujer de menor edad.
—¿La preparas en decocción o en infusión? —preguntó Ayla.
—Depende de lo que quieras —respondió la mujer—. Según la forma de preparación, las propiedades cambian. Después te enseñaré lo que contiene, aunque sospecho que para entonces tú ya lo habrás deducido.
Ayla estaba impaciente por averiguar qué era. Examinó la bolsa, confeccionada con una piel suave y atada mediante un cordel que le pareció realizado con el pelo largo de la cola de un caballo. Deshizo unos nudos interesantes en el cordón, enhebrado en unos orificios del borde de la sedosa bolsita, y la abrió.
—Hay un ingrediente que está claro —dijo al olfatear el contenido—. ¡Menta!
El olor también le recordó a una potente infusión que había probado cuando visitaba una de las cavernas de los zelandonii del sur. Ayla volvió a cerrar la bolsa atándola con sus propios nudos.
La mujer sonrió. La menta era el aroma que empleaba para diferenciar esa mezcla en particular, pero la combinación en sí era mucho más potente que una hierba tan inocua como la menta. Esperaba estar todavía allí cuando alguien empezara a experimentar con ella. «Esa sería una buena prueba de la habilidad y los conocimientos de los zelandonia del norte», pensó.
Ayla sonrió a la Zelandoni.
—Es posible que esté esperando otro.
Hablaban de niños, aunque el tema lo había sacado la Primera, observó Ayla.
—Ya lo sospechaba. No es que se te vea más gorda, como es mi caso; dudo que eso llegue a pasarte. Pero se te ve un poco más llena en algunos sitios. ¿Cuántas lunas hace que no te viene?
—Sólo una, me tenía que venir hace unos días. Y aunque no tengo náuseas, me siento un poco mareada por las mañanas —explicó Ayla.
—Si quieres saber mi opinión, juraría que vas a tener otro hijo. ¿Estás contenta? —preguntó la Zelandoni.
—Sí, mucho. Quiero otro, aunque apenas me queda tiempo para ocuparme de la que ya tengo. Me alegro de que Jondalar sea tan bueno con Jonayla.
—¿Se lo has dicho ya?
—No, aún es pronto, creo. Nunca se sabe, a veces ocurren cosas. Sé que le gustaría tener otro niño en su hogar, y no quiero que se haga ilusiones y luego se lleve un chasco. Y ya hay una espera bastante larga incluso después de que empiece a notarse. No hay motivo para hacerlo esperar aún más.
Ayla se acordó de la noche en que bajó antes de la pared rocosa, y de lo bien que se lo habían pasado los dos. A continuación recordó la primera vez que había compartido placeres con Jondalar. Se rio en silencio, para sí.
—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó la Zelandoni.
—Estaba acordándome de la primera vez que Jondalar me enseñó el don del placer, allá en mi valle. Hasta entonces no sabía que eso supuestamente era un placer, ni siquiera que podía serlo. Apenas podía comunicarme con él. Me había estado enseñando a hablar zelandonii, pero casi todo su lenguaje, y casi todos sus hábitos, me eran por completo ajenos. Como correspondía a una madre, Iza me había explicado cómo utiliza una mujer del clan ciertas señales para incitar a un hombre, aunque creo que en realidad pensaba que yo no las necesitaría.
»Yo le había hecho la señal a Jondalar, pero para él no significó nada. Después volvió a enseñarme los placeres, porque ese era su deseo, no porque yo lo quisiera, y seguí pensando que nunca entendería mis señales cuando yo lo deseara a él. Finalmente le pedí que me dejara explicarle cómo lo hacían las mujeres del clan. Jondalar no entendía lo que yo quería cuando me sentaba delante de él y agachaba la cabeza, esperando a que me diera permiso para hablar. Finalmente intenté explicárselo. Cuando comprendió lo esencial, pensó que yo quería hacerlo en el acto, y acabábamos de hacerlo. Dijo algo así como que no sabía si podría, pero lo intentaría. Como se vio, no tuvo ningún problema —contó Ayla, sonriendo por su propia inocencia.
La Zelandoni sonrió también.
—Siempre ha sido muy complaciente —comentó.
—Lo amé en cuanto lo vi, antes siquiera de conocerlo, pero fue muy bueno conmigo, Zelandoni, sobre todo cuando me enseñó el don de los placeres de la Madre. Una vez le pregunté cómo era posible que supiera cosas de mí que ni yo misma sabía. Al final admitió que alguien le había enseñado, una mujer mayor, pero me di cuenta de que el tema le afectaba mucho. Te quería de verdad, ya lo sabes —dijo Ayla—. A su manera, aún te quiere.
—Yo también lo quise, y a mi manera, aún lo quiero, pero no creo que me quisiera nunca como te quiere a ti.
—Pero últimamente he pasado fuera tanto tiempo, sobre todo de noche, que me sorprende haberme quedado embarazada.
—Tal vez te equivocas al pensar que su esencia y la tuya se mezclan dentro de ti, Ayla. Quizá sea la Madre quien inicia una nueva vida eligiendo el espíritu de un hombre y mezclándolo con el tuyo —observó la Zelandoni con una sonrisa irónica.
—No, creo que sé cuándo se inició esta. —Ayla sonrió—. Una noche volví temprano a casa. Sencillamente no podía concentrarme, y me olvidé de tomar mi infusión especial. Ahora empiezo a cogerle gusto a la lluvia, sobre todo de noche, cuando tengo que volver porque no se ve nada. Me alegraré cuando se acabe este año de observación. —La joven miró a su mentora por un momento y le formuló la pregunta que deseaba hacerle—: Tú me dijiste que en cierta ocasión pensaste en emparejarte. ¿Por qué no lo hiciste?
—Sí, una vez estuve a punto de emparejarme, pero él murió en un accidente de caza. Después de su muerte, yo me entregué por completo a mi adiestramiento. Nadie más despertó en mí el deseo de emparejarme… excepto Jondalar. Hubo un momento en que me lo planteé seriamente, por lo insistente y persuasivo que era, pero está prohibido, como tú ya sabes. Yo era su mujer-donii y, además, él era muy joven. Probablemente habríamos tenido que marcharnos de la Novena Caverna, y habría sido difícil encontrar otra. Me pareció injusto para él; siempre le ha concedido mucha importancia a la familia. Bastante difícil le resultó ya marcharse a vivir con Dalanar —explicó la donier—. Y yo tampoco quería irme. ¿Sabías que fui elegida para la zelandonia e inicié mi adiestramiento antes de ser mujer? No sé cuándo me di cuenta de que la zelandonia era más importante para mí que el emparejamiento. Y mejor así. Nunca he sido bendecida por Doni. Mucho me temo que habría sido una compañera sin hijos.
—Sé que la Segunda tuvo hijos, pero creo que nunca he visto a una Zelandoni embarazada —comentó Ayla.
—Algunas se quedan embarazadas —dijo la Zelandoni—. Por lo general, hacen lo necesario para perderlo en las primeras lunas, antes de engordar. Algunas llegan al final del embarazo, y entonces entregan al niño a otra mujer para que se lo críe, a menudo a una mujer estéril que desea un hijo a toda costa. Las zelandonia emparejadas suelen quedarse el niño, pero son pocas. Para los hombres es más fácil. Pueden dejar casi todo el cuidado de los niños a sus compañeras. Ya sabes lo difícil que puede llegar a ser. Las exigencias de una mujer emparejada, sobre todo si es madre, con frecuencia entran en conflicto con las necesidades de la zelandonia.
—Sí, ya lo sé —dijo Ayla.
Todos los habitantes de la Novena Caverna se hallaban en un estado de agitación expectante. Al día siguiente partían camino de la Reunión de Verano y estaban todos ocupados preparando el equipaje en medio de las prisas finales previas a la marcha. Ayla ayudaba a Jondalar y a Jonayla con sus bultos, decidiendo qué dejar y qué llevarse y dónde cargarlo, en parte porque deseaba pasar más tiempo con ellos. Marthona también estaba allí. Era la primera vez que no iba con su caverna a una Reunión de Verano; ya apenas podía caminar. Deseaba estar presente mientras preparaban el equipaje para no sentirse del todo excluida. Ayla lamentaba no poder ir a la reunión, pero le preocupaba Marthona y se alegraba de quedarse allí para cuidarla.
La anciana conservaba la misma mente lúcida de siempre, pero su salud flaqueaba, y la artritis la inmovilizaba de tal modo que a veces apenas podía andar o siquiera trabajar en su telar. «Puedo ir más adelante, después del Día Largo del Verano», pensó Ayla. Quería a esa mujer como amiga y como madre, y le gustaba su sabiduría reflexiva y su ingenio a veces mordaz. Sería una buena ocasión para pasar más tiempo a su lado. Ayla veía eso como una compensación por perderse la Reunión de Verano, aunque fuese sólo parcialmente. Había decidido buscar la manera de pasar más tiempo con su familia cuando regresasen, pero si no concluía el proyecto de marcar la salida y la puesta del sol y la luna ese año, tendría que empezar desde cero al año siguiente, y sólo le faltaba hasta poco después del Día Largo del Verano. El año anterior había regresado antes de tiempo para iniciar el proyecto.
La época más difícil para registrar los datos había sido el invierno. Algunos días las tormentas le impedían ver el sol o la luna, pero el Día Corto del Invierno, el Día Igual del Otoño y el Día Igual de la Primavera el cielo había estado despejado, lo que era buena señal. La Zelandoni la había ayudado con el Día Igual del Otoño. Las dos se habían quedado en vela más de un día y una noche, empleando mechas especiales en un candil sagrado para establecer que el tiempo entre la salida y la puesta del sol era el mismo que entre la siguiente salida y puesta del sol. Ayla lo había hecho ella sola en el siguiente Día Igual de la Primavera, supervisada por la Zelandoni. Puesto que había tenido la suerte de ver los momentos más importantes durante las estaciones frías, no quería dejarlo ahora.