Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
—A veces lamento disponer de caballos y angarillas —dijo Jondalar—. La verdad es que sería más fácil si todos tuviéramos que preocuparnos sólo por lo que podemos llevar a cuestas. Así nuestros amigos y parientes no estarían pidiéndonos que les llevásemos «unas pocas cosas». Todas esas pocas cosas al final son una carga enorme.
—Este año no tendrás a Whinney, así que deberás decir a la gente que no dispones de tanto espacio —recordó Ayla.
—Ya se lo he dicho, pero ellos sólo piensan en el «poco» espacio que ocuparán sus cosas, y que, desde luego, con dos caballos debería haber sitio suficiente —comentó Jondalar.
—Tú diles que no, Jondé —intervino Jonayla—. Eso mismo le digo yo a todo el mundo que me lo pide.
—Buena idea, Jonayla —convino Marthona—, pero ¿no eras tú quien había pedido cargar algunas cosas para Sethona?
—Pero Sethona es mi prima, abuela, y mi mejor amiga —replicó Jonayla, con tono un poco indignado.
—En la Novena Caverna todo el mundo se ha convertido en mi «mejor amigo» o eso le gustaría pensar —se quejó Jondalar—. No es tan fácil decir que no. Puede que alguna vez necesite pedir un favor a alguien, pero ¿y si entonces esa persona se acuerda de que yo dije que no cuando ella sólo quería que le llevara unas cuantas cosas con uno de los caballos?
—Si es verdad que no son tantas cosas, ¿por qué no las llevan ellos? —preguntó Jonayla.
—He ahí la cuestión —contestó Jondalar—. No siempre son cosas pequeñas. Normalmente quieren que les lleve las cosas que abultan y pesan mucho, las que probablemente ni siquiera llevarían si tuviesen que acarrearlas ellos.
A la mañana siguiente Ayla acompañó a la Novena Caverna parte del camino a lomos de Whinney.
—¿Cuándo crees que podrás reunirte con nosotros? —preguntó Jondalar.
—En algún momento después del Día Largo del Verano, pero no sé exactamente cuándo —respondió Ayla—. Estoy un poco preocupada por Marthona. Dependerá de cómo se encuentre, y de quién haya regresado para ayudarla. ¿Cuándo crees que volverá Willamar?
—Depende de dónde haya decidido la gente celebrar sus Reuniones de Verano. No ha hecho muchos viajes largos desde tu Gira de la Donier, pero este año tiene previsto uno más largo que de costumbre. Ha dicho que quería visitar al mayor número de gente posible, tanto a zelandonii de la periferia como a otros. Lo acompañan varias personas, y tiene la intención de recoger a unas cuantas más de otras cavernas en el camino. Es posible que este sea su último recorrido comercial largo —explicó Jondalar.
—Eso ya lo dijo cuando vino a mi Gira de la Donier, si no recuerdo mal —observó Ayla.
—Lo dice todos los años desde hace tiempo.
—Creo que por fin va a nombrar a un nuevo maestro de comercio, y no acaba de decidirse por ninguno de sus aprendices. Piensa observarlos durante este viaje —dijo Jondalar.
—En mi opinión debería nombrarlos a los dos.
—Procuraré venir a visitarte, pero voy a estar muy ocupado. Tengo que ir pensando en la ampliación de nuestra morada para que Marthona y Willamar puedan venir a vivir con nosotros en otoño.
Ayla se volvió hacia su hija y ambas se abrazaron.
—Pórtate bien, Jonayla. Cuida de Jondalar y ayuda a Proleva —instó.
—Así lo haré, madre. Ojalá vinieras con nosotros.
—A mí también me gustaría, Jonayla. Voy a echarte mucho de menos —dijo Ayla.
Jondalar y Ayla se besaron, y ella se aferró a él por un momento.
—También a ti te echaré de menos, Jondalar. Incluso echaré de menos a Corredor y Gris, y seguro que a Whinney y Lobo también. —Se despidió de los caballos abrazándoles el cuello y acariciándolos.
Jonayla dio unas palmadas a Whinney y le rascó en su sitio preferido; luego se agachó y estrechó a Lobo. El animal se revolvió complacido y le lamió la cara.
—¿Podemos llevarnos a Lobo, madre? Voy a echarlo muchísimo de menos —preguntó Jonayla, intentándolo por última vez.
—Si te lo llevaras, lo echaría de menos yo, Jonayla. No, creo que es mejor que se quede aquí. Ya lo verás más adelante este verano —contestó Ayla.
Jondalar levantó a Jonayla y la puso a lomos de Gris. Ya contaba seis años, y podía subirse al caballo ella sola si disponía de una roca o un tocón cercano, pero en espacios despejados aún necesitaba ayuda. Jondalar montó a Corredor y cogió el dogal de Gris, y enseguida alcanzaron a los demás. Ayla no pudo contener las lágrimas mientras, allí inmóvil con Whinney y Lobo, veía alejarse a Jondalar y Jonayla.
Finalmente, Ayla subió de un salto a lomos de la yegua de color pardo amarillento. Recorrió parte del camino y se detuvo para volverse y contemplar una vez más a la Novena Caverna a lo lejos. Dispuestos en formación irregular, avanzaban con paso uniforme. Cerrando la marcha, vio a Jonayla y Jondalar a lomos de sus caballos, que tiraban de las angarillas.
La Reunión de Verano se celebraba ese año en el mismo sitio que cuando Ayla fue por primera vez. Le había gustado el lugar y esperaba que Joharran eligiera el mismo emplazamiento donde había acampado la Novena Caverna en su anterior estancia, si no lo había ocupado nadie. A Joharran antes le gustaba instalarse en un sitio de máximo ajetreo, y ese campamento en particular se hallaba un tanto alejado de las principales actividades, pero lo cierto era que en los últimos años había empezado a elegir lugares más periféricos a fin de que los caballos no estuviesen rodeados de personas. Y había empezado a disfrutar de ese mayor espacio libre alrededor. Si elegía el antiguo campamento, dispondrían de espacio de sobra para que su caverna, mucho más numerosa que las otras, pudiera instalarse a sus anchas, y también de un buen sitio para los caballos. Y Ayla podía cerrar los ojos e imaginarlos allí. Siguió a los suyos con la mirada durante un rato, hasta que al final obligó a Whinney a volverse e hizo una seña a Lobo, y juntos regresaron a la Novena Caverna.
Ayla no se había dado cuenta de lo solitario que podía resultar el enorme refugio con la ausencia de tanta gente, pese a que unas cuantas personas de las cavernas cercanas habían ido a alojarse allí. La mayoría de las viviendas estaban cerradas, y el refugio ofrecía un aspecto desolado. En la amplia zona de trabajo habían recogido todas las herramientas y el material para llevárselos o guardarlos, dejando en su lugar espacios vacíos. El telar de Marthona era uno de los pocos utensilios que quedaban.
Ayla había pedido a Marthona que se trasladara a su morada. Deseaba estar cerca de la madre de Jondalar por si necesitaba ayuda, sobre todo de noche, y la mujer accedió de inmediato. Como Willamar y ella tenían ya previsto instalarse con ellos en otoño, eso le permitió decidir qué cosas quería guardar y de cuáles deseaba desprenderse, ya que no podía llevárselo todo a un alojamiento más reducido. Charlaron largo y tendido, y Marthona encontró un motivo de felicidad al enterarse de que Ayla volvía a estar embarazada.
Casi todos los que se habían quedado eran ancianos o padecían alguna clase de incapacidad. Entre ellos se hallaba un cazador con una pierna rota, otro recuperándose de una cornada de uro que lo había atacado por sorpresa, y una mujer embarazada que ya había abortado tres veces y, por indicación de la Zelandoni, debía guardar cama si deseaba completar el embarazo. Su madre y su compañero estaban con ella.
—Me alegro de que te quedes aquí este verano, Ayla —dijo Jeviva, la madre de la embarazada—. En el último embarazo Jeralda aguantó durante casi seis lunas, hasta que vino Madroman y le dijo que hiciera ejercicio. Creo que perdió el niño por culpa de él. Tú al menos sabes lo que es un embarazo: has tenido una hija.
Ayla miró a Marthona, preguntándose si sabía algo del tratamiento recomendado por Madroman a Jeralda. Ella acababa de enterarse. Madroman había vuelto a la Novena Caverna el año anterior trayendo consigo muchas de sus cosas, como si planeara quedarse durante un tiempo, y hacía poco más o menos una luna se había marchado de improviso. Un mensajero de otra caverna había acudido a pedir ayuda a Ayla para alguien con un brazo fracturado, ya que había corrido la voz de que era muy hábil para recomponer huesos. Ella se quedó allí varios días y, a su regreso, Madroman había desaparecido.
—¿De cuánto está Jeralda ahora? —preguntó Ayla.
—Sus períodos lunares no eran muy regulares y tenía pérdidas, así que no le prestamos mucha atención y no sabemos bien cuándo se inició esta vida. Yo la noto más gorda que cuando perdió al último, pero quizá sean ilusiones mías —contestó Jeviva.
—Pasaré mañana a examinarla, y a ver qué averiguo, aunque no sé si podré decir gran cosa. ¿Comentó algo la Zelandoni acerca de la posible causa de que no completara los tres primeros embarazos? —preguntó Ayla.
—Sólo dijo que Jeralda tiene un útero resbaladizo y se le caen con mucha facilidad. Con el último no parecía haber ningún problema, salvo que vino al mundo demasiado pronto. Estaba vivo cuando nació, y vivió más o menos un día, hasta que dejó de respirar. —La mujer volvió la cabeza y se enjugó una lágrima.
Jeralda rodeó a su madre con el brazo y después su compañero las estrechó a ella y su madre por un momento. Ayla contempló a la pequeña familia unida en el recuerdo del dolor. Esperaba que este embarazo acabara mejor.
Joharran había designado a los dos hombres que debían quedarse a cazar para quienes permanecían en la Novena Caverna y ayudarlos en general con lo que fuera necesario, y al cabo de poco más o menos una luna, los relevaría. También había un cazador que se había ofrecido voluntario para quedarse, Jonclotan, el compañero de la mujer con embarazos difíciles. Los otros dos habían tenido la mala suerte de perder en las competiciones que el jefe había organizado para decidir quién se quedaba. El mayor se llamaba Lorigan, y el de menor edad, Forason. Al principio habían refunfuñado, pero como al año siguiente no tendrían que participar en las competiciones, aceptaron su suerte.
Ayla a menudo acompañaba a los hombres en sus cacerías y disfrutaba de ello, y con igual frecuencia salía sola con Whinney y Lobo. Aunque hacía tiempo que no cazaba, no había perdido sus habilidades. Forason, que era bastante joven, inicialmente tenía sus dudas acerca de las aptitudes para la caza de la acólita de la donier y pensó que sería un estorbo, sobre todo porque insistía en llevar al lobo. Lorigan se limitó a sonreír. Al final del primer día el joven estaba maravillado por la destreza de Ayla con el lanzavenablos y la honda, y sorprendido por lo bien que el animal colaboraba con ellos. En el camino de regreso, el hombre de mayor edad explicó al más joven que eran ella y Jondalar quienes habían desarrollado el lanzavenablos durante su viaje. Forason tuvo el buen criterio de abochornarse.
Pero la mayor parte del tiempo Ayla no se alejaba del gran refugio. Quienes permanecían allí por lo general compartían la comida de la noche. Cuando se hallaban todos juntos alrededor del fuego, aquel amplio espacio se les antojaba menos vacío. Los ancianos y los enfermos se alegraban de la presencia de una auténtica curandera que cuidara de ellos. Les proporcionaba una sensación de seguridad poco habitual. Normalmente en verano la Zelandoni dejaba instrucciones a los más capacitados o a los cazadores antes de irse. A lo sumo, se quedaba un acólito por razones parecidas a las de Ayla, pero en general no tan apto como ella.
Ayla entró en una rutina. Se levantaba por la mañana no muy temprano, y por la tarde visitaba a todos, escuchaba sus quejas, les administraba o les preparaba cataplasmas, o hacía lo que fuera necesario para aliviar sus dolencias. Eso la ayudaba a matar el tiempo. Todos establecieron una relación más estrecha, se contaron sus vidas, o intercambiaron relatos que habían oído. Ayla se ejercitó en la narración de las Leyendas e Historias de los Ancianos que estaba aprendiendo, y contaba incidentes de su propia vida anterior, y a la gente le encantaba escuchar tanto lo uno como lo otro. Hablaba aún con su peculiar acento, pero ellos ya estaban acostumbrados, así que en realidad ni lo notaban; de hecho, le confería cierto aire de misterio y exotismo. La habían aceptado plenamente como una de los suyos, pero les encantaba contar historias sobre Ayla a los demás por lo poco común que era, y así ellos, por asociación, se sentían especiales.
El momento en que las historias de Ayla estaban más solicitadas era cuando se sentaban todos juntos al calor del sol a última hora de la tarde. Había tenido una vida muy interesante, y nunca se cansaban de hacerle preguntas sobre el clan ni de pedirle que les enseñara cómo se decían ciertas palabras o se expresaban ciertos conceptos. También les encantaban las canciones y los relatos que venían oyendo desde su infancia. Muchos de los ancianos conocían algunas de las leyendas tan bien como ella, y se apresuraban a señalar cualquier error, pero como varios procedían de otras cavernas, a menudo cada cual tenía su propia versión. Surgían conversaciones y a veces incluso discusiones sobre qué interpretación era la más correcta. Eso a Ayla no le importaba. A ella le interesaban las distintas versiones, y esas conversaciones la ayudaban a recordarlas aún mejor. Fueron unos días de paz y tranquilidad. Quienes estaban capacitados a menudo salían a recolectar fruta, verdura, frutos secos y semillas en su punto de madurez, para complementar las comidas y almacenar de cara al invierno.
Justo antes de ponerse el sol cada noche, Ayla subía a lo alto de la pared rocosa provista de las secciones planas de cornamenta palmeada en las que registraba sus anotaciones. Ahora tenía la costumbre de dejar a Lobo con Marthona por la noche después de enseñarle a ella cómo mandar al animal a buscarla si necesitaba ayuda. Ayla observaba el desplazamiento diario casi imperceptible del sol, que cada noche se ocultaba un poco más a la derecha en el horizonte de poniente.
En realidad, hasta que la Zelandoni le impuso esa tarea, no había prestado gran atención a esa clase de movimientos celestes. Sólo se había fijado en que el sol salía por algún lugar del este y se ponía por el oeste, y que la luna atravesaba fases desde que estaba llena hasta que se oscurecía y volvía luego a llenarse. Al igual que casi todo el mundo, había observado que la esfera nocturna a veces asomaba en el cielo durante el día, y aunque la gente la veía, por lo común no le prestaba atención por lo tenuemente que se dibujaba. Sin embargo, precisamente por ese matiz tan pálido de la luna en sus apariciones diurnas, existía una palabra para nombrar un color en particular, un tono blanco casi transparente, apenas un trazo de agua con una pizca del caolín blanco extraído de un depósito cercano: el «pálido».