La tierra de las cuevas pintadas (42 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
9.38Mb size Format: txt, pdf, ePub

La Novena Caverna siempre había mantenido una relación especialmente buena con los habitantes de Tres Rocas que vivían en Campamento de Verano. Jondalar recordaba haber ido allí de niño para colaborar en la recolección de la avellana, fruto muy abundante en la zona. Los que ayudaban en la recolección siempre recibían parte de lo recogido, y no invitaban a cualquiera, pero siempre invitaban a las otras dos cavernas de Tres Rocas y a la Novena.

Una joven de pelo rubio claro y tez pálida salió de una morada que estaba bajo la cornisa y los miró sorprendida.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó, y enseguida se corrigió—: Perdón, no quería ser grosera. Es sólo que me sorprende mucho veros. No esperaba a nadie.

Sombras oscuras rodeaban sus ojos, y Ayla pensó que se la veía triste y demacrada.

La Zelandoni sabía que era la acólita de la Zelandoni de la Heredad Oeste de la Vigésimo novena Caverna.

—No te disculpes —dijo la Primera—. Ya sé que te hemos cogido por sorpresa. Acompaño a Ayla en su primera Gira de la Donier. Permíteme que os presente. —La Primera realizó una versión abreviada de una presentación formal y añadió—: Me gustaría saber por qué se ha quedado una acólita. ¿Hay alguien especialmente enfermo?

—Quizá no más que otros enfermos de aquí que están cerca del Otro Mundo, pero es mi madre —contestó la acólita. La Zelandoni movió la cabeza en un gesto de comprensión.

—Si te parece, podemos examinarla —ofreció La Que Era la Primera.

—Te lo agradecería, pero no me atrevía a pedirlo. Mi Zelandoni la ayudó cuando estaba aquí, y me dejó instrucciones, pero mi madre parece haberse agravado. Su malestar ha ido en aumento, y yo no consigo ayudarla —explicó la joven acólita.

Ayla recordó que había conocido a la Zelandoni de Campamento de Verano el año anterior. Como cada una de las cavernas de Tres Rocas tenía su propio Zelandoni, que vivía con ellos, se decidió que si los tres poseían voz decisoria en las reuniones de la zelandonia, la Vigésimo novena disfrutaría de excesiva influencia. Por tanto, se eligió a una cuarta donier para representar a todo el grupo, pero actuaba más como mediadora, no sólo entre los otros tres zelandonia, sino también entre los tres jefes, lo que requería mucho tiempo y una gran habilidad para tratar a la gente. Los otros tres doniers se llamaban «coadjutores». Ayla recordó que la Zelandoni de Campamento de Verano era una mujer de mediana edad, casi tan gorda como La Que Era la Primera, pero en lugar de alta, era más bien baja, y ofrecía un aspecto afectuoso y maternal. Su título era Zelandoni Coadjutora de la Heredad Oeste de la Vigésimo novena Caverna, aunque de hecho era una Zelandoni en sentido pleno y merecía todo el respeto y el prestigio de su posición.

La joven acólita pareció sentir alivio al ver que otros examinarían a su madre, y más tratándose de alguien con tales conocimientos y prominencia, pero al advertir que Jondalar empezaba a descargar la angarilla y que la niña de Ayla, que colgaba de la espalda de su madre, parecía alborotar, dijo:

—Primero acomodaros.

Saludaron a todos los presentes, extendieron sus pieles de dormir, instalaron a los caballos en un buen espacio abierto con hierba fresca, y presentaron a Lobo a la gente o, mejor dicho, procuraron que la gente se familiarizase con él. Después la Zelandoni y Ayla se acercaron a la joven acólita.

—¿Qué mal padece tu madre? —preguntó la Zelandoni.

—No estoy muy segura. Se queja de dolores de estómago, y últimamente no tiene apetito —respondió la joven—. Veo que está perdiendo peso, y ya no quiere salir de la cama. Estoy muy preocupada.

—Es comprensible —dijo la Zelandoni—. ¿Quieres acompañarme a verla, Ayla?

—Sí, pero antes voy a pedirle a Jondalar que se ocupe de Jonayla. Acabo de amamantarla, así que no tiene por qué dar ningún problema.

Llevó la niña a su compañero, que hablaba con un hombre mayor, a quien no se veía débil ni enfermo. Ayla supuso que estaba allí por otra persona, como la joven acólita. Jondalar se prestó encantado a cuidar de Jonayla, y sonrió al cogerla. Jonayla le devolvió la sonrisa; le gustaba estar con él.

Ayla regresó a donde la esperaban las dos mujeres y las siguió al interior de una morada, semejante a las de la Novena Caverna, pero esta era mucho más reducida que la mayoría de las que ella había visto. Parecía concebida para albergar sólo a la mujer que ocupaba el espacio de dormir. No era mucho mayor que la cama, con un pequeño espacio alrededor y una exigua zona de cocina y despensa. La Zelandoni sola parecía llenarla por completo, dejando apenas cabida a las dos mujeres más jóvenes.

—¡Madre! ¡Madre! —dijo la acólita—. Ha venido una gente a verte.

La mujer gimió y abrió los ojos, y luego los abrió aún más al ver la enorme silueta de la Primera.

—¿Shevola? —dijo con voz ronca.

—Estoy aquí, madre —respondió la acólita.

—¿A qué ha venido la Primera? ¿Se lo has pedido tú?

—No, madre. Pasaba por aquí y se ha ofrecido a verte. También está aquí Ayla —explicó Shevola.

—¿Ayla? ¿No es la mujer forastera de Jondalar, la de los animales?

—Sí, madre. Los ha traído con ella. Si después te sientes con ánimo, puedes ir a verlos.

—¿Cómo se llama tu madre, acólita de la Heredad Oeste de la Vigésimo novena Caverna? —preguntó la Zelandoni.

—Vashona de Campamento de Verano, la Heredad Oeste de la Vigésimo novena Caverna. Nació en Roca del Reflejo, antes de unirse las cavernas de Tres Rocas —respondió la joven; acto seguido, sintió un ligero bochorno al caer en la cuenta de que no eran necesarias tantas explicaciones. Aquello no era una presentación formal.

—¿Te importaría que te examinara Ayla, Vashona? —preguntó la Primera—. Es una curandera experta. Es posible que no pueda ayudarte, pero nos gustaría intentarlo.

—No, no me importa —susurró la mujer, no muy convencida.

A Ayla le sorprendió un poco que la Primera desease que examinara ella a la enferma; de pronto se le ocurrió que el espacio de la morada era tan reducido que posiblemente la mujer corpulenta encontraba ciertas dificultades para agacharse al lado de la cama. Se arrodilló y examinó a la mujer.

—¿Ahora te duele algo? —preguntó.

Tanto Vashona como su hija advirtieron de pronto la extraña manera de hablar de Ayla, su acento exótico.

—Sí.

—¿Puedes indicarme dónde?

—No es fácil decirlo. Dentro.

—¿Más arriba o más abajo?

—Por todas partes.

—¿Puedo tocarte?

La mujer miró a su hija, quien a su vez miró a la Zelandoni.

—Tiene que examinarla —dijo la Primera.

Vashona asintió con la cabeza, y Ayla retiró el cobertor y le abrió la ropa, dejando a la vista el vientre. Enseguida reparó en que la mujer estaba hinchada. Le apretó el estómago, empezando por lo alto y siguiendo hacia abajo por el abultamiento redondeado. Vashona hizo una mueca de dolor, pero no gritó. Ayla le palpó la frente y la parte posterior de las orejas, y luego se acercó y le olió el aliento. Finalmente se acuclilló y permaneció pensativa.

—¿Sientes un ardor en el pecho, sobre todo después de comer? —preguntó Ayla.

—Sí —contestó la mujer con expresión interrogativa.

—¿Y te sale aire por la boca con un ruido fuerte en la garganta, como cuando eructa un bebé?

—Sí, pero mucha gente eructa —respondió Vashona.

—Eso es verdad, pero ¿has escupido sangre? —preguntó Ayla.

Vashona arrugó la frente.

—A veces —dijo.

—¿Has visto en tus excrementos sangre o una masa pegajosa y oscura?

—Sí —respondió la mujer casi en un susurro—. Y últimamente más. ¿Cómo lo has sabido?

—Lo ha sabido al examinarte —intervino la Zelandoni.

—¿Qué has hecho para aliviar el dolor? —preguntó Ayla.

—Lo que hace todo el mundo: tomar infusiones de corteza de sauce —respondió Vashona.

—¿Y también bebes muchas infusiones de menta? —quiso saber Ayla.

Tanto Vashona como Shevona, la hija acólita, miraron a la desconocida con sorpresa.

—Es su infusión preferida —explicó Shevona.

—Sería mejor que tomaras infusiones de raíz de regaliz o de anís —indicó Ayla—, y que de momento dejaras la corteza de sauce. Algunos creen que como todo el mundo la toma no hace daño, pero en exceso sí puede ser perjudicial. Es una medicina, pero no sirve para todo, y no debería emplearse con demasiada frecuencia.

—¿Puedes hacer algo por ella? —preguntó la acólita.

—Creo que sí. Sospecho que ya sé qué le pasa. Es grave, pero hay cosas que pueden ayudarla. Aunque debo deciros —añadió Ayla— que podría ser algo todavía más grave y mucho más difícil de tratar, pero al menos podemos aliviar en parte el dolor.

Ayla cruzó una mirada con la Zelandoni, que asentía ligeramente con una expresión de aprobación.

—¿Qué tratamiento propones, Ayla? —preguntó.

Ayla se quedó pensativa por un momento y contestó:

—Anís o raíz de regaliz para calmar el estómago. Tengo un poco de cada en mi bolsa de las medicinas. Y creo que llevo ácoro seco, que es muy dulce, casi amargo de tan dulce, que puede aliviar los retortijones, y por aquí hay diente de león de sobra para depurarle la sangre y mejorar el funcionamiento de sus entrañas. Acabo de coger azotalenguas, que purga el cuerpo de residuos, y también he recolectado asperilla, que en decocción le irá bien para el estómago, mejorará su estado general y además tiene buen sabor. Puedo encontrar más raicillas de alquemila, que empleé para sazonar la otra noche. Son especialmente beneficiosas para los trastornos estomacales. Pero lo que de verdad me gustaría tener es celidonia; eso sería de gran ayuda. Es un buen tratamiento para cualquiera de sus posibles problemas, sobre todo el más grave.

La joven miró a Ayla con actitud reverente. La Primera sabía que no era la Primera Acólita de la Zelandoni de Campamento de Verano. Hacía poco que se había incorporado a la zelandonia y tenía mucho que aprender. Y Ayla era muy capaz de sorprenderla incluso a ella con sus profundos conocimientos.

Se volvió hacia la joven acólita.

—Quizá podrías ayudar a Ayla con la preparación de la medicina para tu madre. Así ya sabrás hacerla cuando nos vayamos —propuso la Zelandoni.

—Sí, la ayudaré encantada —dijo la joven, y se volvió hacia su madre con ternura en la mirada—. Creo que con esa medicina te encontrarás mucho mejor, madre.

Ayla contempló elevarse las chispas del fuego como si pretendiesen llegar hasta sus titilantes hermanas allá en el cielo nocturno. Era una noche oscura: la luna estaba en cuarto creciente y ya se había puesto. Ninguna nube tapaba el deslumbrante despliegue de estrellas, tan juntas que parecían formar madejas de luz.

Jonayla dormía entre sus brazos. Había acabado de mamar hacía un rato, pero Ayla se sentía a gusto relajándose junto al fuego con ella. Jondalar se hallaba sentado a su lado, un poco más atrás, y ella permanecía apoyada contra su pecho y el brazo con que la rodeaba. Había sido un día ajetreado y estaba cansada. Sólo había nueve personas de la caverna que no habían ido a la Reunión de Verano, seis demasiado enfermas o débiles para la larga caminata —la Zelandoni y ella las habían examinado a todas— y tres que se habían quedado para cuidarlas. Algunas de las que no habían podido emprender el viaje estaban no obstante relativamente bien y podían colaborar en ciertas tareas como guisar y recoger comida. El hombre mayor con quien Jondalar hablaba un rato antes, uno de quienes se habían quedado para ayudar a los enfermos, había ido de caza y traído un ciervo, con el que prepararon un banquete para sus invitados.

Por la mañana, la Zelandoni llevó a Ayla aparte y le dijo que la joven acólita se había prestado a enseñarle la cueva sagrada.

—No es muy grande, pero sí de difícil acceso. Hay partes en que es posible que debas arrastrarte por el suelo, así que ponte algo cómodo para trepar y protégete las rodillas. Yo entré una vez de joven, pero no creo que ahora me sea ya posible. Os las arreglaréis perfectamente las dos solas, aunque iréis despacio. Pero como sois jóvenes y fuertes, no tenéis por qué tardar mucho. Aun así, es un recorrido difícil, y deberías pensar en dejar aquí a tu hija. —Tras un breve silencio, añadió—: Yo cuidaré de ella, si quieres.

Ayla creyó advertir cierta reticencia en la voz de la Zelandoni. Ocuparse de bebés podía ser agotador, y acaso la Primera tuviese otros planes.

—¿Y si se lo pido a Jondalar? A él le gusta estar con Jonayla.

Las dos mujeres se pusieron en marcha, con la joven acólita señalando el camino.

—¿Debo dirigirme a ti empleando tu título completo, usar una versión abreviada o llamarte por tu nombre? —preguntó Ayla al cabo de un trecho corto—. Cada acólita parece tener sus propias preferencias.

—¿Y a ti cómo te llama la gente?

—Yo soy Ayla. Sé que soy la acólita de la Primera, pero aún me cuesta verme a mí misma en ese papel, y todo el mundo me llama Ayla. A mí me gusta más. Mi nombre es lo único que me queda de mi verdadera madre, de mi pueblo original. Ni siquiera sé quiénes eran. Todavía no he decidido qué haré cuando sea Zelandoni en el sentido pleno. Ya sé que en principio debemos abandonar nuestro nombre personal, y espero que cuando llegue el momento, yo esté preparada para hacerlo, pero aún no lo estoy.

—A algunos acólitos no les importa cambiar de nombre, y otros querrían conservarlo, pero por lo visto al final uno hace lo que tiene que hacer. Yo prefiero que me llames Shevola. Suena más cordial que «acólita».

—Pues entonces tú llámame Ayla, por favor.

Recorrieron un sendero que discurría por un estrecho desfiladero, muy poblado de árboles y matorrales, entre dos precipicios imponentes, en uno de los cuales se hallaba el refugio de piedra de aquella gente. Lobo se presentó de improviso y sobresaltó a Shevola, poco acostumbrada a la aparición repentina de lobos. Ayla cogió la cabeza del animal entre las manos, le alborotó el pelo y se echó a reír.

—Así que no has querido quedarte —dijo, alegrándose en realidad de verlo. Se volvió hacia la acólita—. Antes de que naciera Jonayla siempre me seguía a todas partes, a menos que yo le indicara lo contrario. Ahora, cuando yo estoy en un sitio y ella en otro, se siente dividido entre las dos. Quiere protegernos a ambas, y no siempre le es fácil decidirse. Esta vez he pensado que lo dejaría elegir a él. Creo que debe de haber llegado a la conclusión de que Jondalar se basta para proteger a Jonayla y ha venido a buscarme.

Other books

Ghost in the Wind by E.J. Copperman
Wasted by Suzannah Daniels
Nieve by Terry Griggs
The Summer Kitchen by Lisa Wingate
Apache Death by George G. Gilman