Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
Cuando los niños acabaron de cantar, los llevaron a casi todos a donde estaba el público. A continuación, dos hombres vestidos de bisonte con pesados cuernos en la cabeza aparecieron por lados opuestos y corrieron el uno hacia el otro, rozándose al cruzarse, lo que captó la atención de la gente. Luego, unas cuantas personas, incluidos varios niños, ataviadas con pieles y cuernos de uro, empezaron a dar vueltas como una manada. Algunas de las pieles de animales eran camuflajes para cazar; otras se habían confeccionado para la ocasión. Apareció un león, gruñendo y resoplando, con su piel y su rabo, y atacó a los bóvidos con un rugido tan auténtico que varias personas se estremecieron.
—Esa ha sido Ayla —susurró Folara a Aldanor—. Nadie puede imitar a un león tan bien como ella.
La manada se dispersó, saltando por encima de todo aquello que encontraba a su paso y casi chocando con la gente. El león la siguió. Luego salieron cinco personas con pieles de ciervo y cuernos en la cabeza y simularon que saltaban a un río y lo cruzaban como si huyeran de algo. A continuación aparecieron caballos, uno de ellos relinchando de una manera tan realista que recibió un relincho lejano por respuesta.
—Esa también ha sido Ayla —informó Folara al hombre sentado a su lado.
—Lo hace muy bien —comentó él.
—Dice que aprendió a imitar a los animales antes de aprender a hablar el zelandonii.
Siguieron unas cuantas demostraciones más que representaban y describían a animales, girando todas en torno a algún tipo de acontecimiento o historia. La compañía de fabuladores itinerantes también intervino en la presentación; se habían solicitado sus servicios para interpretar a distintos animales, y sus aptitudes aportaron un vívido realismo. Finalmente los animales empezaron a reunirse. Cuando ya estaban todos juntos, apareció un animal extraño. Caminaba a cuatro patas y tenía pezuñas, pero lo cubría un extraño cuero moteado, que le colgaba a los lados casi hasta el suelo y le tapaba parcialmente la cabeza, en la que llevaba sujetos dos palos rectos a modo de cuernos o astas.
—¿Y eso qué es? —preguntó Aldanor.
—Es un animal mágico, por supuesto —respondió Folara—. Pero en realidad es Whinney, la yegua de Ayla, que representa a una zelandoni. Según dice la Primera, todos sus caballos y Lobo son zelandonia. Por eso han decidido permanecer a su lado.
El extraño animal zelandoni ahuyentó a todos los demás animales, y enseguida varios zelandonia y fabuladores volvieron a toda prisa, ya sin disfraz, y empezaron a tocar tambores y flautas. Unos cuantos cantaron algunas de las leyendas más antiguas; otros narraron los relatos y las tradiciones conocidos y apreciados por todos.
Los zelandonia se habían preparado bien. Emplearon todos los recursos que conocían para captar y retener la atención de la enorme multitud. Cuando Ayla, que llevaba el rostro pintado con los dibujos de una zelandoni —por entero, salvo la zona en torno a su nuevo tatuaje, que quedaba al descubierto para mostrar la marca permanente de aceptación—, se colocó delante del grupo, las dos mil personas contuvieron el aliento, dispuestas a no perderse ni una sola de sus palabras, ni uno solo de sus gestos.
Sonaron tambores, y el agudo silbido de las flautas se entremezcló con su sonido grave, lento, constante e inexorable, en parte de un tono por debajo del nivel auditivo, pero percibido a un nivel muy profundo: tam, tam, tam. La cadencia cambió de ritmo, hasta coincidir con el compás de una estrofa familiar, y sumó sus voces para cantar o recitar el comienzo del Canto a la Madre.
En el caos del tiempo, en la oscuridad tenebrosa
,
el torbellino dio a luz a la Madre gloriosa
.
Despertó ya consciente del gran valor de la vida
,
el oscuro vacío era para la Gran Madre una herida
.
La Madre sola se sentía. A nadie tenía
.
La Primera, con su voz espectacular, poderosa y vibrante, también empezó a cantar. Los tambores y las flautas acompañaban a los que seguían cantando y recitando el Canto a la Madre. Hacia la mitad, la gente empezó a fijarse en lo profunda y singular que era la voz de la Primera y calló para escucharla. Cuando la Primera llegó a la última estrofa, se interrumpió y sólo quedó el sonido de los tambores tañidos por los parientes de Ayla.
Pero a la gente le pareció casi oír la letra. Y al cabo de un momento ya no le cupo duda de que así era, sólo que pronunciada con un acento extraño e inquietante. Al principio, el público no sabía muy bien qué oía. Los dos jóvenes mamutoi se hallaban ante la multitud con sus pequeños tambores y tocaban la última estrofa del Canto a la Madre con un peculiar ritmo entrecortado. El tamborileo sonaba como palabras recitadas con voz palpitante, como si alguien cantase variando rápidamente la intensidad de la respiración, sólo que no era la respiración de una persona, ¡eran tambores! ¡Los tambores pronunciaban palabras!
Laaa Maaadre queeeedó saaatisfeeecha…
Reinaba un silencio profundo entre el público, que aguzaba el oído para oír hablar a los tambores. Ayla, recordando cómo había aprendido a proyectar la voz para que la oyeran bien incluso los que se hallaban al fondo y empleando un tono incluso más grave del habitual, se dirigió con una voz sonora y potente hacia la oscuridad, ahora iluminada tan sólo por una fogata. El único sonido que oyó la multitud allí reunida, que parecía proceder del aire mismo, transportado por el repique de los tambores, era la voz de Ayla recitando la última estrofa del Canto a la Madre y repitiendo las palabras pronunciadas por los tambores.
La Madre quedó satisfecha de la pareja que había creado.
Les enseñó a amarse y respetarse en el hogar formado,
y a desear y buscar siempre su mutua compañía,
sin olvidar que el don del placer de la Madre provenía.
Antes de su último estertor, sus hijos conocían ya el amor.
Se atenuó imperceptiblemente el ritmo del tamborileo. Todos sabían que era el final, que sólo faltaba un verso, pero quedó en suspenso, sin que nadie supiera por qué. Se pusieron nerviosos, y aumentó la tensión. Cuando los tambores llegaron al final de la estrofa, en lugar de detenerse, prosiguieron con palabras desconocidas.
Anunciaaar que el hooombre…
La gente escuchó con atención, pero seguía sin saber muy bien qué había oído. En ese momento Ayla, sola allí en medio, repitió la estrofa lentamente, dando énfasis a cada palabra.
Anunciar que el hombre participa, ese fue Su último don
:
para iniciarse la nueva vida, él debe hallar satisfacción
.
La Madre se siente honrada cuando a la pareja ve yacer
,
porque la mujer concibe cuando ambos comparten el placer
.
Con los Hijos ya bendecidos, la Madre goza de un descanso merecido
.
Eso no formaba parte del canto. ¡Eso era nuevo! Nunca habían oído esos versos. ¿Qué significaban? La gente sintió cierto desasosiego. Desde que lo conocían o lo recordaban, o de hecho desde tiempos inmemoriales, el Canto a la Madre siempre había sido igual, salvo por variaciones insignificantes. ¿Por qué ahora era distinto? Aún no habían asimilado el significado de esas nuevas palabras. Ya bastante inquietante era que añadiesen otra estrofa, que el Canto a la Madre hubiese cambiado.
De pronto se apagó la última fogata. Estaba todo tan a oscuras que nadie se atrevió a moverse.
—¿Eso qué significa? —preguntó alguien en voz alta.
—Sí, ¿qué significa? —repitió otro.
Pero Jondalar no preguntó nada. Él ya lo sabía. «Así que es verdad», pensó. «Todo lo que decía Ayla es verdad.» Aunque había tenido tiempo de sobra para pensar en ello, incluso él pugnaba por entender las implicaciones. Ayla siempre le había asegurado que Jonayla era hija de él, su verdadera hija, de su carne y no sólo de su espíritu. Había sido concebida de resultas de sus acciones. No por la intervención de un espíritu amorfo invisible que de algún modo la Madre había mezclado con el espíritu de Ayla dentro de ella. La hizo él. La hicieron los dos, Ayla y él. Él había entregado a Ayla su esencia por medio de su virilidad, de su miembro, y eso se combinó con algo dentro de ella para iniciarse una vida.
No siempre sucedía. Él había depositado su esencia dentro de ella en muchas ocasiones. Quizá se requería una gran cantidad de esencia. Ayla siempre había dicho que no sabía muy bien cómo sucedía, sólo sabía que el inicio de una vida se debía a la unión entre un hombre y una mujer. La Madre había concedido a Sus hijos el don de los placeres para crear vida. ¿Acaso no era lógico que fuera un placer dar comienzo a una nueva vida? ¿Sería por eso que el deseo de Jondalar de verter su esencia en una mujer era tan fuerte? ¿Porque la Madre quería que Sus hijos crearan a sus propios hijos?
Le pareció que su cuerpo tenía un nuevo sentido, que en cierta manera había cobrado vida. Los hombres eran necesarios. ¡Él era necesario! Sin él, Jonayla no habría existido. Si hubiese sido otro hombre, Jonayla no sería Jonayla. Ella era quien era debido a los dos, a Ayla y él. Sin el hombre, no podía crearse una nueva vida.
Se encendieron antorchas en torno a la periferia. La gente empezó a levantarse y a moverse de aquí para allá. Sacaron la comida y la sirvieron en varios espacios distintos. Cada caverna, o cada grupo de cavernas relacionadas entre sí, disponía de su propio lugar donde celebrar el banquete a fin de que nadie tuviera que esperar demasiado tiempo para comer. Salvo los niños, casi nadie había comido gran cosa a lo largo del día. Algunos habían estado demasiado ocupados, otros habían preferido reservarse para el banquete, y si bien no era obligatorio, se consideraba conveniente comer de manera frugal antes del ágape principal un festejo.
Mientras se dirigían hacia el banquete, todavía inquietos, conversaban y se hacían preguntas unos a otros.
—Vamos, Jondalar —dijo Joharran.
Jondalar no lo oyó. Estaba tan absorto en sus pensamientos que para él la multitud ni siquiera existía.
—¡Jondalar! —repitió Joharran, y le sacudió el hombro.
—¿Qué? —dijo Jondalar.
—Vamos, ya están sirviendo la comida.
—Ah —contestó el hermano menor, pero las ideas siguieron arremolinándose en su mente mientras se ponía en pie.
—¿Qué crees que significa todo eso? —preguntó Joharran cuando se echaron a andar.
—¿Has visto adónde ha ido Ayla? —preguntó Jondalar, todavía ajeno a todo salvo a sus propios pensamientos.
—No la he visto, pero supongo que no tardará en reunirse con nosotros. ¡Menuda ceremonia! Habrá requerido mucho trabajo y planificación. Incluso los zelandonia necesitan relajarse y comer de vez en cuando —comentó Joharran. Avanzaron unos pasos—. ¿Qué crees que significaba eso, Jondalar, esa última estrofa del Canto a la Madre?
Jondalar se volvió por fin para mirar a su hermano.
—Significa lo que ha dicho, que «el hombre participa». No sólo las mujeres son bendecidas. No puede iniciarse una nueva vida sin el hombre.
Joharran frunció el entrecejo, y en su frente se formaron arrugas idénticas a las de su hermano.
—¿De verdad crees eso?
Jondalar sonrió.
—Lo sé.
Cuando se acercaron al lugar donde la Novena Caverna se había congregado para el banquete, repartían ya una potente bebida. Alguien puso unos vasos tejidos impermeables en las manos de Jondalar y Joharran. Probaron el contenido, pero no era lo que esperaban.
—¿Qué es esto? —preguntó Joharran—. Pensaba que sería el brebaje de Laramar. Sabe bien, aunque quizá sea un poco suave.
A Jondalar el sabor le resultó familiar, y volvió a probarlo. ¿Dónde lo había tomado antes?
—¡Ah! ¡Con los losadunai!
—¿Cómo dices? —preguntó Joharran.
—Esta es la bebida que sirven los losadunai en las Festividades de la Madre. Tiene un sabor suave, pero no la subestimes —advirtió Jondalar—. Es muy fuerte. Te coge desprevenido. Ha debido de prepararla Ayla. ¿Has visto adónde ha ido después de la ceremonia?
—Me ha parecido verla salir del pabellón ceremonial. Llevaba ya la ropa de diario —contestó Joharran.
—¿Has visto hacia dónde iba?
—Mira, allí está, donde sirven la bebida nueva.
Jondalar se encaminó hacia un grupo nutrido de gente arremolinada en torno a una gran caja de madera ranurada, cuyo contenido distribuían en un vaso tras otro. Cuando vio a Ayla, ella se hallaba al lado de Laramar, entregándole un vaso que acababa de llenar. Él dijo algo, y ella soltó una carcajada, luego le sonrió.
Laramar, sorprendido, le lanzó una mirada lasciva. «Tal vez esta mujer no está tan mal después de todo», pensó. «Antes siempre se mostraba altiva y apenas me dirigía la palabra. Pero ahora es una zelandoni, y se supone que los zelandonia deben honrar a la Madre en las festividades. Es posible que esta festividad acabe siendo muy interesante.» De pronto apareció Jondalar. Laramar, defraudado, frunció el entrecejo.
—Ayla —dijo Jondalar—. Necesito hablar contigo. Vámonos de aquí. —La cogió del brazo e hizo ademán de dirigirse hacia un sitio donde no había tanta gente.
—¿Hay alguna razón para que no puedas hablar aquí? Seguro que te oiré; no me he quedado sorda de repente —repuso Ayla, apartando el brazo.
—Es que necesito hablar contigo a solas.
—Has tenido oportunidades de sobra para hablar conmigo a solas antes, pero no te has dignado. ¿Por qué de pronto es tan importante? Esto es la Festividad de la Madre. Pienso quedarme aquí y pasármelo bien —dijo, y se volvió para sonreír a Laramar de un modo un tanto insinuante.
Jondalar lo había olvidado. En su agitación por la reciente revelación, Jondalar lo había olvidado. De pronto lo recordó todo. ¡Ayla lo había visto con Marona! Y era verdad: desde ese momento no había vuelto a hablar con ella. Y ahora ella no quería hablar con él. Palideció y, tambaleándose como si hubiera recibido un golpe, se alejó a trompicones. Se le veía tan abatido y confuso que Ayla estuvo a punto de llamarlo y pedirle que volviera, pero se contuvo.
Jondalar, aturdido y ensimismado, fue de un lado a otro. Alguien le puso un vaso en la mano. Él se lo bebió sin pensar. Otra persona volvió a llenárselo. Ayla tenía razón, se dijo. Había tenido tiempo de sobra para hablar con ella, para intentar explicarle las cosas. ¿Por qué no lo había hecho? Ella había ido en busca de él y lo había encontrado con Marona. ¿Por qué no había ido él en busca de ella? Porque estaba avergonzado y temía haberla perdido. ¿En qué estaría pensando? Había intentado esconder a Ayla su relación con Marona. Tenía que habérselo contado sin más. En realidad, ni siquiera debería haber tenido trato ninguno con Marona. ¿Por qué le había parecido tan atractiva? ¿Por qué la había deseado tanto? ¿Sólo porque estaba disponible? Ahora ni siquiera le interesaba.