Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
Tras a los hijos su bendición dar, la Madre pudo reposar
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Como cada vez que oía el Canto a la Madre, Ayla se preguntaba por qué acababa en dos versos. Parecía faltar algo, pero tal vez la Zelandoni tenía razón: era sólo para darle un final. Justo antes de que la mujer terminase de cantar, Lobo sintió la necesidad de responder tal como los lobos se comunicaban entre sí. Mientras la Primera continuaba cantando, él entonó su canto de lobo, gañendo unas cuantas veces y lanzando después un gutural aullido, poderoso, sonoro y escalofriante, seguido de otro, y otro más. Debido al eco de la cueva, daba la impresión de que otros lobos le respondían con sus aullidos desde lejos, quizá desde otro mundo. Y entonces Jonayla inició de nuevo su quejumbroso llanto que, como Ayla había comprendido, era su respuesta al canto del lobo.
«Le guste o no a Ayla», pensó la Zelandoni, «parece que su hija está destinada a formar parte de la zelandonia».
La Zelandoni seguía adentrándose en la cueva con el candil en alto. Por primera vez se veía el techo. Cuando se acercaban al final del pasadizo, accedieron a una zona de techo tan bajo que Jondalar casi lo rozaba con la cabeza. La superficie de la roca era prácticamente lisa, pero no del todo, y de un color muy claro, pero además estaba cubierta de pinturas de animales perfilados en negro. Había mamuts, desde luego, algunos dibujados casi por completo, con el pelaje greñudo y los colmillos, y otros en los que se veía sólo un trazo con la característica forma del lomo. Aparecían asimismo varios caballos, uno bastante grande que dominaba el espacio en torno a él, muchos bisontes, cabras salvajes y cabras-antílope, y un par de rinocerontes. No se hallaban ordenados por tamaño ni de ninguna manera en particular. Estaban orientados en todas direcciones, y muchos aparecían pintados encima de otros, como si cayeran del techo al azar.
Ayla y Jondalar deambularon por allí, intentando verlo todo y encontrarle sentido. Ayla alargó el brazo y rozó el techo pintado con las yemas de los dedos. Sintió un hormigueo al entrar en contacto con la rugosidad uniforme de la piedra. Alzó la vista y trató de abarcar el techo entero tal como una mujer del clan aprendía a ver una escena en su totalidad de un solo vistazo. Después cerró los ojos. Conforme desplazaba la mano por el techo rugoso, tuvo la sensación de que la piedra desaparecía: sólo percibió espacio vacío. En su cabeza se formó una imagen de animales reales, en ese mismo espacio, que se acercaban desde la lejanía, desde el mundo de los espíritus situado al otro lado del techo de piedra, que caían a la tierra. Los más grandes o mejor acabados casi habían llegado al mundo en el que ella se hallaba; los menores o apenas esbozados estaban aún de camino.
Al cabo de un rato abrió los ojos, pero al mirar hacia el techo sintió vértigo. Bajó el candil y fijó la vista en el suelo húmedo de la cueva.
—Es impresionante —comentó Jondalar.
—Sí, lo es —convino la Zelandoni.
—No sabía que esto estuviera aquí —dijo él—. Nadie habla de ello.
—Aquí sólo vienen los zelandonia, creo. A muchos les preocupa que los más pequeños entren buscando esto y se extravíen —contestó la Primera—. Ya sabes que a los niños les encanta explorar cuevas. Y como habrás observado, en esta es muy fácil perderse. Pero aquí han venido niños. En los pasadizos que hemos recorrido, a la derecha, cerca de la entrada, hay señales de dedos de niños, y alguien ha levantado al menos a un niño para que deje su marca en el techo con los dedos.
—¿Vamos a adentrarnos más? —preguntó Jondalar.
—No, ahora iniciaremos ya el camino de vuelta —respondió la Zelandoni—. Pero antes podemos descansar aquí un rato, y aprovechemos para rellenar otra vez los candiles. Aún nos queda mucho por andar.
Ayla amamantó a su hija mientras Jondalar y la Zelandoni añadían material combustible a los candiles. Después, tras una última ojeada, se dieron la vuelta y volvieron sobre sus pasos. Ayla intentó localizar a los animales que habían visto pintados y grabados en las paredes a lo largo del recorrido, pero la Zelandoni no cantaba ya continuamente ni ella emitía sus reclamos de ave, y con toda seguridad pasó por alto algunos. Llegaron a la confluencia donde el amplio pasadizo en el que estaban desembocaba en el principal, y allí siguieron hacia el sur. Caminaron largo rato, o esa impresión les dio, hasta el lugar donde habían parado a comer, y desde ese punto accedieron al sitio donde estaban los dos mamuts uno frente al otro.
—¿Queréis descansar aquí y comer algo, o preferís dejar atrás antes el brusco recodo? —preguntó la Primera.
—Yo prefiero ir hasta el recodo —respondió Jondalar—. Pero si estás cansada, podemos parar aquí. ¿Tú cómo estás, Ayla?
—Puedo parar o seguir adelante, como tú quieras, Zelandoni —contestó.
—Empiezo a estar cansada, pero me gustaría dejar atrás ese hoyo húmedo en el recodo antes de detenernos —dijo—. Después de parar, me costará más moverme, hasta que las piernas se me acostumbren otra vez a la marcha. Me gustaría ver superado ese tramo difícil —dijo la mujer.
Ayla advirtió que Lobo permanecía más cerca de ellos en el camino de vuelta y jadeaba un poco. Incluso él empezaba a cansarse, y Jonayla estaba más inquieta. Probablemente había dormido de sobra, pero seguían a oscuras, y eso la desconcertaba. Ayla la desplazó de la espalda a la cadera, y luego al pecho para que mamara un rato. Finalmente se la dejó apoyada en la cadera. El morral le pesaba ya en el hombro y quería pasárselo al otro, pero eso implicaría cambiarlo todo de lado, y no sería fácil en movimiento.
Al doblar el recodo, extremaron la cautela, sobre todo después de dar Ayla un pequeño resbalón en la arcilla húmeda, y luego también la Zelandoni. Tras superar el difícil ángulo, llegaron sin grandes esfuerzos al desvío que antes estaba a su derecha y ahora quedaba a la izquierda, y la Zelandoni paró.
—No sé si recordáis que os he dicho que hay un lugar sagrado interesante al final de ese túnel —señaló—. Si queréis, podéis entrar a verlo. Yo esperaré aquí y descansaré; Ayla puede usar sus cantos de ave para localizarlo, estoy segura.
—No sé si me apetece —dijo Ayla—. Hemos visto ya tanto que dudo que sea capaz de valorar nada más. Has dicho que quizá nunca vuelvas aquí, pero si has estado ya varias veces antes, probablemente yo también regrese, y más teniendo en cuenta lo cerca que está de la Novena Caverna. Me gustaría verlo con los ojos más descansados, y no ahora, agotada como estoy.
—Me parece una decisión sensata, Ayla —dictaminó la Primera—. Para que lo sepas, te diré que es otro techo, pero en este los mamuts están pintados en rojo. En efecto, será mejor que lo veas con los ojos descansados. Pero sí creo que deberíamos comer algo, y necesito orinar.
Jondalar lanzó un suspiro de alivio, se descargó el morral y buscó un rincón a oscuras para él. Llevaba todo el día tomando un sorbo tras otro de su odre y también necesitaba hacer aguas menores. «Habría entrado en el otro pasadizo si las mujeres lo hubiesen deseado», pensó mientras oía el ruido del chorro contra la roca, pero a esas alturas estaba ya cansado de las maravillosas pinturas de la cueva, y también de caminar, y tenía ganas de salir de allí. En ese momento incluso habría prescindido de la comida.
Lo esperaba un vaso de sopa fría y un hueso en el que quedaba aún un poco de carne. Lobo también daba cuenta de un pequeño montón de carne cortada.
—Creo que podemos comernos la carne mientras seguimos adelante —propuso Ayla—, pero guardadle los huesos a Lobo. Seguro que disfrutará royéndolos cuando esté descansando junto al fuego.
—Ahora a todos nos apetecería una fogata —comentó la Zelandoni—. Y creo que cuando los candiles se apaguen, deberíamos prescindir de ellos y usar las antorchas el resto del camino. —Tenía ya una antorcha preparada para cada uno.
Jondalar fue el primero en encender la suya cuando pasaban junto a la boca del otro pasadizo situado a su izquierda, frente al primer mamut que habían visto.
—Por ahí se accede al lugar donde hay marcas de dedos de niño, así como otras cosas interesantes en paredes y techos, muy al fondo, tanto en el propio pasadizo como en sus diversos desvíos —explicó la Zelandoni—. Nadie conoce su significado, aunque más de uno ha hecho cábalas. Hay muchas pinturas en rojo, pero está un poco lejos de aquí.
No mucho después, Ayla y la Zelandoni encendieron sus respectivas antorchas. Más adelante, donde el túnel se bifurcaba, tomaron el camino de la derecha, y a Ayla le pareció ver al frente un asomo de luz. Cuando el túnel torcía a la derecha un poco más, vio esa claridad con toda certeza, aunque no era muy intensa, y cuando por fin salieron de la cueva, el sol ya se ponía. Habían pasado todo el día recorriendo la gran gruta.
Jondalar apiló leña en el círculo de la fogata y la encendió con su tea. Ayla dejó el morral en el suelo cerca del fuego y llamó a los caballos con un silbido. Oyó un relincho lejano y se encaminó en esa dirección.
—Déjame a la niña —sugirió la Zelandoni—. Has cargado con ella todo el día. Los dos necesitáis un descanso.
Ayla extendió la manta en la hierba y dejó encima a Jonayla. Esta pareció alegrarse de poder patalear con libertad, mientras su madre silbaba otra vez y corría en dirección a los sonidos de respuesta de los caballos. Siempre se preocupaba cuando permanecía alejada de ellos mucho tiempo.
Al día siguiente durmieron hasta tarde, y no tenían ninguna prisa por reanudar el viaje, pero a media mañana empezaron a inquietarse, ya impacientes por partir. Jondalar y la Zelandoni estudiaron la mejor manera de llegar a la Quinta Caverna.
—Está al este de aquí, quizá a unos dos días de viaje, o tres si nos lo tomamos con calma. Creo que si seguimos en esa dirección, llegaremos allí —informó Jondalar.
—Cierto, pero me parece que estamos un poco más al norte, y si vamos sólo al este, tendremos que cruzar el Río Norte y el Río —señaló la Zelandoni. Cogiendo un palo, dibujó líneas en un trozo despejado de suelo—. Si partimos hacia el este pero también un poco hacia el sur, llegaremos al Campamento de Verano de la Vigésimo novena Caverna antes de oscurecer y pasaremos la noche con ellos. El Río Norte se une al Río cerca de Cara Sur de la Vigésimo novena Caverna. Podemos cruzar el Río por el vado entre Campamento de Verano y Cara Sur, y así sólo tendremos que atravesar un río. Allí el Río es más ancho, pero poco profundo, y luego podemos ir hacia Roca del Reflejo y la Quinta Caverna, igual que hicimos el año pasado.
Jondalar estudió los dibujos en el suelo. Entre tanto la Zelandoni añadió otro comentario:
—El camino está bien señalado con marcas en los árboles de aquí hasta el Campamento de Verano, y más adelante hay que seguir un sendero.
Jondalar cayó en la cuenta de que hasta entonces se había planteado el recorrido de la misma manera que Ayla y él durante su viaje. A caballo, con el bote redondo en forma de vasija sujeto al extremo de la parihuela para cruzar los ríos con la carga a flote, no tenían que preocuparse demasiado por vadear los ríos, excepto los más grandes. Pero con la Primera sentada en la angarilla de la que tiraba Whinney, era poco probable que esta flotase, como tampoco flotaría la que arrastraba Corredor con todos sus víveres. Además, les sería más fácil encontrar el camino por sendas marcadas.
—Tienes razón, Zelandoni —dijo él—. Puede que tu itinerario no sea tan directo, pero será más fácil, y seguramente nos llevará hasta allí igual de deprisa o aún más.
Las marcas de la senda no eran tan fáciles de seguir como la Primera recordaba. Por lo visto, no la había transitado mucha gente en los últimos tiempos. Renovaron algunas de las marcas mientras la recorrían a fin de que fuese más reconocible para el siguiente viajero que la utilizase. Ya casi se ponía el sol cuando llegaron al hogar de Campamento de Verano, también conocido como Heredad Oeste de la Vigésimo novena Caverna, a veces llamada Tres Rocas, dando a entender sus tres ubicaciones separadas.
Tenían una organización social especialmente compleja e interesante. En otro tiempo habían sido tres cavernas independientes que ocupaban tres refugios distintos ante una amplia pradera. Roca del Reflejo daba al norte, lo que habría sido una gran desventaja a no ser porque lo que ofrecía compensaba con creces su orientación. Era una enorme pared rocosa, de casi un kilómetro de longitud y ochenta metros de altura, con refugios en cinco niveles y muchas posibles atalayas para otear el paisaje circundante y los animales que migraban por él. Y proporcionaba una vista espectacular que la mayoría de la gente contemplaba con asombro.
La caverna llamada Cara Sur era precisamente eso: un refugio en dos niveles orientado al sur, de manera que recibía abundante sol en verano y en invierno, y con altura suficiente para disfrutar de una buena vista del llano despejado. La última caverna era Campamento de Verano, situada en el extremo oeste del llano; ofrecía entre otras cosas avellanas abundantes, y muchos habitantes de las demás cavernas iban allí a recolectarlas a finales del verano. Era también la que se hallaba más cerca de una pequeña cueva sagrada, a la que quienes vivían en las inmediaciones llamaban simplemente Gruta del Bosque.
Como las tres cavernas se aprovisionaban en esencia en las mismas zonas de caza y recolección, empezaron a surgir conflictos que daban pie a disputas. El problema no era que el entorno no pudiese abastecer a los tres grupos —además de ser rico en sí mismo, era una importante ruta migratoria—, sino que con frecuencia dos o más grupos recolectores o partidas de caza de distintas cavernas perseguían lo mismo al mismo tiempo. Dos cacerías no coordinadas en pos de la misma pequeña manada migratoria se estorbaban mutuamente, y en más de una ocasión habían ahuyentado a los animales sin que ninguno de los dos grupos se cobrara una sola pieza. Si los tres grupos iban a por ellos cada uno por su cuenta, la situación se agravaba. Todas las cavernas zelandonii de la región empezaron a verse arrastradas a esa discordia, de un modo u otro, y al final a instancias de todos sus vecinos y tras arduas negociaciones, las tres cavernas independientes decidieron unirse y pasar a ser una sola caverna con tres ubicaciones distintas, y trabajar en colaboración para surtirse de los pródigos frutos de aquella rica llanura. Aunque de vez en cuando todavía surgían diferencias, esa organización insólita parecía dar resultado.
Como la Reunión de Verano aún no había concluido, era poca la gente que quedaba en la Heredad Oeste de la Vigésimo novena Caverna. En su mayoría eran ancianos o enfermos, incapaces de realizar el viaje, acompañados por quienes permanecían allí para cuidarlos. Muy rara vez se quedaba también alguien dedicado a alguna labor que no pudiera interrumpirse y que sólo era posible realizar en verano. Los presentes en la Heredad Oeste brindaron una entusiasta bienvenida a los viajeros. Casi nunca recibían visitas tan a principios del verano y puesto que procedían de la Reunión de Verano, podían darles noticias. Además, los propios visitantes eran noticia allí a donde iban: Jondalar, el viajero retornado, y su mujer forastera y la hija de esta, y el lobo y los caballos, y la Primera Entre Quienes Servían a la Gran Madre Tierra. Pero también, sobre todo entre los enfermos y debilitados, por ser quienes eran: curanderas, y al menos a una se la consideraba entre las mejores.