La tierra de las cuevas pintadas (38 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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Cuando se habían adentrado algo menos de un kilómetro en aquel gran espacio, y caminaban los tres hombro con hombro, situada la Zelandoni en medio entre Ayla y Jondalar, de pronto la voz de la mujer pareció alterarse, adquiriendo resonancia. Lobo los sorprendió a todos sumando su misterioso aullido a aquel canto. Jondalar sintió un escalofrío en la columna vertebral, y Ayla notó que Jonayla se revolvía y parecía encaramarse por su espalda. De repente, la donier, sin pronunciar una palabra pero todavía cantando, tendió las manos y detuvo a sus acompañantes. Estos la miraron y, advirtiendo que tenía la mirada fija en la pared izquierda, se volvieron también para ver qué había allí. Descubrieron entonces la primera señal de que la cueva era algo más que una gruta vacía, enorme y un tanto aterradora que parecía no acabar nunca.

Al principio, Ayla no vio nada salvo unos afloramientos de pedernal redondeados de color rojizo, presentes en todas las paredes hasta ese momento. Luego, en lo alto de la pared, reparó en unas marcas negras que no parecían naturales. Súbitamente lo que veían sus ojos cobró sentido. En la pared se adivinaban los contornos negros de unos mamuts. Al fijarse más detenidamente, distinguió tres mamuts mirando a la izquierda, como si salieran de la cueva. Después del último, se advertían el perfil del lomo de un bisonte y, confundiéndose un poco con este, la forma característica de la cabeza y el lomo de otro mamut orientado hacia la derecha. Un poco más allá y a mayor altura se apreciaba una cara con una barba claramente dibujada, un ojo, dos cuernos y la chepa de otro bisonte. En total, habían pintado en la pared seis animales, o rasgos suficientes para identificar esa cantidad. Ayla de pronto sintió un escalofrío y se estremeció.

—Yo he acampado delante de esta caverna muchas veces, y no sabía que esto estaba aquí dentro. ¿Quién ha hecho estas pinturas? —preguntó Jondalar.

—No lo sé —contestó la Zelandoni—. Nadie lo sabe a ciencia cierta… los Antiguos, los Antepasados. Se los menciona en las Leyendas de los Ancianos. Dicen que hace mucho tiempo por aquí abundaban los mamuts, y también los rinocerontes lanudos. Hemos encontrado un gran número de huesos viejos y colmillos ya amarillentos por el paso del tiempo, pero ahora rara vez vemos a esos animales. Su aparición es todo un acontecimiento, como la de los rinocerontes que aquellos chicos intentaron matar el año pasado.

—Parece haber unos cuantos allí donde viven los mamutoi —comentó Ayla.

—Sí, organizamos una gran cacería con ellos —dijo Jondalar. Pensativo, añadió—: Pero allí es distinto. Es una región más fría y menos húmeda. No nieva tanto. Cuando cazábamos mamuts con los mamutoi, el viento se llevaba la nieve de la hierba seca que aún quedaba en campo abierto. Aquí, cuando ves mamuts dirigiéndose a toda prisa hacia el norte, sabes que se avecina una gran ventisca. Cuanto más al norte vas, más frío hace, y a cierta distancia el aire es menos húmedo. Los mamuts caminan con dificultad cuando la nieve es profunda, y los leones cavernarios lo saben y los siguen. Ya conoces el dicho: «Cuando los mamuts ves al norte ir, su camino nunca has de seguir» —explicó Jondalar—. «Si no te atrapan las nieves, te atraparán los leones.»

Como se habían detenido, la Zelandoni sacó otra antorcha del morral y la encendió con la de Jondalar. Aunque la de él no se había consumido aún del todo, ardía ya con poca intensidad y despedía mucho humo. Cuando ella acabó de encenderla, Jondalar golpeó la suya contra una roca para desprender el carbón quemado del extremo, y así alumbró más. Ayla notó que su hija se removía aún un poco en la manta a su espalda. Hasta hacía un momento Jonayla dormía, arrullada por la oscuridad y el movimiento de su madre al andar, pero tal vez estaba despertándose, pensó Ayla. En cuanto reanudaron la marcha, la niña se calmó.

—Los hombres del clan cazaban mamuts —contó Ayla—. Una vez acompañé a los cazadores, no para cazar, porque las mujeres del clan no cazan, sino para ayudarlos a secar la carne y traerla de vuelta. —Luego, como si acabara de ocurrírsele, añadió—: No creo que la gente del clan entrase jamás en una cueva como esta.

—¿Por qué no? —preguntó la Zelandoni mientras se adentraban en la cueva.

—Porque no podrían hablar, o mejor dicho, no podrían entenderse bien. Está demasiado oscuro, incluso con las antorchas —contestó Ayla—. Además, cuesta hablar con las manos cuando sostienes una antorcha.

Al oír la respuesta, la Zelandoni tomó conciencia una vez más del extraño acento de Ayla cuando pronunciaba ciertos sonidos, más marcado aún cuando hablaba del clan, sobre todo de las diferencias entre ellos y los zelandonii.

—Pero sí oyen y tienen palabras. Me has dicho algunas de ellas —recordó la Primera.

—Sí, tienen unas cuantas palabras —corroboró Ayla, y luego pasó a explicar que para el clan los sonidos del habla eran secundarios. Daban nombre a las cosas, pero los movimientos y los gestos eran su principal forma de comunicación. No se trataba sólo de signos con las manos, sino que el lenguaje corporal era aún más importante. Cuando no podían utilizar las manos para expresarse con signos, su lenguaje recurría a la postura, la actitud y el porte de la persona que se comunicaba, a la edad y el sexo tanto del emisor de los signos como del receptor, y a menudo a señales y ademanes apenas perceptibles, como un ligero movimiento del pie, la mano o una ceja. Uno ni siquiera podía verlo todo si sólo se fijaba en la cara, o si sólo escuchaba las palabras.

Los niños del clan tenían que aprender desde una edad temprana a percibir el lenguaje, no sólo a oírlo. Como consecuencia de ello, era posible expresar ideas muy complejas y amplias con muy poco movimiento visible y con menos sonido aún, pero no a grandes distancias o en la oscuridad. Esa era una considerable desventaja. Tenían que verlo. Ayla les habló de un anciano, que se había quedado ciego, y al final se rindió y murió porque ya no podía comunicarse; no veía qué decía la gente. Como es lógico, el clan necesitaba a veces hablar en la oscuridad, o levantar la voz para decir algo a distancia. Por eso habían desarrollado algunas palabras, por eso usaban algunos sonidos, pero su utilización del habla era mucho más limitada, tal como es limitado nuestro empleo de los gestos.

—La gente como nosotros, aquellos a quienes ellos llaman los Otros, también usa la postura, la expresión y los gestos al hablar, al comunicarse, pero no tanto.

—¿Qué quieres decir? —preguntó la Zelandoni.

—No utilizamos el lenguaje de los signos de manera tan consciente, ni tan expresiva, como el clan. Si hago un gesto con la mano para llamar a alguien —dijo, mostrando el movimiento mientras lo explicaba—, la mayoría de la gente sabe que significa «ven». Si lo hago deprisa y con cierta agitación, da a entender apremio, pero normalmente, sea cual sea la distancia, es imposible saber si el apremio se debe a que alguien se ha hecho daño o a si la comida de la noche se enfría. Cuando nos miramos y vemos la forma de las palabras o las expresiones en una cara, es más revelador, pero incluso a oscuras, o con niebla, o desde lejos, podemos comunicarnos casi igual de bien. Incluso a gritos desde lejos podemos explicar ideas completas y difíciles. Esa capacidad para hablar y comprenderse casi en cualquier circunstancia es una verdadera ventaja.

—Nunca me lo había planteado así —dijo Jondalar—. Cuando enseñaste al Campamento del León mamutoi a «hablar» con signos a la manera del clan para que Rydag pudiera comunicarse, todos, y en especial los pequeños, lo convirtieron en un juego, y se divertían transmitiéndose señales. Pero cuando llegamos a la Reunión de Verano, pasó a ser un problema cuando había mucha gente presente y deseábamos comunicar algo en privado a un miembro del Campamento del León. Recuerdo una vez en concreto en que Talut decía al Campamento del León que no debía hablar de algo hasta más tarde, porque había cerca cierta gente que no debía enterarse. Ahora no recuerdo qué era.

—Así que si te he entendido bien, puedes decir algo con palabras, y al mismo tiempo decir otra cosa, o aclarar un significado en privado, con estos signos de las manos —dijo La Que Era la Primera. Se había detenido, y su cara de concentración indicaba que pensaba en algo que consideraba importante.

—Exacto —respondió Ayla.

—¿Sería muy difícil aprender ese lenguaje de signos?

—Lo sería si intentases aprenderlo íntegramente, con todos sus matices de significación —contestó Ayla—, pero yo enseñé al Campamento del León una versión simplificada, tal como se enseña al principio a los niños.

—Pero bastaba para comunicarse —aclaró Jondalar—. Podías mantener una conversación… Quizá no sobre los aspectos más sutiles de un punto de vista.

—Quizá deberías enseñar a los zelandonia ese lenguaje de signos simplificado —comentó la Primera—. Le veo utilidad para transmitir información o aclarar algo.

—O si alguna vez nos encontramos con alguien del clan y deseamos decirle algo —añadió Jondalar—. A mí me sirvió cuando conocimos a Guban y Yorga poco antes de cruzar el pequeño glaciar.

—Sí, también para eso —convino la Zelandoni—. Quizá el año que viene podamos organizar unas cuantas clases, en la Reunión de Verano. Aunque, claro está, podrías enseñar a la Novena Caverna durante la próxima estación fría. —Se interrumpió de nuevo—. Pero tienes razón, no serviría a oscuras. ¿No entran nunca en cuevas, pues?

—Sí entran, pero no muy adentro. Y cuando lo hacen, iluminan muy bien el camino. Dudo que se adentren en una cueva tanto como ahora nosotros —respondió Ayla—, salvo si van solos, o por razones especiales. A veces los Mog-ures penetraban en cuevas más profundas. —Ayla conservaba un vívido recuerdo de una cueva en la Reunión del Clan, donde siguió unas luces y vio a los Mog-ures.

Reanudaron la marcha, cada uno absorto en sus pensamientos. Al cabo de un rato, la Zelandoni empezó a cantar de nuevo. Después de recorrer otro trecho no tan largo como el que los había llevado hasta las primeras pinturas, la voz de la Zelandoni adquirió mayor resonancia, pareció reverberar en las paredes de la cueva, y Lobo aulló otra vez. La Primera se detuvo, y en esta ocasión se volvió hacia la pared derecha. Ayla y Jondalar vieron nuevamente mamuts, dos, no pintados sino grabados, además de un bisonte, y unas marcas extrañas realizadas con los dedos en la superficie de arcilla reblandecida o de algo semejante.

—Siempre he sabido que era un Zelandoni —dijo la Primera.

—¿Quién? —preguntó Jondalar, aunque creyó saberlo.

—Lobo, claro. ¿Por qué crees que «canta» cuando llegamos a lugares donde está cerca el mundo de los espíritus?

—¿El mundo de los espíritus está cerca de aquí, de este lugar en concreto? —preguntó Jondalar, mirando alrededor con cierto temor.

—Sí, aquí estamos muy cerca del Inframundo Sagrado de la Madre —respondió la Jefa Espiritual de los zelandonii.

—¿Por eso te llaman a veces la Voz de Doni? ¿Porque eres capaz de encontrar estos lugares cuando cantas? —quiso saber Jondalar.

—Esa es una de las razones. También significa que hablo en nombre de la Madre, como cuando actúo en representación de la Antepasada Original, la Madre Original, o como instrumento de Aquella Que Bendice. Una Zelandoni, sobre todo si es la Primera, tiene muchos nombres. Por eso suele renunciar a su nombre personal cuando sirve a la Madre.

Ayla escuchaba atentamente. En realidad no deseaba renunciar a su nombre. Era lo único que le quedaba de su gente, el nombre que su madre le había dado, aunque sospechaba que «Ayla» no era exactamente su nombre original, sino sólo la palabra más parecida a su nombre que el clan era capaz de pronunciar. Así y todo, era lo único que tenía.

—¿Todos los zelandonia pueden cantar para encontrar estos lugares especiales? —preguntó Jondalar.

—No todos cantan, pero todos poseen una «voz», una manera de encontrarlos.

—¿Por eso me pidieron que produjera un sonido especial cuando examinábamos aquella pequeña cueva? —quiso saber Ayla—. No sabía que se me exigiría eso.

—¿Qué sonido emitiste? —preguntó Jondalar, y sonrió—. Seguro que no cantaste. —Volviéndose hacia la Zelandoni, aclaró—: No sabe cantar.

—Rugí como Bebé. Las paredes devolvieron un eco agradable. Jonokol pensó que parecía haber un león al fondo de aquella gruta.

—¿Cómo crees que sonaría aquí? —dijo Jondalar.

—No lo sé. Muy fuerte, supongo —respondió Ayla—. Tengo la impresión de que no sería el sonido adecuado para este lugar.

—¿Y cuál sería el sonido adecuado, Ayla? —preguntó la Primera—. Algún sonido tendrás que emitir cuando seas Zelandoni.

Ayla se detuvo a pensarlo.

—Puedo imitar las voces de muchas aves distintas, o también podría silbar —respondió Ayla.

—Sí, sabe silbar como un pájaro, como muchos pájaros —confirmó Jondalar—. Es una excelente silbadora. De hecho, los pájaros vienen y comen de su mano.

—¿Por qué no lo pruebas ahora? —propuso la donier.

Ayla se quedó pensativa, y por fin se decidió por una alondra de las praderas, e imitó a la perfección el reclamo del ave en vuelo. Le pareció oír más resonancia que la otra vez, pero necesitaría probarlo en otra parte de la cueva, o fuera, para asegurarse. Poco después el sonido del canto de la Zelandoni volvió a cambiar, pero en esta ocasión de una manera ligeramente distinta. La mujer señaló hacia la derecha y vieron que el nuevo pasadizo se ensanchaba.

—En ese túnel hay un solo mamut, pero está muy lejos, y no creo que ahora debamos dedicarle el tiempo que requeriría la visita —comentó la donier. Sin darle importancia, señalando otra abertura situada a la izquierda, casi enfrente del otro túnel, añadió—: Por allí no hay nada. —Reanudó su canto al dejar atrás otro pasadizo a la derecha—. Ahí dentro hay un techo que nos acerca a Ella, pero la distancia es larga y opino que es mejor que decidamos si queremos visitarlo en el camino de vuelta. —Un poco más adelante les advirtió—: Ahora cuidado, el pasadizo cambia de dirección. Viene un giro brusco a la derecha y en la curva hay un profundo agujero que lleva a una parte subterránea de la cueva, y hay mucha humedad. Tal vez convendría que os pusierais detrás de mí.

—Creo que debería encender otra antorcha —dijo Jondalar. Se detuvo, sacó una de su morral y la encendió con la que sostenía en la mano. El suelo se veía ya húmedo, con pequeños charcos y arcilla. Apagó la antorcha casi consumida y guardó el cabo en un bolsillo del morral. Se le había inculcado desde pequeño que el suelo de un lugar sagrado no debía ensuciarse innecesariamente.

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