La tierra de las cuevas pintadas (35 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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Ayla desprendió el asta de la segunda lanza y se planteó llevarse al glotón tirando de la cola, pero en ese caso lo arrastraría contra la dirección del pelo y le sería más difícil deslizarlo por encima de la hierba. De pronto vio allí cerca más alquemila, planta de fuertes tallos fibrosos, y arrancó unas cuantas de raíz. Envolvió la cabeza y los maxilares del glotón con los tallos y lo arrastró hasta el claro, deteniéndose a recoger el asta de la primera lanza en el camino.

Cuando llegaron al lugar donde había dejado la cesta de recolección, Ayla temblaba. Dejó al animal a unos pasos, desató la manta de acarreo y se colocó a Jonayla delante. Con lágrimas en las mejillas, abrazó a su hija, desahogando por fin su miedo y su rabia. Estaba segura de que el glotón iba en pos de su niña.

Incluso con Lobo de guardia —y Ayla sabía que habría luchado hasta la muerte por la pequeña—, aquella comadreja grande y virulenta podría haber herido al joven y saludable cánido y atacado a la niña. Eran pocos los animales dispuestos a enfrentarse a un lobo, y más tratándose de uno tan grande como Lobo. La mayoría de los grandes felinos habrían retrocedido, o simplemente pasado de largo, y esos eran los depredadores que ella tenía más en cuenta. Por eso había dejado allí a Jonayla, prefiriendo no despertarla mientras ella iba a recoger unas plantas. Al fin y al cabo, Lobo la vigilaba. No había perdido de vista a Jonayla más que por un momento, mientras se adentraba en el pantano para arrancar la anea. Pero no había pensado en los glotones. Cabeceó. Siempre merodeaban cerca depredadores de distintas clases.

Amamantó a la pequeña durante un rato, tanto para tranquilizarse ella como para apaciguar a la niña, y elogió a Lobo, acariciándolo con la otra mano y hablándole.

—Ahora tengo que despellejar al glotón. Hubiera preferido matar a un animal comestible, aunque supongo que tú podrías comértelo sin problemas, Lobo. Pero sí quiero esa piel. Es para lo único que sirven los glotones. Son malos y crueles y roban la comida de las trampas y la carne puesta a secar, incluso cuando hay gente cerca. Si entran en un refugio, lo destruyen todo y lo apestan, pero su piel es ideal para el ribete de una capucha de invierno. No se adhiere el hielo cuando echas el aliento. Creo que haré una capucha para Jonayla, y otra nueva para mí, y quizá también una para Jondalar. Tú eso no lo necesitas, Lobo. El hielo tampoco se adhiere mucho a tu pelo. Además quedarías raro con una piel de glotón en la cabeza.

Ayla recordó al glotón que acechaba a las mujeres del clan de Brun mientras descuartizaban un animal recién cazado. Arremetía una y otra vez contra ellas y robaba las tiras de carne que acaban de cortar y poner a secar en cuerdas tendidas a poca altura del suelo. Ni siquiera lanzándole piedras lo disuadían durante mucho tiempo. Al final, varios hombres tuvieron que ir a por él. Ese fue uno de los incidentes en que se basó al racionalizar su decisión de cazar con la honda, arma que había aprendido a manejar en secreto.

Ayla volvió a dejar a la pequeña en la suave manta de gamuza, esta vez boca abajo, porque parecía gustarle levantarse sobre los brazos y mirar alrededor. Después apartó el glotón a rastras y lo tendió sobre el lomo. Primero extrajo las dos puntas de pedernal que seguían clavadas en su cuerpo. La de los cuartos traseros aún se hallaba en buen estado, y bastaría con limpiar la sangre, pero la que había lanzado con tal fuerza que traspasó el cuello del glotón tenía roto el extremo. Podía volver a afilarla y emplearla, si no como punta de lanza, sí tal vez como cuchillo, pero Jondalar lo haría mejor, pensó.

Con el cuchillo nuevo que él acababa de regalarle, se volvió hacia el glotón. Empezando por el ano, le extirpó los órganos genitales y realizó una diestra incisión ascendente hacia el abdomen, pero se detuvo justo a la altura de la glándula odorífera ventral. Una de las maneras en que los glotones marcaban su territorio era colocándose a horcajadas sobre troncos bajos o arbustos y restregando la sustancia de fuerte olor que producía esa glándula. También marcaban el territorio con orina y heces, pero era esa glándula la que podía echar a perder la piel. Resultaba casi imposible eliminar el olor y llevar la piel cerca de la cara si quedaba contaminada por la glándula cuya pestilencia era comparable a la de una mofeta.

Retirando la piel con cuidado para no perforar el revestimiento del estómago ni penetrar en el intestino, circundó la glándula; luego, palpando con sumo cuidado, deslizó el cuchillo por debajo y la desprendió de un tajo. Cuando estaba a punto de lanzarla al bosque, pensó que Lobo percibiría el olor e iría a por ella, y tampoco quería que él oliera mal. La cogió con cuidado por la piel y volvió al lugar del bosque donde había matado a la criatura. Vio una horquilla en un árbol sobre su cabeza y la dejó encima de una de las ramas. Cuando regresó, acabó de cortar la piel con una incisión desde el abdomen hasta la garganta.

A continuación, empezando de nuevo por el ano, cortó piel y carne. Al llegar al hueso pélvico, buscó la protuberancia entre los lados derecho e izquierdo, y cortó el músculo hasta el hueso. Después, separando las patas y buscando otra vez a tientas el lugar exacto, ejerció mayor presión y partió el hueso, practicando a la vez una pequeña incisión en la membrana del abdomen para reducir la tensión. En cuanto acabase de abrir el vientre, podría retirar las tripas junto con el resto de las entrañas. Una vez efectuada limpiamente esta delicada operación, separó la carne hasta el esternón, cuidándose de no perforar los intestinos.

Traspasar el esternón sería más difícil, y para ello hacía falta algo más que un simple cuchillo de piedra. Necesitaba un mazo. Sabía que tenía una pequeña piedra martillo en la misma bolsa donde llevaba su cuenco y su vaso, pero antes miró alrededor para ver si encontraba otra cosa que pudiera serle útil. Debería haber sacado la piedra redondeada antes de emprender la tarea de vaciar el glotón, pero en su desconcierto inicial se olvidó. Tenía sangre en las manos y no quería tocar la bolsa por temor a mancharla. Vio una piedra asomar del suelo y, valiéndose de su palo de cavar, intentó desprenderla, pero resultó ser más grande de lo que parecía. Finalmente, se limpió la mano en la hierba y extrajo la piedra-martillo de la bolsa.

Pero necesitaba algo más que una piedra. Si golpeaba la empuñadura de su cuchillo nuevo de pedernal con una piedra-martillo, la astillaría. Necesitaba algo para amortiguar el golpe. Recordó entonces que una esquina de la manta de acarreo de la niña empezaba a estar raída. Se levantó y regresó adonde la pequeña pataleaba y alargaba el brazo para tocar a Lobo. Ayla le sonrió y cortó un trozo de cuero suave de la esquina deshilachada. Cuando prosiguió, apoyó la hoja del cuchillo en el esternón, a lo largo, colocó la suave piel plegada sobre el dorso de la hoja, cogió la piedra martillo y golpeó la hoja. El cuchillo se hundió, pero no llegó a partir el hueso. Golpeó otra vez, y luego una más, hasta que notó que el hueso cedía. Con el esternón ya partido, siguió cortando hasta la garganta para dejar a la vista la tráquea.

Abrió la caja torácica, y con el cuchillo desprendió de las paredes el diafragma, que separaba el pecho del vientre. Sujetó con firmeza la resbaladiza tráquea y empezó a extraer las vísceras, empleando el cuchillo para despegarlas de la columna. El paquete entero de órganos internos conectados cayó al suelo. Volvió a dar la vuelta al glotón para drenarlo. Ya lo había vaciado.

El proceso era en esencia el mismo para todos los animales, grandes o pequeños. Si se trataba de un animal destinado a la alimentación, el siguiente paso sería enfriarlo lo más deprisa posible, desollándolo, enjuagándolo con agua fría y, si era invierno, tendiéndolo sobre la nieve. Muchos de los órganos internos de los herbívoros, como el bisonte o el uro o cualquiera de los diversos ciervos, o incluso el mamut o el rinoceronte, eran comestibles y muy sabrosos —el hígado, el corazón, los riñones—, y algunas otras partes también podían aprovecharse. Los sesos casi siempre se empleaban para curtir pieles. El intestino podía vaciarse y rellenarse con grasa derretida o carne troceada, a veces mezclada con sangre. Con los estómagos y las vejigas bien lavados, se confeccionaban excelentes odres para el agua, así como para otros líquidos. Servían asimismo para fabricar eficaces utensilios de cocina. También era posible guisar sobre una piel reciente si, extendiéndola, se revestía con ella un hoyo cavado en el suelo, se vertía agua y se hervía echando dentro piedras calientes. Cuando los estómagos, las pieles y toda materia orgánica se usaban para guisar, se encogían un poco, porque también se cocían, así que no convenía llenarlos de líquido más de la cuenta.

Aunque Ayla sabía que algunos sí lo hacían, ella nunca comía carne de animales carnívoros. Al clan que la crio no le gustaba comer animales devoradores de carne, y si bien Ayla la había probado alguna que otra vez, siempre le había desagradado. Con mucha hambre, era capaz de ingerirla, pero desde luego tenía que estar famélica. Últimamente ni siquiera le gustaba la carne de caballo, pese a que era la preferida de muchos. Sabía que eso se debía a la estrecha relación que la unía a sus caballos.

Ya era hora de recogerlo todo y regresar al campamento. Guardó las astas de lanza en el carcaj, junto con el lanzavenablos, y dejó en la cavidad ventral del glotón las puntas que había recuperado. Se cargó a Jonayla a la espalda con la manta de acarreo, cogió la cesta de recolección y se colocó bajo un brazo el manojo de anea. Luego, agarrando los tallos de alquemila que seguían atados a la cabeza del glotón, se lo llevó a rastras. Dejó las entrañas allí donde habían caído; una o más de las criaturas de la Madre se acercarían a comérselas.

Cuando llegó al campamento, Jondalar y la Zelandoni la miraron boquiabiertos.

—Parece que has estado muy ocupada —comentó la Zelandoni.

—No sabía que ibas a ir de caza —añadió Jondalar, acercándose a ella para aligerarla de su carga—, y mucho menos a por un glotón.

—No era mi intención —contestó Ayla, y le contó lo ocurrido.

—Antes me he preguntado por qué te llevabas las armas si ibas sólo a recoger unas cuantas plantas —dijo la Zelandoni—. Ahora ya lo sé.

—Normalmente las mujeres salen en grupo. Charlan y ríen y cantan, y hacen mucho ruido —explicó Ayla—. Puede ser divertido, pero eso también ahuyenta a los animales.

—No me lo había planteado así —dijo Jondalar—, pero es verdad. Varias mujeres juntas probablemente mantienen alejados a la mayoría de los animales.

—Cuando las jóvenes salen de su casa para visitar a alguien, o recoger bayas, o leña, o lo que sea, siempre les recomendamos que vayan acompañadas —observó la Zelandoni—; no hace falta decirles que charlen, se rían y hagan ruido. Eso ocurre en cuanto se juntan, y es una medida de seguridad.

—En el clan, la gente no habla tanto, y no ríe, pero mientras andan emiten sonidos rítmicos entrechocando palos o piedras —explicó Ayla—. Y a veces, además de producir esos sonidos rítmicos, gritan y alborotan. No son cantos, pero se parecen un poco a la música.

Jondalar y la Zelandoni se miraron sin saber qué decir. De vez en cuando Ayla contaba algo que les permitía entrever un atisbo de su infancia con el clan, y lo distinta que había sido de la de ellos, o de cuantos conocían. También les permitía intuir lo mucho que la gente del clan se parecía a ellos, y a la vez lo diferentes que eran.

—Quiero esa piel de glotón, Jondalar. Podría hacerte un nuevo forro para la capucha, y otros dos para Jonayla y para mí, pero tengo que despellejarlo ahora mismo. ¿Puedes vigilar a la niña? —preguntó Ayla.

—Haré algo mejor que eso. Te ayudaré, y podemos vigilarla entre los dos —propuso Jondalar.

—¿Por qué no os dedicáis vosotros al animal y yo me ocupo de la niña? —sugirió la Zelandoni—. No puede decirse que no haya cuidado antes de bebés. Y Lobo me ayudará —añadió, mirando al enorme animal, por lo general peligroso—, ¿verdad, Lobo?

Ayla arrastró al glotón hasta un claro a cierta distancia del campamento; no quería atraer hacia su espacio habitado a algún carroñero que pasara por allí. Acto seguido, sacó de la cavidad ventral las puntas de pedernal rescatadas.

—Sólo hay que reparar una —dijo, entregándoselas a Jondalar—. La primera lanza ha penetrado en los cuartos traseros. El glotón me ha visto en el momento de lanzar y se ha movido deprisa. Después Lobo lo ha perseguido y acorralado en unos matorrales. He arrojado la segunda lanza con fuerza, más de la necesaria. Por eso se ha roto la punta, pero sabía que ese animal iba a por Jonayla y estaba furiosa.

—No me extraña. También yo lo habría estado. Me temo que mi día ha sido mucho menos emocionante que el tuyo —le dijo Jondalar mientras empezaban a desollar al glotón. Realizó una incisión a través de la piel a lo largo de la pata posterior izquierda hasta el corte del vientre practicado antes por Ayla.

—¿Has encontrado pedernal en la cueva? —preguntó Ayla a la vez que hacía una incisión similar en la pata delantera izquierda.

—Hay mucho. No es del mejor, pero servirá, sobre todo para ejercitarse —contestó Jondalar—. ¿Te acuerdas de Matagan, el chico al que corneó un rinoceronte en la pierna el año pasado? ¿Aquel al que curaste?

—Sí. Este año no he tenido ocasión de hablar con él, pero lo he visto. Cojea, pero se le ve bien —respondió ella mientras efectuaba un corte en la pata delantera derecha y Jondalar trabajaba en el cuarto trasero derecho.

—Hablé con él, y con su madre y el compañero de ella, y otras personas de su caverna. Si Joharran y la caverna están de acuerdo, y no se me ocurre ninguna razón para que alguien se oponga, vendrá a vivir a la Novena Caverna a finales del verano. Le enseñaré a tallar pedernal, y veré si tiene aptitudes para ello o interés —anunció Jondalar, y levantó la vista—. ¿Quieres las pezuñas?

—Tiene unas garras afiladas, pero no sé qué uso darles —respondió Ayla.

—Siempre es posible trocarlas. Seguro que serían un buen adorno, para un collar, o cosidas a una túnica. Y ya puestos, también puedes conservar los dientes. ¿Y qué quieres hacer con esta magnífica cola? —preguntó Jondalar.

—Creo que me quedaré con la cola y la piel —dijo Ayla—. Pero puede que trueque las garras y los dientes… o tal vez emplee una garra como punzón para hacer agujeros.

Le cortaron las pezuñas, partiendo las articulaciones y seccionando los tendones; luego arrancaron la piel por el lado derecho hasta la columna vertebral, valiéndose más de las manos que de los cuchillos. Con el puño, desprendieron la membrana entre el cuerpo y la piel al llegar a las partes más carnosas de las patas. Después dieron la vuelta al cuerpo y repitieron el mismo proceso por el lado izquierdo.

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