La tierra de las cuevas pintadas (34 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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Descubrió unos abedules allí cerca e indicó a Lobo que vigilase a Jonayla mientras ella iba a examinarlos. Cuando llegó a los árboles, se alegró al observar que parte de la fina corteza había empezado a desprenderse. Arrancó varias tiras anchas y se las llevó. De la funda prendida al cinto, sacó un cuchillo nuevo, regalo reciente de Jondalar. La hoja de pedernal, tallada por él mismo, iba inserta en una hermosa empuñadura de marfil viejo amarillento labrada por Solaban y adornada con tallas de caballos obra de Marsheval. Cortó la corteza del abedul en porciones simétricas y trazó líneas en ellas para doblarlas más fácilmente y construir pequeños contenedores con tapa. Las fresas silvestres eran tan diminutas que tardó mucho tiempo en recoger suficientes para tres personas, pero el sabor era tan delicioso que merecía la pena. En la bolsa donde llevaba su vaso de beber personal y su cuenco, siempre guardaba otros objetos, incluidos rollos de cordón. Los cordeles de diversos tamaños siempre eran útiles. Empleó algunos para unir los recipientes de corteza de abedul y luego los metió en la cesta de recolección.

Jonayla se había dormido, y Ayla la tapó con una esquina de la manta de acarreo de gamuza suave, que empezaba a estar un poco raída en ese extremo. Lobo descansaba junto a ella con los ojos entornados. Cuando Ayla lo miró, el animal golpeó el suelo con el rabo, pero permaneció cerca del miembro más reciente de su manada, al que adoraba. Ayla se irguió, cogió la cesta de recolección y atravesó el campo de hierba hacia la linde del bosque.

Lo primero que distinguió en una hilera de arbustos fueron los verticilos estrellados de las hojas alargadas de unas azotalenguas, que crecían en abundancia en medio de otras plantas con la ayuda de los pequeños pelos en forma de gancho que las cubrían. Arrancó de raíz varios de los largos tallos reptantes y, gracias a los pelos adherentes, formó un haz fácilmente. Así podían ya emplearse como colador, y sólo por eso eran útiles, pero poseían además otras muchas cualidades, tanto nutricionales como medicinales. Las hojas tiernas eran una agradable verdura de primavera; con las semillas asadas, se obtenía una interesante bebida oscura. La propia hierba, molida y mezclada con grasa, constituía un ungüento útil para las mujeres a quienes se les hinchaban los pechos al cuajarse la leche.

Se sintió atraída por una zona soleada de hierba seca. Allí le llegó una agradable fragancia aromática y buscó la planta que acostumbraba crecer en entornos como ese. Enseguida encontró el hisopo. Era una de las primeras plantas de las que Iza le había hablado y recordaba bien la ocasión. Era un arbusto pequeño y leñoso que alcanzaba una altura de un par de palmos, con hojas perennes, pequeñas y estrechas, de color verde oscuro, arracimadas a lo largo de los tallos ramificados. Habían empezado a aparecer las primeras flores, muy azules, formadas en el extremo de largas espigas y situadas entre las hojas superiores en torno al tallo, y varias abejas zumbaban alrededor. Se preguntó dónde estaría la colmena, ya que la miel con sabor a hisopo era exquisita.

Cogió varios tallos, con la idea de emplear las flores para una infusión, que, además de ser deliciosa, aliviaba la tos, la ronquera y las afecciones de pecho. Las hojas, aplicadas en cataplasma, servían para curar cortes y quemaduras y para reducir los moratones. La infusión hecha a base de hojas, tanto bebida como empleada a modo de baño, constituía un buen tratamiento para el reumatismo. Al pensar en eso, se acordó de pronto de Creb, lo que le arrancó una sonrisa al mismo tiempo que le producía tristeza. En la Reunión del Clan, otra curandera había explicado que ella también usaba hisopo para la hinchazón de piernas provocada por la retención de líquidos. Ayla alzó la vista y vio a Lobo tendido aún junto a la niña dormida; se volvió y se adentró un poco más en el bosque.

En una pendiente umbría cerca de unas piceas, Ayla divisó una mata de asperilla, una planta pequeña, de unos veinticinco centímetros de altura, cuyas hojas, parecidas a las de la azotalenguas, crecían también en círculo, pero tenían el tallo más débil. Se arrodilló para recoger la planta cuidadosamente con todas sus hojas y sus minúsculas flores blancas de cuatro pétalos. Emanaba su propio aroma exquisito y sabía bien en forma de infusión, y como Ayla recordaba, la fragancia se intensificaba al secarse la planta. Las hojas podían emplearse para curar heridas y, hervidas, tenían efectos beneficiosos en el caso de dolores de estómago y otros trastornos internos. Servía para disimular el olor a veces desagradable de otras medicinas, pero a ella también le gustaba colocarla en distintos sitios de su morada y rellenar almohadones con ella por su perfume natural.

No lejos vio otra planta que le era conocida y tendía a crecer en las pendientes umbrías de los bosques, la alquemila, de algo más de medio metro de altura. Las hojas aserradas, semejantes a plumas anchas y cubiertas con pequeños pelos, estaban dispersas a lo largo de los tallos fibrosos un tanto ramificados. El tamaño y la forma de las hojas, desiguales, dependían de su posición en el tallo. En las ramas inferiores, las hojas tenían largos pedúnculos y espacios irregulares entre los folíolos, siendo la última grande y más redonda. En las ramas intermedias, las hojas eran más pequeñas y un tanto distintas en cuanto a forma y tamaño. Las hojas más altas tenían tres dedos y eran más estrechas; las inferiores eran más redondeadas. Las flores, que se asemejaban mucho a los ranúnculos, poseían cinco pétalos de vivo color amarillo con sépalos verdes en medio, y parecían demasiado pequeñas para una planta tan alta. El fruto, que crecía junto con la flor, era más visible y formaba un racimo pequeño y espinoso entre abrojos erizados de un color rojo oscuro.

Pero Ayla cavó para extraer también el rizoma del que crecía la planta. Quería las raicillas fibrosas, que tenían el aroma y el sabor del clavo. Sabía que iban bien para muchas cosas: los trastornos estomacales, incluida la diarrea, el dolor de garganta, la fiebre, y la congestión y mucosidad del resfriado, y hasta para el mal aliento. Sin embargo, a ella le gustaba usarla sobre todo para sazonar la comida, como aliño ligeramente picante con sabor a clavo.

A cierta distancia vio unas plantas y al principio creyó que eran violetas, pero al inspeccionarlas de cerca comprobó que eran hiedra terrestre. Tenían flores de formas distintas que crecían en la base de las hojas, agrupadas estas en verticilos de tres o cuatro alrededor del tallo. Las hojas, en forma de riñón, presentaban dientes redondeados, una red de venas y largos pedúnculos, y permanecían verdes todo el año. Brotaban en lados opuestos de los tallos secundarios, que a su vez crecían alternadamente en el tronco principal. Pero el verde variaba de intensidad. Ayla sabía que la hiedra terrestre era muy aromática y la olfateó para asegurarse de que no se equivocaba. En su día, combinándola con raíz de regaliz, había preparado con ella una infusión espesa para la tos, e Iza la empleaba para aliviar la inflamación de ojos. En la Reunión de Verano de los mamutoi, un Mamut recomendó la hiedra terrestre para el zumbido de oídos, y también para las heridas.

La tierra húmeda llegaba hasta una zona pantanosa y un arroyo, y Ayla, complacida, vio una amplia extensión de anea, una planta de un metro ochenta de altura parecida al junco, y una de las más útiles. En primavera, los renuevos de las raíces podían desprenderse fácilmente de la raíz central, dejando a la vista un núcleo tierno; los brotes y el núcleo podían comerse crudos o un poco cocidos. El verano era la estación en que crecían los pedúnculos verdes de las flores en lo alto de los tallos esbeltos, deliciosos cuando se hervían o se roían. Después se convertían en anea marrón y maduraba la larga espiga de polen, generando un polen amarillo rico en proteínas. Luego la anea se abría, produciendo una pelusa blanca que podía emplearse para rellenar cojines, almohadas o pañales, o como yesca para encender el fuego. El verano también era la estación en que los tiernos brotes blancos que representaban el crecimiento de la planta para el año siguiente asomaban del grueso rizoma subterráneo, y con tal concentración que extraer unos cuantos no dañaba la germinación posterior.

La fibrosa raíz central podía consumirse todo el año, incluso en invierno si la tierra no se había helado o estaba cubierta de nieve. Se podía extraer una harina almidonosa blanca machacándola en un recipiente de corteza ancho y poco profundo mezclada con agua, de modo que la harina, más pesada, se depositaba en el fondo, mientras las fibras permanecían a flote, o podía secarse el rizoma y posteriormente machacarse para retirar las fibras, dejando la harina seca. Las hojas largas y estrechas servían para tejer esterillas destinadas a sentarse, o podían convertirse en bolsas en forma de sobre, o en paneles impermeables que, unidos, permitían construir refugios temporales, o en cestas o bolsas de cocción que, llenas de raíces, tallos, hojas o frutos, se sumergían en agua hirviendo y se retiraban fácilmente, y las hojas, si se cocían tiempo suficiente, también eran comestibles. El tallo seco del año anterior podía emplearse como vara de fricción para encender fuego haciéndola girar entre las palmas de las manos contra una plataforma adecuada.

Ayla dejó la cesta de recolección en la tierra seca, sacó del cinto el palo de cavar, hecho con asta de ciervo rojo, y se adentró en el pantano. Con el palo y las manos cavó un hoyo en el barro de unos diez centímetros de profundidad y arrancó las raíces centrales de varias plantas. El resto de la planta salió entero, incluidos los grandes brotes unidos al rizoma, y los bulbos verdes en forma de cola de felino de quince centímetros de largo y más de dos de grosor; Ayla se proponía guisar tanto lo uno como lo otro para la comida de la noche. Ató con cordel los largos tallos de anea para formar un manojo más fácil de transportar y se dirigió de nuevo hacia el campo abierto.

Pasó junto a un fresno y recordó lo mucho que abundaba este árbol en los alrededores del hogar de los sharamudoi, aunque también había unos cuantos en el Valle del Bosque. Pensó en preparar las sámaras de fresno como los sharamudoi, pero el fruto alado debía recolectarse muy pronto, todavía crujiente sin llegar a fibroso, y aquellos estaban ya pasados. Así y todo, el árbol poseía muchos usos medicinales.

Cuando volvió al prado, se alarmó de inmediato. Lobo, de pie cerca de la niña con la mirada fija en un matorral, emitía un gruñido amenazador. ¿Qué ocurría?

Capítulo 13

Corrió a averiguarlo. Cuando llegó hasta ellos, vio que Jonayla estaba despierta, ajena al peligro que el cánido parecía percibir. Había conseguido darse la vuelta y, boca abajo, apoyada en los brazos, miraba alrededor.

Ayla no veía qué miraba Lobo, pero oyó movimiento y resoplidos. Tras dejar la cesta de recolección y el manojo de anea en el suelo, cogió a la niña y se la cargó a la espalda con la manta de acarreo. A continuación desató los nudos de la bolsa de las piedras y sacó un par a la vez que echaba mano a la honda. Como no veía qué se ocultaba allí, era absurdo emplear una lanza: no tenía un blanco al que apuntarla. Sin embargo una piedra arrojada con fuerza en aquella dirección podía ahuyentar a lo que quiera que estuviese allí escondido.

Lanzó dos piedras en rápida sucesión. La segunda golpeó algo con un ruido sordo, al que siguió un gañido. Oyó agitación entre la hierba. Lobo, tenso, se inclinaba hacia delante y gemía, impaciente por abalanzarse.

—Adelante, Lobo —ordenó Ayla al mismo tiempo que le daba la señal.

Lobo salió como una flecha. Ayla volvió a colgarse la honda al cuello y, después de sacar el lanzavenablos de la funda y coger una lanza, siguió a Lobo.

Cuando Ayla lo alcanzó, se hallaba frente a un animal del tamaño de un osezno, pero mucho más feroz. El pelaje pardo oscuro, unido a las listas claras que recorrían los costados hasta el extremo superior de la poblada cola, era un rasgo característico del glotón. Ayla ya se había enfrentado antes con otros ejemplares de ese animal, el miembro más grande de la familia de la comadreja, y los había visto ahuyentar de sus presas a cazadores cuadrúpedos de mayor tamaño que ellos. Eran depredadores malévolos, virulentos y temerarios, y a menudo cazaban y mataban a animales de dimensiones mucho mayores. Eran capaces de comer más de lo que parecía posible en una criatura de su envergadura, lo que posiblemente explicaba su nombre, «glotón», aunque a veces, por lo visto, mataban por placer, no por hambre, y dejaban atrás el fruto de su rapiña. Lobo estaba más que dispuesto a defenderlas a ella y a Jonayla, pero en una lucha entre un glotón y un lobo aislado, sin su manada, el glotón podía infligir al lobo, como mínimo, graves heridas. Pero él no era un lobo aislado; Ayla formaba parte de su manada.

Con fría deliberación, encajó un dardo en el lanzavenablos y, sin vacilar, disparó contra el animal, pero en ese momento Jonayla emitió un chillido que alertó al glotón. En el último instante el animal vio el rápido movimiento de la mujer y se dispuso a escabullirse. Tal vez habría escapado por completo de su campo de tiro si la presencia del lobo no lo hubiese distraído. Así las cosas, se desplazó lo justo para que la lanza no lo alcanzase de pleno. Aunque empezó a sangrar, la afilada punta sólo había penetrado en los cuartos traseros, sin causar una herida mortal. La punta de pedernal iba acoplada a una varilla de madera aguzada que se encajaba en el extremo del asta, y se había desprendido de la lanza, como estaba previsto.

El glotón corrió a refugiarse entre la maleza, con la punta todavía clavada. Ayla no podía dejarlo así. Aunque suponía que estaba ya mortalmente herido, tenía que rematarlo. El animal debía de estar sufriendo, y ella no deseaba provocar sufrimientos innecesarios a ningún ser. Además, los glotones ya eran bastante malignos en circunstancias normales; a saber qué daños podía causar ese enloquecido por el dolor, atacando quizá incluso a su propio campamento, que no se hallaba muy lejos de allí. Por otra parte, quería recuperar la punta de pedernal afilada, por si era reutilizable. Y quería la piel. Cogió otra lanza, no sin antes tomar nota de dónde había caído el asta de la primera para volver luego a por ella.

«¡Búscalo, Lobo!», indicó con una seña, sin pronunciar las palabras, y lo siguió.

Lobo, corriendo al frente, enseguida encontró el rastro. No mucho más adelante, Ayla vio al cánido gruñir amenazadoramente a la masa de pelo pardo, que le devolvía los gruñidos desde detrás de unos arbustos.

Ayla se apresuró a examinar la posición del animal y arrojó la segunda lanza con fuerza. Esta penetró en el glotón profundamente, traspasándole el cuello. Un borbotón de sangre anunció que le había seccionado una arteria. El glotón dejó de gruñir y se desplomó.

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