La Templanza (51 page)

Read La Templanza Online

Authors: María Dueñas

BOOK: La Templanza
9.43Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Reverenda madre —zanjó de nuevo contundente.

—Mire usted, reverenda madre —prosiguió haciendo acopio de paciencia—. Ya sé que no mantiene trato con los suyos desde hace largos años, y que no soy yo quién para intervenir en las cuestiones que les separan ni rogarle que las dé por superadas. Yo tan sólo soy un pobre pecador muy poco dado a las liturgias y a la observancia de los preceptos, pero aún recuerdo lo que el párroco de mi pueblo predicaba en mi infancia sobre qué era ser un buen cristiano. Y entre esas catorce obras, y corríjame si me falla la memoria, se encontraban cuestiones como cuidar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino…

El susurro de la réplica fue afilado como un estilete.

—No necesito que un indiano impío venga en plena madrugada a aleccionarme sobre las dádivas de misericordia.

La respuesta de él, en un murmullo bronco, sonó más cortante todavía:

—Tan sólo le estoy pidiendo que, si no está dispuesta a amparar humanamente a su hermano político como la Inés Montalvo que un día fue, lo considere al menos como un pinche deber de su presente condición de sierva de Dios.

—El Señor me perdonará si le digo que es usted un hereje y un blasfemo.

—A pulso me he ganado que mi alma acabe ardiendo en los infiernos, no le falta razón, señora. Pero también lo hará la suya si les niega su socorro a quienes tanto la necesitan en estos momentos.

El ventanuco se le cerró frente a la cara con un brusco golpe que resonó hasta el fondo del callejón. Él no se movió del sitio: intuía que aquello todavía no había llegado al final. En unos minutos tuvo la confirmación a través de la vocecita joven que le había atendido al llegar.

—La reverenda madre Constanza le espera en la puerta del huerto, a la espalda de la casa.

Nada más reunirse en el acceso indicado, iniciaron la andadura con paso rápido y parejo. Mirándola de soslayo, calculó que tenía más o menos la misma altura de Soledad. Bajo el hábito y la toca, sin embargo, le resultó imposible sospechar siquiera si los parecidos iban más allá.

—Le ruego que disculpe mis bruscas maneras, madre, pero la situación, por desgracia, no permite la espera.

Frente a la habitual soltura de Sol, la antigua Inés Montalvo no parecía dispuesta a cruzar ni media palabra con el irreverente minero. Con todo, prefirió aclararle su papel en medio de aquel asunto. Que ella no hablara no implicaba necesariamente que tampoco estuviera dispuesta a escuchar.

—Permítame que me presente como el nuevo dueño de las propiedades de su familia. Por abreviar una larga historia, su primo Luis Montalvo, al morir en Cuba, se las legó a su otro primo Gustavo, que reside en la isla desde hace largos años. Y de Gustavo, pasaron a mí.

Omitió los detalles al respecto del procedimiento que generó tal traspaso. De hecho, a partir de ese momento y ante el obcecado silencio de ella, decidió callar mientras seguían atravesando la noche, recorriendo entre charcos las calles sombrías con las capas de ambos ahuecadas por la prisa. Hasta que, al llegar a la puerta de los Claydon, fue ella por fin quien quebró la tensión con una orden:

—Deseo asistir al enfermo sola. Hágalo saber a quien corresponda.

Mauro Larrea se adentró en la casa en busca de Soledad y el doctor mientras la madre Constanza esperaba, sombría y a oscuras, sobre la rosa de los vientos del zaguán.

—No quiere verles —anunció crudamente—. Pero aceptó, lo va a resguardar.

El desconcierto se les dibujó en los rostros con lúgubres brochazos. Sol fue quien rompió la tensión cuando un par de lágrimas comenzaron a rodarle por las mejillas: al minero se le partió el alma, pero volvió la vista al médico. No logró verle la cara, prefirió darle la espalda. A él, y a lo que acababa de oír.

Con todo, acataron la exigencia. Cerraron las bocas, cerraron las puertas y Palmer, el mayordomo, fue el único que acompañó a la religiosa hasta el dormitorio de milord.

Tres cuartos de hora pasó sola con el marchante de vinos a la débil luz de una palmatoria. Nadie supo si hablaron, si se entendieron de alguna manera. Tal vez Edward Claydon no abandonó ni siquiera momentáneamente el sueño o la vesania. O tal vez sí, y en la silueta oscura que se asomó a su cama en mitad de la noche y le agarró una mano y se hincó de rodillas para llorar y rezar a su lado, la mente torturada del anciano extranjero distinguió con un soplo de fugaz lucidez a la hermosa joven de cintura breve y larga trenza castaña que fue Inés Montalvo en aquellos años en los que ella aún no se había rasurado el cráneo para abstraerse del mundo; en aquellos tiempos en los que el caserón de la Tornería estaba lleno de amigos y risas y promesas de futuro que acabaron descomponiéndose como el papel quemado por un cabo de vela.

En la biblioteca, entretanto, acompañados por un fuego que se fue extinguiendo en la chimenea sin que nadie se ocupara de avivarlo, cada cual batalló contra sus propios fantasmas como buenamente pudo. Cuando por fin vislumbraron el porte regio de la madre Constanza bajo el dintel de la puerta, todos a una se pusieron en pie.

—En el nombre de Cristo y por el bien de su alma, accedo a acogerlo en una celda de nuestra morada. Hemos de partir de inmediato, tenemos que estar dentro antes de que principien los laudes.

Ni Soledad ni el doctor fueron capaces de decir una sola palabra: habían quedado enmudecidos ante aquella figura de hábito negro tan solemne como ajena. Ninguno fue en un primer momento capaz de tejer mentalmente un debilísimo hilo que uniera a la niña querida de sus memorias con la imponente religiosa que, bajo su lóbrega toca y sobre un par de recias sandalias de cuero, les miraba con ojos enrojecidos cargados de dolor.

Su primera decisión fue que nadie les acompañara.

—Vamos a una sagrada casa de Dios, no a una posada.

Aquella dura actitud de Inés Montalvo frenó en seco cualquier conato de acercamiento afectivo por parte de los suyos.

Mauro Larrea les contempló desde una discreta retaguardia, fumando en el rincón peor iluminado de la biblioteca junto a un pedestal de alabastro. Cuando desde la distancia por fin logró apreciar el rostro de la religiosa bajo una tenue luz, la comparación le resultó compleja: difícil sustraer las facciones de cada una de las hermanas del embalaje que las envolvía. Alrededor de Sol, una brillante cabellera en un airoso recogido y el suntuoso traje de noche azul profundo que aún llevaba puesto y que dejaba al descubierto hombros, escote, clavículas, brazos y espalda; palmos enteros de carne tersa y piel seductora. Alrededor de Inés, como contraste, sólo había varas de tosco paño negro y unos breves retazos de holán blanco comprimiéndole el cuello y la frente. Afeites y cuidados mundanos en una; en la otra, la huella de años de retiro y abstracción. Poco más pudo percibir porque en apenas un minuto acabó el encuentro.

Soledad, con todo, no logró resistirse.

—Inés, te lo ruego, espera; háblanos un minuto nada más…

La religiosa, inclemente, se giró y salió.

La casa se puso entonces en movimiento, arrancaron los preparativos. Mauro Larrea, una vez cumplido su cometido de convencer a la madre Constanza, se mantuvo al margen: permaneció en la biblioteca inmóvil, acompañado por el humo de su habano mientras los demás solventaban con prisa las cuestiones logísticas imprescindibles, sintiéndose un intruso en el íntimo ir y venir y decir y callar de aquella tribu ajena, pero consciente de que no podía marcharse. Todavía quedaban cuestiones importantes por resolver.

Se oyeron finalmente los cascos de los caballos y las ruedas del carruaje familiar al rasgar el silencio de la plaza desierta; unos momentos después, Soledad y Manuel regresaron a la biblioteca arrastrando una mole inmensa de desolación. Ella retenía las lágrimas a duras penas y se apretaba un puño contra la boca en un intento por recuperar la serenidad. Él mostraba el gesto contraído, atormentado como un lobo famélico en una noche de ventisca y tolvanera.

—Tenemos que decidir qué hacer con el vicecónsul.

Mauro Larrea sonó áspero y falto de tacto, insolente incluso ante las delicadas circunstancias. Pero logró el efecto que buscaba: ayudarles en el tránsito, obligarles a terminar de tragar la bola compacta de amargura que a los dos se les había quedado atascada en la garganta al ver partir en plena madrugada al esposo y amigo vulnerable bajo la protección de una adusta sierva de la Iglesia en la que no habían sido capaces de reconocer ni un solo destello de la joven tan próxima a ellos que un día fue.

—Si Claydon hijo está decidido a regresar a Jerez, sin duda no va a demorarse —añadió—. Supongamos que a las diez de la mañana ya está aquí, y que dedica después una hora a dar unos cuantos palos de ciego hasta que pueda entenderse medianamente con alguien que le sepa decir quién es el compatriota que ostenta el cargo diplomático y dónde está su residencia, y llegar hasta allí. Serán para entonces las once de la mañana; once y media máximo. Ése es todo el tiempo con el que contamos.

—Para entonces yo ya habré hablado con el vicecónsul. Manuel me ha aclarado quién es, Charles Peter Gordon: un escocés que vive en la plaza del Mercado, un descendiente de los Gordon. Seguro que conoció a mi familia, tal vez fue amigo de mi abuelo, o de mi propio padre…

—También te he dicho que no es una buena idea.

Era ahora Manuel Ysasi quien se implicaba en la conversación, pero ella no se dio por aludida.

—Iré temprano, lo pondré al tanto. Le diré que Edward está en Sevilla, o…, o en Madrid, o qué sé yo, tomando las aguas en los baños de Gigonza. O quizá, mejor, que ha regresado a Londres a causa de un asunto comercial urgente. Le anticiparé la catadura de Alan, confío en que me dé más crédito a mí que a él.

—Excusatio non petita, accusatio manifesta, insisto. No tiene sentido ir defendiéndote de lo que nadie te ha acusado todavía. Creo que es una imprudencia, Sol.

Ella le miró entonces con esos ojos suyos de hermoso animal acorralado. Ayúdame, no me dejes caer, le pedía sin palabras. Una vez más.

—Lo siento, Soledad, pero creo que es hora de frenar este desatino.

No me traiciones, Mauro. Tú no.

Como si alguien le quemara las vísceras con una tenaza de hierro candente de las que su abuelo le enseñó a usar en la vieja herrería en la que él mismo creció, eso sintió al recibir la mirada de ella. Pero había que parar aquella masa de despropósitos como fuera, y para ello sólo tenía en ese momento un arma: la frialdad.

—El doctor tiene razón.

La inmediata llegada de Palmer alteró de pleno la atención de los tres, y él sintió un alivio infinito al ver cómo los ojos de Soledad dejaban de suplicarle desesperadamente auxilio. Cobarde, se reprochó.

Ella se levantó de golpe, se acercó rauda, preguntó al mayordomo en inglés. Palmer respondió sucinto, manteniendo su perenne flema a través de la cual no fue difícil apreciar su abatimiento. Todo en orden, milord llegó bien, ya está entre las paredes del convento. Ella, conmocionada aún, le indicó casi en un murmullo ininteligible que podía retirarse. Darle las buenas noches a aquellas horas habría sonado una broma harto grotesca.

—Pásate por mi casa a primera hora, Mauro, para ver qué tal noche pasó la esposa de Gustavo. Yo saldré en cuanto amanezca en busca del hijo de Edward, antes de que ella se levante —concluyó Ysasi—. Intentaré convencerle con la verdad por delante y ya veremos qué decide hacer. Sólo os ruego, por vuestro propio bien, que os mantengáis al margen: bastante emponzoñadas están ya las cosas. Y ahora, creo que es el momento de que todos intentemos descansar. A ver si logramos que el sueño traiga a nuestras pobres cabezas un poco de serenidad.

43

      

Cuando Mauro Larrea salió a la plaza del Cabildo Viejo, el día aún estaba despuntando, gris otra vez. Las casapuertas cercanas empezaban a entornarse, de las cocinas escapaban los humos domésticos más tempraneros. Algunos cuerpos madrugadores ya callejeaban de acá para allá: un lechero que arreaba a su vieja mula cargada con cántaras de barro; un cura con sotana, bonete y manteo rumbo a su misa del alba; muchachitas de servicio, criaturas apenas, con los ojos cargados de sueño camino de las casas pudientes para ganar su humilde jornal. Casi todos volvieron la cabeza hacia él: no era común ver a un hombre de su envergadura con esa vestimenta a la hora en que los gallos ya se habían aburrido de cantar y la ciudad comenzaba a desperezarse. Apretó por eso el paso; por eso y porque la urgencia le iba mordiendo los talones.

Se aseó con agua fría en el patio, se afeitó con su propia navaja y se domó después el pelo revuelto tras la intensa noche cargada de tensiones. Se puso ropa limpia de mañana: pantalón de dril, camisa nívea con corbata de nudo impecable, casaca color nuez. Para cuando bajó, de la cocina salía un olor capaz de levantar a un muerto.

—Nada más entrar he notado que hoy ha madrugado el señorito —fue el saludo de Angustias, en lugar de un canónico buenos días—. Así que ya le tengo listo el desayuno, por si tiene usted prisa en salir.

A punto estuvo de agarrarle la cara entre las manos y depositarle un beso en medio de la oscura frente curtida por el sol de los campos, los años y los penares. A cambio, tan sólo dijo Dios se lo pague, mujer. Tenía hambre canina, en efecto, pero ni siquiera se había parado a pensar que le convendría llenar el estómago antes de ponerse de nuevo en marcha.

—Ahora mismito se lo subo, don Mauro.

—De ninguna manera.

En la misma cocina, sin apenas sentarse, devoró tres huevos fritos con tajadas de jamón, unas cuantas rebanadas generosas de pan todavía caliente y dos contundentes tazones de leche teñida con café. Masculló un gruñido de despedida con la boca aún medio llena, dejando sin respuesta a la pregunta de si volvería a la hora de almorzar.

Ojalá, pensó mientras atravesaba el patio. Ojalá para entonces todo estuviera resuelto, y el doctor se hubiera entendido con Claydon hijo, y todo hubiera vuelto a una mediana normalidad. O no, recapacitó. Nada volvería a la normalidad en su vida porque nunca la hubo desde que llegó a Jerez. Desde que Soledad Montalvo se cruzó en su camino, desde que él aceptó entrar en el mundo de ella agarrado a su mano, movidos ambos por razones del todo distintas. Ella por necesidades imperiosas; él… Prefirió no poner etiqueta a sus sensaciones; para qué. Decidió sacudirse los pensamientos igual que media hora antes se había sacudido el agua del cuerpo al secarse: sin contemplaciones, casi con brusquedad. Más le valía centrarse en lo inmediato; la mañana iba entrando con fuerza y había cuestiones apremiantes que resolver.

Other books

The Ring on Her Finger by Bevarly, Elizabeth
Deeper (The Real Fling) by Bellatas, Lyla
Fook by Brian Drinkwater
My Seduction by Connie Brockway
Knight by Lana Grayson
Yankee Wife by Linda Lael Miller
Dirty South - v4 by Ace Atkins