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Authors: María Dueñas

La Templanza (24 page)

BOOK: La Templanza
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Mauro Larrea, sin levantarse, se tapó el rostro con las manos intentando recobrar una brizna de lucidez. La voz le surgió por eso cavernosa.

—Estamos en la pinche Habana, pedazo de orate, y no en las minas de Real de Catorce. Esos tiempos pasaron, ahora tenemos otros problemas.

—Ni sus hombres ni sus hijos querrían que hiciera lo que pretende hacer.

La silueta de Santos Huesos salió del dormitorio filtrada por el tamiz del mosquitero. En cuanto cerró la puerta sin ruido, él se dejó caer como un peso muerto sobre la cama. Siguió tumbado hasta bien entrada la amanecida, pero no logró dormirse. Confuso, embotado por el aguardiente que le escamoteó a la patrona del hospedaje para ahogar su desazón; sin saber si la aparición del chichimeca había sido tan sólo un sueño grotesco o una tristísima realidad. Así permaneció unas horas que se le antojaron eternas, con un sabor vomitivo pegado en el paladar y un pellizco de angustia tarascándole las vísceras.

No lo pienses, cabrón, no lo pienses, no lo pienses. Eso se iba repitiendo mentalmente mientras se aseaba, mientras se vestía, mientras intentaba apaciguar la infernal resaca a golpe de café neto, mientras salía del hospedaje sin que la sombra de Santos Huesos apareciera de nuevo. La voz de su amigo Andrade tampoco acudió.

No eran aún las diez cuando echó andar entre el tumulto mañanero de todos los días remolcando un descomunal dolor de cabeza. La operación sería sencilla: retirar el dinero, rubricar el consecuente recibo y listo. Un asunto fácil. Rápido. Inocuo. No lo pienses más, hermano, no lo pienses.

Tan ensimismado iba, tan obsesivamente dispuesto a enfocar su atención en una dirección única, que al entrar en el zaguán estuvo a punto de tropezar. Al contacto de su pie contra algo inesperado, soltó una ruda blasfemia. Lo inesperado resultó ser una joven negra que, de manera instintiva, lanzó un chillido punzante.

Estaba sentada en el suelo; tenía la espalda apoyada contra el pilar del que colgaba el portón abierto y un seno fuera de la camisa blanca. Antes de que la punta de la bota del minero se le clavara en el muslo, amamantaba serena a su criatura envuelta en un trapo de algodón. Él recuperó el equilibrio apoyándose en la pared. Y a la vez que lo hacía, a la vez que aplastaba la palma y los dedos contra la cal en busca del equilibrio, bajó la vista.

Un pecho pleno y colmado llenó sus ojos. Aferrada a él, una boca diminuta chupaba el pezón. Y de pronto, ante la simple imagen de una joven madre de piel oscura amamantando a su hijo, todo aquello que se había esforzado por mantener fuera de su cerebro lo embistió como una tromba de agua que escapara del caudal. Sus manos sacando a Nicolás de las entrañas ensangrentadas de Elvira; sus manos puestas sobre el vientre de Mariana en la noche de su despedida en México, palpando al nuevo ser aún no nacido. La esclava flaquita abusada por un amo viejo mientras cortaba la caña; la niña que trajo al mundo con tan sólo trece años y que después le arrancaron como quien quita la piel a un mísero plátano. Vida a chorros, vida henchida. Cuerpos, sangre, alientos, almas. Vidas que llegaban entre gritos estremecedores y se iban con un hilo precario de fragilidad; vidas que llegaban trayendo consuelo frente al desamparo, que recomponían las grietas ante el abismo y se encajaban en el mundo como certezas que no se podían comprar y no se podían vender. Vida humana, vida entera. Vida.

—Buen día, Larrea.

La voz del banquero, saludándole en la distancia desde el interior del patio, lo retrotrajo a la realidad. Acababa de bajar tras el desayuno, seguramente. E iría camino de su escritorio cuando le vio.

Por respuesta él tan sólo enderezó la postura y alzó un brazo por encima de la cabeza. Nada, vino a decir. No quiero nada. Calafat le miró frunciendo el bigote.

—¿Seguro?

Asintió con la mandíbula, sin despegar los labios. Seguro. Después se dio la vuelta y se perdió entre la muchedumbre callejera.

Encontró el cuarto tal cual lo dejó, aún no habían entrado las muchachas a arreglarlo. La cama seguía deshecha, las sábanas arrastrando por el suelo, su ropa sucia amontonada, un cenicero repleto y la damajuana de aguardiente, prácticamente vacía, tumbada bajo la mesa de noche. Se quitó la chaqueta de dril, se aflojó la corbata y cerró las persianas de madera. Después, dejando el resto intacto, se sentó a esperar.

Oyó sonar las diez y media en el reloj de la Aduana. Las once en punto, las once y media. La luz del exterior se proyectaba contra la penumbra cada vez con más fuerza, dibujando finas rayas horizontales sobre la pared. Se acercaba el mediodía cuando por fin oyó pasos y gritos, ladridos y un escándalo que se iba aproximando. Golpes, chirridos, portazos, como si una turba estuviera poniendo la casa entera patas arriba. Hasta que su puerta, sin que nadie se molestara en llamar antes, se abrió de par en par.

—¡Es usted un traidor y un hijo de mala madre! ¡Un cobarde, un desgraciado!

—Puede recoger su dinero cuando guste en la casa bancaria Calafat —dijo sin inmutarse.

Llevaba un largo rato esperándola, previendo su reacción.

—¡Le estuve esperando, di mi palabra a Novás de que vendría!

Doña Caridad entró unos instantes después, arrastrando su cojera y una catarata de disculpas. Tras ella, cuatro o cinco esclavos se agolparon bajo el dintel. La bichón, contagiada por la ira de su propietaria, ladraba como poseída por el can de Belcebú.

Delante de todos ellos, Carola Gorostiza se llenó los pulmones de aire y le vomitó su última advertencia:

—No le quepa duda, Mauro Larrea, de que volverá a saber de mí.

20

      

Por ninguna razón concreta, aquella noche volvió al Café de El Louvre. Para dejar de machacarse el pensamiento, a lo mejor. O para amortiguar su soledad entre el gentío.

Esquivó las mesas bajo los portales, llenas de jóvenes y figurones, y accedió al interior. Entre palmas frondosas y enormes espejos que multiplicaban engañosos las presencias, tampoco en el comedor faltaba vitalidad. Le sirvieron pargo a la brasa y otra vez vino francés, rechazó el postre y acabó con un café al gusto cubano, bien cargado, con poca agua y raspadura para limar el amargor. Había mentido sin reparo a la propietaria de su hospedaje cuando el día anterior le dijo que tanto café empezaba a sentarle mal: todo lo contrario. Aquel café tan denso, tan oscuro, era prácticamente lo único que le estimulaba desde que llegó.

A medida que daba cuenta del pescado, vio que eran unos cuantos los recién llegados que se encaminaban hacia la amplia escalera del fondo.

—¿Hay mesas arriba? —preguntó al mesero mientras pagaba la cuenta.

—Todas las que guste su merced.

El tresillo y el monte eran los juegos de moda, y la sala del piso superior de El Louvre no era excepción. A pesar de ser relativamente temprano, ya habían arrancado un par de partidas. En una mesa de esquina, un jugador solitario colocaba con chasquidos las fichas de dominó; en otra se oía el ruido de los dados entrechocando. Pero los ojos de Mauro Larrea se desviaron hacia el fondo, al espacio iluminado por unas grandes bombas de cristal colgadas del techo.

Bajo éstas tres mesas de billar. Dos en calma, una ocupada. En ella lanzaban tiros sin entusiasmo un par de españoles cuyo origen distinguió con los ojos y los oídos: trajes de paño, maneras más formales y un tono al hablar infinitamente más duro, más áspero y cortante que el de los naturales del Nuevo Mundo.

Se acercó a una de las mesas vacías, deslizó despacio la mano por la madera encerada de las bandas. Agarró luego una bola y apretó la frialdad del marfil. La sopesó, la hizo rodar. Sin prisa, demorando cada segundo, sacó después un taco de su estante y de pronto, sin preverlo, como una caricia tierna después de una pesadilla, como un sorbo de agua fresca tras una larga caminata bajo el sol, sintió un consuelo difícil de describir. Quizá, desde que desembarcó en ese puerto, aquello fuera lo único que logró infundirle una pizca de serenidad.

Palpó la puntera del taco, cerró y abrió la mano varias veces sobre el mango apreciando su volumen y su textura; después desplazó los ojos por el océano de fieltro verde. Por fin tenía ante sí algo que le era conocido, cercano, controlable. Algo sobre lo que ejercer sus capacidades y su voluntad. Sus recuerdos volaron por unos instantes años atrás, hacia rincones perdidos entre los dobleces de la memoria: a las noches turbias y violentas de los campamentos, a tantas tardes en locales inmundos llenos de vociferantes mineros de uñas negras ávidos por dar con la veta madre, con un golpe de suerte en forma de filón que los sacara de la miseria y les descerrajara la puerta de acceso a un futuro carente de penurias. Decenas, centenares, miles de partidas en oscuros tugurios hasta la alborada: con amigos que fue dejando por el camino, contra adversarios que acabaron convirtiéndose en hermanos, frente a hombres que un mal día fueron tragados por el fondo de la tierra o por una malaventura que no fueron capaces de remontar. Tiempos tremendos, broncos, devastadores. Con todo, cuantísimo los añoraba ahora. Al menos por entonces tenía un objetivo nítido y certero por el que luchar al levantarse cada mañana.

Colocó las bolas en sus posiciones, volvió a agarrar el taco con mano firme. Flexionó el brazo derecho, se dobló sobre la mesa y expandió sobre ella el izquierdo en toda su longitud. Y lejos de su mundo y de los suyos, solo, frustrado y confuso como jamás imaginó que llegaría a estarlo en su vida, por unos instantes Mauro Larrea se reencontró con el hombre que un día fue.

La carambola resultó tan limpia, tan luminosa, que los peninsulares de la mesa vecina plantaron sus tacos en el suelo y dejaron de inmediato de hablar entre sí. Con ellos arrancó su primera partida, sin saber sus nombres ni sus quehaceres y sin presentarse a sí mismo. Otros hombres los fueron sustituyendo en el transcurso de la noche: jugadores más o menos avezados empeñados en medirse con él. Espontáneos, optimistas, confianzudos, retadores. A todos les fue ganando partida tras partida a la vez que el piso superior de El Louvre se iba abarrotando y en las mesas apenas quedaba un sitio libre, y el humo y las voces se elevaban hasta las vigas del techo y salían por las altas ventanas abiertas al Parque Central.

Apuntaba ahora de cerca a una bola blanca con gesto concentrado, calculando el movimiento preciso para lanzarla de lleno contra la roja que esperaba incauta al fondo de la mesa. Algo le distrajo entonces la atención, no pudo precisar qué fue. Un movimiento brusco, una palabra desconcertante. O quizá la desnuda intuición de que algo no encajaba en el orden de las cosas. Alzó brevemente la mirada sin cambiar de posición, ampliando su horizonte un poco más allá de la banda. Fue entonces cuando lo vio.

De inmediato supo que, a diferencia del resto de los presentes, Gustavo Zayas no sólo estaba contemplando su juego como un mero pasatiempo sino que, con su mirada de ojos claros, aquel hombre también le estaba traspasando la piel.

Deslizó el taco con aparente parsimonia entre el anillo que formaban sus dedos hasta que remató la jugada mediante un golpe seco. Se enderezó entonces, comprobó la hora y calculó que llevaba más de tres horas sobre el tapiz. Ante el murmullo de contrariedad de algunos de los espectadores, depositó el taco en su bastidor dispuesto a dar término a la noche.

—Permítame que le convide a un trago —escuchó a su espalda.

Cómo no. Con un simple gesto, aceptó ante la imprevista invitación del marido de la Gorostiza. Qué carajo quieres de mí, pensó mientras ambos se abrían paso por la sala saturada; con qué historias te fue tu mujer. Pero no preguntó.

Aceptó una copa de brandy y pidió una jarra de agua que bebió íntegra en tres vasos seguidos; sólo entonces fue consciente de la sed que acumulaba, del nudo de su corbata medio deshecho y de su ropa empapada de sudor. Tenía también el pelo revuelto y los ojos brillantes, pero eso tan sólo lo apreciaban los demás. Zayas, por su parte, lucía impecable. Bien peinado como siempre; bien vestido y exquisito en sus maneras. Impenetrable más allá.

—Nos conocimos en el baile de Casilda Barrón, ¿recuerda?

Se habían sentado en sendas butacas junto a un gran balcón abierto a la noche antillana. Lo contempló unos instantes antes de contestarle: el rostro tenso de siempre, un rictus de algo que recordaba a la amargura pegado a la piel. Qué te turba, hombre de Dios, le habría preguntado. Qué te araña el alma, qué te corroe.

—Lo recuerdo perfectamente —fue en cambio lo que dijo.

El inicio de la conversación se vio interrumpido por unos cuantos señores que se acercaron a saludar. Le felicitaron por su buen juego; alguno recordaba haberlo visto en la mansión de El Cerro, otro en el teatro. Le preguntaron por su nombre, por su procedencia —español, ¿no?, sí, no, bueno, no, sí—. Le ofrecieron sus tabacos, sus salones y sus mesas, y en esos términos básicamente insustanciales transcurrió la charla espontánea mientras en él crecía la sensación de que por fin, a ojos del mundo, volvía a existir.

El cuñado de Gorostiza permaneció prácticamente callado. Pero no ausente, ni distante. Atento, ojo avizor con las piernas cruzadas, dejándoles hacer.

—Y fue un elegante gesto por parte del señor Zayas cederle todo el protagonismo esta noche —intervino uno de los presentes; un agente portuario, si no recordaba mal.

Él alzó su copa. ¿Perdón?

—Manejar el taco con brillantez debe de ser algo que corre por las venas de los peninsulares y que nosotros, los criollos, sabe Dios por qué razón, no hemos logrado todavía igualar.

Hubo una carcajada unánime y Mauro Larrea se unió a medias, sin ganas. Acto seguido, alguien aclaró:

—Desde que llegó a La Habana hace ya unos buenos años, nuestro amigo aquí presente no ha tenido rival en una mesa de billar.

Todos los ojos se volvieron hacia Zayas. Así que era el mejor jugador de aquel puerto. Así que le había concedido a él, un advenedizo, la pleitesía de dejar que se luciera en su propio feudo.

Cautela, hermano. Cautela. La voz de su apoderado surgió como un proyectil directo a su cerebro, intentando reencauzar sus pensamientos. ¿Dónde carajo te metiste cuando te pedí consejo a gritos por el asunto del negrero asqueroso?, estuvo a punto de bramarle de vuelta. Contente, Mauro, no te lances, insistió Andrade sobre su conciencia. Sin habértelo propuesto, acabas de lograr un formidable golpe de efecto en un sitio crucial. Te has dado a conocer por ti mismo en una capital de vida licenciosa y derrochadora en la que el juego mueve querencias, designios y fortunas. Esta noche empiezas a tener un nombre, se te han abierto contactos, tras ellos vendrán las oportunidades. Ten un poco de paciencia, compadre, sólo un poco.

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