Authors: María Dueñas
Dispuesta para salir a ningún sitio, masculló el minero mientras se acercaba al cuarto del fondo.
—La llave, Santos —ordenó tendiendo la mano.
Dos vueltas y entró.
Le esperaba de pie, alertada por su voz tras la puerta. Furiosa, como era previsible.
—Pero ¿qué usted se pensó, cretino? ¡Haga el favor de sacarme de aquí inmediatamente!
No le pareció, en efecto, que tuviera mal aspecto a pesar de la incongruencia entre lo modesto de la habitación y su vestido magenta coronado por la melena negra y espesa hasta media espalda.
—Me temo que va a ser imposible hasta dentro de unos días. Entonces la llevaré a Cádiz para embarcarla de vuelta a La Habana.
—¡Ni se le pase por la cabeza!
—Venir hasta aquí desde Cuba ha sido un absoluto despropósito, señora Gorostiza. Le ruego que reconsidere su comportamiento y aguarde serena unos días. En breve quedará organizada su partida.
—Sepa que no pienso moverme de esta ciudad hasta recabar el más ínfimo puñado de tierra de lo que me corresponde. Así que deje de mandarme indios y matasanos, y arreglemos nuestros asuntos de una vez.
Se llenó los pulmones de aire, intentando mantener la compostura.
—Nada hay que arreglar: todo se realizó según convinimos su marido y yo. Todo está en orden, ratificado en una testamentaría. Este empeño en recuperar lo perdido no tiene ni pies ni cabeza, señora. Recapacite y asúmalo.
Le miró con esos ojos suyos tan negros y tan insidiosos. De la boca le brotó un ruido parecido al de una nuez cascada; como si una amarga risa seca se le hubiera quedado atravesada en algún sitio.
—Usted no entiende nada, Larrea; no entiende nada.
Él alzó las manos con gesto de resignación.
—No entiendo nada, verdaderamente. Ni de sus amaños ni de sus despropósitos entiendo nada en absoluto y, a estas alturas, me da igual. Lo único que sé es que usted aquí no tiene nada que hacer.
—Necesito ver a Soledad.
—¿Se refiere a la señora Claydon?
—A la prima de mi marido, a la causante de todo.
Para qué seguir ahondando en sus sinrazones, si no había ningún destino al que llegar.
—No creo que comparta su interés; le aconsejo que vaya olvidándose de ella.
Ahora sí que la risa le brotó entera, con una carga de acidez.
—¿O es que también a usted le sorbió el seso? ¿Ah?
Calma, hermano, se advirtió. No le sigas el juego, no la dejes embaucarte.
—Sepa que pienso denunciarle.
—Si necesita cualquier cosa, hágaselo saber a mi criado.
—Y que comunicaré su comportamiento a mi hermano.
—Procure descansar y reservar energías: la travesía del Atlántico, ya sabe, puede ser borrascosa.
Al ver que Mauro Larrea se dirigía a la puerta con intención de volverla a dejar encerrada, la indignación se tornó en cólera y amagó con abalanzarse. Para impedírselo, para abofetearlo, para mostrarle su rabia. Él la rechazó con el antebrazo en horizontal.
—Cuidado —advirtió severo—. Ya está bien.
—¡Quiero ver a Soledad! —exigió con un grito agudo.
Agarró el pomo como si no la hubiera oído.
—Volveré cuando me sea posible.
—Después de ser la causante de todos los males de mi matrimonio, ¿la muy maldita no va venir siquiera a hablar conmigo?
No fue capaz de interpretar aquella desconcertante frase, como tampoco creyó que valiera la pena aclararle unos cuantos extremos que contradecían su acusación. Que fueron sus propias maquinaciones las que desproveyeron a las hijas de Sol de su futura herencia, por ejemplo; que fueron sus tretas las que impulsaron a su primo Luis Montalvo, un pobre diablo enfermo y desgastado, a abandonar su mundo para acabar muriendo en una tierra ajena. Más tenía que reprocharle Soledad a ella que al revés. Pero tampoco quiso entrar por ahí.
—Creo que está empezando a desvariar, señora; necesita seguir reposando —le aconsejó con un pie en el corredor.
—No va a conseguir librarse de mí.
—Haga el favor de comportarse.
El último grito traspasó la puerta recién cerrada, acompañado por el resonar de un puño golpeando con saña la madera.
—¡Es usted un ser ruin, Larrea! ¡Un hijo de mala madre, y un…, un…!
Los últimos insultos no le llegaron a los oídos; su atención ya estaba puesta en otro objetivo.
* * *
Dos mil seiscientos reales en camarote o mil setecientos cincuenta en cubierta; eso era lo que iba a costarle empaquetar a la Gorostiza hasta La Habana. Y con la esclava a su lado, sería el doble. Se lo acababan de notificar en una agencia de portes y pasajes de la calle Algarve, y de ella salía maldiciendo su negra suerte no sólo por tener que gestionar cómo librarse de su ingrata presencia, sino por el mordisco inesperado a sus famélicos capitales.
Cinco días más tarde zarparía desde Cádiz el correo
Reina de los Ángeles.
Con escalas en Las Palmas, San Juan de Puerto Rico, Santo Domingo y Santiago de Cuba, incluso le dieron la información impresa. Unas cuatro o cinco semanas de singladura, puede que seis, dependerá de los vientos, ya sabe usted, le dijeron. Las ganas de tenerla lejos eran tan inmensas que estuvo tentado a comprometer de inmediato el pasaje, pero la razón lo previno. Espera, compadre. Un día al menos, negoció consigo mismo. Según transcurriera la jornada, a la mañana siguiente dejaría el asunto cerrado. A partir de entonces, y mientras no se resolvieran las intenciones de los madrileños, llegaría lo que hasta entonces había pretendido evitar a toda costa: las puñaladas a los dineros de su consuegra y no para invertirlos en jugosos proyectos como ella le pidiera, sino para su más parco sobrevivir.
—¿Mauro?
Abajo se vinieron todos los razonamientos y anticipaciones que iba amontonando en su cabeza en una estructura de aparente solidez. Se los llevó como un soplo la sola presencia de Sol Montalvo a su espalda en la plaza de la Yerba, con su gracia y sus andares bajo los árboles de ramas peladas y el gris plomo del cielo en aquella mañana desabrida de otoño; con su capa del color de la lavanda y la intriga pintada en el rostro, camino a la calle Francos.
—¿Ya la vio?
Le sintetizó el encuentro en una breve parrafada de la que omitió algunos apuntes, mientras los dos permanecían parados frente a frente en mitad de la pequeña plaza, llena de idas y venidas a esa hora de comercios abiertos y actividad a borbotones.
—En cualquier caso, creo que me gustaría hablar con ella. Es la esposa de mi primo, al fin y al cabo.
—Mejor evítela.
Negó con la cabeza, rechazando su advertencia.
—Hay algo que necesito saber.
Él no se anduvo con miramientos.
—¿Qué?
—Acerca de Luis. —Desvió la mirada al suelo lleno de hojas sucias y pisoteadas, bajó la voz—. Cómo fueron sus últimos días, cómo fue ese reencuentro con Gustavo.
La mañana seguía bullendo: almas que cruzaban hacia la plaza de los Plateros o del Arenal, cuerpos que se apartaban al paso de un carro, que se saludaban y se detenían unos momentos para preguntar por la salud de un pariente o quejarse de lo feo que había amanecido el día. Dos señoras de porte distinguido se les acercaron en ese instante, haciendo estallar la burbuja invisible de melancolía en la que ella se había guarecido momentáneamente. Soledad querida, qué gusto verte, cómo están tus niñas, cómo está Edward, cuantísimo lamentamos la pérdida de Luis, ya nos dirás cuándo es el funeral. Nos veremos en casa de los Fernández de Villavicencio en el Alcázar, ¿verdad? Encantadas de conocerle, señor Larrea. Un placer. Adiós, hasta la noche, un placer.
—Nada bueno va a sacar de ella, hágame caso —dijo retomando la conversación tan pronto las perdieron de vista.
Ahora fue un varón maduro de aspecto más que respetable quien les interrumpió. Nuevos saludos, más pésames, un piropo galante. Hasta la noche, querida. Señor Larrea, un honor.
Quizá aquellas presencias no eran incordios sobrevenidos, sino señales de aviso: mejor no seguir en esa dirección. Así lo pensó el minero y así pareció verlo Soledad cuando cambió del todo el rumbo y el tono.
—Ya me dijo Manuel que le habían invitado al baile; él no sabe si podrá llegar, tenía previstas unas sesiones médicas en Cádiz. ¿Cómo irá usted?
—No tengo la menor idea —reconoció sin tapujos.
—Venga a casa, vayamos juntos en mi carruaje.
Dos segundos de silencio. Tres.
—¿Y su marido?
—Sigue fuera.
Él sabía que ella mentía. Ahora que por fin era consciente de los muchos años y los muchos desajustes del marchante de vinos, intuía que difícilmente podría encontrarse lejos de su mujer.
Y ella sabía que él no lo ignoraba. Pero ninguno de los dos lo demostró.
—Allí estaré entonces, si lo considera oportuno, con mis mejores galas de indiano opulento.
Por fin cambió la expresión de Soledad, y él sintió una especie de ridículo orgullo pueril al haber sido capaz de sacarle una sonrisa entre los nubarrones. Serás pendejo, berreó Andrade. O la conciencia. Déjenme los dos en paz, largo de aquí.
—Y para que no vuelva a reprocharme que vivo hecho un salvaje, sepa también que contraté sirvientes.
—Eso está bien.
—Una pareja entrada en años que ya trabajó para su familia.
—¿Angustias y Simón? Vaya, qué casualidad. ¿Y está contento con ellos? Angustias era hija de Paca, la vieja cocinera de mis abuelos; las dos tenían unas manos excelentes.
—De eso se vanagloria. Hoy precisamente iba a prepararme…
Le interrumpió desenvuelta:
—¿No me irá a decir que Angustias va a guisarle su legendario conejo al ajillo?
A punto estaba de preguntarle y usted cómo demonios lo sabe, cuando una ráfaga de repentina lucidez le paró. Claro que lo sabía, imbécil, cómo no iba a saberlo. Sol Claydon sabía que la pareja de sirvientes llegaría a su nueva residencia porque ella misma se había encargado de que así fuera: ella fue quien decidió que adecentaran el decrépito caserón de su familia para que él pudiera vivir con mediana comodidad, quien ordenó que alguien le preparara comidas calientes y le lavara la ropa, quien se aseguró de que la vieja criada armonizara con Santos Huesos. Soledad Montalvo lo sabía todo porque, por primera vez en su vida, a aquel minero vivido, bragado, fogueado en mil batallas, se le había cruzado en el camino una mujer que, al socaire de sus propios intereses y sus propias urgencias, iba siempre tres pasos por delante de él.
39
La primera hora de la tarde apuntaba lluvia.
—¡Santos!
Todavía vibraba el eco del nombre sobre las paredes cuando recordó que no tenía ningún sentido llamarle: su criado seguía haciendo guardia frente a la puerta de la Gorostiza.
Acababa de revolver los baúles en busca de un paraguas que no halló. Cualquier otro día le habría importado poco mojarse en caso de que el cielo se acabara abriendo, pero esa noche, no. Bastante insólita iba a ser su presencia en el palacio del Alcázar acompañando a Sol Claydon en ausencia de su esposo, como para hacerlo además empapado.
Sopesó pedírselo a Angustias o a Simón, y camino de las cocinas andaba cuando cambió de idea. Quizá en los desvanes, en los altos de la casa, podría haber alguno. Del Comino, o de quien fuera. De allí habían sacado Santos Huesos y él algunos de los parcos muebles y enseres entre los que ahora transcurrían sus jornadas, desde los viejos colchones de lana sobre los que dormían hasta las palmatorias de barro cocido que sostenían las velas que iluminaban la penumbra de sus noches. Quizá lo encontrara, nada perdía con probar.
Anduvo revolviendo armarios y cajones de madera, moviéndose entre paredes que evidenciaban el paso del tiempo: pardas, faltas de calor y cal. Entre los desconchones aún se percibían huellas de manos sucias, roces, muescas y centenares de manchas de humedad de todos los tamaños; incluso algunas burdas anotaciones hechas con un pedazo de carbón o grabadas con algún objeto puntiagudo: el extremo de una llave, el filo de una piedra. Dios salve, rezaban unas letras sobre el lugar donde alguna vez estuvo el cabecero de una cama. Madre, decían otras con torpeza casi analfabeta. Al fondo de un pasillo de techos bajos, dentro de una pieza en la que dormían el sueño de los justos un par de cunas y un caballo de madera con la crin desmochada, tras la puerta halló una inscripción más. A la altura intermedia entre su codo y su hombro, del tamaño de dos manos abiertas. Un corazón.
Algo infundado le hizo agacharse para mirarlo de cerca: como el animal que no busca presa, pero estira intuitivo el cuello y las orejas cuando el olfato le indica la cercanía de una captura en potencia. Tal vez fuera el pálpito de que una criadita enamorada de un flaco jornalero jamás habría dibujado aquel símbolo de una manera tan precisa; tal vez el aspecto refinado e incongruente de la oscura sustancia usada para pintarlo: tinta, quizá óleo. Fuera por la razón que fuera, acercó los ojos a la pared.
El corazón aparecía atravesado por una flecha, herido por un juvenil amor. A ambos lados de ésta, en sus extremos, percibió unas letras. Las mayúsculas aparecían rubricadas con más fuerza y anchura, las minúsculas las seguían en trazos rectos, concisos. El nombre que las letras conformaban a la izquierda del corazón, junto a la cola de la flecha, comenzaba por una G. A su derecha, rozando la punta, el otro se iniciaba con una S. G de Gustavo, S de Soledad.
Apenas tuvo tiempo para digerir aquel hallazgo cándido y desconcertante en partes proporcionales: la voz de Angustias desde el piso bajo le obligó a enderezarse. Le llamaba a gritos, ansiosa.
—¡Así que no lo encontraba yo por ningún lado, señorito! ¡Cómo iba a imaginarme que andaba usted enredando por los sobrados! —exclamó aliviada al verle descender trotando por los escalones que llevaban a la parte menos noble de la casa.
Ni siquiera le dejó preguntar para qué lo requería con aquella urgencia.
—En el zaguán tiene a un hombre —anunció—. Parece que viene apurado, pero servidora no entiende ni papa de lo que dice y el Simón se ha acercado a donde el herrero en busca de una ganzúa, así que haga usted el favor, don Mauro, y asómese a ver qué se le antoja a la criatura.
Algo pasó en la calle Francos, anticipó mientras recorría apresurado la galería y bajaba de dos en dos los peldaños de la grandiosa escalera de mármol. Algo se salió de madre con la Gorostiza, Santos Huesos no se atrevió a dejarla sola y mandó a avisar.