La Templanza (61 page)

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Authors: María Dueñas

BOOK: La Templanza
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Aquello era lo que le había obligado a redactar sobre el buró de su cuarto: la manumisión de la joven por la que penaba su fiel Santos Huesos.

Cuando quiera, Mauro. La voz de Fatou se oyó a sus espaldas antes de que el criado pudiera reaccionar.

—Ándate a la carrera a decirle a Trinidad que vuele a casa del banquero tan pronto desembarque en La Habana —añadió bajando el tono—. En cuanto lea este documento, él le indicará cómo debe proceder.

Al criado, entumecido, le faltaron las palabras.

—Ya pensaremos cómo pueden reencontrarse cuando sea momento —zanjó él palmeándole con vigor el hombro como para ayudarle a salir del desconcierto—. Ahora, apúrate y vámonos.

*   *   *

Nadie tendría que esperarles en el muelle, pero les aguardaba una silueta oscura portando un farol. A medida que se fueron acercando, distinguieron dentro de ella a un muchacho. Un esportillero a la caza del último acarreo del día, o un pillastre de la calles, o un enamorado contemplando la negrura de la bahía mientras penaba, ay, por un querer infeliz; nada que ver con ellos seguramente. Hasta que, a punto de desembarcar, lo oyeron.

—¿Alguno de los señores responde a las señas de Larrea?

—Servidor —dijo tan pronto tocó tierra firme con los dos pies.

—Le reclaman en la fonda de Las Cuatro Naciones. Sin demora, a ser posible.

Algo se le había torcido a Ysasi con el inglés, no necesitó preguntar.

—Aquí nos despedimos de momento, amigo mío —dijo tendiendo una mano precipitada a Fatou—. Inmensamente agradecido quedo por su generosidad.

—Tal vez pueda acompañarle…

—Ya he abusado de usted lo suficiente, mejor será que le deje volver a casa. Hágame el favor, no obstante, de poner a la señora Claydon sobre aviso. Y ahora le ruego que me disculpe, pero debo ausentarme de inmediato; me temo que no se trata de un asunto menor.

Por aquí, señor, advirtió el muchacho impaciente haciendo oscilar la luz. Tenía orden de acompañarles hasta la fonda a la carrera, y no estaba dispuesto a perder el real comprometido. Y el minero le siguió a zancadas, con Santos Huesos detrás aún rumiando desconcierto.

Salieron del puerto, recorrieron la calle del Rosario y el callejón del Tinte al fin, sin apenas más transeúntes a esas horas que algún alma triste envuelta en harapos adormecida contra una fachada. Pero no lograron llegar a la fonda: se lo impidió alguien que emergió en mitad de la plaza de Mina y les paró entre las sombras de los ficus y las palmeras canarias.

—Toma —dijo Ysasi tendiéndole una moneda al mozo—. Déjanos la lámpara y arrea.

Aguardaron a que se desvaneciera en la oscuridad.

—Se va. Ha encontrado un barco que lo lleva a Bristol.

Sabía que el médico se estaba refiriendo a Alan Claydon. Y sabía que aquello era una absoluta contrariedad porque significaba que en ocho días, diez a lo sumo, el hijastro estaría en Londres emponzoñando los asuntos familiares otra vez. Para entonces, Sol y Edward apenas habrían tenido tiempo de recluirse.

—Me lo traje desde Jerez convencido él de que iba a partir para Gibraltar por mi pura cortesía, pero hemos tenido la mala ventura de coincidir en el comedor de la fonda con tres ingleses; tres importadores de vino que celebraban con una buena cena la última noche de su estancia en España. Sentados unas mesas más allá, hablaban de botas y galones de oloroso y amontillado, de las excelentes operaciones que habían conseguido; de calidades y precios, y de la urgencia que tenían por colocarlo todo en el mercado.

—Y él les oyó.

—No sólo. Les oyó, se levantó de la mesa y se acercó a ellos, les habló.

—Y les pidió que lo llevaran directo a Inglaterra.

—En un sherry ship listo para zarpar cargado de vino hasta el palo mayor. A las cinco de la mañana han quedado en reencontrarse.

—Pinche malaventura.

—Eso exactamente pensé yo.

Imbécil, se dijo entonces. Cómo se le ocurrió proponer al médico que expusiera abiertamente al hijastro en un establecimiento público dentro de una ciudad en la que sus compatriotas no escasean. Obsesionado como estaba por desembarazarse de la Gorostiza, abstraído por la posible venta inminente de las propiedades y por las exasperantes decisiones de Nicolás, no había tenido en cuenta ese detalle. Y el detalle se acababa de convertir en un descomunal error.

Hablaban en la semioscuridad de la plaza que antaño fuera la huerta del convento de San Francisco, de pie y en tono quedo con los cuellos de los capotes alzados, bajo el enrejado de hierro por el que trepaban sombrías las buganvillas sin flores.

—No se trata de simples comerciantes de paso: esos ingleses son gente del negocio con sólidos contactos por aquí —prosiguió Ysasi—. Conocían a Edward Claydon, se mueven en el mismo circuito, así que, a lo largo de los días de travesía conjunta hasta la Gran Bretaña, tendrán tiempo a montones para enterarse de todo lo que Alan tenga a bien contarles, y él para dosificar sus infundios.

—Buenas noches.

La voz femenina a unos pasos de distancia le erizó la piel. Soledad se acercaba a su espalda, embozada en su capa de terciopelo, rasgando la noche con el ritmo ágil de sus pies. Decidida, preocupada, llevando a Antonio Fatou a un costado. Los saludos fueron breves y con voces apagadas, sin moverse de la umbría de los jardines. El lugar más seguro, sin duda. O el menos comprometedor.

Apenas estuvieron cerca, Mauro Larrea apreció en sus ojos el rastro de su llanto amargo. Escuchar tras la puerta las descarnadas confesiones de la Gorostiza sobre su primo Gustavo había desmontado de un golpe atroz el entramado sobre el que su familia construyó una cruel e injusta versión de la realidad. No debía de ser fácil para ella asumir la verdad desconcertante más de veinte años después. Pero la vida sigue, pareció decirle la jerezana en un fugaz diálogo mudo. El dolor y el remordimiento no me pueden lastrar ahora, Mauro; ya llegará el momento de que me enfrente a ellos. De momento, debo continuar.

Un escueto gesto le sirvió a él para decir de acuerdo. Y después, también sin palabras, le preguntó qué hacía Fatou allí otra vez. Bastante incordio le causamos ya; bastantes mentiras le contamos y bastante nos expusimos ante él, vino a decirle. Ella lo tranquilizó alzando la curva de una de sus armoniosas cejas. Comprendido, replicó mediante un leve movimiento del mentón. Si lo trajiste contigo, alguna razón tendrás.

El médico les resumió el problema sobrevenido con un puñado de breves frases.

—Eso inhabilita lo previsto —musitó Sol por respuesta.

Qué carajo es lo previsto, pensó él. En el tumultuoso día que llevaba a cuestas, nada, absolutamente nada, había tenido tiempo de prevenir.

Las palabras de Fatou justificaron entonces su presencia entre ellos.

—Disculpen mi intromisión en este asunto ajeno, pero la señora Claydon me puso al tanto de su desafortunada situación familiar. A fin de contribuir a solventarla, yo le había ofrecido la posible solución de embarcar a su hijastro hasta Gibraltar en un laúd de cabotaje. Pero no está previsto que zarpe, en cualquier caso, hasta pasado mañana.

Así que por eso estás aquí, mi querido amigo Antonio, se dijo el minero ocultando una mueca cargada de sarcasmo. Tú también tienes sangre caliente en las venas y a ti también te cautivó nuestra Soledad. Por delante había ido ella, como siempre: ni una puntada sin hilo daba nunca la última de los Montalvo. Ahora entendía Mauro Larrea la razón por la que ella se había quedado a lo largo del día entero en Cádiz. Para ir avanzando: tanteando a Fatou, persuadiéndole sutilmente, seduciéndole como le había seducido a él. Conquistando, en definitiva, la voluntad del comerciante con el objetivo único de canalizar lo antes posible el destino de Alan Claydon. Y el de ella y su marido tras él. Naturalmente.

El silencio trepó por las datileras y se enredó entre los troncos de los magnolios; oyeron luego al sereno dar las doce menos cuarto con su chuzo y su linterna desde uno de los costados de la plaza. Entretanto, formando un pequeño corro, cuatro cerebros cavilaban bajo las estrellas sin hallar salida alguna.

—Mucho me temo que esto se nos va de las manos —concluyó Ysasi con su habitual tendencia a ver siempre la botella medio vacía.

—De ninguna de las maneras —solventó tajante Soledad.

La cabeza que emergía de entre los pliegues de terciopelo de una elegante capa de factura parisina acababa de tomar una decisión.

52

      

A partir de ahí, todo fue movimiento. Pasos, zancadas, cruce de órdenes, más de una carrera. Recelos e incertidumbre a borbotones. Dudas, resquemor. Quizá todo fuera un desatino disparatado. Quizá aquélla fuera la más temeraria de todas las formas posibles de sacar a Alan Claydon del mapa durante una larga temporada pero, con la madrugada soplándoles en la nuca como una bestia hambrienta, o procedían con presteza, o Bristol acabaría ganando el lance.

Las tareas y funciones quedaron repartidas de inmediato. En la calle de la Verónica urgieron a la joven Paulita para que preparara un escueto equipo de viaje con un puñado de prendas masculinas en desuso; cuatro marineros de confianza fueron sacados del sueño recién agarrado; el anciano Genaro compuso unos cuantos bultos con avituallamiento adicional. Era cerca de la una cuando el doctor entró de nuevo en la fonda.

—Tenga la amabilidad de despertar al caballero inglés del cuarto número seis, haga el favor.

El mozo de noche le miró con cara de sueño.

—El aviso lo tengo para las cuatro y media, señor mío.

—Hágase a la idea de que acaban de sonar —dijo deslizando un duro sobre el mostrador. Sabía que Claydon no tendría manera de saber la hora exacta en la que el mundo se movía: por fortuna para ellos, el reloj fue lo primero que los bandoleros le limpiaron.

El hijastro llegó en apenas minutos al patio central. Llevaba los pulgares entablillados con vendas y un corte en la mejilla; la piel antes clara y cuidada del rostro lucía ahora el desgaste de una jornada tremebunda pasada en el fondo de un barranco: pruebas tangibles de los penosos momentos que le brindó aquel país del sur, fanático y estrafalario, con una de cuyas hijas —para su contrariedad— decidió casarse su padre. Todo lo acontecido durante su breve estancia en España había sido violento, brutal, demencial: la irrupción a patada limpia del supuesto amante de su madrastra en el dormitorio, el indígena que le destrozó los pulgares sin alterar su pacífico semblante, el atraco de unos salteadores de caminos que estuvieron a punto de afanarle hasta el apellido. A juzgar por el paso raudo con el que Ysasi le vio aproximarse, debía de ser inmensa su avidez por abandonar cuanto antes aquella tierra desventurada.

Una mueca poco grata, sin embargo, se le asomó al no hallar ni sombra de los marchantes de Bristol.

El doctor lo tranquilizó. Acaban de salir hacia el muelle para arreglar los últimos trámites, dijo con el inglés que aprendió entre las institutrices de los Montalvo; se ha adelantado la hora del embarque previniendo adversos cambios de tiempo, yo mismo le acompañaré. La suspicacia pasó fugaz por el rostro de Alan Claydon pero, antes de poder dar una segunda pensada a las palabras del médico, éste profirió un contundente come on, my friend.

Habían convenido que fueran Ysasi y Fatou los únicos que dieran la cara acompañándole. El médico era una carta segura porque ya tenía ganada su confianza. Y el joven heredero de la casa naviera porque, encandilado por los habilidosos e interesados encantos de Soledad, había decidido ponerse ciegamente de su lado desoyendo las mil sensatas razones que le dictaban tanto su esposa como el sentido común.

En el muelle les esperaban dos botes amarrados a la espera, cada uno con un par de marineros a los remos: recién sacados a toda prisa de sus jergones, preguntándose aún somnolientos qué bicho le habría picado al señorito Antonio para ofrecerles un duro de plata por cabeza si salían a esas horas a la mar. Fatou, lógicamente, no se identificó ante el hijastro por su nombre, pero sí actuó con toda la seriedad posible, comunicándose con el recién llegado en el inglés formal que cotidianamente utilizaba en su negocio para mover sus mercancías desde la piel de toro hasta la Pérfida Albión. Cuatro o cinco vaguedades respecto al falso viento cambiante o una improbable niebla matutina, un par de menciones a los gentlemen from Bristol que ya habían partido supuestamente hacia el sherry ship anclado en la bahía, y la urgencia de que míster Claydon les siguiera lo antes posible. Choque de manos de despedida; thank you por aquí, thank you por allá. Sin opción ya para la duda o el arrepentimiento, el hijastro se acomodó mal que bien en la pequeña embarcación. La negrura de la noche no les impidió ver el desconcierto que aún llevaba pintado en el rostro cuando el cabo de amarre quedó suelto. Ysasi y Fatou lo contemplaron desde el cantil mientras los boteros comenzaban a remar. Vaya con Dios, amigo. God bless you. May you have a safe voyage.

Le concedieron unos minutos a fin de no amargarle la breve travesía antes de tiempo. Rumbo a la Gran Antilla lo mandaban, sin contemplaciones y sin él saberlo. A una isla caribeña bulliciosa, calurosa, agitada y palpitante, donde el inglés sería un intruso pobremente acogido y de donde —sin contactos ni dinero como iba— confiaban en que le costara un largo infierno retornar. En cuanto estimaron que la distancia era prudente, de las bambalinas entre las tinieblas emergió el resto de la troupe para culminar la función. El mayordomo Genaro y un joven criado de la casa acarrearon hasta el segundo bote las provisiones. Más pipas de agua, más comida, otro par de colchones, tres mantas, un quinqué. Soledad se unió a Antonio Fatou y a Manuel Ysasi para comentar las últimas impresiones, y Mauro Larrea, entretanto, reclamó a su lado a Santos Huesos bajo un toldo de lona junto a la muralla.

—Déjeme un momentito nomás, patrón, que acabe de ayudar.

—Ven para acá, no hay momento que valga.

Se acercó sosteniendo todavía un costal de habichuelas a la espalda.

—Te vas con ellos.

Dejó caer el fardo al suelo, desconcertado.

—No me fío un pelo del inglés.

—¿En verdad me está pidiendo que vuelva a Cuba sin usted?

Su agarradero, su sitio en el mundo, la razón de sus vaivenes. Todo aquello era para el muchacho ese minero que lo sacó del fondo los pozos de plata a los que le había arrastrado la puritita necesidad cuando no era más que un resbaloso chamaco de huesos afilados dentro de un pellejo cobrizo.

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