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Authors: María Dueñas

La Templanza (50 page)

BOOK: La Templanza
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—Pero, pero…, pero esto es inadmisible, esto sobrepasa…, esto…

La irritación de Soledad era superior a su capacidad instantánea para razonar. Alterada, indignada, desplegando una furia incontenible dentro de la opaca estrechez del vehículo.

—Yo misma hablaré con el vicecónsul a primera hora; no lo conozco personalmente, sólo sé que ostenta el cargo desde hace poco, pero iré a verle y lo aclararé todo. Le, le…

—Sol, escucha —intentó calmarla su amigo.

—Le explicaré en detalle todo lo que ha sucedido hoy, la llegada de Alan y su…, su…

—Sol, escúchame —insistió el médico intentando hacerla entrar en razón.

—Y después…, después…

Fue entonces cuando Mauro Larrea, sentado a su lado, se giró y la agarró firmemente por las muñecas. Ya no era el contacto sensual del baile ni la caricia de una piel contra otra piel, pero algo volvió a perturbársele en las entrañas al sentir los finos huesos de ella bajo sus dedos mientras los ojos de los dos se reencontraban en la oscuridad.

—Y después, nada. Serénate y atiende a Manuel, por favor.

Tragó saliva como quien traga cristales; luego cerró los ojos en un esfuerzo voluntarioso por recobrar el aplomo.

—Tú no debes hablar con nadie de momento porque estás demasiado implicada —prosiguió Ysasi—. Tenemos que ver la forma de llegar al vicecónsul de una manera más sutil, más sibilina.

—Podemos intentar detener a Claydon, impedirle que vuelva a Jerez —intervino entonces él.

—Pero bajo ningún concepto a tu manera, Larrea —replicó el doctor tajante—. Yo no sé cómo se resuelven estos asuntos entre mineros mexicanos o en ese legendario Nuevo Mundo del que vienes, pero aquí las cosas no funcionan así. Aquí las personas decentes no achantan a sus adversarios encañonándoles la sien ni ordenan a sus criados que hagan de quebrantahuesos.

Alzó la palma derecha. Suficiente, vino a decir. Mensaje captado, compadre, no necesito más monsergas. Cayó entonces en la cuenta de que su apoderado Andrade llevaba largo tiempo enmudecido en su conciencia, y ahora entendía la razón. El doctor Ysasi, hablándole de tú como hacía con su amiga de la infancia y como hizo con todos los Montalvo, le había tomado el relevo para iluminarlo en el recto camino de la sensatez. Que le hiciera o no caso sería otro cantar.

—Pero, Manuel —insistió Soledad—, tú puedes explicar a quien sea preciso que las cosas no son así…

—Yo puedo certificar clínicamente el verdadero estado mental de Edward; puedo garantizar delante del sursuncorda que tú siempre has obrado intentando protegerlo y que durante años has velado noche y día por su bienestar. Puedo asegurar también que me consta fehacientemente que su hijo ha jugado sucio con vosotros, que os ha sacado dinero como una sanguijuela, que a ti jamás te estimó y que ha abusado del penoso estado psíquico de su padre para realizar un buen montón de tropelías financieras. Pero mi testimonio valdría lo mismo que el papel mojado: nada. Por la amistad que nos une, estoy desacreditado en este asunto desde el principio.

La contundencia del argumento era irrebatible. Lo peor fue que no acabó ahí.

—Y al respecto de vuestra supuesta relación sentimental —prosiguió el doctor—, también puedo jurar por lo más sagrado que este hombre no es tu amante a pesar de que las propiedades de los Montalvo hayan pasado oscuramente a su poder. Pero lo cierto es que todo Jerez os ha visto llegar y salir juntos del palacio del Alcázar; os ha visto bailar esta noche plenamente armonizados y ha sido testigo de vuestra complicidad. Y docenas de personas más, de gente de a pie, saben que estos días habéis estado entrando y saliendo de casa de uno y de otro con libertad absoluta. Si alguien quiere dar una vuelta de tuerca malpensada al asunto, no van a faltarle indicios: habrá sin duda quien considere que habéis transgredido con el más palmario descaro las normas de la decencia entre una íntegra madre de familia y un forastero libre de compromisos.

—Por Dios bendito, Manuel, ni que estuviéramos…

—No pretendo hacer un juicio moral acerca de vuestra conducta, pero lo cierto es que esto no es una gran capital como Londres, Sol. O como México, o como La Habana, Mauro. Jerez es una pequeña ciudad del sur de España, católica, apostólica y romana, donde ciertos comportamientos públicos pueden tener difícil cabida y desembocar en consecuencias ingratas. Y vosotros lo deberías saber igual que yo.

El razonamiento del doctor volvía a ser certero, por mucho que les pesara. Escudados en su coraza de extranjería y protegidos por esa reconfortante sensación de no pertenecer a la vida local, ambos se habían sentido libres de proceder a su antojo en la búsqueda desesperada de soluciones para sus propios problemas. Y, a pesar de tener ambos la seguridad de no haber dado ni un solo paso socialmente reprochable en cuanto a la ética de su relación personal, la apariencia sin duda apuntaba en otra dirección.

—Mucho me temo que estáis solos frente al abismo —remató el médico—. Y así las cosas, más nos vale decidir deprisa qué vamos a hacer.

Una quietud compacta se extendió entre los tres. Seguían dentro del oscuro carruaje, hablando en voces quedas frente al portón principal mientras la lluvia callada acariciaba las ventanillas. Sol bajó la cabeza y se cubrió los flancos de la cara con las manos, como si la cercanía de sus largos dedos al cerebro pudiera ayudarla a reflexionar. Ysasi mantenía el ceño contraído. Mauro Larrea fue el único que habló:

—Si no hay pruebas, no hay delito. Así que lo primero que debemos hacer es sacar al señor Claydon de esta casa: guarecerlo donde nadie pueda sospechar siquiera.

42

      

Llevaban un buen rato encerrados en la biblioteca, intentando trazar sin éxito un plan sensato. El reloj de péndulo marcaba las dos y diez de la mañana. Del omnipresente botellón de licor faltaba ya la mitad.

—Me parece un absoluto disparate.

Ésa fue la reacción de Ysasi ante la iniciativa de Soledad.

La propuesta de aquel lugar seguro al que quizá podrían trasladar a su marido se le había ocurrido a ella de pronto y la había comunicado súbitamente con la misma mezcla de pavor y euforia que si hubiera encontrado una vacuna contra la polio. El rechazo del doctor sonó solemne, definitivo. El minero, acodado en la repisa de la chimenea mientras agotaba su tercera copa de brandy, se dispuso a escuchar.

—A nadie se le ocurriría jamás pensar que Edward está en un convento —insistió ella.

—El problema no es el convento en sí.

Ysasi se había levantado de su butaca y daba paseos erráticos por la estancia.

—El problema es…

—El problema es Inés, tu hermana, lo sabes igual que yo.

El silencio corroboró la presuposición. El doctor, cartesiano, articulado y razonable normalmente, les daba su flaca espalda envuelto en sus pensamientos. Sol se acercó, le puso una mano sobre el hombro.

—Han pasado más de veinte años, Manuel. No tenemos más salidas, hay que intentarlo.

A más silencio, más insistencia.

—Quizá se avenga, quizá acceda.

—¿Por piedad cristiana? —preguntó mordaz el médico.

—Por el propio Edward. Y por ti, y por mí. Por lo que todos nosotros fuimos para ella alguna vez en su vida.

—Lo dudo. Ni siquiera aceptó conocer a tus hijas cuando nacieron.

—Sí lo hizo.

Ysasi se giró con un poso de extrañeza en el rostro.

—Siempre me has dicho que nunca conseguiste que se dejara ver.

—Así fue. Pero yo se las fui llevando una a una en brazos a la iglesia del convento tan pronto las traje a España apenas unos meses después de darlas a luz.

Por primera vez, el minero notó que a Soledad, siempre tan entera y tan dueña de sí, le temblaba la voz.

—Y allí me senté sola con cada una de mis niñas, ante la beata Rita de Casia y el Niño de la Cuna de Plata. Y dentro del templo vacío yo sé que ella, desde algún rincón, desde algún sitio, me oyó y nos vio.

Pasaron unos instantes densos en los que, como un par de caracoles, ambos se refugiaron dentro de sí mismos para lidiar con una tropa de recuerdos vidriosos. Algo hizo presentir al minero que el recuerdo de la hermana y amiga que los dos compartían iba más allá del de una piadosa jovencita que un buen día tomó los hábitos para servir al Señor.

El médico fue el primero en sacar la cabeza.

—Nunca nos ofrecería siquiera la oportunidad de pedírselo.

Amarrando retazos y fragmentos de aquel diálogo con algunos detalles que había ido oyendo en sus últimos días en Jerez, Mauro Larrea intentó bosquejar la situación. Pero le fue imposible. Le faltaban datos, piezas, luces que le permitieran entender qué fue lo que en algún momento del pasado ocurrió entre Inés Montalvo y los suyos; por qué nunca quiso volver a saber de ellos después de alejarse del mundo. No era el momento, sin embargo, para entretenerse jugando a las adivinanzas, como tampoco lo era para pedir explicaciones detalladas sobre algo que a él ni de lejos le rozaba. Lo que se imponía era la urgencia, la necesidad apremiante de hallar una salida. Por eso intervino entre el fuego cruzado:

—¿Y si me dejan que se lo proponga yo?

*   *   *

Avanzó a zancadas por callejuelas oscuras y estrechas como puñales, todavía vestido de frac, tocado con chistera y embozado en su capa de paño de Querétaro. Había dejado de llover, pero quedaban charcos que a veces logró esquivar y a veces no. Andaba alerta, con la atención concentrada para no desorientarse entre los balcones y las ventanas con rejas de hierro fundido y los esterones a modo de persianas. No podía permitirse el menor extravío, no había un mal minuto que perder.

Todo Jerez dormía cuando sonaron las tres en la torre de la Colegiata. Para entonces, casi había llegado a la plaza de Ponce de León. La reconoció por el ventanal esquinado que le habían descrito Ysasi y Soledad. Renacentista, le dijeron que era. Bellísimo, había añadido ella. Pero no había tiempo para el deleite arquitectónico: lo único que le interesaba de aquella obra de arte era saber que marcaba el fin de su camino. Lo siguiente era dar con la puerta del convento de Santa María de Gracia: la casa de las madres agustinas ermitañas, esas hembras recluidas en la oración y el recogimiento al margen de las veleidades del resto de los humanos.

La encontró en un angosto callejón anexo, golpeó insistente la madera con el puño. Nada. Volvió a insistir. Nada tampoco. Hasta que, en una tregua que las nubes dieron a la luna, vio a su derecha una cuerda. Una cuerda que haría sonar en el interior una campana. Tiró de ella sin recato y en escasos instantes alguien acudió a la puerta y descorrió un cerrojo de hierro, abriendo un pequeño ventanuco enrejado sin dejarse ver.

—Ave María Purísima.

Sonó áspero en mitad de la noche desnuda.

—Sin pecado concebida —respondió una voz asustada y somnolienta al otro lado.

—Necesito hablar urgentemente con la madre Constanza. Se trata de un grave asunto familiar. O le dice usted que salga de inmediato, o en diez minutos empiezo a tañer la campana y no paro hasta poner al barrio entero en pie.

El ventanuco se cerró ipso facto, el cerrojo se volvió a correr, y él quedó esperando la secuela de su amenaza. Y mientras aguardaba envuelto en su capa y en la negrura de un cielo sin estrellas, por fin pudo detenerse a pensar en las imprevistas circunstancias que le habían forzado a andar alterando el sosiego de un puñado de inocentes monjas a aquellas horas, en vez de estar metido entre las mantas como la gente de bien. Todavía no sabía cuánto de verdad había en las palabras del doctor al recriminarles a Soledad y a él su cercanía pública, aquel ostentoso despliegue de complicidad. Quizá, pensó, no le faltaba razón. Y, ahora, su propia actitud se les volvía en contra y amenazaba con clavarles los dientes en la yugular.

Fue entonces, en mitad de sus dudas, cuando oyó otra vez el cerrojo.

—Usted dirá.

La voz sonó queda y sin embargo rotunda. No logró vislumbrar el rostro.

—Tenemos que hablar, hermana.

—Madre. Reverenda madre, si no le importa.

Ese brevísimo primer intercambio de frases sirvió a Mauro Larrea para intuir que la mujer con la que habría de negociar distaba mucho de ser una cándida religiosa mendicante dedicada a cantar maitines y a hornear tartas de yema a mayor gloria de Dios. Más le valía andarse con tiento: aquello iba a ser un pulso de igual a igual.

—Reverenda madre, eso es; disculpe mi torpeza. En cualquier caso, le ruego que me escuche.

—Acerca de qué.

—Acerca de su familia.

—No tengo más familia que el Altísimo y esta comunidad.

—Usted sabe igual que yo que eso no es así.

El silencio del callejón desierto era tan fino, tan sutil, que a ambos lados del ventanuco se oía la respiración de los dos cuerpos.

—¿Quién le manda, mi primo Luis?

—Su primo falleció.

Esperó a que reaccionara con alguna pregunta sobre el cómo o el cuándo de la muerte del Comino. O a que pronunciara al menos un Dios lo tenga en su gloria. Pero no hizo ni lo uno ni lo otro; por eso, al cabo de unos segundos baldíos, él avanzó.

—Vengo en nombre de su hermana Soledad. Su marido se encuentra en una situación crítica.

Dígale que le suplico que me ayude, que se lo pido por la memoria de nuestros padres y nuestros primos; por todo lo que un día compartimos, por lo que un día fuimos… Sol le había transmitido su mensaje apretándole las manos con todas sus fuerzas, esforzándose por retener las lágrimas. Y aunque fuera lo último que él hiciera en su vida, así se lo tenía que hacer llegar.

—Difícilmente veo cómo podría yo intervenir en esos asuntos ajenos, viviendo como viven fuera de nuestras fronteras.

—Ya no. Llevan una temporada en Jerez.

Por réplica volvió a encontrar tensos instantes de vacío. Continuó:

—Necesitan un refugio para él. Está enfermo y hay quien quiere aprovecharse de su debilidad.

—¿Qué malestar le aqueja?

—Un profundo desorden mental.

Está loco, carajo, estuvo tentado a gritarle. Y su mujer, desesperada. Ayúdelos, por Dios.

—Me temo que muy poco puede hacer al respecto esta humilde sierva del Señor. En esta morada no se tratan más angustias y tribulaciones que las propias del espíritu ante el Todopoderoso.

—Sólo serán unos días.

—No faltan las fondas en esta población.

—Mire usted, señora…

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