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Authors: María Dueñas

La Templanza (49 page)

BOOK: La Templanza
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—¿Qué vas a hacer entonces, volver a Londres?

—Tampoco, estaríamos otra vez a su alcance, totalmente expuestos; precisamente estaba pensando en ello cuando has llegado. Quizá podríamos refugiarnos en Malta temporalmente, tenemos un gran amigo, un marino de alto rango destinado en La Valeta; sería relativamente sencillo llegar desde Cádiz por mar y conseguiríamos una protección militar que Alan no se atrevería a traspasar. O tal vez podríamos embarcar con destino a Burdeos y refugiarnos en algún recóndito château del Médoc, donde nuestros contactos vinateros se han convertido con los años en sólidas amistades. Tal vez, incluso... —Frenó unos instantes, tomó aire, remontó—. En cualquier caso, Mauro, lo que pretendo es dejar de comprometerte de una vez por todas en nuestros turbios problemas. Bastante has hecho ya por nosotros, no quiero que nuestros asuntos puedan perjudicar los tuyos. Lamento haberte sugerido que meditaras la venta de las propiedades; estaba en un error. Ilusamente pensé que…, que si te quedabas y las ponías en marcha otra vez… En fin, a estas alturas, ya todo da igual. Lo único que quería que supieras es que en breve nos iremos. Y que lo más prudente sería que tú también desaparecieras a no mucho tardar.

Mejor así. Mejor así para todos. Cada uno por su lado, siguiendo su propio camino: el cauce inesperado de un destino que ninguno de los dos buscó, pero al que los vaivenes de la vida les acabaron por empujar.

El reflejo de los dos cuerpos frente a la ventana se descompuso cuando ella se separó.

—Y ahora, life goes on; más vale que nos demos prisa o llegaremos tarde.

La miró incrédulo.

—¿Estás segura?

—Aunque tenga que justificar la ausencia de Edward con un embuste por enésima vez, el baile es un evento en nuestro honor. Allí estarán casi todos los bodegueros que un día fueron amigos de mi familia: los que asistieron a mi boda y a los entierros de mis mayores, no puedo hacerles el feo de no aparecer. Por los viejos tiempos y por el regreso de la hija pródiga, aunque ellos no sean conscientes de lo desastrosamente inútil que ha sido mi decisión de retornar.

Lanzó una mirada al reloj de la chimenea.

—Deberíamos estar allí en poco más de una hora; mejor será que yo te recoja.

41

      

Llovía mansamente. Se oyó el chasquido de la lengua del cochero seguido de un latigazo. Al instante, los caballos reanudaron su andadura. Soledad le esperaba en el interior del carruaje envuelta en una capa color noche rematada en armiño, con su cuello esbelto descollando entre las pieles y los ojos brillantes en la oscuridad. Distinguida y airosa como siempre; capeando los densos nubarrones bajo un rostro diestramente empolvado con poudre d’amour y ocultando su desazón tras una seductora fragancia de bergamota. Al mando de la situación, segura de sí una vez más. O estrujándose el alma a fin de reunir el coraje preciso para simularlo.

—¿No resultará extraño que la homenajeada aparezca con un anónimo recién llegado?

Al reír con un punto de sarcasmo, los largos pendientes de brillantes bailaron en la oscuridad iluminados por la luz de gas de un farol callejero.

—¿Anónimo tú, a estas alturas? Raro será quien no sepa quién eres, de dónde vienes y qué es lo que haces por aquí. Todo el mundo conoce el vínculo que nos une a través de nuestras antiguas propiedades, y todo el mundo supone que a un señor de edad como es Edward puede surgirle en cualquier momento un imprevisto problema de salud, que será el bulo que esparciré a diestro y siniestro. En cualquier caso, nuestros bodegueros son gente de mundo y suelen tolerar bastante bien las excentricidades de los extranjeros. Y a pesar de nuestros orígenes, a estas alturas de nuestras vidas, tanto tú como yo lo somos en gran manera.

La fachada del palacio barroco del Alcázar resplandecía frente a las antorchas llameantes insertadas en anillas de hierro en las jambas del portalón. Fueron prácticamente los últimos en llegar, provocando sin quererlo que todas las miradas giraran hacia ellos como un solo hombre. La nieta expatriada del gran Matías Montalvo dentro del espectacular vestido azul de Prusia que exhibió tras dejar resbalar desde los hombros la capa de piel; el indiano con un frac intachable y estampa de próspero hombre del Nuevo Mundo de regreso a la vieja piel de toro.

Ni llevando la imaginación hasta lo más descabellado habría logrado ninguno de los presentes figurarse que aquella señora de porte esbelto y aire cosmopolita que ahora se dejaba besar la mano y las mejillas entre cálidas sonrisas mientras recibía agasajos, finuras y plácemes, apenas unas horas antes había pasado el filo de un cuchillo de monte por el cuerpo amilanado del hijo de su propio esposo. O que el próspero minero de acento ultramarino cuyas sienes empezaban a platear, debajo de sus guantes impolutos, llevaba las manos vendadas tras despellejárselas al trepar como una salamandra por la superficie vertical de un paredón.

Hubo pues saludos y cumplidos en un ambiente tan exquisito como cordial. Soledad, querida, qué alegría tan inmensa volver a tenerte entre nosotros; señor Larrea, es un grandísimo honor acogerle en Jerez. Más sonrisas y halagos por acá, más cumplidos por allá. Si alguien se preguntó qué diablos hacían juntos la última descendiente del viejo clan y aquel gachupín advenedizo que enigmáticamente se había quedado con las posesiones de la familia, lo disimuló con suprema corrección.

Bajo tres magníficas arañas de bronce y cristal, el salón de baile acogía a la mayor parte de la oligarquía vinatera y la aristocracia terrateniente local. Las imágenes se multiplicaban en los suntuosos espejos de marco de pan de oro repetidos a lo ancho de cada pared. Los rasos, sedas y terciopelos de las señoras cambiaban de tono bajo las luces; abundaban las joyas discretas pero elocuentes. Entre los varones, barbas bien recortadas, trajes de etiqueta, fragancias de Atkinsons de Old Bond Street, y un buen puñado de condecoraciones. Refinamiento y lujo sobrio en definitiva, sin ostentación: menos opulento que en México, menos exuberante que en La Habana. Y aun así, rezumando señorío, dinero, buen gusto y saber estar.

Un quinteto interpretaba valses de Strauss y Lanner, galops y mazurcas que los danzantes marcaban con golpes de tacón. Les saludaron los dueños del palacio; Soledad tardó poco en ser solicitada y, al punto, se le acercó afectuoso José María Wilkinson, el presidente del casino.

—Acompáñeme, amigo mío, déjeme que le presente.

Departió entre elegantes señores de apellidos con sabor a vino —González, Domecq, Loustau, Gordon, Pemartín, Lassaletta, Garvey…—, ante todos narró por enésima vez sus sinceras mentiras y sus verdades llenas de embustes. Las complejidades políticas que supuestamente habían motivado su marcha de la joven República mexicana, las perspectivas que la madre patria ofrecía a esos hijos desarraigados que ahora retornaban de las antiguas colonias insurrectas con los bolsillos presuntamente repletos, y un sinfín de falsedades verosímiles de similar magnitud. Todos fueron con él atentos en extremo, enredándole en una fluida conversación: le preguntaron, le respondieron, le ilustraron y le pusieron al tanto sobre cuestiones elementales acerca de aquel mundo de tierras blancas, viñas y bodegas.

Hasta que, al cabo de más de dos horas de circular cada uno por su lado, Soledad logró acercarse al grupo masculino con el que él departía.

—Estoy segura de que nuestro invitado está disfrutando inmensamente de vuestra conversación, mis estimados amigos, pero mucho me temo que, si no me lo llevo, no va a ser capaz de reclamarme el baile que le tengo comprometido.

Por supuesto, querida Sol, se oyó en varias bocas. No le retenemos más; por favor, señor Larrea; discúlpanos, querida Soledad, cómo no, por Dios, cómo no.

—Mi padre jamás habría perdonado una sola polonesa en un día como hoy. Y yo debo mantener en alto su prestigio como digna hija que soy de Jacobo Montalvo: el mayor botarate en los negocios y el más diestro en los salones, como todos con tanto afecto lo recordáis.

Las carcajadas bienintencionadas rubricaron el tributo al progenitor; el doble sentido de la frase nadie lo llegó a captar.

Quizá fue la cálida acogida de los bodegueros lo que contribuyó a destensarlo y le hizo arrumbar temporalmente en un rincón de la memoria los turbios incidentes de esa tarde. O quizá, de nuevo, fue el propio atractivo de Soledad, esa mezcla de gracia y entereza que la había acompañado en todas las tormentas y todos los naufragios de su vida. A partir del momento en el que se integraron en el centro del salón, en cualquier caso, todo se volatilizó para Mauro Larrea como por el arte de un mago capaz de convertir en humo un as de corazones: los pensamientos rocosos que constantemente le machacaban el cerebro, la existencia de un hijastro deleznable, la música alrededor. Todo pareció evaporarse tan pronto como enlazó el talle de Sol y notó el peso liviano de su largo brazo atravesándole la espalda. Y así, cuerpo con cuerpo, mano con mano, con su torso rozando el escote soberbio de ella y el mentón casi acariciando la piel desnuda de su hombro, oliéndola, sintiéndola, podría haber permanecido hasta el día del juicio universal. Sin importarle el frenético ayer que dejó atrás y el futuro desasosegante que lo aguardaba. Sin perturbarle que aquélla pudiera ser la primera y la última vez que bailaran juntos; sin recordar que ella se estaba preparando para marcharse a fin de proteger a un marido sumido en la demencia al que quizá nunca había amado apasionadamente, pero al que iba a seguir siendo leal hasta el último aliento.

Al igual que ocurre casi siempre con las más irreflexivas fantasías, algo terrenal y próximo lo descabalgó de su deserción de la realidad y lo retrotrajo al presente. Manuel Ysasi, vestido de calle y no de etiqueta, les observaba con el rostro contraído desde una de las grandes puertas abiertas del salón, a la espera de que los ojos de alguno de los dos notaran su presencia. Quizá fue Sol la primera en verle, quizá fue él. En cualquier caso, las miradas de ambos acabaron por cruzarse con la del doctor mientras seguían girando al compás de una pieza que de pronto se les antojó a ambos interminable. El mensaje les llegó nítido desde la distancia, tan sólo fueron necesarios unos discretos gestos para transmitirlo: algo grave ocurre, tenemos que hablar. En cuanto se cercioró de que lo habían entendido, el doctor desapareció.

Media hora y numerosas excusas y despedidas ineludibles más tarde, salían juntos del palacio bajo un amplio paraguas y se adentraban en el carruaje de los Claydon, donde el médico les esperaba impaciente.

—No sé quién está más loco, si el pobre Edward o vosotros dos.

A él se le tensaron los músculos; Soledad irguió la cabeza con altanería. Pero ninguno pronunció una sola sílaba mientras el coche emprendía la marcha: mudamente acordaron dejarle hablar. Y el médico prosiguió:

—Venía hace unas horas por el arrecife, de regreso de Cádiz, cuando paré a cenar en un ventorrillo antes de llegar a Las Cruces, a poco más de una legua de Jerez. Y allí lo encontré, junto a un par de adláteres.

No necesitó mencionar el nombre de Alan Claydon para que ellos supieran de quién estaba hablando.

—Pero no os conocéis —protestó Sol.

—Cierto. Tan sólo nos habíamos visto una vez, el día de tu boda, cuando yo sólo era un joven estudiante y él un adolescente malcriado, rabioso ante el nuevo matrimonio de su padre como un becerro tras el destete. Pero en algo recuerda a Edward. Y habla en inglés. Y sus amigos le llamaban por su apellido, y a ti te nombraron repetidamente. Así que no hacía falta ser un lince para adivinar la situación.

—¿Te identificaste? —volvió a interrumpirle ella.

—No con mi nombre o mi relación contigo, pero no tuve más remedio que hacerlo como médico al ver la penosa situación en la que se encontraba.

Soledad le miró con gesto interrogatorio. Mauro Larrea carraspeó.

—Algún bruto sin miramientos le partió los pulgares.

—Good Lord… —La voz le surgió rota entre las pieles que le rodeaban la garganta.

El minero giró el rostro hacia la ventanilla derecha, como si le interesara más la noche desangelada que el asunto que se debatía en el interior.

—También tenía un corte de cuchillo en la mejilla. Superficial, por fortuna. Pero hecho obviamente a traición.

Fue entonces ella la que hizo volar la mirada al otro lado de la ventanilla del carruaje. El doctor, sentado frente a ellos, interpretó correctamente las reacciones de ambos.

—Os habéis comportado como unos bárbaros irresponsables. Habéis hecho pasar por vivo a un difunto frente a un abogado, me habéis enredado para retener a la mujer de Gustavo en mi propia casa, habéis maltratado al hijo de Edward.

—Lo de la impostura de Luisito no ha desencadenado el menor problema posterior —alegó cortante Soledad con el rostro todavía vuelto hacia la oscuridad.

—Carola Gorostiza embarcará rumbo a La Habana en breve en las mismas condiciones en que llegó —añadió él.

—Y respecto a Alan, con un poco de suerte, mañana por la mañana ya estará en Gibraltar.

—Con un poco de suerte, mañana por la mañana a lo mejor os libráis los dos de entrar en la cárcel de Belén y tan sólo os piden explicaciones en el cuartel de la Guardia Civil.

Volvieron por fin las cabezas, reclamando sin palabras que aclarara aquel siniestro pronóstico.

—Alan Claydon no tiene ninguna intención de regresar a Gibraltar. Después de entablillarle los dedos en la venta, me ha preguntado por el nombre y señas del representante de su país en Jerez. Le he dicho que no lo conozco, pero no es cierto: sé quién es el vicecónsul y sé dónde vive. Y sé también que la voluntad inmediata de tu hijastro es localizarlo, exponerle los hechos y reclamar su asistencia para interponer una denuncia penal contra ti, Sol.

—Ella no tiene nada que ver con la agresión —atajó el minero.

—Los tiros no van por ahí del todo; es cierto que el amigo gibraltareño mencionó a un indio, tu criado, Mauro, supongo, y a un violento hombre armado a caballo, que intuyo que serías tú. Pero eso, a estas alturas, es lo de menos.

La pregunta sonó al unísono en ambas bocas.

—¿Entonces?

El carruaje se paró en ese mismo momento, habían llegado a la plaza del Cabildo Viejo. Ya sin la protección del ruido de las ruedas y de los cascos de los caballos sobre los charcos y las vías empedradas, Ysasi bajó la voz.

—Lo que pretende alegar el hijo de Edward es que su padre, súbdito británico aquejado de una problemática salud, está retenido en contra de su voluntad en un país extranjero, secuestrado por su propia esposa y por el supuesto amante de ésta. Y, para resolverlo, va a requerir mediación diplomática urgente y la intervención de las propias autoridades de su país desde Gibraltar. De hecho, sus acompañantes han partido hacia el Peñón esta misma noche en un coche de colleras, a fin de poner sin mínima tardanza el caso en conocimiento de quien corresponda. Él se ha quedado solo en la venta, con el propósito de regresar aquí mañana. Está furioso y parece dispuesto a implicar hasta al papa de Roma, no tiene intención de que nada quede tal cual.

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