La Templanza (44 page)

Read La Templanza Online

Authors: María Dueñas

BOOK: La Templanza
4.85Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No seas cenizo, Manuelillo —cortó ella con un punto de sorna—. No vamos a secuestrar a nadie; tan sólo vamos a proporcionarle unos días de hospedaje gratuito a una invitada un tanto indeseable.

—Yo me encargaré personalmente de llevarla a Cádiz y embarcarla en cuanto usted considere que está en disposición de viajar —zanjó él—. De hecho, intentaré averiguar cuanto antes la fecha de salida del próximo vapor a las Antillas.

Ysasi, con negra ironía, dio por terminada la conversación.

—Hace mucho tiempo que dejé de creer en la intervención de un grandioso ser supremo en nuestros humildes asuntos terrenales, pero Dios nos coja a todos confesados si algo se tuerce en este plan demencial.

*   *   *

La dejaron instalada en la residencia del doctor en la calle Francos, en la vieja casa que heredara de su padre y éste de su abuelo, donde convivía con los mismos muebles y la misma criada que sirvió a tres generaciones de la familia. Eligieron un dormitorio trasero abierto a un corralón, con una estrecha ventana convenientemente alejada de las viviendas colindantes. A la esclava Trinidad la instalaron en el cuarto contiguo para que estuviera pendiente de las necesidades de doña Carola. Soledad le administró pautas de cuidado a Sagrario, la anciana criada. Calditos de pollo y tortillitas a la francesa, mollejitas de cordero, muchas jarras de agua fresca, mucho cambio de sábanas y orinales, y un no radical y absoluto a todo intento de ella por salir.

Santos Huesos quedó a cargo de la llave, haciendo guardia en el arranque del pasillo.

—¿Y si se pone brava, patrón, en ausencia del doctor?

—Mandas a la vieja a que me busque.

Después, con un leve gesto señaló la cadera derecha del indio: el sitio en el que siempre llevaba el cuchillo. Tras esperar a que la comitiva emprendiera el regreso al piso inferior, le aclaró la orden:

—Y si se pasa de vueltas, tú la atemperas. Nomás un poquito.

Apenas todo quedó en orden, Sol anunció su retirada. Seguramente la reclamaban aquellos complejos problemas de su marido que él seguía desconociendo. O quizá simplemente se le estaban acabando las fuerzas para seguir en la brecha.

Sagrario, la criada desgastada y medio coja, llegó arrastrando los pies. Le traía la capa, los guantes y el elegante sombrero con plumas de avestruz, un equipo más apropiado para transitar por las mundanas vías del West End londinense que para atravesar en plena noche las estrechas callejas jerezanas.

Fuera la esperaba su calesa, él la acompañó hasta la casapuerta.

—¿Se encargará entonces de averiguar algo sobre las próximas salidas hacia Cuba?

—Será lo primero que haga mañana por la mañana.

Apenas había luz en el espacio de tránsito entre la residencia y la calle; una débil bujía alteraba los rasgos de sus rostros.

—Confiemos en que todo acabe pronto —dijo ella mientras introducía los dedos en los guantes. Por decir algo, sin esforzarse en mostrar el menor signo de convencimiento.

Que todo acabe pronto. Todo: un gran saco sin fondo en el que tenían cabida mil problemas ajenos y comunes. Demasiada buena fortuna sería necesaria para que, al lanzarlos al aire, el cúmulo al completo cayera de pie.

—Pondremos de nuestra parte para que así sea. —Y por ocultar la falta de seguridad que él mismo sentía, añadió—: ¿Sabe que esta misma mañana supe que puede haber a la vista unos posibles compradores para las posesiones de su familia?

—No me diga.

Imposible por parte de ella haber puesto menos entusiasmo en su voz.

—Gente de Madrid. Tienen algo casi concertado en otro sitio, pero están dispuestos también a considerar mi oferta.

—Sobre todo si usted les ofrece un precio ventajoso.

—Me temo que no me quedará otra opción.

Entre los paños de azulejos de Triana de la vieja casa de Ysasi, en semipenumbra, con el sombrero y los guantes ya puestos y la capa sobre sus hombros armoniosos, ella le dedicó una media sonrisa cansada.

—Tiene prisa por regresar a México, ¿verdad?

—Me temo que así es.

—Allí le esperarán su casa, sus hijos, sus amigos… Incluso quizá alguna mujer.

Lo mismo podría haberle replicado que sí que podría haberle replicado que no, y en ninguna de las dos formulaciones habría mentido. Sí, claro que sí: me espera mi espléndido palacio colonial en la calle de San Felipe Neri, mi preciosa hija Mariana convertida en una joven madre y mi cachorro Nicolás a punto de emparentar con la mejor sociedad tan pronto regrese de París; mis muchos amigos poderosos y prósperos, y unas cuantas mujeres hermosas que siempre se mostraron bien dispuestas a abrirme sus camas y sus corazones. O no, claro que no. En realidad, es muy poco lo que me espera allá; ésa podría haber sido también su respuesta. Las escrituras de mi casa están en manos de un usurero que me asfixia con plazos inflexibles, mi hija tiene su vida independiente, mi hijo es un tiro al aire que acabará haciendo lo que le venga en gana. A mi amigo Andrade, que es mi razón y mi hermano, lo tengo con una mordaza en la conciencia para que no me grite que me estoy comportando como un descerebrado. Y en cuanto a mujeres, ni una sola de las que alguna vez pasaron por mi vida logró jamás atraerme o conmoverme o perturbarme ni la centésima parte, Soledad Montalvo, de lo que, desde que apareció aquel mediodía de nubes en el desportillado caserón de su propia familia, me atrae, me conmueve y me perturba usted.

Su respuesta, sin embargo, fue mucho más vacía de datos y afectos, infinitamente más neutra:

—Allá es donde me corresponde estar.

—¿Seguro?

La miró con gesto confuso, frunciendo sus cejas espesas.

—La vida nos arrastra, Mauro. A mí me arrancó en plena juventud de esta tierra y me trasladó a una urbe fría e inmensa, a vivir en un mundo extraño. Más de veinte años después, cuando ya estaba amoldada a aquel universo, las circunstancias me han traído otra vez hasta aquí. Los vientos inesperados nos impulsan a emprender unas veces el camino de ida y otras el camino de vuelta, y a menudo no vale la pena nadar contra corriente.

Alzó una mano enguantada y le puso los dedos sobre los labios, para que no la contradijera.

—Sólo piénselo.

37

      

Chasquidos de vasos y botellas, rumor de pláticas destensadas y el rasgueo de una guitarra. Docena y media de hombres más o menos, y tan sólo tres mujeres. Tres gitanas. Una, muy joven y muy flaca, liaba cigarrillos de picadura con los ojos bajos mientras otra, más lozana, se dejaba requebrar sin demasiado interés por un señorito fino. La más vieja, con el rostro arrugado y seco como una pasa de Málaga, parecía dormitar con los ojos entreabiertos y la cabeza apoyada contra la pared.

Casi todos los presentes carecían de las ropas y modales del médico y de Mauro Larrea pero, con todo, la llegada de ellos dos a aquella tienda de vinos del barrio de San Miguel no pareció extrañar en absoluto a la parroquia. Más bien lo contrario. A las buenas noches, oyeron decir varias veces tan pronto como ambos atravesaron la puerta. Buenas noches nos dé Dios, doctor y la compañía. Gusto de verle otra vez por aquí, don Manué.

Tras una parca cena conjunta en la casa de soltero del médico, comprobaron que la Gorostiza seguía durmiendo, que la mulatica descansaba al lado y que Santos Huesos quedaba preparado en el pasillo para una noche de sosegada vigilia. Y convencidos de que nada inesperado podría acontecer hasta la mañana siguiente al menos, Manuel Ysasi le había propuesto salir a respirar.

—¿Me leyó el pensamiento, doctor?

—Ya conoce dónde se solaza la sociedad más respetable. ¿Qué le parece si le llevo ahora al otro Jerez?

Por eso habían acabado en aquella taberna de la plaza de la Cruz Vieja, en un barrio que tiempo atrás fue un arrabal de extramuros y ahora parte del sur de la ciudad.

Se acomodaron frente a una de las escasas mesas vacías, en sendos bancos corridos a la luz de los candiles de aceite, no lejos del mostrador. Tras éste, una ancha retaguardia repleta de botellas y botas de vino, y un muchacho que no llegaría a los veinte años secando loza callado y serio mientras lanzaba miradas llenas de melancolía a la joven gitana. Ella, entretanto, seguía liando hebras de tabaco sin levantar los ojos de su quehacer.

El muchacho acudió rápido, con dos vasos estrechos llenos de líquido color ámbar que no necesitaron pedir.

—¿Cómo sigue tu padre, zagal?

—Psssh, regular. No acaba de entonarse.

—Dile que el lunes me paso a verle. Que siga con las cataplasmas de mostaza y haga vahos con agujas de pino.

—De su parte, don Manuel.

No había acabado el mozo de retirarse cuando se acercó hasta la mesa un hombre joven de espesas patillas negras y ojos como aceitunas.

—Otros dos privelos para el doctor y su acompañante, Tomás, que hoy tengo parné para pagarlos yo.

—Déjate, Raimundo, déjate, hombre… —rechazó el doctor.

—¿Cómo que no, don Manué, con todo lo que yo le debo?

Se dirigió entonces a Mauro Larrea.

—La vida de mi hijo se la debo yo a este hombre, señor mío, por si usted no lo sabe. La vida enterita de mi churumbel. Malito, muy malito lo tenía…

En ese preciso instante, con empuje de ciclón, entró en la taberna una mujer con el pelo tirante y alpargatas, cobijada bajo una burda mantilla de bayeta. Miró ansiosa a izquierda y derecha y, al descubrir su objetivo, en tres zancadas se plantó enfrente.

—Ay, don Manué, don Manué… Venga usted a mi casa un momentillo a ver a mi Ambrosio, por lo que más quiera; un momentillo nada más —insistió arrebatada—. Acaba de decirme mi comadre que le han visto venir para acá y en su busca vengo, doctor, que lo tengo medio muerto. Espuertas de palmito estaba haciendo esta tarde el hombre, tan tranquilito, cuando le ha dado un yo no sé qué… —Clavó entonces unos dedos como garfios sobre la mano del médico y tiró de ella—. Acérquese un momentillo, don Manué, por lo que usted más quiera, que está aquí al ladito, a orilla de la iglesia…

—En mala hora se me ha ocurrido traerle hasta aquí, Mauro —masculló el doctor soltándose enérgico—. ¿Podrá disculparme un cuarto de hora?

Apenas le dio tiempo a decir cómo no, doctor: antes ya estaba Manuel Ysasi camino de la puerta embozándose en su capa, siguiendo los pasos de la torturada mujer. Tras dejar dos cañas más de vino sobre la mesa, el hijo del dueño del negocio volvió a su quehacer y a sus tristes miradas a la joven gitana desde detrás del mostrador. El padre caló de las patillas frondosas, por su parte, regresó al grupo del fondo, donde alguien seguía trasegando con la guitarra y otro alguien daba unas palmas quedas y un tercero echaba al aire, bajito, el arranque de una copla sobre malos amoríos.

Casi agradeció quedarse a solas y poder disfrutar del vino sin tener que hablar con nadie. Sin fingir, sin mentir.

Su gozo duró poco, no obstante.

—Me he enterado por ahí de que se ha quedado usted con la casa del Comino.

Tan ensimismado estaba, sosteniendo el vaso entre los dedos y concentrado en el color de la caoba del vino al chocar contra el cristal, que no había visto llegar a la gitana vieja arrastrando un taburete de anea. Sin pedir ni esperar permiso, se sentó en un flanco de la mesa, en ángulo con él. De cerca era incluso más añosa de lo que en la distancia parecía, como si su cara fuera de cuero trabajado con tajos de cuchillo. Tenía el pelo ralo y aceitoso, peinado tieso en un moño diminuto. De las orejas, enormes, le colgaban unos largos aretes de oro y coral que le estiraban los lóbulos hasta por debajo de la barbilla.

—Y que don Luisito la ha diñado, también eso me han dicho por ahí, Dios lo acoja en las alturas. Le gustaba mucho el bureo, con todo lo enanillo que era, pero en los últimos tiempos se le veía menos animado. Por aquí, por la plazuela, venía mucho. A veces solo y a veces con otros amigos, o con don Manué. Una muy buena persona era el Comino, eso sí: de ley —sentenció con solemnidad. Y para certificar su parecer, montó el pulgar huesudo sobre un índice igualmente sucio y deformado, armando una cruz que besó con el ruido de una ventosa.

Le costaba entenderla: sin dientes, con la voz cascada y el acento obtuso, y con esas expresiones que él no había oído en su vida.

—¿Me convida a una copita, señorito, y le leo yo ahora mismito en la palma de la mano cómo le va a ir a usted en su hacienda y en su porvenir?

En cualquier otro momento se habría quitado de en medio a la gitana sin la menor contemplación. Déjeme en paz, fuera. Lárguese, haga el favor, le habría dicho. O sin el favor siquiera. Así lo había hecho montones de veces en México con aquellos menesterosos que ofrecían averiguarle los secretos del alma a cambio de un tlaco, y con las negras que le salieron al paso por las calles de La Habana con un cigarro puro en la boca, empeñadas en leerle la suerte en los cocos o los caracoles.

Pero quizá la culpa aquella noche la tuviera el oloroso potente y redondo que ya le estaba calentando las vísceras, o el día plagado de sacudidas que llevaba encima, o las confusas sensaciones que en los últimos tiempos se removían por su cuerpo con el brío de los gallos de pelea. El caso fue que aceptó. Ándale, dijo extendiendo la palma hacia ella. A ver qué ve usted en mi pinche destino.

—Pero ¿qué mano de indiano portentoso es ésta, criatura, si tiene usted más marcas que un jornalero después de la vendimia? Muy complicado va a ser sacarle de aquí la buena ventura.

—Pues déjelo entonces. —De inmediato lamentó haber accedido a aquella sandez.

—No, señorito, no. Aunque sea escondidas detrás de las cicatrices, aquí veo yo muchas cosas…

—Bueno pues, adelante.

Al fondo de la taberna seguían sonando quedas las palmas, el rasgueo de la guitarra y la voz que al compás seguía hablando de traiciones y venganzas por penares del querer.

—Veo que ha tenido usted muchos asuntos en la vida tronchados por la mitad.

No le faltaba razón. El padre al que nunca conoció, un feriante de paso por su aldea que no le legó ni el apellido. El abandono de su propia madre en la niñez temprana, dejándolo a cargo de un abuelo parco en palabras y afectos que siempre añoró su tierra vascongada y nunca logró hacerse al seco destierro castellano. Su matrimonio con Elvira, la marcha a América, su ruina final: todo eso había quebrado en algún momento u otro su trayectoria. Pocas continuidades había, ciertamente: no iba desencaminada la gitana. Aunque nada demasiado distinto, supuso, a las de muchos humanos con las mismas décadas de existencia en sus haberes. Probablemente la vieja embaucadora había repetido esa misma frase cientos de veces.

Other books

Jessica and Sharon by Cd Reiss
Escorted by Claire Kent
The Reindeer Girl by Holly Webb
The View From the Tower by Charles Lambert
The Cats in the Doll Shop by Yona Zeldis McDonough
Queen of Demons by David Drake
Reaching Rachel by LL Collins
The Missing Place by Sophie Littlefield
(2004) Citizen Vince by Jess Walter